Les dejo el enlace, pues me fue imposible colgarla de cuerpo entero. Mil disculpas. El administrador.
http://www.tusquetseditores.com/especiales/capitulos/kitchen_lectura.pdf

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Cuando la señora Adela atendió el llamado de la puerta, un cadete le entregó un ramo de flores, y le dijo que era para ella. Le hizo firmar un recibo, y comenzó esta pequeña historia.
Cerró, la puerta, con un gran ramo de flores, envuelto, en plástico, que asemejaba a un papel, de celofán, y al abrirlo fué inmensa su sorpresa, era un ramo grande alargado, que consistía en claveles, a su alrededor, y en el centro dos orquídeas, y todo ello adornado con espárrago. Sujetaba, todo ese conjunto, unas cintas finas blancas, que formaban una pequeña moña.
Buscó la tarjeta, y no la encontró, fué cuando empezó su pesquisa. No había ningún aniversario, que ameritara, tal atención, no estaba cerca, navidad, ni su cumpleaños, y lo fundamental, no tenía admirador alguno, porque si existiera, era como para decir “Locas pasiones a los 70 años” ,o “Conseguir lo imposible sin salir de casa” lo que al editarlo, sería un Best Seller, o un libro de auto ayuda, “Comparta su soledad con flores” tan de moda en estos tiempos.
Empezó por llamar a la vecina de piso, como hacen casi todas las señoras solas. Comparten novedades, chimentos, pareceres, como el seguimiento de los teleteatros, o lo que dijo Rial, o la cola parada tipo brasilero, de la Padrón, o el nuevo amante, mozalbete de Susana Jiménez, o lo bien que cocina la Lepes, estando en Grecia o frente al mar y a la parrilla el rubio Mallman, que hasta recita. Se comenta, todo lo transcendental, ya detallado, junto a la artritis, el costo de vida, lo exiguo de las jubilaciones, los tatuajes de los hombres de “Valientes” Porqué si uno quiere saber ”
“Tomándole el pulso a la República” tiene que preguntárselo a una vecina.
Pero este ramo, era noticia..!!
Pensó Adela que podría ser para la linda inquilina, del piso ,ap.o2, pero su vecina, le dijo que no, porque viajó , se había olvidado de contarle, a hacer un Postgrado a París, por tres meses. A una de las dos se le ocurrió, mirar la etiqueta, del ramo, y ahí oh milagro, en un óvalo dorado decía el nombre y dirección, de la florería. Adela podía preguntar por teléfono, pero prefirió caminar en la tarde las cuatro cuadras, que quedaban desde su casa hasta la florería a usar el teléfono. Cuando la averiguación se hace en profundidad, los métodos, no son siempre los habituales, sino vean como Adela, CSI, y me darán la razón.
La curiosidad, la hizo caminar rápido, pasó de tranco de pollo, al de perdiz, y llegó, con la cabeza para adelante bamboleándola, al momento y feliz. La atendió, toda una dama, era una Grey Garson, en ” Rosa de abolengo ” sentada entre tantas, flores, y con esa sonrisa, pegada a las comisuras, de esas que no se agrandan ni se achican, la sonrisa que te dice igual, en que puedo servirla a son $ 5.000, por una corona, la moña, la tarjeta, y el envío, va gratis.
Explicó Adela, escuchó la dueña, y se despejó, lentamente una parte de la incógnita: El cadete, había sido despedido, el día antes, y se ofreció por propia voluntad, y para obtener alguna propina, repartir los últimos pedidos.
Buscó la dueña, y de acuerdo a la descripción del ramo, se llegó a quien lo había enviado por un giro en Abitab, y la tarjeta, que fué confeccionada en la misma florería que decía ” Con amor Elena ” y quien era el destinatario que se llamaba Álvaro Costa.
Se aclaró el primer error. El segundo fué una persona que llamó por teléfono, y dijo que recibió unas flores con dos tarjetas. –” Todo era una trampa para molestarla , que efectuó el cadete.”” La dueña le expresó,- Que por el día de hoy no podía retirar el ramo, ni enviarlo, lamentablente, porque no podía hacer todo ella sola.
La tercera parte, fué pura curiosidad, y parte del desenlace. Adela preguntó – Qué raro, una mujer mandando flores a un hombre.? y le respondió, la dueña, – las flores eran para acompañar al fallecido Sr Costa. Si se miraba bien el ramo, tenía una base de pequeñas cañas, entretejidas, y desde ahí salían unas cintas. Luego unas palmas, que el cadete, las quitó para que pareciera más un ramo común. Era lo usual, el ramo típico o media palma que se usa poner a los pies del cajón.. – ” Que la Sra, podía hacer con el ramo lo que quisiera, porque no se iba a entregar en el día y a la mañana, era a primera hora el entierro, ahí en los Salones donde antes funcionaba “El Ocaso”. ”
Como siempre hay un comedido, Adela se ofreció a hacer el siguiente favor. Ella llevaría el ramo hasta la Empresa de Pompas Fúnebres, porque le quedaba solamente a dos cuadras de su casa, para que esas flores llegaran a su destino. Demás está decir el agradecimiento que recibió, tal es así, que dos rosas blancas con una cinta le fué regalada, y con –“C uando quiera venga que será bien recibida, fué la despedida.” Tomó el ramo, y como si hiciera un mandado para un influyente, salió hacia el final
Cuando caminaba por la calle, le parecía que la miraban,.. muy chico para corona, muy ostentoso para obsequio y muy grande para ramo de novia, lo tomó de las cañitas, y llegó al 1er. piso, y preguntó por un familiar del Sr Costa.
Allí la recibió, un familiar que dijo ser el yerno, y Adela hizo un resumen de lo acontecido, si a eso se le puede llamar así, o las noticias de última hora. Pero lo que no esperaba era ,que mientras la guiaba, fuera de la sala, le dijera:
– ” Que agradecía las molestias que se había tomado. Pero que en ese momento, quien fuera, que a nombre de Elena mandara flores, o un pésame no sería recibido, porque había causado mucho daño, siendo durante tantos años amante de su difunto suegro ” Era tal su vehemencia, al decir todo esto, que el milagro se produjo, dejó mudo a la oferente. Y escuchó por segunda vez, cuando ya llegaban a la puerta, que hiciera lo que quisiera con el ramo, si quería tirarlo a la calle, ahora mismo, daba igual.
Todo puede ser en la dimensión desconocida, entrar como ratero, a llevarse los recuerdos de los otros , no fué esa su intención, por eso no tiró las flores en la calle, que mandó una amante a su amor muerto. Con las cosas del querer, no se juega, pensó y ..
Entonces , Adela colocó un cuenco grande, le vertió agua, y puso a descansar el pequeño entramado de cañitas. Las que han soportado mejor los tres días, han sido las orquídias, porque la vecina le dijo, que le pusiera hielo, que las conservaba. No sabe si mañana, o pasado las tira todas juntas, hasta ahora no pudo, porque al mirarlas de lejos, le hace acordar a la cúpula, de esas iglesias chiquitas que hay en los balnearios, esas blancas cúpulas, lo que falta para Adela sería la cruz, tal vez, piensan con la vecina, en algún lugar,.. como entramado de teleteatro mejicano, colocó la cruz.. ” con todo amor Elena ”
http://yovivoenella.blogspot.mx/2011/05/grace-paley-el-hombre-agobiado.html
-Sabe usted todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver.
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/woolf/la_duquesa_y_el_joyero.htm
El hombre no estaba herido cuando el otro coche impactó con el nuestro. El hombre que había conocido por una semana me llevó en brazos por la calle de una manera que implicaba que no podía ver mis piernas. Recuerdo haber sabido que no debía mirar, y sabiendo que me habría encantado mirar si no fuera porque no podía.
Mi sangre estaba sobre la ropa de este hombre.
Dijo, “estarás bien, pero este suéter está arruinado”.
Grité por miedo al dolor. Pero yo no sentía dolor alguno. En el hospital, después de inyecciones, sabía que había dolor en el cuarto – sólo que no sabía de quién era.
Lo que le pasó a una de mis piernas requirió cuatrocientos puntos, los cuales, cuando me tocó contar la historia, se volvieron quinientos puntos, porque nada es tan malo como podría ser.
Los cinco días en que no sabían si podrían salvar mi pierna o no, aumenté dos tallas.
El abogado fue el que usó la palabra. Pero no llegaré a eso hasta un par de párrafos más.
Estábamos manteniendo esa conversación sobre las apariencias – cuán importantes son. Cruciales es lo que yo dije. Pienso que las apariencias son cruciales.
Pero este tipo era un abogado. Se sentó en una silla de vinilo acuoso cerca de mi cama. A lo que se refería con apariencias fue cuánto de mi pérdida de ellas valía en un tribunal de justicia.
Pude discernir que al abogado le gustaba decir tribunal de justicia. Me dijo que había tomado tres veces la prueba final antes de graduarse. Dijo que sus amigos le habían dado tarjetas de negocio con un bonito relieve, pero estas adorables tarjetas se suponía que dirían Abogado-afiliado, cuando en realidad decían Abogado-al-fin.
Él ya había cubierto la pérdida de ganancias, de forma que yo ahora no podría llegar a ser una azafata de línea aérea. Nunca había considerado convertirme en algo intrascendente, él dijo, legalmente.
“Hay otra cosa” dijo. “Tenemos que hablar de matrimoniabilidad”.
La tendencia era decir ¿matrimo-qué?, aunque ya sabía qué significaba al primer momento de escucharlo.
Yo tenía dieciocho años. Dije, “primero, ¿por qué no hablamos de citabilidad?”
El hombre de una semana ya se había ido, el accidente lo condujo de vuelta a su esposa.
“¿Piensas que las apariencias son importantes?”, le pregunté al hombre antes de que se fuera.
“No al principio” dijo.
En mi barrio hay un tipo que era profesor de química hasta que una explosión se llevó su cara y dejó lo que había detrás. El resto de él se viste impecablemente de trajes negros y zapatos brillantes. Lleva un maletín al campus universitario. Qué acogedora – su familia, dijo la gente – hasta que la esposa se llevó a los niños y se mudó de casa.
En el solarium, una mujer me enseñó una foto. Dijo, “esto es a lo que mi hijo solía parecerse”.
Pasé mis tardes en Diálisis. Les daba igual cuando una silla reclinable estaba libre. Tenían televisores de pantalla ancha en color, mejores que los que hay en Rehabilitación. Los miércoles por la noche veíamos un show donde mujeres en ropas caras aparecían en espléndidos decorados y prometían arruinarse las unas a las otras.
A uno de mis lados había un hombre que sólo hablaba en números telefónicos. A ellos les preguntarías como se siente y él diría “924-3130”. O diría “757-1366”. Adivinamos qué era lo que significaban estos números, pero nadie dio un duro por ello.
Hubo a veces, al otro lado, un niño de 12 años. Sus pestañas estaban gruesas y oscurecidas por la medicación de la presión arterial. Él era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como – la palabra que usaban era cosecha – tan pronto como un riñón fuera cosechado.
La madre del niño rezaba por conductores ebrios.
Yo rezaba por hombres que no fueran discriminadores.
¿No somos todos, pensaba, la cosecha de alguien?
La hora terminaría, y una enfermera de piso me llevaría en ruedas hasta mi cuarto. Ella diría, “¿por qué ver esa basura? ¿Por qué no mejor preguntarme cómo estuvo mi día?”.
Pasé quince minutos antes de irme a la cama apretando horquillas de goma. Uno de los medicamentos estaba haciendo que mis dedos se endureciesen. El doctor dijo que me lo daría hasta que no pudiera abotonarme la blusa – un modo de expresarse con alguien en un vestido largo de algodón.
El abogado dijo, “trabajos de caridad”.
Se abrió la camisa y me mostró dónde un acupuntor le había aplicado jarabe de cola en el pecho, enterrado cuatro agujas y dicho que la verdadera cura eran los trabajos de caridad.
Dije, “¿Cura para qué?”.
El abogado dijo, “Intrascendente”.
Tan pronto como supe que estaría bien, me sentí segura de que estaba muerta y no lo sabía. Me movía a través del tiempo como una cabeza cortada que termina una oración. Esperaba el momento que me despertara de mi vida aparente.
El accidente ocurrió al atardecer, así que en ese momento era cuando más me sentía así. El hombre que conocí la semana pasada me llevaba a cenar cuando sucedió. El lugar era en la playa, una playa en una bahía en la que puedes mirar las luces de la ciudad, un lugar donde puedes observarlo todo sin tener que ponerle atención.
Un buen tiempo después fui a esa playa por mi cuenta. Yo conduje el coche. Era el primer buen día de playa; vestí pantalones cortos.
Al borde de la arena me desaté las vendas elásticas y fui hacia la espuma. Un chico en un traje mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo había hecho; había avistamientos de grandes blancos por esa parte de la costa.
Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.
“¿Y vas a volver a entrar?” preguntó el chico.
Yo dije “Y voy a volver a entrar”.
Dejo mucho fuera cuando digo la verdad. Lo mismo pasa cuando escribo una historia. Voy a empezar ahora a contarte qué es lo que he dejado fuera de “La Cosecha” y quizás empiece a preguntarme porque tuve que dejarlo fuera.
No hubo otro coche. Sólo hubo un coche, el que me impactó estando en la parte de atrás de la motocicleta del hombre. Pero piensa en las incómodas sílabas cuando tienes que decir motocicleta.
El conductor del coche era reportero. Trabajaba para un periódico local. Era joven, un recién graduado, y se dirigía a una reunión para cubrir una protesta. Cuando digo que en ese entonces yo era una estudiante de periodismo, es algo que podrías no haber aceptado en “La Cosecha”.
En los años que siguieron, esperé por el artículo del reportero. Él rompió con la historia del templo en People que resultó en el viaje de Jim Jones a Guyana. Luego, cubrió Jonestown. En las oficinas del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas mortales ascendía a novecientos, los números fueron posteados como donaciones en una noche de promesas. En algún lugar de los cientos, un letrero fue pegado a la puerta que decía JUAN CORONA, CHÚPATE ESA.
En la sala de emergencias, lo que le ocurrió a mi pierna no requirió cuatrocientos puntos sino un poco más de trescientos. Exageré incluso antes de empezar a exagerar, porque es cierto – nada es nunca tan malo como podría serlo.
Mi abogado no era ningún Abogado-al-fin. Era uno de los socios en una de las firmas más viejas de la ciudad. Él nunca se habría abierto la camisa para revelar el sitio de la acupuntura, que es algo que él nunca habría tenido.
Matrimoniabilidad era el título original de “La Cosecha”.
El daño hecho a mi pierna fue considerado cosmético aunque aún, después de quince años, me cuesta arrodillarme. En un acuerdo fuera de tribunal, la noche anterior al juicio, me dieron cerca de cien mil dólares. El seguro del coche del reportero ascendió a doce dólares por mes.
Se sugirió que me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices, antes de que me subiera la falda tres años después para el tribunal. Pero no había hielo en los cuartos del juzgado, así que no tuve oportunidad de pasar o fallar esa prueba de ética.
El hombre de una semana, a quien pertenecía la motocicleta, no era un hombre casado. Pero cuando pensaste que tenía una esposa, ¿no era yo responsable de hacer algo? ¿Y no se me venía encima?
Después del accidente, el hombre se casó. La chica con la que se casó era una modelo de pasarela. (“¿Piensas que las apariencias son importantes? Le pregunté al hombre antes de que se fuera. “No en un principio”, dijo).
Aparte de ser una belleza, la chica valía millones de dólares. ¿Habrías aceptado esto en “La Cosecha” – que la modelo fuera también una heredera?
Es cierto que íbamos camino a comer cuando ocurrió. Pero el lugar donde podías observarlo todo sin tener que prestarle atención no era una playa en una bahía; era en la cima del Monte Tamalpais. Teníamos la cena con nosotros al aproximarnos por el ondulante camino montañoso. Esta es la versión que tiene cabida para una ironía perfecta, así que no te incomodes cuando diga que los siguientes meses, desde mi cama de hospital, tuve una espectacular vista de la mismísima montaña.
Habría escrito esta parte siguiente en la historia si alguien la hubiera creído. ¿Pero quién lo habría hecho? Yo estuve ahí y no lo creí.
En el día de mi tercera operación, hubo un intento de escape en el Centro de Ajustamiento de Seguridad Máxima, adyacente al Corredor de la Muerte, en la prisión de San Quentin. “Soledad Brother” George Jackson, un hombre negro de veintinueve años, sacó una pistola calibre 38, gritó “¡Hasta aquí!” y abrió fuego. Jackson fue asesinado; también lo fueron tres guardias y dos “otorgadores de escalón social”, presos que les llevan a otros prisioneros sus comidas.
Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a unos cinco minutos en coche del hospital Marin General, así que ahí es donde los guardias heridos fueron llevados. La gente que los llevó eran tres tipos de policías, incluyendo Patrulleros de Carretera de California y Sheriffs del Condado de Marin, altamente armados.
Había policías en el techo del hospital con rifles; estaban en los pasillos, invitando a pacientes y visitantes a volver a sus cuartos.
Cuando fui llevada en silla de ruedas hacia fuera de Recuperación más tarde ese día, vendada de la cintura a los tobillos, tres oficiales y un sheriff armado me registraron.
En las noticias esa noche, hubo un seguimiento del disturbio. Mostraron a mi cirujano hablando a los reporteros, indicando, con un dedo en la garganta, cómo había salvado a un guardia cosiendo de oreja a oreja.
Esto lo vi en televisión, y porque era mi doctor, y porque los pacientes de hospitales están ensimismados, y porque estaba drogada, pensaba que el cirujano estaba hablando de mí. Pensé que estaba diciendo, “Bueno, está muerta. Se lo estoy anunciando a ella en su cama”.
El psiquiatra que vi por derivación del cirujano dijo que el sentimiento era bastante común. Ella dijo que las víctimas de traumas que aún no han asimilado el trauma suelen creer que están muertas y no lo saben.
Los grandes tiburones blancos en las aguas cercanas a mi casa atacan de una a siete personas al año. Su principal víctima es el buzo de abalón. Con los bistecs de abalón a treinta y cinco dólares el kilo y subiendo, el Departamento de Caza y Pesca espera ataques de tiburones para no sufrir disminuciones.
Desde que tenía ocho años me mandaban llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara sus alimentos, nadie volvió a visitarlos, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también les daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda, en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.
Ahora tengo 19 años y nada ha cambiado. A la tía Enedina nadie la quiere. A mí tampoco, porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.
Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles era un enviado de Dios o del diablo.
Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido, sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina, bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron y a golpes me obligaron a devolvérselo.
La verdad, a mí me da mucha lástima la tía, y como no he podido llevarle su canario, decidí darle caricias. Entré al cuarto…ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado para otro. Se dio cuenta que su agilidad huidiza fue para mí fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula y se mecía con un balanceo algo más que triste. Era muy semejante a una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.
A tientas, entre tumbos y tropezones comencé a perseguirla. Qué difícil me fue atraparla. Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organdí, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo a cambio de un canario que por más empeño que puse no podía regalarle.
Después de aquella amorosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos, se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.
Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón, babea y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del prometido canario. Todos los días le llevo un poco de ese que compra Goyita para su jilguero.
Ha transcurrido más de un año y lo del canario parece imposible. Me duele comunicarle tal desesperanza, tampoco quiero hacerle de nuevo el amor. Le he propuesto a cambio de caricias y canario, el jilguero de Goyita. Salta ríe, mueve negativamente la cabeza. Parece no desear más tener un pájaro, sin embargo insiste en los puños diarios de alpiste que le llevo. Cosas de su locura, el dorado de las semillas debe en mucho regocijarla.
Me sentí demasiado solo, tanto que decidí volver a entrar al oscuro aposento de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor, han pasado ya dos años. A ella la he notado más calmada, puedo decir que vive en mansedumbre. Pensé que ya no me arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y de haberla notado apacible.
Ya adentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Motivado por mi apetito de caricias, esperé largo rato, tiempo en el que me fui acostumbrando a la penumbra. Fue entonces cuando dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento.
Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban…
ADELA FERNÁNDEZ
Introducción………………………………………………………………………………………………… 2
Las enseñanzas
Capítulo I …………………………………………………………………………………………………… 6
Capítulo II …………………………………………………………………………………………………. 10
Capítulo III ………………………………………………………………………………………………… 16
Capítulo IV ……………………………………………………………………………………………….. 28
Capítulo V ………………………………………………………………………………………………… 34
Capítulo VI ……………………………………………………………………………………………….. 40
Capítulo VII ……………………………………………………………………………………………….. 43
Capítulo VIII ………………………………………………………………………………………………. 48
Capítulo IX ……………………………………………………………………………………………….. 51
Capítulo X ………………………………………………………………………………………………… 54
Capítulo XI ……………………………………………………………………………………………….. 59
INTRODUCCIÓN
DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.
Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de “usted”. Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y relajada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.
Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso insinuando que tal vez le conviniera platicar conmigo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.
Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.
Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a hablar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos amigos, y mi investigación científica fue relegada, o al menos reencaminada por cauces que se hallaban mundos aparte de mi intención original.
El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.
Al principio vi a don Juan simplemente, como un hombre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún “saber secreto”, lo creía “brujo”. Como se sabe, la palabra denota esencialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.
Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un “benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprometerme a fondo, y que el proceso era largo y arduo.
Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra “diablero”. Más tarde supe que ése es un término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la magia negra y puede transformarse en animal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura. En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia peculiar que ilustraba el sentir de los indios hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios, cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble del tamaño ordinario. Hablando excitadamente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común, y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres conversaciones siguientes indican sus creencias al respecto.
‑¿Crees que era un coyote, Choy? ‑pregunté a un joven después de que oyó la historia.
‑Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote.
‑¿Crees que pudo ser un diablero?
‑Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen.
‑¿Por qué dices eso, Choy?
‑La gente se imagina cosas. Te apuesto a que si hubieran cogido al animal habrían visto que era un perro. Una vez tenía yo que hacer un trabajo en otro pueblo, y me levanté antes del amanecer y ensillé un caballo. De ida, me encontré en el camino con una sombra oscura que parecía un animal enorme. Mi caballo se encabritó y me tiró de la silla. Yo también casi me muero del susto, pero resultó que la sombra era una mujer que iba caminando al pueblo.
‑¿O sea, Choy, que no crees que existan los diableros?
‑¡Diableros! ¿Qué es un diablero? ¡Dime qué es un diablero!
‑No sé, Choy. Manuel iba conmigo esa noche y dijo que el coyote podría haber sido un diablero. ¿Tú no puedes decirme qué es un diablero?
‑Dizque un diablero es un brujo que cambia de forma y toma la que quiere. Pero todo el mundo sabe que eso es puro cuento. Los viejos de aquí están llenos de historias sobre diableros. No las vas a hallar entre nosotros los más jóvenes.
‑¿Qué clase de animal piensa usted que fue, doña Luz? ‑pregunté a una mujer de edad madura.
‑Eso sólo Dios lo sabe, pero creo que no era un coyote. Hay cosas que parecen coyotes, pero no son. ¿Iba corriendo el coyote, o estaba comiendo?
‑Estuvo inmóvil casi todo el tiempo, pero creo que cuando lo vi al principio estaba comiendo algo.
‑¿Está usted seguro de que no llevaba nada en el hocico?
‑A lo mejor sí. Pero dígame, ¿tendría eso algo que ver?
‑Sí, si tendría. Si llevaba algo en el hocico, no era un coyote.
‑¿Qué era entonces?
‑Era un hombre o una mujer.
‑¿Cómo se llaman esas personas, doña Luz?
No respondió. La interrogué un rato más, pero sin éxito. Finalmente dijo no saber. Le pregunté si aquellas personas se llamaban diableros, y respondió que “diablero” era uno de los nombres que se les daban.
‑¿Conoce usted a algún diablero? ‑pregunté.
‑Conocí a una mujer ‑dijo‑. La mataron. Eso pasó cuando yo era niña. Dizque la mujer se convertía en perra. Y cierta noche una perra entró en la casa de un blanco a robar queso. El blanco la mató con una escopeta, y en el mismo instante en que la perra murió en la casa del blanco, la mujer murió en su choza. Sus parientes se juntaron y fueron al blanco a exigirle pago. El blanco les pagó buen dinero por haber matado a la mujer.
‑¿Cómo pudieron exigirle pago si sólo mató un perro?
‑Dijeron que el blanco sabía que no era perro, porque había otros hombres con él y todos vieron que el animal se paró en dos patas, como gente, para alcanzar el queso, que estaba en una bandeja colgada del techo. Los hombres estaban esperando al ladrón porque todas las noches le robaban queso al blanco. Así que el blanco mató al ladrón sabiendo que no era perro.
‑¿Hay muchos diableros en estos días, doña Luz?
‑Esas cosas son muy secretas. Dicen que ya no hay diableros, pero yo lo dudo, porque alguien de la familia del diablero tiene que aprender lo que el diablero sabe. Los diableros tienen sus propias leyes, y una de ellas es que un diablero debe enseñar sus secretos a algún pariente suyo.
‑¿Qué cree que era el animal, don Genaro? ‑pregunté a un hombre muy anciano.
‑Un perro de algún rancho de por ahí. ¿Qué otra cosa?
‑¡Podría haber sido un diablero!
‑¿Un diablero? ¡Está loco! No hay diableros.
‑¿Quiere usted decir que ya no hay, o que nunca hubo?
‑En un tiempo sí hubo. Es cosa sabida de todos, Pero la gente les tenía mucho miedo y los mató.
‑¿Quién los mató, don Genaro?
‑Toda la gente de la tribu. El último diablero que yo conocí fue S . . . Mató docenas, quizá hasta cientos de personas con su brujería. No podíamos tolerar eso y la gente se juntó y una noche le cayeron por sorpresa y lo quemaron vivo.
‑¿Cuándo fue eso, don Genaro?
‑En mil novecientos cuarenta y dos.
‑¿Lo vio usted?
‑No, pero la gente todavía lo comenta. Dicen que no quedaron cenizas, aunque la estaca era de madera verde. Todo lo que quedó al final fue un gran charco de grasa.
Aunque don Juan tildaba de diablero a su benefactor, nunca mencionó el sitio donde había adquirido su saber ni identificó a su maestro. De hecho, don Juan revelaba muy poco de su vida personal. Sólo decía que nació en el suroeste en 1891; que había pasado casi toda su vida en México; que en 1900 su familia fue exiliada por el gobierno a la parte central del país, junto con miles de otros indios sonorenses, y que él vivió en el centro y el sur de México hasta 1940, Así, como don Juan había viajado mucho, su conocimiento podía ser producto de múltiples influencias. Y aunque se consideraba indio de Sonora, yo no podía tener certeza para catalogar totalmente su saber en la cultura de los indios sonorenses. Pero no es mi intención determinar aquí su medio cultural preciso.
En junio de 1961 inicié mi aprendizaje con don Juan. Anteriormente lo había visto en diversas ocasiones, pero siempre en calidad de observador antropológico. Durante esas primeras conversaciones, yo tomaba notas en forma encubierta. Luego, confiando en mi memoria, reconstruía toda la conversación. Pero cuando empecé a participar como aprendiz, tal método de tomar notas se dificultó mucho, pues nuestras conversaciones se referían a muchos temas diferentes. Entonces don Juan me permitió ‑aunque tras de vigorosa protesta‑ anotar abiertamente cuanto se dijera. También me habría gustado tomar fotos y hacer grabaciones, pero no quiso permitírmelo.
Serví como aprendiz primero en Arizona y después en Sonora, porque don Juan se mudó a México durante el curso de mi preparación. El procedimiento que seguí fue verlo durante unos cuantos días cada determinado tiempo. Mis visitas se hicieron más frecuentes y más largas durante los meses de verano de 1961, 1962, 1963 y 1964. En retrospectiva, pienso que este método de conducir el aprendizaje impidió que la enseñanza fuera completa, porque retrasó la venida del compromiso pleno indispensable para convertirme en brujo. Sin embargo, el método fue benéfico desde mi punto de vista personal, porque me dio un poco de distancia, y eso fomentó a su vez un sentido de examen crítico que habría sido imposible de lograr si yo hubiera participado continuamente, sin interrupción. En septiembre de 1965 interrumpí voluntariamente el aprendizaje.
Varios meses después de mi retirada, medité por primera vez en la idea de ordenar sistemáticamente mis notas de campo. Como los datos que había reunido eran bastante voluminosos e incluían mucha información miscelánea, empecé por tratar de establecer un sistema de clasificación. Dividí los datos en grupos de conceptos y procedimientos interrelacionados y dispuse tales grupos en orden jerárquico de importancia subjetiva, es decir, de acuerdo con el efecto que cada uno había tenido sobre mí. En esa forma llegué a la siguiente clasificación: usos de plantas alucinógenas; procedimientos y fórmulas empleados en la brujería; adquisición y manipulación de objetos de poder; usos de plantas medicinales; canciones y leyendas.
Reflexionando sobre los fenómenos experimentados, advertí que mi intento de clasificación no había producido sino un inventario de categorías; cualquier intento de refinar mi plan no daría, por tanto, sino un inventario más complejo. Eso no era lo que yo deseaba. Durante los meses siguientes a mi abandono del aprendizaje, necesité comprender lo que había experimentado, y lo que había experimentado era la enseñanza de un sistema coherente de creencias por medio de un método pragmático y experimental. Desde la primera sesión en que participé, se me había hecho manifiesto que las enseñanzas de don Juan poseían cohesión interna. Una vez decidido definitivamente a comunicarme su saber, procedió a hacer sus explicaciones por pasos ordenados. Descubrir ese orden y comprenderlo resultó para mí una tarea en extremo difícil.
Mi incapacidad de lograr una comprensión parece haber nacido del hecho de que, tras cuatro años como aprendiz, seguía siendo un principiante. Resultaba claro que el conocimiento de don Juan y su método de trasmitirlo eran los de su benefactor; así, mis dificultades para comprender sus enseñanzas debieron de ser análogas a las que él mismo experimentó. Don Juan aludía a nuestra similitud como principiantes en comentarios incidentales sobre la incapacidad de comprender a su maestro durante su propio aprendizaje. Tales observaciones me llevaron a creer que para cualquier principiante, indio o no, el conocimiento de la brujería se hacía incomprensible por las características extranjeras de los fenómenos que el aprendiz experimentaba. Personalmente, como occidental, dichas características me resultaron tan ajenas que me fue prácticamente imposible explicarlas según mi propia vida cotidiana, y me vi forzado a concluir que sería inútil cualquier intento de clasificar mis datos de campo en mis propios términos.
Así se hizo obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo lo comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente. Sin embargo, al tratar de reconciliar mis puntos de vista con los de don Juan advertí que, cuando trataba de explicarme su saber, usaba siempre conceptos que lo hicieran “inteligible”. Como esos conceptos eran ajenos a mí, tratar de comprender los conocimientos de don Juan como él los comprendía me colocaba en otra posición insostenible. Por tanto, mi primera tarea era determinar el orden de conceptualización empleado por don Juan. Trabajando en ese sentido, vi que él mismo había hecho hincapié particular en cierto terreno de sus enseñanzas: específicamente, los usos de plantas alucinógenas. Sobre la base de este descubrimiento, revisé mi propio esquema de categorías.
Don Juan usó, por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote (Lophophora williamsii), toloache (Datura inoxia syn. D. meteloicles) y un hongo (posiblemente Psilocybe mexicana). Desde antes de su contacto con europeos, los indios americanos conocían las propiedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería, y para alcanzar un estado de éxtasis. En el contexto específico de sus enseñanzas, don Juan relacionaba el uso de la Datura inoxia y la Psilocybe mexicana con la adquisición de poder, un poder que él llamaba un “aliado”. Relacionaba el uso de la Lophophora williamsii con la adquisición de sabiduría, o conocimiento de la buena manera de vivir.
La importancia de las plantas consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción peculiar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado “estados de realidad no ordinaria”, en el sentido de realidad inusitada contrapuesta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana. La distinción se basa en el significado inherente a los estados de realidad no ordinaria. En el contexto del saber de don Juan se consideraban reales, aunque su realidad se diferenciaba de la realidad ordinaria.
Don Juan consideraba los estados de realidad no ordinaria como única forma de aprendizaje pragmático y único medio de adquirir el poder. Daba la impresión de que otras partes de sus enseñanzas eran incidentales a la adquisición de poder. Este punto de vista permeaba la actitud de don Juan hacia todo lo que no estaba conectado directamente con los estados de realidad no ordinaria. A través de mis notas de campo hay referencias dispersas al sentir de don Juan. Por ejemplo, en una conversación insinuó que algunos objetos poseen en sí mismos cierta cantidad de poder. Aunque él en lo particular no tenía ninguna respeto por los objetos de poder, decía que los brujos menores a menudo se valían de ellos. Le pregunté frecuentemente sobre esos objetos, pero pareció no tener interés en discutirlos. Sin embargo, cuando el tema se trajo a colación. en otra oportunidad, consintió, con renuencia en hablar de ellos.
‑Hay ciertos objetos empapados de poder ‑dijo‑. Hay cantidades de objetos así cultivados por hombres poderosos con ayuda de espíritus amigos. Estos objetos son herramientas; no son herramientas comunes, sino herramientas de muerte. Pero no son más que objetos; no tienen poder de enseñar. Hablando con propiedad, están en el terreno de los objetos de guerra; están hechos para la lucha; están hechos para matar, cuando se los arroja.
‑¿Qué clase de objetos son, don Juan?
‑No son en realidad objetos; más bien son modos de poder.
‑¿Cómo puede uno obtener esos modos de poder, don Juan?
‑Depende de la clase de objeto que quieras.
‑¿Cuántas clases de objetos hay?
‑Ya te dije, docenas. Cualquier cosa puede ser un objeto de poder.
‑Bueno, entonces, ¿cuáles son los más poderosos?
‑El poder de un objeto depende de su dueño, de la clase de hombre que sea. Un objeto de poder cultivado por uno de esos brujos de mala muerte es una idiotez; en cambio, un brujo fuerte y poderoso da su fuerza a sus herramientas.
‑¿Cuáles son entonces los objetos de poder más comunes? ¿Cuáles prefieren la mayoría de los brujos?
‑No hay preferencias. Todos son objetos de poder, todos son lo mismo,
‑¿Usted tiene alguno, don Juan?
No respondió; sólo me miró y se echó a reír. Permaneció callado largo rato, y pensé que mis preguntas lo molestaban.
‑Hay limites para esos modos de poder ‑prosiguió‑. Pero de esto yo tengo la seguridad que no entiendes ni una palabra. A mi me ha llevado casi una vida entender que, por sí solo, un aliado puede revelar todos los secretos de esos poderes menores y volverlos cosa de niños. Yo tuve herramientas así en un tiempo, cuando era muy joven.
‑¿Qué objetos de poder tenía usted?
‑Maíz pinto, cristales y plumas.
‑¿Qué es el maíz pinto, don Juan?
‑Un grano de maíz que tiene una raya de color rojo en la mitad.
‑¿Es un solo grano?
‑No. Un brujo tiene cuarenta y ocho.
‑¿Qué hacen esos granos de maíz, don, Juan?
‑Cada uno puede matar a un hombre entrando en su cuerpo.
‑¿Y cómo entra en el cuerpo?
‑Es un objeto de poder y su poder consiste, entre otras cosas, en entrar en el cuerpo.
‑¿Y qué hace cuando entra?
‑Se hunde; se acomoda en el pecho o en los intestinos. El hombre se enferma y, a menos que el brujo que lo atienda sea más fuerte que el que le hizo la brujería, muere tres meses después del momento en que el grano de maíz le entró en el cuerpo.
‑¿Hay alguna manera de curarlo?
‑El único modo es sacándole el maicito, pero muy pocos brujos se atreven a hacerlo. Puede que un brujo logre chuparlo, pero si no es lo bastante fuerte para rechazarlo, el maíz se le mete en el propio cuerpo y lo mata en lugar del otro.
‑Pero ¿cómo logra un grano de maíz entrar en el cuerpo de alguien?
‑Para explicar eso debo hablarte de la brujería del maíz pinto, que es una de las brujerías más poderosas que conozco. La brujería se hace con dos maicitos. A uno se lo esconde en el botón fresco de una flor amarilla. Luego, a la flor se la deja en algún lugar donde pueda quedar en contacto con la víctima: en el camino por donde él pase a diario, o en cualquier parte donde acostumbre llegar. Apenas la víctima pisa la flor, o la toca de cualquier manera, la brujería está hecha. El maicito pinto se hunde en su cuerpo.
‑¿Qué pasa con el grano de maíz después de que el hombre lo toca?
‑Todo su poder entra en el hombre, y el grano queda libre. Se convierte en un maíz cualquiera. Puede dejarse en el sitio de la brujería, o puede barrerse; no importa. Es mejor barrerlo y echarlo al matorral para que algún pájaro se lo coma.
‑¿Puede comérselo un pájaro antes de que el hombre lo toque?
‑No. Ningún pájaro es tan estúpido, te lo aseguro. Los pájaros no se le acercan.
Don Juan describió entonces un procedimiento muy complejo por medio del cual pueden obtenerse tales maíces de poder,
‑Debes tener en cuenta que el maíz pinto es un simple instrumento, no un aliado ‑dijo‑. Cuando hayas hecho esa distinción no tendrás problema. Pero si consideras que esas herramientas son supremas, serás un tonto.
‑¿Son los objetos de poder tan poderosos como un aliado? ‑pregunté.
Don Juan rió desdeñoso antes de contestar. Parecía estar esforzándose por tenerme paciencia.
‑El maíz pinto, los cristales y las plumas son simples juguetes en comparación con un aliado ‑dijo‑. Un hombre necesita objetos de poder sólo cuando no tiene un aliado. Buscarlos es perder el tiempo, sobre todo para ti. Tú deberías tratar de ganarte un aliado; cuando lo logres comprenderás lo que te estoy diciendo ahora. Los objetos de poder son como juego de niños.
‑No me entienda mal, don Juan ‑protesté‑. Por supuesto que quiero tener un aliado, pero también quiero saber todo lo que pueda acerca de los objetos de poder. Usted mismo ha dicho que saber es poder,
‑¡No! ‑dijo categórico‑. El poder depende de la clase de saber que se tenga. ¿De qué sirve saber cosas que no valen la pena?
En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas alucinógenas. Creía que enfocando dichos estados y omitiendo otros aspectos del saber que él impartía, yo llegaría a una visión coherente de los fenómenos experimentados.
Por tanto, he dividido este libro en dos partes. En la primera, presento selecciones de mis notas de campo, relativas a los estados de realidad no ordinaria que atravesé durante el aprendizaje. Como he ordenado mis notas de acuerdo con la continuidad del relato, no siempre tienen una secuencia cronológica exacta. Nunca describí por escrito un estado de realidad no ordinaria hasta varios días después de haberlo experimentado, cuando ya podía tratarlo con calma y objetividad. En cambio, mis conversaciones con don Juan fueron anotadas conforme ocurrían, inmediatamente después de cada estado de realidad no ordinaria. Por ello, mis informes de estas conversaciones tienen a veces fecha anterior a la descripción completa de una experiencia.
Mis notas de campo revelan la versión subjetiva de lo que yo percibía al atravesar la experiencia. Esa versión se presenta aquí tal como la narraba a don Juan, quien exigía una reminiscencia completa y fiel de cada detalle y un recuento en pleno de cada experiencia. Al anotar dichas experiencias, añadí detalles incidentales, en un intento por recuperar el ámbito total de cada estado de realidad no ordinaria. Quería describir en la forma más completa posible el efecto emotivo que había experimentado.
Mis notas de campo manifiestan asimismo el contenido del sistema de creencias de don Juan. He condensado largas páginas de preguntas y respuestas entre don Juan y yo, con el fin de no reproducir la repetitividad propia de toda conversación. Pero como también quiero reflejar con exactitud el tono general de nuestras conversaciones, he quitado únicamente el diálogo que no aportó nada a mi comprensión de los conocimientos que don Juan me impartía. La información que él me daba era siempre esporádica, y por cada arranque de parte suya había horas de sondeo por la mía. Sin embargo, en muchas ocasiones expuso libremente sus conocimientos.
En la segunda parte de este libro, presento un análisis estructural sacado exclusivamente de los datos ofrecidos en la primera parte. A través de mi análisis intento cimentar los siguientes argumentos: 1) don Juan presentaba sus enseñanzas como un sistema de pensamiento lógico; 2) el sistema sólo tenía sentido examinado a la luz de sus propias unidades estructurales, y 3) el sistema estaba planeado para guiar al aprendiz a un nivel de conceptualización que explicaba el orden de los fenómenos que había experimentado el mismo aprendiz.
PRIMERA PARTE
“LAS ENSEÑANZAS”
LAS NOTAS sobre mi primera sesión con don Juan están fechadas el 23 de junio de 1961, En esa ocasión principiaron las enseñanzas. Yo había visto a don Juan varias veces antes, únicamente en calidad de observador. En cada oportunidad le había pedido instruirme sobre el peyote. Siempre hacia caso omiso de mi petición, pero jamás rechazaba de plano el tema y yo interpretaba sus titubeos como una posibilidad de que, rogándole más, podría inclinarse a hablar de sus conocimientos.
En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito ‑con respecto a lo que le había preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar, permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propósito de desear aprender sobre el peyote.
Viernes, 23 de junio, 1961
‑¿Me va usted a enseñar, don Juan?
‑¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?
‑Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?
‑¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de aprendizaje.
‑¿Por qué aprendió usted, don Juan?
‑¿Por qué preguntas eso?
‑Quizá los dos tenemos las mismas razones,
‑Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.
‑Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.
‑Te creo. Te he fumado.
‑¿Cómo dice?
‑No importa ya. Conozco tus intenciones.
‑¿Quiere usted decir que vio a través de mí?
‑Puedes decirlo así.
‑¿Entonces me enseñará?
‑¡No!
‑¿Porque no soy indio?
‑No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte. Aprender los asuntos del “Mescalito” es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.
Domingo, 25 de junio, 1961
Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m. Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tratando de decidir algo.
Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un “sitio” en el suelo donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la espalda y me hallaba casi exhausto.
Esperé su explicación con respecto a lo de un “sitio”, pero don Juan no hizo ningún intento abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posición, de modo que me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.
Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.
Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan.
El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás lugares. La norma general era “sentir” todos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.
.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasallador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resultaron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha severidad, me advirtió que resolver el problema tal vez requiriera días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría mentirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.
Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa por la parte trasera.
Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felicidad era su propio modo de deshacerse de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver cuanto había en el zaguán y sus inmediaciones. Debí de caminar una hora o más, pero no ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma semisistemática. Deliberadamente procuraba “sentir” diferencias entre lugares, pero carecía de criterio para la diferenciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía otra cosa que hacer.
Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.
Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Experimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.
Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me levanté. Estaba harto. Quería despedirme de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.
En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagradable y marcharme. Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.
Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente. No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado sentir la diferencia. Señalé esto, y él arguyó que es posible sentir con los ojos, cuando no están mirando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el problema que usar cuanto tenia: mis ojos.
Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había observado. No tenía, pensé, otra forma de saber que yo no había estado usando los ojos.
Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimiento más cómodo. Esta vez, sin embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle.
Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una coloración brillante, un amarillo verdoso homogéneo. El efecto fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.
De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, advertí otro cambio de color. En un sitio, a mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido, pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.
Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente excitado; había visto claramente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresionarse, pero me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla.
Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí. Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia. Me levanté.
Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba abierta, dijo: renunciar y marcharme, caso en el cual jamás aprendería, o resolver la adivinanza.
Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me hallaba demasiado cansado para conducir; además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.
De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y volvía comenzar desde el principio.
Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pasando por el sitio de don Juan, hasta el final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de coloración.
Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Había una piedra grande junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada detalle, pero no sentí nada diferente.
Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuando sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sensación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso. El cabello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.
Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la piedra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producirme tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.
Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuerzo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.
Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.
‑Hallaste el sitio ‑dijo.
Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en realidad no advertía ninguna diferencia.
Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposible explicar mi aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a sentarme en el otro sitio.
Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.
Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se llamaba el sitio y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de un hombre, especialmente si buscaba conocimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo que yo había repuesto mi energía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio.
También dijo que los colores percibidos por mí en asociación con cada sitio específico tenían el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.
Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y que la mejor manera de hallarlos era determinar sus colores respectivos.
Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Estaba seguro de que don Juan me había observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me quedara dormido era el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extraña separación entre mi experiencia pragmática de temer al “otro sitio” y mis consideraciones racionales sobre todo el episodio.
Don Juan, en cambio, se hallaba muy seguro de que yo había triunfado y, actuando en concordancia con mi éxito, me hizo saber que iba a instruirme con respecto al peyote.
‑Me pediste que te enseñara los asuntos del Mescalito ‑dijo‑. Yo quería ver si tenías espinazo como para conocerlo cara a cara. Mescalito no es chiste. Debes ser dueño de tus recursos. Ahora sé que puedo aceptar tu solo deseo como una buena razón para aprender.
‑¿De veras va usted a enseñarme los asuntos del peyote?
‑Prefiero llamarlo Mescalito. Haz tú lo mismo.
‑¿Cuándo va usted a empezar?
‑No es tan sencillo. Primero debes estar listo,
‑Creo que estoy listo.
‑Esto no es un chiste. Debes esperar hasta que no haya duda, y entonces lo conocerás.
‑¿Tengo qué prepararme?
‑No. Nada más tienes que esperar. A lo mejor te olvidas de todo el asunto después de un tiempo. Te cansas rápidamente. Anoche estabas a punto de irte a tu casa apenas se te puso difícil. Mescalito pide una intención muy seria.
II
Lunes, 7 de agosto, 1961
Llegué a la casa de don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sentados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: “Buenas noches.” Me levanté y respondí: “Buenas noches”. Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos “buenas noches” y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sosteniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.
Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos hablaban español.
Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos en una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.
‑¿Usted no tiene, don Juan? ‑le pregunté.
‑sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.
‑¿Puede usted decirme por qué?
‑A lo mejor “él” no te ve con agrado y no le caes bien, y entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.
‑¿Por qué no iba yo a caerle bien? Nunca le he hecho nada.
‑No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.
‑Pero si no me acepta, ¿hay algo que pueda yo hacer para caerle bien?
Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregunta y rieron.
‑¡No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer ‑dijo don Juan.
Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.
Debimos haber viajado al menos una hora antes de detenernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.
Un mujer joven, mexicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus ladridos. Bajamos de la camioneta y entramos en la casa. Los hombres murmuraban “buenas noches” al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.
La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diversos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacia la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.
De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto y fornido. Regresó al momento con un frasco de café. Quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco las hacia semejar cáscaras de nuez duras y secas. Las manipulé, frotándolas durante un buen rato.
‑Esto se masca ‑dijo don Juan en un susurro.
Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme,
‑Tengo que ir al retrete ‑le dije‑. Voy afuera a dar una vuelta.
Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse dentro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.
El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a ésta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.
El dueño de la casa me habló en inglés:
‑Don Juan dice que usted es de Sudamérica. ¿Hay mescal allí?
Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.
Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego, uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber cómo era. Todos rieron con timidez.
Don Juan me urgió suavemente:
‑Masca, masca.
Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozo. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.
Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.
Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea, y me dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.
Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, pero sí ayudó a disipar un poco el sabor amargo.
Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco ‑no podía verlo en la oscuridad, ni percibir el sabor‑ y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.
Tras una pausa corta la botella dio otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.
‑Esto no es comer ‑dijo con firmeza.
El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.
Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían continuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Colorado, en Arizona, “el río de los tizones”, y alguien escribió o leyó mal “tizones” y el río se llamó “de los tiburones”. Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.
Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.
Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.
El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de ello a don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.
Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.
Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.
En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.
Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atravesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyectó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré.
Sábado, 5 de agosto, 1961
Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la casa de don Juan.
Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un ‑montón de tortillas. Yo tenía mucha hambre.
Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la noche anterior. Relaté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exactitud posible. Cuando terminé, él asintió y dijo:
‑Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terrible, espantoso. O hace travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero cuando uno lo conoce bien . . . a veces. Tú anoche jugaste con él. Eres la única persona que conozco que ha tenido un encuentro así.
‑¿En qué forma difiere mi experiencia de la de otros?
‑Tú no eres indio; por eso se me dificulta aclarar qué es qué. Pero él o toma a las gentes o las rechaza, sin importarle que sean indias o no. Eso lo sé. Las he visto por docenas. También sé que travesea, hace reír a algunos, pero jamás lo he visto con nadie.
‑¿Puede usted decirme ahora, don Juan, cómo protege el peyote . . . ?
No me dejó terminar. Me tocó vigorosamente el hombro.
‑No lo nombres nunca así. Todavía no lo has visto lo bastante para conocerlo.
‑¿Cómo protege Mescalito a la gente?
‑Aconseja. Responde cualquier cosa que le preguntes.
‑¿Entonces Mescalito es real? Digo, ¿es algo que puede verse?
Pareció desconcertado por mi pregunta. Me miró con una especie de expresión vacía.
‑Lo que quise decir es que Mescalito . . .
‑Oí lo que dijiste, ¿Qué no lo viste anoche?
Quise decirle que sólo había visto un perro, pero noté su mirada de extrañeza.
‑¿Entonces cree usted que lo que vi anoche era él?
Me miró con desprecio. Chasqueó la lengua, sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, y en tono muy belicoso añadió:
‑¿A poco crees que era tu . . . mamá?
Hizo una pausa antes de “mamá” porque lo que iba a decir era “tu chingada madre”. La palabra “mamá” resultó tan incongruente que ambos reímos largo tiempo.
Luego me di cuenta de que se había quedado dormido sin responder a mi pregunta.
Domingo, 6 de agosto, 1961
Llevé a don Juan en mi auto a la casa donde yo había tomado peyote. En el camino me dijo que el hombre que me “ofreció a Mescalito” se llamaba John. Al llegar a la casa encontramos a John sentado en el zaguán con dos hombres jóvenes. Todos se mostraron en extremo joviales. Reían y charlaban con gran desenvoltura. Los tres hablaban inglés perfectamente. Dije a John que iba a darle las gracias por haberme ayudado:
Quería saber su opinión sobre mi conducta durante la experiencia alucinógena, y les dije que había estado tratando de pensar en lo que hice aquella noche y no podía recordar. Rieron y se mostraron renuentes a hablar del asunto. Parecían contenerse a causa de don Juan. Todos lo miraban de reojo, como esperando su autorización para hablar. Don Juan debió de dársela con alguna seña, aunque yo no advertí nada, porque de pronto John empezó a decirme qué había hecho yo aquella noche.
Dijo haber sabido que yo estaba “prendido” cuando me oyó vomitar. Calculó que había yo vomitado unas treinta veces. Don Juan rectificó y dijo que sólo diez.
‑Luego todos nos acercamos a ti ‑continuó John‑. Estabas tieso y tenlas convulsiones. Durante largo rato, acostado bocabajo, moviste los labios como si hablaras. Luego empezaste a pegar en el suelo con la cabeza, y don Juan te puso un sombrero viejo, y te detuviste. Estuviste horas temblando y gimiendo tirado en el piso. Creo que entonces todos nos dormimos, pero entre sueños yo te oía resoplar y gruñir. Luego te oí resoplar y gruñir. Luego te oí gritar, y desperté. Te vi saltar por los aires, gritando. Te abalanzaste sobre el agua, tiraste la cacerola y empezaste a nadar en el charco.
“Don Juan te trajo más agua. Te quedaste quieto un rato, sentado frente a la cacerola. Luego te levantaste de golpe y te quitaste toda la ropa. Estuviste de rodillas frente al agua, bebiendo a grandes tragos. Luego nada más te quedaste ahí sentado, mirando el aire. Pensamos que ahí te ibas a quedar para siempre. Casi todo el mundo estaba dormido, hasta don Juan, cuando de repente te levantaste otra vez, aullando, y te fuiste detrás del perro. El perro se asustó, y aulló también, y corrió para atrás de la casa. Entonces, todo el mundo despertó.
“Todos nos levantamos. Regresaste por el otro lado, todavía persiguiendo al perro. El perro corría delante de ti ladrando y aullando. Debiste dar como veinte vueltas a la casa, corriendo en círculos, ladrando como perro. Tuve miedo de que a la gente le entrara curiosidad. No hay vecinos cerca, pero tus aullidos eran tan fuertes que podían haberse oído a millas de distancia.
‑Alcanzaste al perro ‑agregó uno de los jóvenes‑ y lo trajiste al zaguán en brazos.
‑Entonces te pusiste a jugar con el perro ‑prosiguió John‑. Luchabas con él, y el perro y tú se mordían y jugaban. Eso me hizo gracia. Mi perro no acostumbra jugar.
Pero esta vez tú y el perro estaban rodando uno encima de otro.
‑Luego corriste al agua y el perro bebió contigo ‑dijo el joven‑. Corriste cinco o seis veces al agua, con el perro.
-¿Cuánto duró eso? ‑pregunté.
‑Horas ‑dijo John‑. Durante un rato los perdimos de vista a los dos. Creo que corrieron para atrás de la casa. Nada más los oíamos ladrar y gruñir. Tú parecías de veras un perro; no podíamos distinguirlos.
‑A lo mejor era el perro solo ‑dije.
Rieron, y John dijo:
‑¡Tú estabas ahí ladrando, muchacho!
‑¿Qué pasó después?
Los tres hombres se miraron y parecieron tener dificultades para decidir qué pasó después. Finalmente, habló el joven que aún no decía nada.
‑Se atragantó ‑dijo mirando a John.
‑Sí, te atragantaste en serio. Comenzaste a llorar muy raro y luego caíste al piso. Pensamos que te estabas mordiendo la lengua, don Juan te abrió las quijadas y te echó agua en la cara. Entonces empezaste otra vez a temblar y a tener convulsiones. Luego estuviste inmóvil un rato largo. Don Juan dijo que todo había terminado. Para entonces ya era de mañana, así que te tapamos con una cobija y te dejamos a dormir en el zaguán.
Calló en ese punto y miró a los otros hombres, que obviamente trataban de contener la risa. Se volvió a don Juan y le preguntó algo. Don Juan sonrió y respondió a la pregunta. John se volvió hacia mí y dijo:
‑Te dejamos en el porche porque teníamos miedo de que fueras a orinarte por los cuartos.
Todos rieron muy fuerte.
‑¿Qué me pasaba? ‑pregunté‑. ¿Hice yo. . . ?
‑¿Hiciste tú? -remedó John-. No íbamos a mencionarlo, pero don Juan dice que está bien. ¡Te orinaste en mi perro!
‑¿Qué cosa?
‑No pensarás que el perro corría porque te tenía miedo, ¿verdad? Corría porque lo estabas orinando.
Hubo risa general en este punto. Traté de interrogar a uno de los jóvenes, pero todos reían, y no me escuchó.
‑Pero mi perro se desquitó ‑prosiguió John-: ¡también él se orinó en ti!
Esta afirmación era al parecer el colmo de lo cómico, porque todos rieron a carcajadas, incluso don Juan. Cuando se calmaron, pregunté con toda sinceridad:
‑¿Es cierto de verdad? ¿Pasó realmente?
‑Juro que mi perro te orinó de verdad ‑repuso John, todavía riendo.
De regreso rumbo a la casa de don Juan, le pregunté:
-¿Pasó en realidad todo eso, don Juan?
‑Sí ‑dijo él‑, pero ellos no saben lo que viste. No se dan cuenta de que estabas jugando con “él”. Por eso no te molesté.
‑Pero este asunto del perro y yo orinándonos, ¿es verdad?
‑¡No era un perro! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Esa es la única manera de entenderlo. ¡La única! Fue “él” quien jugó contigo.
‑¿Sabía usted que todo esto ocurrió antes de que yo se lo contara?
Vaciló un instante antes de responder.
‑No; después de que lo contaste, recordé el aspecto raro que tenías. Nada más supuse que te estaba yendo muy bien porque no parecías asustado.
‑¿De veras jugó el perro conmigo como dicen?
‑¡Carajo! ¡No era un perro!
Jueves, 17 de agosto, 1961
Expuse a don Juan mi sentir con respecto a la experiencia. Desde el punto de vista de mi propuesto trabajo, había sido desastrosa. Dije que no me apetecía otro “encuentro” similar con Mescalito. Acepté que cuanto me ocurrió había sido más que interesante, pero añadí que nada de ello podía realmente impulsarme a buscarlo de nuevo. Creía seriamente no estar hecho para ese tipo de empresas. El peyote me había producido, como reacción posterior, una extraña clase de incomodidad física. Era un miedo o una desdicha indefinidos; una cierta melancolía, que yo no podía definir con exactitud. Y tal estado no me parecía noble en modo alguno.
Don Juan rió y dijo:
-Estás empezando a aprender.
‑Este tipo de aprendizaje no es para mí. No estoy hecho para él, don Juan.
‑Tú eres muy exagerado.
‑Esta no es ninguna exageración.
‑Lo es. El único problema es que solamente exageras los malos aspectos.
‑En lo que a mí toca, no hay buenos aspectos. Todo lo que sé es que me da miedo.
‑No hay nada malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas en forma distinta.
‑Pero a mi no me importa ver las cosas en forma distinta, don Juan. Creo que voy a dejar en paz el aprendizaje sobre Mescalito. No puedo con él, don Juan, Esta es en realidad una mala situación para mi.
‑Claro que es mala . . . hasta para mi. Tú no eres el único sorprendido.
‑¿Por qué iba a estar sorprendido usted, don Juan?
‑He estado pensando en lo que vi la otra noche. Mescalito de veras jugó contigo. Eso me extrañó, porque fue una señal,
‑¿Qué clase de señal, don Juan?
‑Mescalito te señaló.
‑¿Para qué?
‑No lo tenía yo claro entonces, pero ahora sí. Quería decirme que tú eras el escogido. Mescalito te señaló y con eso me dijo que tú eras el escogido.
‑¿Quiere usted decir que me escogió entre otros para alguna tarea, o algo así?
‑No. Quiero decir que Mescalito me dijo que tú podías ser el hombre que busco.
‑¿Cuándo se lo dijo, don Juan?
‑Al jugar contigo me lo dijo. Eso te hace mi escogido.
‑¿Qué significa ser el escogido?
‑Tengo secretos. Tengo secretos que no podré revelar a nadie si no encuentro a mí escogido. La otra noche, cuando te vi jugar con Mescalito, se me aclaró que eras tú. Pero no eres indio. ¡Qué extraño!
‑Pero ¿qué significa para mí, don Juan? ¿Qué tengo que hacer?
‑Me he decidido y voy a enseñarte los secretos que corresponden a un hombre de conocimiento.
‑¿Quiere usted decir sus secretos sobre Mescalito?
‑Sí, pero ésos no son los únicos secretos que tengo. Hay otros, de distinta clase, que me gustaría revelar a alguien. Yo mismo tuve un maestro, mi benefactor, y también me convertí en su escogido al realizar cierta hazaña. El me enseñó todo lo que sé.
Le pregunté de nuevo qué requeriría de mí este nuevo papel; dijo que sólo se trataba de aprender, en el sentido de lo que yo había experimentado en las sesiones con él.
La manera en que la situación había evolucionado era bastante extraña. Yo había decidido decirle que iba a abandonar la idea de aprender sobre el peyote, pero antes de que pudiera lograrlo realmente él me ofreció enseñarme sus “secretos”. Ignoraba qué quería decir con eso, pero sentía que esta vuelta súbita era muy seria. Argumenté que no llenaba los requisitos para una tarea así, pues ésta requería una rara ciase de valor que yo no poseía. Le dije que la inclinación de mi carácter era hablar de actos que otros realizaban. Yo quería oír sus pareceres y opiniones acerca de todo. Le dije que sería feliz de poder estar allí sentado, escuchándolo durante días enteros. Para mí, eso seria aprender.
Escuchó sin interrumpirme. Hablé mucho tiempo. Luego dijo:
‑Todo eso es muy fácil de entender. El miedo es el primer enemigo natural que un hombre debe derrotar en el camino del saber. Además, tú eres curioso. Eso compensa. Y aprenderás a pesar tuyo; ésa es la regla.
Protesté un rato más, tratando de disuadirlo. Pero él parecía convencido de que no me quedaba otra alternativa sino aprender.
‑No estás pensando bien ‑dijo‑. Mescalito de veras jugó contigo. Eso es lo único que hay que tener en cuenta. ¿Por qué no te ocupas de eso y no de tu miedo?
‑¿Fue tan poco común?
‑Eres la primera persona que he visto jugar con él. No estás acostumbrado a esta clase de vida; por eso las señales se te escapan. Así y todo eres una persona seria, pero tu seriedad está ligada a lo que tú haces, no a lo que pasa fuera de ti. Te ocupas demasiado de ti mismo. Ese es el problema. Y eso produce una tremenda fatiga.
‑¿Pero qué otra cosa puede uno hacer, don Juan?
‑Busca y ve las maravillas que te rodean. Te cansarás de mirarte a ti mismo, y el cansancio te hará sordo y ciego a todo lo demás.
‑Dice usted bien, don Juan, pero ¿cómo puedo cambiar? ‑Piensa en la maravilla de que Mescalito jugara contigo. No pienses en otra cosa; ,lo demás te llegará por su propia cuenta.
Domingo, 20 de agosto, 1961
La noche pasada, don Juan procedió a introducirme en el terreno de su saber. Estábamos sentados frente a su casa, en la oscuridad. De improviso, tras un largo silencio, empezó a hablar. Dijo que iba a aconsejarme con las mismas palabras usadas por su propio benefactor el día en que lo tomó como aprendiz. Al parecer, don Juan había memorizado las palabras, pues las repitió varias veces para asegurarse de que no se me fuera ninguna,
‑Un hombre va al saber como a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo cometa vivirá para lamentar sus pasos.
Le pregunté por qué era así, y dijo que, cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos, no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones sus actos pierden la torpeza de las acciones de un tonto. Si tal hombre fracasa, o sufre una derrota, sólo habrá perdido una batalla, y eso no provocará deploraciones lastimosas.
Declaró luego su intención de enseñarme lo que es un “aliado” en la misma forma exacta como su benefactor se lo había enseñado a él. Recalcó con fuerza las palabras “misma forma exacta.”, repitiendo la frase varias veces.
Un “aliado”, dijo, es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas. Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber. Don Juan decía esto con gran convicción y fuerza. Parecía elegir cuidadosamente sus palabras. Repitió cuatro veces la siguiente frase:
‑Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás iluminarte.
‑¿Es un aliado algo parecido a un espíritu guardián?
‑No es ni espíritu ni guardián. Es una ayuda.
‑¿Es Mescalito el aliado de usted?
‑¡No! Mescalito es otra clase de poder. ¡Un poder único! Un protector, un maestro.
‑¿En qué se diferencia Mescalito de un aliado?
‑A Mescalito no se le puede domar y usar como se doma y se usa a un aliado. Mescalito está fuera de uno mismo. Escoge mostrarse en muchas formas a quienquiera que tenga enfrente, sin importarle que sea un brujo o un peón.
Don Juan hablaba con hondo fervor de que Mescalito era el maestro de la buena manera de vivir. Le pregunté cómo enseñaba Mescalito a “vivir como se debe”, y don Juan repuso que Mescalito muestra cómo vivir.
-¿Cómo lo muestra? ‑pregunté.
‑Tiene muchos modos de hacerlo. A veces lo enseña en su mano, o en las piedras, o los árboles, o nomás enfrente de uno.
‑¿Es como una imagen enfrente de uno?
‑No. Es una enseñanza enfrente de uno.
‑¿Habla Mescalito a la persona?
‑Sí. Pero no con palabras.
‑¿Entonces cómo habla?
-A cada hombre le habla distinto.
Sentí que mis preguntas lo molestaban. No hice ninguna más. El siguió explicando que no había pasos exactos para conocer a Mescalito; por tanto, nadie podía instruir sobre él a excepción de Mescalito mismo, Esta característica lo hacía un poder único; no era el mismo para todos los hombres.
En cambio, dijo don Juan, la adquisición de un aliado requería la enseñanza más precisa y el seguir, sin desviación, una serie de etapas o pasos. Hay muchos de esos poderes aliados en el mundo, dijo, pero él sólo conocía bien dos de ellos. E iba a guiarme a ellos y a sus secretos, pero de mí dependía escoger uno de los dos, pues sólo uno podía tener. El aliado de su benefactor estaba en la yerba del diablo, dijo, pero a él en lo personal no le gustaba, aunque gracias al benefactor sabía sus secretos. Su propio aliado estaba en el “humito”, dijo, pero no concretó la naturaleza del humo.
Inquirí al respecto. Permaneció callado. Tras una larga pausa le pregunté:
-¿Qué clase de poder es un aliado?
‑Ya te dije: es una ayuda.
‑¿Cómo ayuda?
‑Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites. Así es como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.
‑Pero Mescalito también lo saca a uno de sus propios límites. ¿No lo convierte eso en un aliado?
‑No. Mescalito te saca de ti mismo para enseñarte. Un aliado te saca para darte poder.
Le pedí explicarme el punto con más detalle, o describir la diferencia entre ambos efectos. Me miró largo rato y rió. Dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un desperdicio sino uno estupidez, porque el aprender era la tarea más difícil que un hombre podía echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo encontrarlo sin trabajo porque esperaba que él me diese toda la información. Si lo hubiera hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mientras yo permaneciese enclavado en mi “sitio bueno” nada podría causarme daño corporal, porque yo tenía la seguridad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor posible. Tenía el poder de rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese dicho dónde estaba el sitio, yo jamás habría tenido la confianza necesaria para considerar esto como verdadero saber. Así, saber era ciertamente poder.
Don Juan dijo entonces que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su aprendizaje están determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento. Dijo que ciertas clases de saber eran demasiado poderosas para la fuerza que yo tenía: hablar de ellas sólo me acarrearía daño. Al parecer sintió que no había nada más que quisiera decir. Se levantó y fue rumbo a su casa. Le dije que la situación me abrumaba. No era lo que yo había pensado ni deseado.
Dijo que los temores son naturales; todos los sentimos y no podemos evitarlo. Pero por otra parte, pese a lo atemorizante que sea el aprender, es más terrible pensar en un hombre sin aliado o sin conocimientos.
III
Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los poderes aliados y el tiempo en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las características generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los estados de realidad no ordinaria.
Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones, en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación
Miércoles, 23 de agosto, 1961
‑La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi benefactor. Podría haber sido también el mío, pero no me gustó.
‑¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?
‑Tiene una desventaja seria.
‑¿Es inferior a otros poderes aliados?
‑No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.
‑¿Me puede decir qué es?
‑Malogra a los hombres. Los hace probar el poder demasiado pronto, sin fortificar sus corazones, y los hace dominantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.
‑¿No hay alguna manera de evitarlo?
‑Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba debe pagar ese precio.
‑¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?
‑La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas. Cada una es diferente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raíces. El tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para hacerlos obedientes, o para matarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca torna las flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabeza de la yerba del diablo, y la más poderosa de todas.
“Mi benefactor decía que las semillas son la ‘cabeza sobria’: la única parte capaz de fortificar el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la ‘cabeza sobria’. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza sobria. ¡Qué prueba para un hombre de conocimiento!”
-¿Averiguó su benefactor tales secretos?
‑No, él no.
‑¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?
‑No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era
importante.
‑¿Conoce a alguien que sepa de gente así?
‑No, yo no.
‑¿Conocía a alguien su benefactor?
-El sí,
‑¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?
‑Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.
‑¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?
‑Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.
‑¿Por qué se llama yerba del diablo?
Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hombros y permaneció callado algún tiempo. Finalmente dijo que “yerba del diablo” era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio, sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocurren tarde o temprano en la vida de quien busca el conocimiento.
Domingo, 3 de septiembre, 1961
Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas Datura.
Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo a los cerros a buscar una.
Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos por una de las cañadas. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.
‑Esta ‑dijo.
Inmediatamente empezó a cavar. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma cónica, hondo hacia el borde exterior, con un montículo en el centro del círculo. Dejando de cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba marcadamente con el del tallo, que parecía frágil por comparación.
Don Juan me miró y dijo que la planta era “macho” porque la raíz se bifurcaba desde el punto exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.
‑¿Qué busca usted, don Juan?
‑Quiero hallar un palo.
Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.
‑¡Tú no! Tú siéntate allí ‑señaló unas rocas como a seis metros de distancia‑. Yo lo encontraré.
Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó cuidadosamente la tierra a lo largo de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara.
Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin hablar.
‑¿Por qué no la saca usted con la pala? ‑pregunté.
‑Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conseguirme un palo de este sitio para que así, en caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.
‑¿Qué clase de palo trajo usted?
‑Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una fresca.
‑¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?
‑Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.
‑¿Por qué, don Juan?
‑Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo sienta.
‑¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?
‑Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.
‑¿No quiere que lo ayude?
‑¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!
Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.
‑Ahora vamos a buscar la hembra ‑dijo.
‑¿Cómo los distingue usted?
‑La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.
Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, señalando una planta, dijo: “Esa es hembra.” Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz pude ver que ésta se ajustaba a su predicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a cortarla.
Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande, el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosamente toda la tierra de la raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo una incisión superficial en torno a su juntura con un cuchillo corto y serrado, y quebrando la planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo dos pedazos de raíz de igual tamaño,
Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e hizo un nudo con las puntas.
Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos los pedazos en otro bulto de tela. Cuando terminó, ya había oscurecido.
Miércoles, 6 de septiembre, 1961
Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.
-Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta ‑dijo de pronto don Juan.
Tras un silencio cortés pregunté:
‑¿Qué va usted a hacer con las plantas?
‑Las plantas que saqué y corté son mías ‑dijo‑. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a enseñarte la manera de domar a la yerba del diablo.
‑¿Cómo lo hará usted?
‑La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y su servicio únicos.
Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo anular.
‑Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de mi planta. Yo la he medido por ti, de modo que en realidad es mi parte la que debes tomar al principio.
Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante de los dos originales y lo sostuvo frente a mi cara,
‑Esta es mi primera parte ‑dijo‑. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido como mía; ahora te la doy.
Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la metió en una bolsita blanca de algodón.
Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una “mano” redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera.
Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera. Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una especie de bebedero rectangular para cerdos colocado contra la cerca trasera.
Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que recibiera el sereno.
‑Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.
Domingo, 1° de septiembre, 1961
El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la casa.
El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la exprimió, para luego dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.
Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima, conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el sedimento y dejó nuevamente la palangana en el sol.
Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.
Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Había quizá toda una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió de mí.
‑Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.
Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.
‑¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?
‑Agua de flores y frutas de la cañada.
Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,
‑¡Bebe ya! ‑dijo.
Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque su amargor era apenas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a cucarachas.
Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las orejas. Vi una mancha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.
Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía todo rojo,
Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo incontrolable que me llegaba en oleadas, como irradiando del centro de mi pecho.
Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que obviamente tenía miedo, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.
Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecieron los espasmos nerviosos, dejando sólo un cansancio doliente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.
Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intestinos. A excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente a su casa. Me sonrió.
‑Todo salió muy bien la otra noche ‑dijo‑. Viste rojo y eso es todo lo que importa.
‑¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?
‑Habrías visto negro, y eso es mala señal.
‑¿Por qué es mala?
‑Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y vomita las entrañas, todas verdes y negras.
‑¿Y se muere?
‑No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.
‑¿Qué les pasa a quienes ven rojo?
‑No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los hombres terminan siendo esclavos suyos a cambio del poder que les da. Pero sobre esas cosas no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal.
‑¿Qué debo hacer luego, don Juan?
‑Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.
‑¿Cómo la domaré?
‑La yerba del diablo se doma por la raíz. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.
‑¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?
‑No, cada parte es distinta.
‑¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?
‑Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas. No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar. ,
‑¿Cuándo me dirá, entonces?
‑Cuando tu planta crezca y dé semilla.
‑Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?
‑Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.
‑Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?
Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.
‑La yerba se usa sólo para el poder ‑dijo finalmente con tono seco, severo‑. El hombre que quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el hambre, el hombre que quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba se lo da! ¿Sientes que la quieres? ‑preguntó tras una pausa.
‑Siento un vigor extraño ‑dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía entonces. Era una sensación muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusitadas. Tenía comezón en los brazos y en las piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían sentir deseos de empujar árboles o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.
No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el zaguán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde quemé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.
Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.
Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:
‑¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo?
Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:
‑No pareces enfermo. Hace rato‑hasta me hablaste mal.
‑No es cierto, don Juan ‑protesté‑. No recuerdo haberle hablado nunca así.
Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.
‑Saliste en su defensa ‑dijo.
‑¿En defensa de quién?
‑Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya parecías su amante.
Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me contuve.
‑De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.
‑Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijiste, ¿verdad?
‑No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.
‑Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.
‑¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?
‑El poder está bien para ti, ahora. ‑Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.
‑¿Puede decirme por qué, don Juan?
‑¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro metros ‑dicen que algunos han llegado‑ encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.
Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco hemos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.
Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.
‑Era distinto cuando había gente en el mundo ‑prosiguió‑, gente que sabia que, un hombre podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?
Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,
‑Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hombres que quieren saber.
‑Tal vez ‑dijo suavemente.
Jueves, 23 de noviembre, 1961
Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su zaguán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.
‑Está adentro ‑dijo.
Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las tiras, atadas estrechamente en torno del tobillo, habían formado al secarse un molde ligero, ajustado. Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.
‑¿Cómo pasó? ‑pregunté.
La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,
‑Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!
Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.
‑¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemiga. ¡La Catalina! Me empujó en un momento de debilidad y yo caí.
‑¿Por qué hizo eso ella?
‑Porque quería matarme, por eso.
‑¿Estuvo aquí con usted?
‑¡Sí!
‑¿Por qué la dejó entrar?
‑Yo no la dejé. Ella entró volando,
‑¡Cómo dice!
‑Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.
‑¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?
‑Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un hombre o un pájaro?
Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablando otra vez de la Catalina: ¡es una bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.
‑¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?
‑¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.
‑¿Por qué quiere matarlo?
‑Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.
‑¿Va usted a usar brujería? ‑pregunté con gran expectación.
‑No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los diré.
‑¿Puede su aliado protegerlo de ella?
‑¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.
‑¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?
‑¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.
‑¿Y la yerba del diablo?
‑Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más maravilloso que un hombre pueda tener.
‑¿Es el humito el mejor aliado posible para todo el mundo?
‑Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.
‑¿Qué clase de humo es, don Juan?
‑¡El humo de los adivinos!
había en su voz una reverencia perceptible; un estado de ánimo que yo nunca había notado anteriormente,
‑Empezaré por decirte exactamente lo que me dijo mi benefactor cuando empezó a enseñarme acerca de él. Aunque en ese entonces, igual que tú ahora, yo no tenía modo de entender. “La yerba del diablo es para los que quieren poder. El humito es para los que quieren observar y ver.” Y en mi opinión, el humito no tiene rival, Una vez que un hombre entra en su campo, todos los otros poderes están a su disposición. ¡Es magnífico! Y por supuesto, requiere una vida entera. Años nada más para familiarizarse con sus dos partes vitales: la pipa y la mezcla de fumar. La pipa me la dio mi benefactor, y después de tantos años de acariciarla se ha vuelto mía. Se ha hecho a mis manos. Pasarla a tus manos, por ejemplo, será una verdadera faena para mí, y una gran hazaña para ti, ¡si salimos con bien! La pipa sentirá la tensión de que alguien más la manosee, y si alguno de nosotros comete un error no habrá manera de evitar que la pipa se parta sola por su propia fuerza o se escape de nuestras manos para romperse, aunque se caiga en un montón de paja. Si eso llega a suceder, será el fin de los dos. Sobre todo el mío. El humito se volvería contra mí en formas increíbles.
‑¿Cómo podría volverse contra usted si es su aliado?
Mi pregunta pareció alterar el curso de sus pensamientos. Pasó largo rato sin hablar.
La dificultad de los ingredientes ‑prosiguió de súbito- hace a la mezcla de fumar una de las sustancias más peligrosas que conozco. Nadie puede prepararla sin que le enseñen. ¡Es veneno mortal para cualquiera que no sea el protegido del humito! La pipa y la mezcla deben tratarse con extremo cuidado. Y el hombre que trata de aprender debe prepararse llevando una vida dura, tranquila. Los efectos son tan terribles que sólo un hombre fuerte puede soportar la más pequeña fumada. Al principio todo es aterrador y confuso, pero cada fumada define más las cosas. ¡Y de pronto el mundo se abre de nuevo! ¡Increíble! Cuando esto sucede, el humito se ha hecho aliado de uno y le resolverá cualquier problema permitiéndole entrar en mundos inconcebibles.
“Esta es la mayor propiedad del humito, su mayor don. Y lleva a cabo su función sin dañar en lo más mínimo. ¡Yo llamo al humito un verdadero aliado!”
Como de costumbre, estábamos sentados frente a su casa, donde el suelo de tierra está siempre limpio y bien apisonado. Don Juan se levantó de pronto y entró en la casa. Tras unos momentos regresó con un bulto angosto y volvió a sentarse.
‑Esta es mi pipa ‑dijo.
Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sencillo, sin ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del color del carbón.
Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano para tomarla, pero él la apartó rápidamente,
‑Esta pipa me la dio mi benefactor ‑dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bolsa, o acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a lo mejor el humito se hace también tu aliado preferido.
Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.
‑Con las dos manos ‑dijo él.
Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,
‑El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!
‑¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?
‑No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.
‑¿Qué fuma usted, don Juan?
‑¡Esto!
Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón. La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano.
Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante.
Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso nuevamente bajo su camisa.
‑¿Qué clase de mezcla es?
‑Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en ciertas épocas del año, y sólo en ciertos sitios.
‑¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?
‑¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.
Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.
‑¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi benefactor me los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de preparar, uno puede volver a abastecerse. El secreto está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie, absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.
‑¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?
Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.
‑¡Me moriría!
-¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?
‑No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.
‑¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? ‑insistí‑. Suponga que no la tuviera: ¿cómo podría darme una si quisiera?
‑Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa.
Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.
‑¿Está usted enojado conmigo, don Juan? ‑le pregunté cuando volvió. Pareció sorprenderse de mi pregunta.
‑¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser humano puede hacer nada lo bastante importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son importantes. Yo ya no siento eso.
Martes, 26 de diciembre, 1961
El tiempo específico de replantar el “brote”, como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.
Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en silencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la primera parte.
‑Es tiempo de devolver la yerba a la tierra ‑dijo de pronto‑. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepararla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño.
Entró en su cuarto y sacó tres bultos‑de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.
Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.
La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.
‑Esta parte es para la cabeza ‑dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.
-Ésta es para el corazón ‑dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lentitud y paciencia, talló la forma de un hombre.
La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.
Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que crecía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral.
Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.
Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y estuvimos un rato más sentados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera‑ Cortó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados.
Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra‑ Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los pedazos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura.
-Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.
‑¿Qué clase de preparación es, don Juan?
‑Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un metro de hondo.
Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se hallaba absorto en su tarea.
Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conservaban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.
Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nuevamente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.
El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opresiva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.
Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.
La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóviles, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento llevaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla.
Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió.
Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando terminamos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.
Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El calor había sellado el pegamento, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figurilla tenía un acabado brillante, extraño.‑
Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.
‑Mete tu “imagen” en el morral y ciérralo -dijo,
No me miraba, y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro.
Caminó hasta mi coche, me quitó a red de las manos y la ató a la tapa abierta del compartimiento de guantes.
‑Ven conmigo ‑dijo.
Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo completo en el sentido de las manecillas del reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria, regresando otra vez al zaguán. Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó.
Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo:
‑¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse.
Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar. Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio.
Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. El frasco contenía una pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra,
‑¿Por qué no tiene tierra? ‑pregunté.
‑No todas las tierras son la. misma, y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que vivirá y crecerá. Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos.
‑¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? ‑pregunté.
‑¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto.
‑¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto?
‑Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes molestarla más. Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla.
‑¿Por qué no?
-Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. Pero, eso sí, demuéstrale que te preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos seguros de que te quiere.
‑Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice,
‑¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera!
‑¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan?
‑¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimentar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo para aprender.
‑¿Dónde piensa usted que debo replantarla?
‑¡Eso es para que tú solo lo decidas! ¡Y nadie debe saber el lugar, ni siquiera yo! Así es como hay que replantar. Nadie, pero nadie, puede saber dónde está tu planta. Si un extraño te sigue, o te ve, toma el brote y corre para otro lado. Cualquiera podría causarte un‑ daño como no te imaginas con sólo manosear el brote. Podría lisiarte o matarte. Por eso ni siquiera yo debo saber dónde está tu planta.
Me alargó el frasquito con el brote.
‑Agárralo ya.
Lo tomé. Entonces me llevó casi a rastras a mi coche.
‑Ahora debes irte. Ve y escoge el sitio donde replantarás el brote. Escarba un agujero hondo en tierra blanda, junto a un lugar con agua. Acuérdate: tiene que estar cerca del agua para crecer. Haz el agujero con las puras manos, aunque sangren. Pon el brote en el centro del agujero y haz un pilón alrededor, Luego remójalo con agua. Cuando el agua se hunda, llena el hoyo con tierra blanda. Después escoge un sitio a dos pasos del brote, en esa dirección [señaló hacia el sureste]. Haz allí otro agujero hondo, también con las manos, y tira en él lo que hay en la olla. Luego quiebra la olla y entiérrala hondo en otro lugar, lejos del sitio donde está tu brote. Cuando hayas enterrado la olla, regresa con tu brote y riégalo otra vez. Entonces saca tu imagen, sostenla entre los dedos donde está la cortada y, parad; en el sitio donde enterraste la cola, toca apenas el brote con la punta de la aguja. Da tres vueltas al brote, parándote cada vez en el mismo sitio a tocarlo.
‑¿Tengo que seguir una dirección específica al dar vueltas a la raíz?
‑Cualquier dirección‑ es buena. Pero debes siempre recordar en qué dirección enterraste la cola y qué dirección tomaste al rodear el brote. Toca apenitas el brote con la punta todas las veces menos la última: entonces la clavas hondo. Pero hazlo con cuidado; arrodíllate para afirmar la mano, porque no debes romper la punta dentro del brote. Si la rompes, estás acabado. La raíz no te servirá de nada.
‑¿Tengo que decir algo mientras doy la vuelta al brote?
‑No, eso lo haré yo por ti.
Sábado, 27 de enero, 1962
Apenas llegué a su casa esta mañana, don Juan me dijo que iba a enseñarme cómo se prepara la mezcla de fumar. Caminamos hasta los cerros y nos adentramos bastante por una de las cañadas. Se detuvo junto a un arbusto alto y esbelto cuyo color contrastaba marcadamente con el de la vegetación circundante. El chaparral en torno era amarillento, pero el arbusto era verde brillante.
‑De este arbolito debes tomar las hojas y las flores -dijo‑. El momento justo para cortarlas es el día de las ánimas.
Sacó su cuchillo y tronchó la punta de uña rama delgada. Eligió otra rama similar y también le tronchó la punta. Repitió esta operación hasta tener un puñado de puntas de rama. Luego se sentó en el suelo.
‑Mira ‑dijo‑. Corté todas las ramas encima de la horqueta que hacen dos o más hojas y el tallo. ¿Ves? Todas son iguales. Nada más usé la punta de cada rama, donde las hojas están frescas y tiernas. Ahora hay que buscar un lugar sombreado.
Caminamos hasta que pareció hallar lo que buscaba. Sacó del bolsillo un largo cordel y lo ató al tronco y a las ramas bajas de dos arbustos, haciendo una especie de tendedero donde colgó de cabeza las puntas de rama. Las ordenó con pulcritud a lo largo del cordel; enganchadas por la horqueta entre las hojas y el tallo, parecían formar una larga fila de jinetes verdes.
‑Hay que ver que las hojas se sequen en la sombra ‑dijo‑. El sitio debe ser apartado y difícil de alcanzar. Así las hojas están protegidas Hay que dejarlas a secar en un sitio donde sea casi imposible encontrarlas. Después de que se secan, hay que ponerlas en un paquete y sellarlas.
Quitó las hojas del cordel y las tiró en los arbustos cercanos. Al parecer sólo había querido mostrarme el procedimiento.
Seguimos caminando y don Juan cortó tres flores distintas, diciendo que eran parte de los ingredientes y debían juntarse al mismo tiempo. Pero las flores se ponían en sendas vasijas de barro y se secaban en la oscuridad; había que poner una tapa en cada vasija para que las flores crearan moho dentro del recipiente. Dijo que la función de las hojas y las flores consistía en endulzar la mezcla del humito.
Salimos de la cañada y nos encaminamos al lecho del río. Tras un largo rodeo volvimos a su casa; En la noche estuvimos sentados hasta hora avanzada en su propio cuarto, cosa que rara vez me permitía, y me habló del ingrediente final de la mezcla: los hongos.
‑El verdadero secreto de la mezcla está en los honguitos ‑dijo‑. Son el ingrediente más difícil de juntar. El viaje al sitio donde crecen es largo y peligroso, y seleccionar los buenos es todavía más arriesgado. Hay otras clases de hongos que crecen allí mismo y que no sirven; echan a perder a los buenos si se secan juntos. Requiere tiempo conocer bien los hongos, para no cometer un error. Hay daño grave si se usan los que no son: daño para el hombre y para la pipa. Sé de hombres que cayeron muertos por usar el humo sucio.
“En cuanto los honguitos se cortan, se meten en un guaje, así que no hay modo de revisarlos. Ves, hay que deshebrarlos para hacerlos pasar por el cuello del guaje.”
‑¿Cómo se puede prevenir un error?
‑Teniendo cuidado y sabiendo escoger. Te dije que es difícil. No cualquiera puede domar el humito; la mayoría de la gente ni siquiera hace el intento.
‑¿Cuánto tiempo se dejan los hongos dentro del guaje?
‑Un año. Todos los demás ingredientes también se sellan un año, Luego se miden por partes iguales y se muelen por separado, hasta que quede un polvo muy fino. Los honguitos no necesitan molerse porque ellos solos se convierten en polvo finito; nada más hay que desmoronar los trozos. Cuatro partes de hongos se añaden a una parte de todos los demás ingredientes juntos. Luego se mezclan y se ponen en una bolsa como la mía ‑señaló el saquito colgado bajo su camisa.
‑Entonces todos los ingredientes se juntan otra vez, y cuando se han puesto a secar ya estás listo para fumar la mezcla que acabas de preparar. En tu caso, fumarás el año entrante. Y el año después de ése, la mezcla será toda tuya porque la habrás juntado solo. La primera vez que fumes, yo te encenderé la pipa. Fumas toda la mezcla del cuenco y esperas. El humito vendrá. Lo sentirás. Te dará libertad de ver todo cuanto quieras ver. Hablando con propiedad, es un aliado sin rival. Pero quien lo busque debe tener una intención y tina voluntad irreprochables. Las necesita, porque si no tiene intención v voluntad de volver, el humito no lo dejará. Y después, también, debe tener intención y voluntad de recordar lo que el humito le permita ver; de otro modo no será más que una mancha de niebla en su mente.
Sábado, 8 de abril, 1962
En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase “hombre de conocimiento”, o se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.
‑Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender –dijo-. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los secretos del poder y el conocimiento.
‑¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?
-No, no cualquiera,
-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?
-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.
-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?
‑Si. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los cuatro.
-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemigos ser un hombre de conocimiento?
‑Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.
‑¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos enemigos?
‑No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser hombre de conocimiento; muy pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino para llegar a ser un hombre de conocimiento son de veras formidables, de verdad poderosos; y la mayoría, pues, se pierde.
‑¿Qué clase de enemigos son, don Juan.
Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pensaba que yo podía volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no oportunidad de convertirme en un hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla contra los cuatro enemigos ‑de si podía yo vencerlos o salía vencido‑ pero que era imposible predecir el resultado de esa lucha.
Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por ningún medio, porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto, replicó:
‑Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante muy corto, después de vencer a las cuatro enemigos naturales.
‑Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.
No respondió. Insistí de nuevo, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.
Domingo, 15 de abril, 1962
Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y serla buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mientras estaba fuera.
Titubeó un rato, pero luego comenzó a hablar.
‑Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
“Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
“Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando, esperando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda.”
‑¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?
‑Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llegará a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.
‑¿Y qué puede hacer para superar el miedo?
‑La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. ¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea aterradora.
“Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo natural.”
‑¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?
‑Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista rápido y de repente.
‑¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?
‑No. Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede prever los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto,
“Y así ha encontrado a su segundo enemigo: ¡la claridad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo, pero también ciega.
“Fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene claridad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro peto incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión. de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debería apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.
‑¿Qué pasa con un hombre derrotado en esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?
-No, no muere. Su segundo enemigo nomás ha parado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
‑Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?
-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.
“Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay alrededor. Pero también ha tropezado con su tercer enemigo: ¡el poder!
“El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y naturalmente, lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.
“Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transformado en un hombre cruel, caprichoso.”
‑¿Perderá su poder?
-No, nunca perderá su claridad ni su poder.
-¿Entonces qué lo distinguirá de un hombre de conocimiento?
‑Un hombre vencido por el poder muere sin saber realmente cómo manejarlo. El poder es sólo un carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni cuándo usar su poder.
‑La derrota a manos de cualquiera de estos enemigos ¿es definitiva?
‑Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence a un hombre, no hay nada que hacer.
‑¿Es posible, por ejemplo, que el hombre vencido por el poder vea su error y se corrija?
‑No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.
‑¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?
‑Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse hombre de conocimiento. Un hombre está vencido sólo cuando ya no hace la lucha y se abandona.
‑Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero finalmente lo conquiste,
‑No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.
‑¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?
‑Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta de que el poder que aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento, y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre sí mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un punto en el que todo se domina. Entonces sabrá cómo y cuándo usar su poder. Y así habrá vencido a su tercer enemigo.
“El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tropezará con su último enemigo: ¡la vejez! Este enemigo es el más cruel de todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyentar por un instante.
“Este es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos, ya no tiene claridad impaciente; un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por entero a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.
“Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conocimiento son suficientes.”
IV
Don Juan casi nunca hablaba abiertamente de Mescalito. Cada vez que yo lo interrogaba sobre el tema se negaba a contestar, pero siempre decía lo suficiente para crear una impresión de Mescalito: impresión que siempre era antropomórfica. Mescalito era masculino, no sólo por el género gramatical de su nombre, sino también por sus constantes cualidades de ser protector y maestro. Don Juan reafirmaba estas características en formas diversas cada vez que hablábamos.
Domingo, 24 de diciembre, 1961
‑La yerba del diablo nunca ha protegido a nadie. Sólo sirve para dar poder. Mescalito, en cambio, es manso, como un niñito.
‑Pero dijo usted que Mescalito es a veces aterrador.
‑Claro que es aterrador, pero una vez que lo conoces es manso y bondadoso.
‑¿Cómo muestra su bondad?
‑Es un protector y un maestro.
‑¿Cómo protege?
‑Puedes guardarlo contigo a toda hora y él verá que nada malo te ocurra.
‑¿Cómo puede uno guardarlo consigo a toda hora?
‑En una bolsita, amarrada con un cordón debajo del brazo o alrededor del cuello.
‑¿Lo tiene usted consigo?
‑No, porque yo tengo un aliado. Pero otra gente si.
‑¿Qué enseña?
‑Enseña a vivir como se debe.
‑¿Cómo enseña?
‑Enseña las cosas y te dice lo que son.
‑¿Cómo?
‑Tendrás que ver por ti mismo.
Martes, 30 de enero, 1962
‑¿Qué ve usted cuando Mescalito lo lleva consigo, don Juan?
‑De esas cosas no se platica. No puedo decirte eso.
‑¿Le pasaría algo malo si me dijera?
‑Mescalito es un protector, un protector manso y bueno, pero eso no quiere decir que pueda uno burlarse de él. Por ser un protector bueno también puede ser el horror mismo para los que no le gustan.
‑No quiero burlarme de él. Sólo quiero saber qué hace hacer o ver a otras personas. Yo le describí a usted todo cuanto Mescalito me hizo ver, don Juan.
‑Contigo es diferente, a lo mejor porque no conoces sus modos. Hay que enseñarte sus modos como se enseña a caminar a un niño.
‑¿Cuánto tiempo más hay que enseñarme?
‑Hasta que él mismo empiece a tener sentido para ti.
‑¿Y entonces?
‑Entonces comprenderás solo. Ya no tendrás que decirme nada.
‑¿Puede usted decirme solamente a dónde lo lleva Mescalito?
-No puedo hablar de eso.
‑Nada más quiero saber si hay otro mundo al cual lleva a la gente.
‑Hay.
‑¿Es el cielo?
‑Te lleva a través del cielo.
-Quiero decir, ¿es el cielo donde está Dios?
‑Ya te estás haciendo el pendejo. No sé dónde está Dios.
-¿Es, Mescalito, Dios el único Dios? ¿O es uno de los dioses?
-Es sólo un protector y un maestro. Es un poder.
‑¿Es un poder dentro de nosotros mismos?
‑No. Mescalito no tiene nada que ver con nosotros mismos. Está fuera de nosotros.
‑Entonces todo el que ve a Mescalito debe verlo en la misma forma.
‑No, de ninguna manera. No es el mismo para todos.
Jueves, 12 de abril, 1962
‑¿Por qué no me dice más sobre Mescalito, don Juan?
‑No hay nada que decir.
‑Ha de haber miles de cosas que yo debería saber antes de encontrarme de nuevo con él.
‑No. A lo mejor para ti no hay nada que debas saber. Como ya te dije, no es el mismo para todos.
‑Lo sé, pero de cualquier modo me gustaría saber qué opinan otros acerca de él.
‑La opinión de aquellos que se preocupan por hablar de él no vale mucho. Ya verás. Lo más probable es que hables de él hasta cierto punto, y de allí en adelante no vuelvas a mencionarlo.
‑¿Puede usted contarme de sus primeras experiencias?
‑¿Para qué?
‑Así sabré cómo portarme con Mescalito.
‑Tú ya sabes más que yo, Jugaste de verdad con él. Algún día verás cuán bueno fue contigo el protector. Estoy seguro de que esa primera vez te dijo muchas, muchas cosas, pero estabas sordo y ciego.
Sábado, 14 de abril, 1962
‑¿Toma Mescalito cualquier forma cuando se muestra?
‑Sí, cualquier forma.
‑Entonces, ¿cuáles son las formas más comunes que usted conoce?
‑No hay formas comunes.
‑¿Quiere usted decir, don Juan, que se aparece en cualquier forma hasta a los hombres que lo conocen bien?
‑No. Se aparece en cualquier forma a los que apenas lo conocen un poco, pero para quienes lo conocen bien es siempre constante.
‑¿Cómo es constante?
‑A veces se les aparece como un hombre, igual que nosotros, o como una luz. Nada más una luz.
-¿Cambia alguna vez Mescalito su forma permanente con quienes lo conocen bien?
‑No que yo sepa.
Viernes, 6 de julio, 1962
Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.
A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.
Después del desayuno, el hombre puso agua en mi cantimplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espalda con un cordón, agradeció al hombre su cortesía y, volviéndose hacia mi, dijo:
‑Es hora de irse.
Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproximada: Cuando llegamos a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al mediodía yo estaba agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.
‑Puedes comer todo si quieres ‑dijo,
‑¿Y usted?
‑No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,
Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:
‑¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?
‑Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,
‑¿Dónde está Mescalito?
‑En todo el rededor.
Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote entre ellos.
Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.
Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.
El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.
A las 6 estábamos al pie de las montañas que marcaban el final del valle. Trepamos a una saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.
Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el Mescalito y volviéramos al pueblo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a pasar la noche allí.
Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y parecía ser más ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y protuberancias.
‑Mañana echamos a andar de regreso ‑dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle. Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará . . . si quiere.
Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando como si hubiera allí otra persona aparte de mi.
‑Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor puedas cargar la bolsa, o caminar delante de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!
‑Lo siento, don Juan.
‑Está bien. No sabías.
‑¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?
‑¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.
‑¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?
-No, no es.
-¿Entonces cómo enseña?
Permaneció callado un rato.
‑¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?
‑¡SI!
-Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.
‑¿Cuándo?
‑Cuando lo viste por primera vez.
Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque deseaba averiguar cuanto pudiese.
-¡No me preguntes a mí! ‑sonrió con malicia‑. Pregúntale a él. La próxima vez que lo veas, pregúntale todo lo que quieres saber.
-Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede . . .
No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantimplora, bajó de la saliente y desapareció al rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos ciento cincuenta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tragó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.
Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos encender un fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible preguntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.
Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.
Don Juan estaba inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi rostro.
‑El crepúsculo es la raja entre los mundos ‑dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.
No pregunté qué quería decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un deseo extraño y avasallador de llorar.
Me acosté boca abajo. El piso de roca era duro e incómodo y yo tenía que cambiar de postura cada pocos minutos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis hombros. Para mi sorpresa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé dormido.
Al despertar, oía don Juan hablarme. Estaba muy oscuro. No podía verlo bien. No comprendí qué cosa decía, pero le seguí cuando empezó a descender de la saliente. Nos desplazamos cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie del farallón. Don Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su izquierda. Desabotonó su camisa y sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de peyote.
Tras una pausa larga tomó uno de los botones. Lo sostuvo en la mano derecha, frotándolo varias veces entre pulgar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar un grito tremendo,
‑¡Aíííí!
Fue sobrecogedor, inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su boca y empezar a mascarlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me susurró que tomara el saco, cogiera un mescalito, volviera a poner el saco frente a nosotros, y luego hiciera exactamente lo que él.
Tomando un botón de peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan canturreaba, oscilando a un lado y a otro. Traté varias veces de meter el botón en mi boca, pero me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió de mí: ¡Aíííí! Por un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo sentí en el estómago los efectos de un shock nervioso. Estaba cayendo hacia atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el botón de peyote y lo masqué. Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al ver que lo ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla frente a nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes de que yo notara algo de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan me dijo que sólo me lavara la boca, y que no bebiera porque vomitaría.
Agité repetidamente el agua dentro de mi boca. En determinado momento la tentación de beber fue formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a convulsionarse. Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con el peyote, pero para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No duró mucho, sin embargo.
Don Juan cogió otro botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed, frío e incomodidad habían desaparecido. En su lugar tenía una novedosa sensación de tibieza y excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la boca, pero estaba vacía.
‑¿Podemos ir al arroyo, don Juan?
En vez de proyectarse hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó hacia la garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y musical, y parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba. Seguí sus movimientos de ida y vuelta hasta que desapareció.
Repetí la pregunta. Mi voz sonó como si me hallase hablando dentro de una bóveda.
Don Juan no respondió. Me levanté y me volví en dirección del arroyo, Lo miré para ver si venía, pero él parecía escuchar algo atentamente.
Hizo un ademán imperativo de guardar silencio.
-¡Abuhtol [?] ya está aquí! -dijo.
Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si preguntarle sobre ella cuando percibí un ruido que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte, hasta semejar la vibración causada por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue apagando hasta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me aterraron. Temblaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embargo, mi estado era perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había desaparecido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan reclinarse para recuperar su postura relajada. Y de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro momento de terror.
Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos surgía un ruido acompasado: “Pehtuh‑peh‑tuh‑peh‑tuh.” Salté hacia atrás, casi chocando contra el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Jadeaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda. Entonces oí la voz de don Juan diciendo:
‑¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!
La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familiar.
-Voy por agua ‑dije tras otro momento interminable. Mi voz se quebraba. Apenas me era posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se había ido en forma tan rápida y misteriosa como su llegada.
Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contornos. Me detuve y miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal vez hubiera perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12 :10! Revisé el reloj para ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Planeaba correr por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver en la oscuridad.
El se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distinguir los guijarros minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto advertí que la luminosidad correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.
Estaba absorto en este descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo audible otra vez. Mis músculos se tensaron.
‑Anuhctal [según oí la palabra en esta ocasión] está aquí ‑dijo don Juan. Yo imaginaba el bramido tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí un aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había tenido una anchura de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un lago enorme. Luz que parecía venir de encima de él tocaba la superficie como brillando a través de follaje espeso. De tiempo en tiempo el agua cintilaba un segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera de vista y sin embargo extrañamente presente.
No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo regresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sentimiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposaba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto. Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía definida. Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.
Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi corazón, pero el latido no era localizable. Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mientras la tierra se sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me hallaba se movía, deslizándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era único, ininterrumpido y absoluto.
Surqué las aguas del lago negro encaramado en un fragmento de la ribera que parecía un tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.
No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que debieron de asaltarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las rodillas y con los brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.
Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sentía la garganta como llaga viva; me había mordido los labios al “desembarcar”. Me incorporé. El viento me dio conciencia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.
Tras un rato recobré en cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la escena era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el sonido; caminé menos de cincuenta metros y me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El sitio donde me hallaba era un corral formado por grandes peñascos. Podía yo distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían con la montaña empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro ágil, constante, extraño.
Al pie de un peñasco vi a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil. Me acerqué hasta hallarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y me miró. Me detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el mismo volumen enorme, el cintilar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda como una fresa; su piel era verde, salpicada de innumerables verrugas. A excepción de la forma en punta, su cabeza era exactamente como la superficie de la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía apartar los ojos de él.
Sentí que me estaba presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me ahogaba. Perdí el equilibrio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego la percibí como música -como una melodía cantada‑ y “supe” que estaba diciendo:
‑¿Qué quieres?
Me arrodillé frente a él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos tiraban de mi y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de acercarme. Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él apartó de mí los ojos y me enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: “¡Mira!” En medio de la mano había un agujero redondo. “¡Mira!”, dijo otra vez la melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba muy viejo y débil y corría encorvado; chispas brillantes volaban en todo mi derredor. Luego tres de las chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura, en el agujero, se irguió por un momento hasta hallarse totalmente vertical, y luego desapareció junto con el hoyo.
Mescalito volvió de nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los “oía” retumbar suavemente con ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta ser como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.
Apartó los ojos una vez más y, saltando como grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó otra y otra vez, y desapareció en la lejanía.
Lo siguiente que recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer puntos de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante toda la experiencia me habían obsesionado los puntos cardinales, y creía yo que el norte debía estar a mi izquierda. Caminé en esa dirección bastante rato antes de advertir que ya era de día y que ya no estaba usando mi “visión nocturna”. Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.
A eso de las 10 llegué a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía dormido en el suelo.
‑¿Dónde has estado? ‑dijo.
Me senté a tomar aire. Tras un largo silencio, don Juan preguntó:
-¿Lo viste?
Empecé a narrar la sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió diciendo que todo cuanto importaba era si lo había yo visto o no. Me preguntó si Mescalito había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.
Esa parte de mi relato le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar, interrumpiendo sólo para inquirir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído suficiente. Se levantó y amarró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar tras él y dijo que él iba a cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis manos y meterlo con delicadeza en el saco.
Bebimos un poco de agua y empezamos a caminar. Cuando llegamos al borde del valle, don Juan pareció titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido anduvimos en línea recta.
Cada vez que llegábamos a una planta de peyote, se acuclillaba frente a ella y muy gentilmente cortaba la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel del suelo y rociaba la “herida”, como él la llamaba, con polvo puro de azufre que llevaba en una bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y esparcía el polvo con la derecha. Luego se ponía en pie para entregarme el botón, que yo recibía con ambas manos, como él había prescrito, y colocaba dentro del saco.
‑Mantente derecho y no dejes que la bolsa toque la tierra ni las matas ni ninguna otra cosa ‑me decía repetidamente, como si pensara que yo lo olvidaría.
Recogimos sesenta y cinco botones. Cuando el saco estuvo completamente lleno, lo puso sobre mi espalda y amarró otro a mi pecho. Al terminar de cruzar la meseta teníamos dos sacos llenos, que contenían ciento diez botones de peyote. Los sacos eran tan pesados y voluminosos que yo apenas podía caminar bajo su bulto y su peso.
Don Juan me susurró que las bolsas estaban pesadas porque Mescalito quería regresar a la tierra. Dijo que la tristeza de dejar su morada era lo que hacía pesado a Mescalito; mi verdadera tarea era no dejar que los sacos tocaran el suelo, porque si lo hacía, Mescalito jamás me permitiría tomarlo de nuevo.
En un momento particular la presión de las correas sobre mis hombros se hizo insoportable. Algo estaba ejerciendo una fuerza tremenda, tirando hacia abajo. Sentí mucha aprensión. Noté que había empezado a caminar más rápidamente, casi a correr; iba por así decirlo trotando detrás de don Juan.
De pronto disminuyó el peso sobre mi pecho y mi espalda. La carga se hizo esponjosa y ligera. Corrí libremente para alcanzar a don Juan, que iba delante de mí. Le dije que ya no sentía el peso. Me explicó que ya habíamos dejado la morada de Mescalito.
Martes, 3 de julio, 1962
‑Creo que Mescalito casi te ha aceptado ‑dijo don Juan.
‑¿Por qué dice usted que casi me ha aceptado, don Juan?
‑No te mató, ni siquiera te hizo daño. Te dio un buen susto, pero no uno malo de verdad. Si no te hubiera aceptado para nada, se te habría aparecido monstruoso y lleno de ira. Algunas gentes han aprendido lo que significa el horror al encontrárselo y no ser aceptadas.
‑Si es tan terrible, ¿por qué no me lo dijo usted antes de llevarme al campo?
‑No tienes valor suficiente para buscarlo a propósito. Pensé que era mejor que no supieses.
‑¡Pero pude haber muerto, don Juan!
‑sí, pudiste. Pero yo estaba seguro de que te iba a ir bien. Una vez jugó contigo. No te hizo daño. Pensé que también esta vez tendría compasión de ti.
Le pregunté si realmente pensaba que Mescalito me había tenido compasión. La experiencia había sido aterradora; yo sentía casi haber muerto de susto.
Dijo que Mescalito fue de lo más bondadoso conmigo; me enseñó una escena que era una respuesta a una pregunta. Don Juan dijo que Mescalito me había dado una lección. Le pregunté cuál era la lección y qué significaba. Dijo que sería imposible responder a esa pregunta porque yo había tenido demasiado miedo para saber exactamente qué le preguntaba a Mescalito.
Don Juan sondeó mi memoria con respecto a lo que había dicho a Mescalito antes de que él me enseñara la escena en su mano. Pero yo no podía acordarme. Todo cuanto recordaba era haber caído de rodillas a “confesarle mis pecados”.
Don Juan no pareció tener interés en hablar más de eso. Le pregunté:
‑¿Puede enseñarme la letra de las canciones que usted cantaba?
‑No, no puedo. Esas palabras son mías, las palabras que el protector mismo me enseñó. Las canciones son mis canciones. No puedo decirte cuáles son.
‑¿Por qué no puede decirme, don Juan?
‑Porque esas canciones son un lazo entre el protector y yo. Estoy seguro de que algún día él te enseñará tus propias canciones. Espera hasta entonces, y nunca jamás copies ni preguntes las canciones que pertenecen a otra gente.
‑¿Cuál era el nombre que usted pronunció? ¿Puede decirme eso, don Juan?
‑No. Su nombre nunca puede pronunciarse más que para llamarlo.
‑¿Y si yo quiero llamarlo?
‑Si algún día te acepta, te dirá su nombre. Ese nombre será para qué tú solo lo uses, ya sea para llamarlo en voz alta o para decírtelo en silencio a ti mismo. A. lo mejor te dirá que su nombre es José. Quién sabe.
-¿Por qué es malo usar su nombre para hablar de él?
‑Ya viste sus ojos, ¿no? Con el protector no se juega. ¡Por eso no puedo explicarme el hecho de que escogiera jugar contigo!
‑¿Cómo puede ser él un protector si también hace mal a la gente?
‑La respuesta es muy sencilla. Mescalito es un protector porque está a la disposición de cualquiera que lo busque.
‑Pero, ¿no es cierto que todo en el mundo está a la disposición de cualquiera que lo busque?
‑No, eso no es cierto. Los poderes aliados sólo están a disposición de los brujos, pero cualquiera puede disponer de Mescalito.
‑Pero entonces ¿por qué daña a cierta gente?
-No a todos les gusta Mescalito, pero todos lo buscan con la idea de sacar provecho sin trabajar. Naturalmente, su encuentro con él siempre es horrendo.
-¿Qué ocurre cuando acepta por entero a alguien?
‑Se le aparece como un hombre, o como una luz. Cuando alguien ha ganado esta clase de aceptación, Mescalito es constante. Ya no vuelve a cambiar después. A lo mejor cuando te lo encuentres de nuevo será una luz, y algún día hasta puede llevarte a volar y revelarte todos sus secretos.
‑¿Qué tengo que hacer para llegar a ese punto, don Juan?
‑Tienes que ser un hombre fuerte, y tu vida tiene que ser verdadera.
‑¿Qué es una vida verdadera?
‑Una vida que se vive con la certeza nítida de estar viviéndola; una vida buena, fuerte.
V
Don Juan inquiría periódicamente, en forma casual, sobre el estado de mi datura. En el año transcurrido desde que replanté la raíz, la planta se había convertido en un arbusto grande. Había dado semillas y las vainas de las semillas se habían secado. Y don Juan juzgó que era hora de que yo aprendiera algo más sobre la yerba del diablo.
Domino, 27 de enero, 1963
Don Juan me dio hoy la información preliminar sobre la “segunda parte” de la raíz de datura, el segundo paso en el aprendizaje de la tradición. Dijo que la segunda parte de la raíz era el verdadero principio del aprendizaje; en comparación con ella, la primera parte era juego de niños. Había que dominar la segunda parte; había que tomarla veinte veces por lo menos, dijo, antes de poder avanzar al tercer paso.
‑¿Qué hace la segunda parte? ‑pregunté.
‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para ver. Con ella, un hombre puede remontarse por los aires y ver qué está pasando en cualquier sitio que escoja.
‑¿Puede en verdad un hombre volar por los aires, don Juan?
‑¿Por qué no? Como ya te dije, la yerba del diablo es para aquellos que buscan poder. El hombre que domina la segunda parte puede usar la yerba del diablo para ganar más poder haciendo cosas que nadie se imagina.
-¿Qué clase de cosas, don Juan?
-No te lo puedo decir. Cada hombre es distinto.
Lunes, 28 de enero, 1963
‑Si completas con bien el segundo paso ‑dijo don Juan‑, sólo podré enseñarte otro paso más. Al ir aprendiendo sobre la yerba del diablo me di cuenta de que no era para mí, y ya no adelanté más en su camino.
‑¿Qué le hizo decidir en contra de ello, don Juan?
‑La yerba del diablo estuvo a punto de matarme todas las veces que traté de usarla. Una vez me fue tan mal que me di por acabado. Y sin embargo, yo habría podido evitar todo ese dolor.
‑¿Cómo? ¿Hay alguna manera especial de evitar el dolor?
‑Sí, hay una manera,
‑¿Es una fórmula, o un procedimiento, o qué?
‑Es una manera de agarrarse a las cosas. Por ejemplo, cuando yo estaba aprendiendo sobre la yerba del diablo, era demasiado ansioso. Me agarraba a las cosas de la misma manera que los niños agarran dulces. La yerba del diablo es sólo un camino entre cantidades de caminos. Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada. Sólo entonces sabrás que un camino es nada más un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de seguir en el camino o de dejarlo debe estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. Es una pregunta que sólo se hace un hombre muy viejo. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven, y mi sangre era demasiado vigorosa para que yo la entendiera, Ahora sí la entiendo. Te diré cuál es: ¿tiene corazón este camino? Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna parte. Son caminos que van por el matorral. Puedo decir que en mi propia vida he recorrido caminos largos, largos, pero no estoy en ninguna parte. Ahora tiene sentido la pregunta de mi benefactor, ¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro te debilita.
Domingo, 21 de abril, 1963
La tarde del martes 16 de abril, don Juan y yo fuimos a los cerros donde están sus daturas. Me pidió dejarlo solo allí, y esperarlo en el coche. Volvió casi tres horas después cargando un paquete envuelto en una tela roja. Cuando iniciábamos el regreso a su casa, señaló el bulto y dijo que era su último regalo para mí.
Pregunté si quería decir que ya no iba a enseñarme. Explicó que se refería al hecho de que yo tenía una planta plenamente madura y ya no necesitaría de las suyas.
Al atardecer tomamos asiento en su cuarto; él sacó un mortero y una mano, ambos de acabado pulido. El cuenco del mortero tenía unos quince centímetros de diámetro. Desató un gran paquete lleno de bultos pequeños, seleccionó dos y los puso sobre un petate, a mi lado; luego añadió otros cuatro bultos del mismo tamaño, extraídos del paquete que trajo a casa. Dijo que eran semillas, y yo debía molerlas hasta convertirlas en polvo fino. Abrió el primer bulto y virtió parte de su contenido en el mortero. Las semillas secas eran redondas, de color amarillo caramelo.
Empecé a trabajar con la mano del mortero; tras un rato don Juan me corrigió. Me dijo que primero empujase la mano contra un lado del recipiente y luego la deslizara sobre el fondo para hacerla subir contra el otro lado. Le pregunté qué iba a hacer con el polvo. No quiso hablar de ello.
El primer lote de semillas resultó extremadamente duro de moler. Tardé cuatro horas en terminar el trabajo. La espalda me dolía a causa de la postura en que había estado sentado. Me acosté y quise dormirme allí mismo, pero don Juan abrió la siguiente bolsa y vació parte de su contenido en el mortero. Esta vez las semillas eran un poco más oscuras que las primeras y se hallaban apelotonadas. El resto del contenido de la bolsa era una especie de polvo, consistente en gránulos muy pequeños, redondos y oscuros.
Yo quería algo de comer, pero don Juan dijo que si deseaba aprender tenía que seguir la regla, y la regla sólo me permitía beber un poco de agua mientras aprendía los secretos de la segunda parte.
La tercera bolsa contenía un puñado de gorgojos negros, vivos. Y en la última había algunas semillas frescas: blancas y casi pulposas en su blancura, pero fibrosas y difíciles de convertir en pasta fina, como don Juan esperaba de mí. Cuando hube terminado de moler el contenido de las cuatro bolsas, él midió dos tazas de un agua verdosa, la virtió en una olla de barro y puso la olla al fuego. Cuando el agua hervía, añadió el primer lote de semillas pulverizadas. Agitó el líquido con un pedazo largo y puntiagudo de hueso o madera, que llevaba en su morral de cuero. Apenas hirvió nuevamente el agua, añadió las otras sustancias una por una, siguiendo el mismo procedimiento. Luego añadió otra taza de la misma agua y dejó la mezcla hervir a fuego lento.
Entonces me dijo que era hora de macerar la raíz, Extrajo cuidadosamente un largo pedazo de raíz de datura del bulto que había traído a casa. La raíz tenía unos cuarenta centímetros de largo. Era gruesa, como de cuatro centímetros de diámetro. Dijo que era la segunda parte, y también la había medido él mismo porque aún era su raíz. La próxima vez que yo probara la yerba del diablo, dijo, tendría que medir mi propia raíz.
Empujó hacia mi el gran mortero, y procedí a macerar la raíz exactamente como él había hecho con la primera parte. Me guió a través de los mismos pasos, y nuevamente dejamos la raíz macerada remojándose en agua, expuesta al sereno. Para entonces, la mezcla hirviente se había solidificado en la olla de barro. Don Juan retiró la olla del fuego, la puso dentro de una red y la colgó de una viga a mitad del aposento.
El 17 de abril, a eso de las 8 de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí, nada más se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.
El procedimiento que seguimos para filtrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado para la primera parte. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.
Volvimos al cuarto de don Juan, donde aún había dos bolsitas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar sosteniendo algo, a juzgar por la forma como su mano se movía dentro de la bolsa. De pronto, con un movimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos. Había algo extraño en el hocico. Observé un momento, y luego me retraje involuntariamente. El hocico de la lagartija estaba cosido con puntadas toscas. Don Juan me ordenó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se revolvió contra mi palma. Sentí náuseas. Mis manos empezaron a sudar.
Don Juan tomó la última bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger esta lagartija con la mano derecha.
Para cuando tuve ambas lagartijas en las manos, me hallaba a punto de vomitar. Tenía un deseo avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.
‑¡No las apachurres! ‑dijo, y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba. Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. Intenté aflojar las manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, retorciéndose, empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes. Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba dar un tirón para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñía a don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía involuntariamente. El me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacudiendo el cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería reír también, pero tenía el estómago revuelto. Me acosté.
Le expliqué que lo que me había afectado era la sensación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender; pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sentimientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de controlarlos.
Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mismos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que quisiera saber.
Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mi mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.
Me advirtió que esta primera vez no preguntara sobre asuntos personales: dijo que mejor pensara en algo que no tuviese nada que ver conmigo. Debía pensar rápidamente y con claridad, porque no habría modo de revocar mis pensamientos.
Traté frenéticamente de pensar en algo que deseara saber. Don Juan me instaba con imperiosidad, y quedé atónito al darme cuenta de que no podía pensar nada que quisiese “preguntar” a las lagartijas.
Tras una espera penosamente larga, se me ocurrió algo. Tiempo antes, habían robado un buen número de libros de un salón de lectura. No era un asunto personal, y sin embargo me interesaba. Yo no tenía ideas preconcebidas acerca de la identidad de la persona, o personas, que habían tomado los libros. Froté las lagartijas contra mis sienes, preguntándoles quién era el ladrón.
Tras un rato, don Juan metió las lagartijas en las bolsas y dijo que no había ningún secreto profundo con respecto a la raíz ni a la pasta. La pasta se hacía para dar dirección; la raíz aclaraba las cosas. Pero el verdadero misterio eran las lagartijas. Ellas eran el secreto de toda la brujería de la segunda parte, dijo don Juan. Le pregunté si eran un tipo especial de lagartijas. Respondió que sí lo eran. Tenían que venir de la zona de la propia planta de uno; tenían que ser amigas de uno. Y para trabar amistad con las lagartijas, había que cultivarla un largo período. Había que desarrollar una fuerte amistad con ellas dándoles comida y hablándoles con bondad.
Pregunté por qué era tan importante su amistad. Don Juan dijo que las lagartijas sólo se dejan capturar si conocen al hombre, y quien tomara en serio la yerba del diablo debía tratar con seriedad a las lagartijas. Dijo que, como regla, las lagartijas debían cogerse después de que la pasta y la raíz estuvieran preparadas. Debían cogerse al atardecer. Si uno no estaba en confianza con las lagartijas, dijo, podía pasarse días tratando, sin éxito, de cogerlas, y la pasta sólo duraba un día. Luego me dio una larga serie de instrucciones concernientes al procedimiento a seguir una vez capturadas las lagartijas.
‑Una vez que hayas cogido las lagartijas, ponlas en bolsas separadas. Luego saca a la primera y háblale. Discúlpate por causarle dolor y ruégale que te ayude. Y cósele la boca con una aguja de madera. Haz la costura con fibras de ágave y una espina de choya. Aprieta bien las puntadas. Luego dile las mismas cosas a la otra lagartija y cósele los párpados. A la hora en que la noche empiece a caer estarás listo. Toma la lagartija de la boca cosida y explícale el asunto del que quieres saber. Pídele que vaya a ver por ti. Dile que tuviste que coserle la boca para que se apure a volver y no hable con nadie más. Déjala revolcarse en la pasta después de que se la embarres en la cabeza; luego ponla en el suelo. Si toma la dirección de tu buena fortuna, la brujería saldrá bien y fácil. Si agarra la dirección contraria, saldrá mal. Si la lagartija se acerca a ti (hacia el sur) puedes esperar mejor suerte que de costumbre, pero si se aleja de ti (hacia el norte), la brujería será terriblemente difícil, ¡Puedes hasta morir! De modo que, si se aleja de ti, estás a tiempo de rajarte. A estas alturas puedes tomar la decisión de rajarte. Si te rajas, perderás tu autoridad sobre las lagartijas, pero mejor eso que perder la vida. O también puede ser que decidas seguir con la brujería a pesar de mi advertencia. En ese caso, el paso siguiente es tomar la otra lagartija y decirle que escuche el relato de su hermana y luego te lo describa.
‑¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decirme lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?
‑Coserle la boca le impide contar su relato a los extraños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguiente es embarrarle la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la lagartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del aprendizaje, es buena idea enlazar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero conforme progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después que te hayas untado pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extiéndela bien sobre ambos lados de tu cabeza. La pasta se seca muy rápido, y puede aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar primero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo describe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el suelo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.
Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón amarillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me entregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.
Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacía mi y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabia qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria, ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines ‑algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo‑, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.
Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la lagartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio seria bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuanto había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma precipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su última indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.
Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.
‑Te dejo solo ‑dijo, y se alejó.
Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el este, y desapareció entre ellas.
Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las palabras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”
Tras largo titubeo empecé a seguir los pasos prescritos. Aunque la pasta parecía avena cocida, no tenía ese tacto. Era muy lisa y fría. Olía en forma peculiar, acre. Producía en la piel una sensación de frescura y se secaba rápidamente. Me froté las sienes once veces, sin notar efecto alguno. Traté con mucho cuidado de tomar en cuenta cualquier cambio en percepción o estado de ánimo, pues ni siquiera sabía qué anticipar. De hecho, no era yo capaz de concebir la naturaleza de la experiencia, e insistía en buscar pistas.
La pasta se había secado y desprendido en escamas de mis sienes, Estaba a punto de untarme más cuando advertí que me hallaba sentado sobre los tobillos, a la japonesa. Había estado sentado con las piernas cruzadas y no recordaba haber cambiado de postura. Tardé algún tiempo en tomar
plena conciencia de que me encontraba sobre el piso de una especie de claustro con arcadas altas. Pensé que eran de ladrillo, pero al examinarlas vi que eran de piedra.
Esta transición fue muy difícil. Sobrevino tan repentinamente que yo no estaba listo para seguirla. Mi percepción de los elementos de la visión era difusa, como si soñara. Pero los componentes no cambiaban. Permanecían fijos, y yo podía detenerme junto a cualquiera de ellos y examinarlo concretamente. La visión no era tan clara ni tan real como una inducida por el peyote. Tenía un carácter nebuloso, un matiz pastel intensamente placentero.
Me pregunté si podría levantarme o no, y en seguida noté que me había movido. Estaba en la parte superior de una escalera y H, una amiga mía, se hallaba al pie de ella. Sus ojos eran febriles. Había en ellos un brillo de locura. Rió fuertemente, con tal intensidad que resultó aterradora su risa, Empezó a subir la escalera. Quise huir o refugiarme, porque “ella había estado chiflada una vez”. Ese fue el pensamiento que acudió a mi mente. Me oculté detrás de una columna y H pasó ante mí sin mirar, “Ahora se va a un largo viaje”, fue otro pensamiento que se me ocurrió entonces, y finalmente la última idea que recordé fue: “Se ríe cada vez que está a punto de tronar.”
De pronto la escena se hizo muy clara; ya no era como un sueño. Era como una escena común, pero yo parecía estar viéndola a través de un cristal. Traté de tocar una columna, pero todo cuanto noté fue que no podía moverme; sin embargo, sabía que podía quedarme cuanto quisiera, contemplando la escena. Estaba en ella pero no era parte de ella.
Sentí que levantaba un dique de pensamientos y argumentos racionales. Me hallaba, hasta donde podía juzgar, en un estado ordinario de conciencia sobria. Cada elemento pertenecía al terreno de mis procesos normales. Y sin embargo, yo sabía que no se trataba de un estado ordinario.
La escena cambió súbitamente. Era de noche. Me encontraba en el vestíbulo de un edificio. La oscuridad dentro del edificio me hizo consciente de que en la escena anterior la luz del sol tenía una hermosa claridad. Pero había sido algo tan común que en ese momento no lo advertí. Al seguir mirando la nueva visión, vi a un joven salir de un cuarto con una mochila grande sobre los hombros. No sabía yo quién era, aunque lo había visto una o dos veces. Pasó frente a mí y descendió las escaleras. Para entonces yo había olvidado mi aprensión, mis dilemas racionales. “¿Quién es ese tipo?” pensé. “¿Por qué lo vi?”
La escena cambió de nuevo y me hallé observando al joven mutilar libros: pegaba algunas páginas con goma, borraba marcas. Luego lo vi acomodar los libros con cuidado en una caja de madera, Había una pila de cajas. No estaban en su cuarto sino en algún almacén. Otras imágenes acudieron a mi mente, pero no estaban claras. La escena se hizo nebulosa. Tuve la sensación de girar.
Don Juan me sacudió por los hombros y desperté. Me ayudó a levantarme y caminamos de regreso a su casa. Habían pasado tres horas y media desde el momento en que empecé a untar la pasta en mis sienes hasta la hora en que desperté, pero el estado visionario no pudo haber durado más de diez minutos. Yo no sentía ningún mal efecto; sólo hambre y sueño.
jueves, 18 de abril, 1963
Don Juan me pidió anoche describir mi reciente experiencia, pero yo estaba demasiado adormecido para hablar de ella. No podía concentrarme. Hoy, apenas desperté, repitió su petición.
‑¿Quién te dijo que esta muchacha H había estado chiflada? ‑preguntó cuándo terminé mi historia.
‑Nadie. Fue sólo uno de los pensamientos que tuve.
‑¿Crees que eran tus pensamientos?
Le dije que eran mis pensamientos, aunque yo no tenía motivo para pensar que H hubiese estado enferma. Eran pensamientos extraños. Parecían brotar en mi mente surgidos de ninguna parte. Don Juan me miró inquisitivo. Le pregunté si no me creía; rió y dijo que mi costumbre era ser descuidado con mis actos.
‑¿Qué hice mal, don Juan?
‑Debiste haber escuchado a las lagartijas.
-¿Cómo debí escuchar?
-La lagartijita encima de tu hombro te estaba describiendo todo lo que veía su hermana. Te estaba hablando. Te estaba diciendo todo, y tú no hiciste caso. En cambio, creíste que las palabras de la lagartija eran tus propios pensamientos.
‑Pero si eran mis propios pensamientos, don Juan.
‑No lo eran. Esa es la naturaleza de esta brujería, Para decirte la verdad, la visión es más para escucharse que para mirarse. Lo mismo me pasó a mí. Estaba a punto de advertírtelo cuando recordé que mi benefactor no me lo advirtió a mi tampoco.
‑¿Fue su experiencia como la mía, don Juan?
‑No. La mía fue un viaje infernal. Casi me muero.
‑¿Por qué fue infernal?
‑A lo mejor porque yo no le caía bien a la yerba del diablo, o porque no tenía claro lo que quería preguntar. Como tú ayer. Has de haber estado pensando en esa muchacha cuando preguntaste por los libros.
‑No me acuerdo de eso.
-Las lagartijas nunca yerran; toman cada pensamiento como una pregunta. La lagartija volvió y te dijo cosas de H que nadie podrá entender jamás, porque ni siquiera tú sabes cuáles eran tus pensamientos.
‑¿y la otra visión que tuve?
‑Tus pensamientos han de haber estado firmes cuando hiciste esa pregunta. Y así es como hay que conducir esta brujería: con claridad.
‑¿O sea que la visión de la muchacha no debe tomarse en serio?
‑¿Cómo puede tomarse en serio si no sabes qué preguntas estaban contestando las lagartijitas?
‑¿Sería más claro para la lagartija si uno hiciera una sola pregunta?
‑Sí, sería más claro. Si pudieras sostener con firmeza un solo pensamiento.
‑¿Pero qué ocurriría, don Juan, si la única pregunta no fuera sencilla?
‑Mientras tu pensamiento sea firme y no se meta en otras cosas, es claro para las lagartijitas, y entonces su respuesta es clara para ti.
‑¿Puede uno hacer más preguntas a las lagartijas mientras va avanzando en la visión?
‑No. La visión es para mirar lo que las lagartijas te estén diciendo. Por eso dije que es una visión para oír más que una visión para ver. Por eso te pedí tratar asuntos no personales. Por lo general, cuando la pregunta trata de personas, tu ansia de tocarlas o de hablarles es demasiado fuerte, y la lagartija deja de hablar y la brujería se deshace. Deberás saber mucho más que ahora antes de querer ver cosas que te conciernan en lo personal. La próxima vez debes escuchar con cuidado. Estoy seguro de que las lagartijitas te dijeron muchas, muchas cosas, pero no estabas escuchando.
Viernes, 19 de abril, 1963
‑¿Qué son todas las cosas que molí para la pasta, don Juan?
‑Semillas de yerba del diablo y los gorgojos que viven de las semillas. La medida es un puño de cada cosa ‑ahuecó la mano derecha para mostrarme cuánto.
Le pregunté qué ocurriría si un elemento se usara solo, sin los demás. Dijo que tal procedimiento sólo produciría el antagonismo de la yerba del diablo y de las lagartijas.
‑No debes enemistarte con las lagartijas ‑dijo‑, porque al otro día, cuando esté atardeciendo, tienes que regresar al sitio de tu planta. Háblales a todas las lagartijas y pide que salgan otra vez a las dos que te ayudaron en la brujería. Busca por todas partes hasta que esté oscuro. Si no puedes hallarlas, debes intentarlo de nuevo al otro día. Sí eres fuerte hallarás a las dos, y entonces tendrás que comértelas allí mismo. Y tendrás por siempre la facultad de ver lo desconocido. Ya nunca necesitarás coger lagartijas para practicar esta brujería. Vivirán dentro de ti desde entonces.
‑¿Qué hago si nada más encuentro una?
‑Si nada más encuentras una, debes dejarla ir al final de tu búsqueda. Si la encuentras el primer día, no la guardes con la esperanza de coger a la otra al día siguiente. Eso nada más echaría a perder tu amistad con ellas.
‑¿Qué sucede si no puedo hallarlas para nada?
‑Creo que eso seria lo mejor para ti. Quiere decir que debes coger dos lagartijas cada vez que necesites su ayuda, pero también quiere decir que eres libre.
‑¿Cómo, libre?
‑Libre de ser esclavo de la yerba del diablo. Si las lagartijas viven dentro de ti, la yerba del diablo no te dejará ir jamás.
‑¿Es malo eso?
‑Claro que es malo. Te apartará de todo lo demás. Tendrás que pasar la vida cultivándola como aliado. Es posesiva. Una vez que te domina, sólo hay un camino a seguir: el suyo.
‑¿Y si hallo muertas a las lagartijas?
‑Si hallas muerta a una o a las dos, no debes tratar de hacer esta brujería durante un tiempo. Déjala descansar un rato.
“Creo que sólo esto necesito decirte; lo que te he dicho es la regla. Cada vez que practiques por tu cuenta esta brujería, debes sentarte frente a tu planta y seguir todos los pasos que te he descrito. Otra cosa, No debes comer ni beber hasta que la brujería esté terminada.”
VI
El siguiente paso en las enseñanzas de don Juan fue un nuevo aspecto en el dominio de la segunda parte de la raíz de datura. En el tiempo transcurrido entre las dos etapas del aprendizaje, don Juan inquirió únicamente acerca del desarrollo de mi planta.
Jueves, 27 de junio, 1963
‑Es buena costumbre probar la yerba del diablo antes de emprender de líen, su camino ‑dijo don Juan.
-¿Cómo se le prueba, don Juan?
‑Debes probar otra brujería con las lagartijas. Tienes todos los elementos que se necesitan para hacerles una pregunta más, esta vez sin mi ayuda.
‑¿Es muy necesario que haga yo esta brujería, don Juan?
‑Es la mejor forma de probar los sentimientos de la yerba del diablo hacia ti. Ella te prueba todo el tiempo, así que es justo que tú también la pruebes, y si en cualquier punto a lo largo de su camino sientes que por algún motivo no deberías seguir, entonces simplemente te detienes.
Sábado, 29 de junio, 1963
Saqué a colación el tema de la yerba del diablo. Quería que don Juan me dijese más sobre ella, y sin embargo no quería comprometerme a participar.
‑La segunda parte se usa nada más para adivinar, ¿no es así, don Juan? ‑pregunté para iniciar la conversación.
‑No solamente para adivinar. Con ayuda de la segunda parte, uno aprende la brujería de las lagartijas, y al mismo tiempo prueba a la yerba del diablo; pero en realidad la segunda parte se usa para otros propósitos. La brujería de las lagartijas es apenas el principio.
‑Entonces, ¿para qué se usa, don Juan?
No respondió. Cambiando súbitamente el tema, me preguntó de qué tamaño estaban las daturas que crecían alrededor de mi propia planta. Señalé la altura con un gesto. Don Juan dijo:
‑Te he enseñado a distinguir el macho de la hembra. Ahora, ve a tus plantas y tráeme los dos. Ve primero a tu planta vieja y observa con cuidado el cauce hecho por la lluvia. A estas alturas, el agua ha de haber llevado muy lejos las semillas. Observa las zanjitas hechas por el desagüe y de ellas determina la dirección de la corriente. Luego encuentra la planta que esté creciendo en el punto más alejado a tu planta. Todas las plantas de yerba del diablo que crezcan en medio son tuyas. Más tarde, cuando vayan soltando semilla, puedes extender el tamaño de tu territorio siguiendo el cauce desde cada planta a lo largo del camino.
Me dio instrucciones minuciosas sobre cómo procurarme una herramienta cortante. El corte de la raíz, dijo, debía hacerse en la forma siguiente. Primero, debía yo escoger la planta que iba a cortar y apartar la tierra en torno al sitio donde la raíz se unía al tallo. Segundo, debía repetir exactamente la misma danza que había ejecutado al replantar la raíz. Tercero, debía cortar el tallo y dejar la raíz en la tierra. El paso final era cavar para extraer cuarenta centímetros de raíz. Me instó a no hablar ni delatar sentimiento alguno durante este acto.
‑Deberás llevar dos trozos de tela ‑dijo‑. Extiéndelos en el suelo y pon las plantas encima. Luego córtalas en partes y amontónalas. El orden depende de ti, pero debes recordar siempre qué orden usaste, porque así es como tienes que hacerlo siempre. Tráeme las plantas tan pronto como las tengas.
Sábado, 6 de julio, 1963
El lunes 1° de julio corté las daturas que don Juan había pedido. Esperé a que estuviera bastante oscuro antes de bailar alrededor de las plantas, pues no quería que nadie me viera. Me sentía lleno de aprensión. Estaba seguro de que alguien iba a presenciar mis extrañas acciones. Previamente había yo elegido dos plantas que me parecieron macho y hembra. Tenía que cortar cuarenta centímetros de la raíz de cada una, y no fue tarea fácil cavar a esa profundidad con un palo. Requirió horas. Tuve que terminar el trabajo en la oscuridad completa, y ya listo para cortarlas debí usar una lámpara de mano. Mi aprensión original de que alguien fuera a verme resultó mínima en comparación con el miedo de que alguien notara la luz en los matorrales,
Llevé las plantas a casa de don Juan el martes 2 de julio. El abrió los bultos y examinó los trozos. Dijo que aún tenía que darme semillas de sus plantas. Empujó un mortero frente a mí. Tomó un frasco de vidrio y vació su contenido ‑semillas secas aglomeradas‑ en el mortero.
Le pregunté qué eran, y repuso que semillas comidas de gorgojo. Había entre ellas bastantes bichos: pequeños gorgojos negros. Dijo que eran bichos especiales, que debíamos sacarlos y ponerlos en un frasco aparte. Me entregó otro frasco, lleno hasta la tercera parte del mismo tipo de gorgojos. Un trozo de papel metido en el frasco les impedía escapar.
‑La próxima vez tendrás que usar los bichos de tus propias plantas ‑dijo don Juan‑. Lo que haces es cortar las vainas que tengan agujeritos: están llenas de gorgojos. Abres la vaina y raspas todo y lo echas en un frasco. Junta un puñado de gorgojos y guárdalos aparte. Trátalos mal. No les tengas miramientos ni consideraciones. Mide un puño de las semillas apelmazadas comidas de gorgojo y un puño del polvo de los bichos, y entierra lo demás en cualquier sitio en esa dirección [señaló el sureste] de tu planta. Luego juntas semillas buenas, secas, y las guardas por separado. Junta todas las que quieras. Siempre puedes usarlas. Es buena idea sacar allí las semillas de las vainas, para poder enterrar todo de una vez.
Luego, don Juan me dijo que moliera primero las semillas apelmazadas, después los huevos de gorgojo, después los bichos y finalmente las semillas buenas y secas.
Cuando todo estuvo bien pulverizado, don Juan tomó los pedazos de datura que yo había cortado y amontonado. Separó la raíz macho y la envolvió con delicadeza en un trozo de tela. Me entregó lo demás y me dijo que lo cortara en pedacitos, lo moliera bien y pusiera en una olla hasta la última gota del jugo. Dijo que yo debía macerar las partes en el mismo orden en que las había amontonado.
Después de que terminé, me hizo medir una taza de agua hirviendo y agitarla con todo en la olla, y luego añadir otras dos tazas. Me entregó una barra de hueso de acabado pulido. Agité con ella la papilla y puse la olla en el fuego. Don Juan dijo entonces que debíamos preparar la raíz, usando para ello el mortero grande porque la raíz macho no podía cortarse para nada. Fuimos atrás de la casa. Don Juan tenía listo el mortero, y procedía machacar la raíz como había hecho antes. La dejamos remojando, al sereno, y entramos en la casa.
Me indicó vigilar la mezcla en la olla. Debía dejarse hervir hasta que tuviera cuerpo: hasta que fuese difícil de agitar. Luego se acostó en su petate y se durmió. La papilla llevaba al menos una hora hirviendo cuando noté que cada vez era más difícil agitarla. Juzgué que debía estar lista y la quité del fuego. La puse en la red bajo las tejas y me dormí.
Desperté al levantarse don Juan. El sol brillaba en un cielo despejado. Era un día cálido y seco. Don Juan comentó de nuevo su certeza de que yo le caía bien a la yerba del diablo.
Procedimos a tratar la raíz, y al finalizar el día teníamos una buena cantidad de sustancia amarillenta en el fondo del cuenco. Don Juan escurrió el agua de encima. Pensé que ése era el fin del proceso, pero él volvió a llenar el recipiente con agua hirviendo.
Bajó la olla de la papilla. Esta parecía casi seca. Llevó la olla dentro de la casa, la colocó cuidadosamente en el piso y se sentó. Luego empezó a hablar.
‑Mi benefactor me dijo que se permitía mezclar la planta con manteca. Y eso es lo que vas a hacer. Mi benefactor me la mezcló a mi con manteca, pero, como. ya te he dicho, yo nunca le tuve afición a la planta ni traté realmente de hacerme uno con ella. Mi benefactor decía que para mejores resultados, para quienes de veras quieren dominar el poder, lo debido es revolver la planta con sebo de jabalí. El sebo de tripa es el mejor. Pero escoge tú. Acaso la vuelta de la rueda decida que tomes como aliado a la yerba del diablo, y en ese caso te aconsejo, como mi benefactor me aconsejó a mí, cazar un jabalí y sacar el sebo de tripa.
En otros tiempos, cuando la yerba del diablo era lo mejor, los brujos acostumbraban ir de cacería nada más para traer sebo de jabalí. Buscaban a los machos más grandes y fuertes. Tenían una magia especial para jabalíes; tomaban de ellos un poder especial, tan especial que hasta en esos días costaba trabajo creerlo. Pero ese poder se perdió. No sé nada de él. Ni conozco a nadie que sepa. A lo mejor la misma yerba te enseña todo eso.
Don Juan midió un puño de manteca y lo echó en el cuenco donde estaba la pasta seca, limpiándose la mano en el borde de la olla. Me dijo que agitara el contenido hasta que estuviera suave y bien revuelto.
Batí la mezcla durante casi tres horas. Don Juan la miraba de tiempo en tiempo, sin considerarla terminada aún. Por fin pareció satisfecho. El aire batido en la pasta le había dado un color gris claro, y consistencia de jalea. Colgó la olla del techo, junto al otro recipiente. Dijo que iba a dejarlo allí hasta el otro día, porque preparar esta segunda parte requería dos días. Me dijo que no comiera nada entre tanto. Podía tomar agua, pero rada de comida.
El día siguiente, jueves 4 de julio, cuatro veces hice escurrir la raíz, dirigido por don Juan. La última vez que escurrí el agua del cuenco, ya estaba oscuro. Nos sentamos en el porche. Don Juan puso ambos recipientes frente a mí. El extracto de raíz consistía en una cucharadita de almidón blancuzco. Lo puso en una taza y añadió agua. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia y luego me entregó la taza. Me dijo que bebiera todo lo que había en la taza. Lo bebí rápido y luego puse la taza en el piso y me recliné. Mi corazón empezó a golpear; sentí perder el aliento. Don Juan me ordenó, como si tal cosa, quitarme toda la ropa. Le pregunté por qué, y dijo que para untarme la pasta. Vacilé. No sabia si desvestirme.
Don Juan me instó a apurarme. Dijo que había muy poco tiempo para tonterías. Me quité toda la ropa.
Tomó su barra de hueso y cortó dos líneas horizontales en la superficie de la pasta, dividiendo así el contenido de la olla en tres partes iguales. Luego, empezando en el centro de la línea superior, trazó una raya vertical perpendicular a las otras dos, dividiendo la pasta en cinco partes. Señaló el área inferior de la derecha y dijo que era para mi pie izquierdo. El área encina de ésa era para mi pierna izquierda. La parte superior, la más grande, era para mis genitales. La que seguía hacia abajo, del lado izquierdo, era para mi pierna derecha, y el área inferior izquierda para mi pie derecho. Me dijo que aplicara la parte destinada al pie izquierdo en la planta del pie y la frotara a conciencia. Luego me guió en la aplicación de la pasta a la parte interior de toda mi pierna izquierda, a mis genitales, hacia abajo por toda la parte interior de la pierna derecha, y finalmente a la planta del pie derecho.
Seguí sus instrucciones. La pasta estaba fría y tenía un olor particularmente fuerte. Al terminar de aplicarla me enderecé. El olor de la mezcla entraba en mi nariz. Me estaba sofocando. El olor acre literalmente me asfixiaba. Era como un gas de algún tipo. Traté de respirar por la boca y traté de hablarle a don Juan, pero no pude.
Don Juan me miraba con fijeza. Di un paso hacia él. Mis piernas eran como de hule y largas, extremadamente largas. Di otro paso. Las junturas de mis rodillas parecían tener resorte, como una garrocha para salto de altura; se sacudían y vibraban y se contraían elásticamente. Avancé. El movimiento de mi cuerpo era lento y tembloroso: más bien un estremecimiento ascendente y hacia adelante. Bajé la mirada y vi a don Juan sentado debajo de mí: muy por debajo de mí. El impulso me hizo dar otro paso, aun más largo y elástico que el precedente. Y entonces me elevé. Recuerdo haber descendido una vez; entonces empujé con ambos pies, salté hacia atrás y me deslicé bocarriba. Veía el cielo oscuro sobre mí, y las nubes que pasaban a mi lado. Moví el cuerpo a tirones para ver hacia abajo. Vi la masa oscura de las montañas. Mi velocidad era extraordinaria. Tenía los brazos fijos, plegados contra los flancos. Mi cabeza era la unidad directriz. Manteniéndola echada hacia atrás, describía yo círculos verticales. Cambiaba de dirección moviendo la cabeza hacia un lado. Disfrutaba de libertad y ligereza como nunca antes había conocido. La maravillosa oscuridad me producía un sentimiento de tristeza, de añoranza tal vez. Era como haber hallado un sitio al cual correspondía: la oscuridad de la noche. Traté de mirar en torno, pero todo cuanto percibía era que la noche estaba serena, y sin embargo pletórica de poder.
De pronto supe que era hora de bajar; fue como recibir una orden que debía obedecer. Y empecé a descender como una pluma, con movimientos laterales. Ese tipo de trayectoria me hacía sentir enfermo. Era lento y a sacudidas, como si estuvieran bajándome con poleas. Me dio náusea. Mi cabeza estallaba a causa de un dolor torturante en extremo. Una especie de negrura me envolvía. Tenía mucha conciencia del sentimiento de hallarme suspendido en ella.
Lo siguiente que recuerdo es la sensación de despertar. Estaba en mi cama, en mi propio cuarto. Me senté. Y la imagen de mi cuarto se disolvió. Me levanté, ¡Estaba desnudo! Al ponerme en pie, volvió la náusea.
Reconocí algunos puntos de referencia. Me encontraba a menos de un kilómetro de la casa de don Juan, cerca del sitio de sus daturas. De pronto todo encajó donde le correspondía y me di cuenta de que debería regresar caminando hasta la casa, desnudo. Hallarme privado de ropa era una profunda desventaja psicológica, pero nada podía yo hacer para resolver el problema. Pensé en improvisarme una falda con ramas, pero la idea parecía ridícula y además pronto amanecería, pues el crepúsculo matutino ya estaba claro. Olvidé mi incomodidad y mi náusea y eché a andar rumbo a la casa. Me obsesionaba el temor de ser descubierto. Iba a la expectativa de gente o perros. Traté de correr, pero me herí los pies en las piedritas agudas. Caminé despacio. Ya había clareado mucho. Entonces vi a alguien acercarse por el camino, y rápidamente salté tras los matorrales. La situación me parecía de lo más incongruente. Un momento antes me hallaba disfrutando el increíble placer de volar; al minuto siguiente estaba escondido, avergonzado de mi propia desnudez. Pensé en saltar de nuevo al camino y correr con todas mis fuerzas pasando junto a la persona que se acercaba. Pensé que se sobresaltaría tanto que, cuando advirtiera que se trataba de un hombre desnudo, yo ya la habría dejado muy atrás. Pensé todo eso, pero no me atrevía moverme.
La persona que venía por el camino estaba casi junto a mí y se detuvo. La oí decir mi nombre. Era don Juan, y traía mi ropa. Riendo, me miró vestirme; rió tanto que acabé por reír también yo.
El mismo día, viernes 5 de julio, al caer la tarde, don Juan me pidió narrarle los detalles de mi experiencia. Relaté todo el episodio con el mayor cuidado posible.
‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para volar ‑dijo cuando hube terminado‑. El ungüento por sí solo no basta. Mi benefactor decía que la raíz es la que dirige y da sabiduría, y es la causa del volar. Conforme vayas aprendiendo, y la tomes seguido para volar, empezarás a ver todo con gran claridad. Puedes remontarte por los aires cientos de kilómetros para saber qué está pasando en cualquier lugar que quieras, o para descargar un golpe mortal sobre tus enemigos lejanos. Conforme te vayas familiarizando con la yerba del diablo, ella te enseñará a hacer esas cosas. Por ejemplo, ya te ha enseñado a cambiar de dirección. Así, te enseñará cosas que ni te imaginas.
‑¿Cómo qué, don Juan?
‑Eso no te lo puedo decir. Cada hombre es distinto. Mi benefactor jamás me dijo lo que había aprendido. Me dijo cómo proceder, pero jamás lo que él vio. Eso es nada más para uno mismo.
-Pero yo le digo a usted todo lo que veo, don Juan.
‑Ahora sí. Más tarde no. La próxima vez que tomes la yerba del diablo la tomarás solo, alrededor de tus propias plantas, porque allí es donde aterrizarás: alrededor de tus plantas. Recuérdalo. Por eso vine aquí a mis plantas a buscarte.
No dijo más y me quedé dormido. Al despertar por la noche, me sentía revigorizado. Por alguna razón exudaba una especie de contento físico. Estaba feliz, satisfecho. Don Juan me preguntó:
‑¿Te gustó la noche? ¿O te asustó?
Le dije que la noche había sido en verdad magnífica.
‑¿Y tu dolor de cabeza? ¿Era muy fuerte? ‑preguntó.
‑Tan fuerte como todas las otras sensaciones. Fue el peor dolor que he sentido ‑dije.
‑¿Te impediría eso querer probar otra vez el poder de la yerba del diablo.
-No sé. No quiero ahora, pero más tarde quizá. De veras no sé, don Juan.
Había una pregunta que yo deseaba hacerle, Supe que él la evadiría, de modo que había esperado que él mismo tocara el tema; esperé todo el día. Por fin, aquella noche antes de irme, tuve que preguntarle:
‑¿De verdad volé, don Juan?
‑Eso me dijiste. ¿No?
‑Ya lo sé, don Juan. Quiero decir, ¿voló mi cuerpo? ¿Me elevé como un pájaro?
‑Siempre me preguntas cosas que no puedo responder. Tú volaste. Para eso es la segunda parte de la yerba del diablo. Conforme vayas tomando más, aprenderás a volar a la perfección. No es asunto sencillo. Un hombre vuela con ayuda de la segunda parte de la yerba del diablo. Nada más eso puedo decirte. Lo que tú quieres saber no tiene sentido. Los pájaros vuelan como pájaros y el enyerbado vuela así.
-¿Así como los pájaros?
‑No, así como los enyerbados.
‑Entonces no volé de verdad, don Juan. Volé sólo en mi imaginación, en mi mente. ¿Dónde estaba mi cuerpo?
‑En las matas ‑repuso cortante, pero inmediatamente echó a reír de nuevo‑, El problema contigo es que nada más entiendes las cosas de un modo. No piensas que un hombre vuele, y sin embargo un brujo puede recorrer mil kilómetros en un segundo para ver qué está pasando. Puede descargar un golpe sobre sus enemigos a grandes distancias. Conque ¿vuela o no vuela?
‑Mire, don Juan, usted y yo tenemos orientaciones diferentes. Pongamos por caso que uno de mis compañeros estudiantes hubiera estado aquí conmigo cuando tomé la yerba del diablo. ¿Habría podido verme volar?
‑Ahí vas de vuelta con tus preguntas de qué pasaría si. . . Es inútil hablar así. Si tu amigo, o cualquier otro, toma la segunda parte de la yerba, no le queda otra cosa sino volar. Ahora, si nada más te está viendo, puede que te vea volar, o puede que no. Depende del hombre,
-Pero lo que quiero decir, don Juan, es que si usted y yo miramos un pájaro y lo vemos volar, estamos de acuerdo en que vuela. Pero si dos de mis amigos me hubieran visto volar como anoche, ¿habrían estado de acuerdo en que yo volaba?
‑Bueno, a lo mejor. Tú estás de acuerdo en que los pájaros vuelan porque los has visto volar. Volar es cosa común para los pájaros. Pero no estarás de acuerdo en otras cosas que hacen los pájaros, porque nunca los has visto hacerlas. Si tus amigos supieran de hombres que vuelan con la yerba del diablo, entonces estarían de acuerdo.
‑Vamos a ponerlo de otro modo, don Juan. Lo que quise decir es que, si me hubiera amarrado a una roca con una cadenota pesada, habría volado de todos modos, porque mi cuerpo no tuvo nada que ver con el vuelo.
Don Juan me miró incrédulo.
‑Si te amarras a una roca ‑dijo‑, mucho me temo que tendrás que volar cargando la roca con su pesada cadenota.
VII
juntar los ingredientes y prepararlos para la mezcla de fumar formaba un ciclo anual. El primer año, don Juan me enseñó el procedimiento. En diciembre de 1962, el segundo año, al renovarse el ciclo, don Juan se limitó a dirigirme; yo mismo recolecté los ingredientes, los preparé, y los guardé hasta el año siguiente.
En diciembre de 1963, empezó un nuevo ciclo. Don Juan me enseñó entonces a combinar los ingredientes secos que yo había juntado y preparado el año anterior. Echó la mezcla de fumar en una bolsita de cuero, y nos pusimos a reunir una vez más los diversos ingredientes, para el próximo año.
Don Juan rara vez mencionó el “humito” durante el año transcurrido entre ambas recolecciones. Sin embargo, siempre qué iba a verlo me daba a sostener su pipa, y el proceso de “hacer amistad” con la pipa se desarrolló tal como él había prescrito. Puso la pipa en mis manos muy gradualmente. Exigía concentración y cautela absoluta en esa acción, y me daba instrucciones explícitas. Cualquier torpeza con la pipa produciría inevitablemente mi muerte o la suya propia, decía.
Apenas hubimos terminado el tercer ciclo de recolección y preparación, don Juan empezó a hablar del humo como aliado por primera vez en más de un año.
Lunes, 23 de diciembre, 1963
Regresábamos en el coche a su casa, tras recolectar unas flores amarillas para la mezcla. Eran uno de los ingredientes necesarios. Hice la observación de que aquel año, al juntar los ingredientes, no habíamos seguido el mismo orden que el pasado. Rió y dijo que el humito no era caprichoso ni mezquino, como la yerba del diablo. Para el humito, el orden de recolección carecía de importancia; lo único que se requería era que quien usara la mezcla fuese certero y exacto.
Pregunté a don Juan qué íbamos a hacer con la mezcla que él preparó y me dio a guardar. Repuso que era mía, y añadió que yo debía usarla lo más pronto posible. Pregunté cuánto se necesitaba cada vez. La bolsita que me había dado contenía aproximadamente el triple de la cantidad que cabría en una bolsa pequeña de tabaco. Me dijo que en un año tenía que usar todo el contenido de mi bolsa, y la cantidad necesaria cada vez que fumase era asunto personal.
Quise saber qué pasaría si nunca me acababa la bolsa. Don Juan dijo que nada pasaría; el humito no exigía nada. El mismo ya no necesitaba fumar, y sin embargo cada año hacia una mezcla nueva. Luego se corrigió y dijo que rara vez tenía que fumar. Le pregunté qué hacía con la mezcla no usada, pero no respondió. Dijo que la mezcla ya no servía si no se usaba en un año.
En este punto nos metimos en una larga discusión. Yo no formulaba correctamente mis preguntas, y sus respuestas parecían confusas. Yo deseaba saber si la mezcla perdería sus propiedades alucinógenas, o poder, después de un año, haciendo así necesario el ciclo anual, pero él insistió en que la mezcla no perdía su poder después de ningún tiempo. Sólo pasaba, dijo, que uno ya no la necesitaba porque había hecho nueva provisión; debía disponer del resto de la vieja mezcla en una forma especifica, que don Juan no quiso revelarme en ese punto.
Martes, 24 de diciembre, 1963
‑Dijo usted, don Juan, que ya no necesita fumar.
‑Sí; como el humito es mi aliado, ya no necesito fumar. Puedo llamarlo en donde sea y cuando sea.
‑¿Quiere decir que viene con usted aunque usted no fume?
‑Quiero decir que yo voy libremente con él.
-¿Podré hacer eso yo también?
‑Podrás, si logras ganártelo como aliado.
Martes, 31 de diciembre, 1963
El jueves 26 de diciembre tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante todo el día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos. Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo el día. Eso no le preocupaba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era imperativo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo yo mismo para ver cuán importante era como aliado.
Sin darme oportunidad de responder nada, don Juan anunció, que en ese preciso momento iba a encenderme su pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que no sentía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar este paso inevitable.
La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encendido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.
Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angustia profunda. Era como una premonición.
Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.
La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo ‑todavía susurrando‑ que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.
Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.
Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.
‑¡Otra vez! ¡Otra vez! ‑oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.
De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.
Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.
Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo ‑cualquier cosa‑ para sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirarlo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.
Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfixiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió descendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la estaca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.
Buscando desesperadamente una explicación racional, concluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí una forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería posible en forma alguna describir un circulo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o fuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaría detrás de mi.
Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranque de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distancia hasta la estaca. Concluí que seria menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mi, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.
La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta ocasión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y ésa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levantarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acostumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me “levanté con el pensamiento” en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía moverme, estaba ya de pie.
Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi‑ espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, hacia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un esfuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.
No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habitación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta hacia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcerse. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranquilizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.
Señora Santa Ana, ¿Por qué llora el niño?
Por una manzana que se le ha Perdido.
Yo le daré una. Yo le daré dos.
Una para el niño y otra para vos.
Una calidez me saturó. Era una tibieza de corazón y sentimientos. Las palabras de don Juan eran un eco distante. Revivían los recuerdos olvidados de la niñez.
La violencia antes sentida desapareció. El resentimiento se hizo añoranza: afecto gozoso que ya no tenía cuerpo y me hallaba en libertad de convertirme en lo que quisiera. Retrocedió. Mis ojos ocupaban un nivel normal, como si me encontrara de pie frente a él. Extendió ambos brazos hacia mí y me dijo que entrara en ellos.
O avancé, o él se me acercó. Sus manos estaban casi sobre mi rostro: sobre mis ojos, aunque yo no las sentía.
‑Métete en mi pecho -le oí decir. Sentí que me envolvía. Era la misma sensación esponjosa de la pared.
Luego sólo pude oír su voz ordenándome mirar y ver. Ya no me era posible distinguirlo. Al parecer mis ojos estaban abiertos, pues veían relámpagos en un campo rojo; era como mirar una luz a través de párpados cerrados. Entonces mis pensamientos volaron de nuevo. Regresaron en un bombardeo de imágenes: rostros, paisajes. Escenas sin la menor coherencia brotaban y desaparecían. Era como uno de esos sueños rápidos en que las imágenes se enciman y cambian.
Luego los pensamientos empezaron a disminuir en número e intensidad, y pronto se fueron otra vez. Había sólo una conciencia de afecto, de ser feliz. No discernía yo formas ni luz. De pronto tiraron de mí hacia arriba. Claramente sentí que me alzaban. Y me hallaba libre, moviéndome en agua o en aire con tremenda ligereza y velocidad. Nadaba como una anguila; me contorsionaba y viraba y me elevaba y descendía a voluntad. Sentí soplar un viento frío en todo mi derredor y empecé a flotar como una pluma de un lado a otro, bajando, y bajando, y bajando.
Sábado, 28 de diciembre, 1963
Desperté ayer, al terminar la tarde. Don Juan me dijo que yo había dormido apaciblemente casi dos días. La cabeza me dolía como si fuera a romperse. Bebí un poco de agua y vomité. Me sentía cansado, extremadamente cansado, y después de comer volví a dormirme.
Hoy me hallaba perfectamente relajado de nuevo. Don Juan y yo hablamos de mi experiencia con el humito. Pensando que él deseaba, como siempre, el relato completo, empecé a describir mis impresiones, pero me detuvo diciendo que no era necesario. Dijo que yo en realidad no había hecho nada y me había quedado dormido inmediatamente, así que no había nada de qué hablar.
‑¿Y cómo me sentí? ¿No importa para nada? ‑insistí.
‑No, con el humito no. Más tarde, cuando aprendas a viajar, hablaremos; cuando aprendas a meterte en las cosas.
‑¿De veras se “mete” uno en las cosas?
‑¿No recuerdas? Te metiste en ‑esa pared y saliste por el otro lado.
‑Pienso que en realidad me salí de mis cabales.
‑No, no fue eso.
‑¿Se portó usted igual que yo cuando fumó por primera vez, don Juan?
-No, igual no. Tenemos distinto carácter.
-¿Cómo se portó usted? .
Don Juan no respondió. Planteé de otro modo la pregunta y la hice de nuevo. Pero él afirmó no recordar sus experiencias, y dijo que mi pregunta era comparable a interrogar a un pescador sobre lo que había sentido la primera vez que pescó.
Dijo que el humito como aliado era único, y le recordé que también había llamado único a Mescalito. Arguyó que cada uno era único, pero que diferían en especie.
‑Mescalito es un protector porque te habla y puede guiar tus actos ‑dijo-. Mescalito enseña la forma debida de vivir. Y puedes verlo porque está fuera de ti. El humito, en cambio, es un aliado. Te transforma y te da poder sin mostrarse jamás. No puedes hablarle. Pero sabes que existe porque se lleva tu cuerpo y te hace ligero como el aire. No obstante, nunca lo ves. Pero allí está, dándote poder para que lleves a cabo cosas que ni te imaginas, como cuando se lleva tu cuerpo.
‑Sentí de veras que había perdido mi cuerpo, don Juan. ‑Pues si.
-¿Quiere usted decir que yo en realidad no tenía cuerpo?
-¿Tú qué piensas?
‑Bueno, no sé. Nada más puedo decirle lo que sentí.
‑Eso es todo lo que hay en realidad: lo que sentiste.
‑¿Pero cómo me vio usted, don Juan? ¿Qué parecía yo? ‑No importa cómo te haya visto. Es como cuando agarraste la estaca. Sentiste que no estaba allí y le diste vuelta para estar seguro de que estaba allí. Pero cuando saltaste volviste a sentir que no estaba de veras allí.
‑Pero usted me vio como soy ahora, ¿no?
‑¡No! ¡No eras como eres ahora!
‑¡Cierto! Lo admito. Pero ¿tenía mi cuerpo, verdad, aunque yo no pudiera sentirlo?
‑¡No! ¡Carajo! ¡No tenías un cuerpo como el cuerpo que tienes hoy!
‑¿Qué pasó entonces con mi cuerpo?
‑Creí que entendías. Tu cuerpo se lo llevó el humito.
‑Pero, ¿adónde fue a dar?
‑¿Cómo demonios quieres que sepa eso?
Era inútil persistir en tratar de obtener una explicación “racional”. Le dije que no quería discutir ni hacer preguntas estúpidas, pero si aceptaba la idea de que era posible perder mi cuerpo, perdería toda mi racionalidad.
Dijo que yo exageraba, como de costumbre, y que no perdí ni iba a perder nada a causa del humito.
Martes, 28 de enero, 1964
Pregunté a don Juan qué pensaba de la idea de dar el humito a todo el que deseara la experiencia.
Repuso con indignación que dar el humito a cualquiera sería igual que matarlo, porque no tendría a nadie que lo guiara. Pedí a don Juan explicar sus palabras. Repuso que yo estaba allí, vivo y hablando con él, porque él me había hecho regresar. Había recobrado mi cuerpo. Sin él, yo jamás habría despertado.
‑¿Cómo recobró usted mi cuerpo, don Juan?
-Eso lo aprenderás más tarde, pero tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Por ese motivo quiero que aprendas lo más posible mientras yo ande todavía por aquí. Has perdido ya bastante tiempo haciendo preguntas estúpidas sobre cosas absurdas. Pero quizá no sea tu suerte aprender todo lo del humito.
‑Bueno, ¿qué hago entonces?
‑Deja que el humito te enseñe cuanto puedas aprender.
‑¿También el humito enseña?
‑Claro que enseña.
‑¿Enseña como Mescalito?
‑No, no es un maestro como Mescalito. No enseña las mismas cosas.
‑Pero entonces, ¿qué enseña el humito?
‑Te enseña a manejar su poder, y para aprender eso debes tomarlo todas las veces que puedas.
‑Su aliado da mucho miedo, don Juan. Lo que sentí no se parecía a nada que yo hubiera experimentado jamás. Creí haber perdido la razón.
Por algún motivo, esta fue la imagen más aguda que acudió a mi mente. Veía yo el sucedido total desde la peculiar perspectiva de haber tenido otras experiencias alucinógenas con las cuales trazar una comparación, y lo único que se me ocurría, una y otra vez, era que con el humito uno pierde la razón.
Don Juan descartó mi símil, diciendo que lo que yo sentí fue el poder inimaginable del humito. Y para manejar ese poder, dijo, hay que vivir una vida fuerte. La idea de la vida fuerte no atañe sólo al periodo de preparación, sino también se vincula a la actitud del sujeto después de la experiencia. Don Juan dijo que el humito es tan fuerte que sólo con fuerza es posible hermanarlo; de otro modo, la vida de uno se quebraría en pedazos.
Le pregunté si el humito tenía el mismo efecto sobre cualquiera. Dijo que producía una transformación, pero no en cualquiera.
‑Entonces, ¿cuál es la razón especial de que el humito produjera la transformación en mí? ‑pregunté.
‑Esa creo que es una pregunta muy tonta. Has seguido con obediencia todos los pasos que se necesitan. No es ningún misterio que el humito te transformara.
Nuevamente le pedí hablar de mi apariencia. Quería saber cómo me había visto, pues la imagen de un ser incorpóreo que don Juan había plantado en mi mente, comprensiblemente era insoportable.
Dijo que, a decir verdad, le dio miedo mirarme; sintió lo mismo que su benefactor debió de sentir al ver a don Juan fumar por vez primera.
‑¿Por qué le daba miedo? ‑pregunté‑. ¿Me veía tan mal?
‑Jamás habla‑visto fumar a nadie.
‑¿No veía fumar a su benefactor?
‑No.
‑¿Ni siquiera se ha visto nunca usted mismo?
‑¿Y cómo me voy a ver?
‑Podría fumar frente a un espejo.
No respondió, pero se quedó mirándome y sacudió la cabeza. Volví a preguntarle si era posible mirarse en un espejo. Dijo que seria posible, aunque resultaría inútil, porque probablemente uno se moriría del susto, si no es que de otra cosa,
‑Entonces ha de verse uno espantoso ‑dije.
‑Toda mi vida me ha intrigado la misma cosa ‑dijo‑. Y sin embargo no pregunté, ni me vi en un espejo. Ni siquiera pensé en eso.
‑Entonces, ¿cómo puedo averiguar?
‑Tendrás que esperar, como yo, hasta que le des el humito a otro. Si es que llegas a dominarlo, claro. Entonces verás cómo parece un hombre. Esa es la regla.
‑¿Qué pasaría si fumara yo frente a una cámara y me tomara un retrato?
‑No sé. Quizás el humito se volvería en tu contra. Pero a ti eso no te importa porque ha de parecerte tan inofensivo que te crees capaz de jugar con él.
Le dije que no me proponía jugar, pero que antes él me había dicho que el humito no requería pasos, y yo pensaba que no había mal en querer saber qué aspecto tenía uno. Me corrigió: había querido decir que no existía la necesidad de seguir un orden especifico, como con la yerba del diablo; con el humito, todo cuanto se necesitaba era la actitud debida. Desde ese punto de vista, dijo, había que ser exacto al seguir la regia. Me dio un ejemplo, explicando que no importaba cuál de los ingredientes para la mezcla se recogiese primero, siempre y cuando la cantidad fuese la necesaria.
Pregunté si habría algún mal en contar a otros mi experiencia. Repuso que los únicos secretos que nunca debían revelarse eran cómo hacer la mezcla, cómo desplazarse y cómo regresar; otros asuntos relativos al tema carecían de importancia.
VIII
Mi último encuentro con Mescalito fue una serie de cuatro sesiones celebradas en cuatro días consecutivos. Don Juan llamaba “mitote” a esta larga sesión. Era una ceremonia de peyote para “peyoteros” y aprendices. Había dos hombres mayores, como de la edad de don Juan, uno de los cuales era el guía, y cinco hombres más jóvenes, contándome a mí.
La ceremonia tuvo lugar en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con Tejas. Consistía en cantar y en ingerir peyote durante la noche. En el día las mujeres de servicio, que permanecían fuera de los confines del sitio de la ceremonia, proveían de agua a todos los hombres, y sólo un simulacro de comida ritual se consumía diariamente.
Sábado, 12 de septiembre, 1964
Durante la primera noche de la ceremonia, el jueves 3 de septiembre, tomé ocho botones de peyote. No tuvieron efecto sobre mí, o si lo hubo fue muy ligero. Mantuve cerrados los ojos la mayor parte de la noche. Me sentía mucho mejor así. No me dormí, ni estaba cansado. Al final de la sesión, el canto se hizo extraordinario. Por un breve momento me sentí exaltado y quise llorar, pero al concluir la canción se desvaneció el sentimiento.
Todos nos levantamos y salimos. Las mujeres nos dieron agua. Unos la bebieron, otros hicieron gárgaras. Los hombres no hablaban en absoluto, pero las mujeres charlaban y soltaban risitas de la mañana a la noche. La comida ritual se sirvió al mediodía. Era maíz cocido.
Al ponerse el sol el viernes 4 de septiembre, empezó la segunda sesión. El guía cantó su canción de peyote y el ciclo de canciones e ingestión de botones de peyote se inició nuevamente. Terminó en la mañana con todos los hombres cantando al unísono, cada quién su propia canción.
Al salir, no vi tantas mujeres como el día anterior. Alguien me dio agua, pero yo ya no me ocupaba de mi alrededor. Otra vez había ingerido ocho botones, pero el efecto fue distinto.
Debió de ser hacia el final de la sesión cuando el canto se aceleró grandemente, con todos cantando a la vez. Percibí que algo o alguien fuera de la casa quería entrar. No podía yo saber si el canto era para impedirle entrar o para atraerlo al interior.
Yo era el único que no tenía canción. Los demás parecían mirarme inquisitivamente, sobre todo los jóvenes. Terminé por sentirme incómodo y cerrar los ojos.
Entonces advertí que con los ojos cerrados me era posible percibir mucho mejor lo que pasaba. Esta idea concentró por entero mi atención. Cerraba los ojos y veía a los hombres frente a mi. Abría los ojos y la imagen no se alteraba. Las cosas en torno eran exactamente las mismas para mí, estuvieran mis ojos cerrados o abiertos.
De pronto todo se desvaneció, o se desmoronó, y en su lugar surgió la figura casi humana de Mescalito que yo había visto dos años antes. Se hallaba sentado a alguna distancia, de perfil hacia mí. Lo observé fijamente, pero él no me miró; ni una sola vez volvió la cara.
Creía estar haciendo algo mal, algo que lo mantenía a distancia. Me levanté y caminé hacia él para preguntarle al respecto. Pero el acto de moverme dispersó la imagen. Empezó a palidecer, y las figuras de los hombres con quienes yo estaba se superpusieron a ella, volvía oír el canto fuerte, frenético.
Salí a los matorrales cercanos y anduve un rato. Todo resaltaba con mucha claridad. Noté que veía en la oscuridad, pero esta vez importaba muy poco. El punto importante era: ¿por qué me rehuía Mescalito?
Regresé a unirme al grupo, y a punto de entrar en la casa oí un pesado retumbar y sentí un temblor. La tierra se sacudía. Era el mismo ruido que dos años atrás yo había oído en el valle del peyote.
Corrí de nuevo al matorral. Sabia que Mescalito estaba allí, y que iba a encontrarlo. Pero no estaba. Esperé hasta la mañana, y me uní a los otros poco antes de terminar la sesión.
El procedimiento habitual se repitió el tercer día. Yo no me hallaba cansado, pero dormí durante la tarde.
La noche del sábado 5 de septiembre, el viejo entonó su canción de peyote para iniciar el ciclo una vez más. Durante esta sesión masqué un solo botón y no escuché ninguna de las canciones ni presté atención a nada de lo que ocurría. Desde el primer momento, todo mi ser se concentró exclusivamente en un punto. Sabía que faltaba algo terriblemente importante para mi bienestar.
Mientras los hombres cantaban pedí a Mescalito, en alta voz, enseñarme una canción. Mi súplica se confundió con el estentóreo canto de los hombres. De inmediato percibí una canción en mis oídos. Me volví y, sentado de espaldas al grupo, escuché. Oí las palabras y la tonada una y otra vez, y las repetí hasta aprenderme toda la canción. Era una canción larga, en español. Entonces la canté al grupo varias veces. Y poco después llegó a mis oídos una nueva canción. Al amanecer, había yo cantado ambas canciones incontables veces. Me sentía renovado, fortificado.
Después de que nos dieron agua, don Juan me entregó una bolsa y todos salimos a los cerros. Fue un recorrido largo y esforzado hasta una meseta baja. Allí vi varias plantas de peyote. Pero por alguna razón no quería mirarlas. Cuando hubimos cruzado la meseta, el grupo se disgregó. Don Juan y yo caminamos de retorno, juntando botones de peyote igual como habíamos hecho la primera vez que lo ayudé.
Regresamos al atardecer del domingo 6 de septiembre. En la noche, el guía abrió de nuevo el ciclo. Nadie había dicho una palabra, pero yo sabía perfectamente que se trataba de la única reunión. Esta vez el viejo cantó una canción nueva. Un saco con botones frescos de peyote se pasó de mano en mano. Era la primera vez que yo probaba un botón fresco. Era pulposo, pero difícil de masticar. Semejaba una fruta dura, verde, y era más acre y más amargo que los botones secos. En lo personal, el peyote fresco me pareció infinitamente más vivo.
Masqué catorce botones. Los conté con cuidado. No terminé el último, pues oí el conocido retumbar que marcaba la presencia de Mescalito. Todo el mundo cantaba con frenesí, y supe que don Juan y todos los demás habían oído realmente el ruido. No quise pensar que su reacción fuera respuesta a una señal dada por alguno de ellos sólo para engañarme.
En ese momento sentí que me envolvía tina gran oleada de sabiduría. Una conjetura con la que llevaba tres años Jugando se convirtió en certeza. Había necesitado tres años advertir, o más bien descubrir, que cualquier cosa que esté contenida en el cacto Lophophora williamsii no tenía ninguna necesidad de mí para existir como entidad; existía por sí misma allá afuera, libre. Lo supe entonces.
Canté febrilmente hasta no poder ya dar voz a las palabras. Sentía como si las canciones estuvieran dentro de mi cuerpo, sacudiéndome en forma incontrolable. Me era preciso salir y hallar a Mescalito; de lo contrario, estallaría. Caminé hacia el campo de peyote. Seguía cantando mis canciones. Sabía que eran individualmente mías: la prueba incuestionable de mi peculiaridad. Percibía cada uno de mis pasos. Resonaban sobre la tierra; su eco producía la indescriptible euforia de ser un hombre.
Cada una de las plantas de peyote en el campo brillaba con una luz azulenca, cintilante. Una planta tenía una luz muy viva. Me senté frente a ella y le canté mis canciones. Mientras las cantaba, Mescalito salió de la planta: la misma figura semihumana que yo había visto antes. Me miraba. Con gran audacia, para una persona de mi temperamento, le canté. Hubo un sonido de flautas o de viento, una vibración musical conocida. Mescalito parecía haber dicho, como dos años antes:
‑¿Qué quieres?
Hablé en voz muy alta. Sabia, dije, que algo estaba fuera de lugar en mi vida y en mis acciones, pero no podía descubrir qué era. Le rogué decirme qué andaba mal en mí, y también decirme su nombre para poder llamarlo cuando lo necesitara. Me miró, alargó la boca como una trompeta hasta alcanzar mi oído, y entonces me dijo su nombre.
De pronto vi a mi padre, en pie a mitad del campo de peyote; pero el campo había desaparecido y la escena era mi vieja casa, la casa de mi niñez. Mi padre y yo estábamos en pie junto a una higuera Abracé a mi padre y, aprisa, empecé a decirle cosas que nunca antes había podido decir. Cada una de mis ideas era concisa, e iba al grano. Era, en realidad, como si no hubiese tiempo y yo tuviera que decir todo de golpe. Dije cosas estremecedoras sobre mis sentimientos hacia él, cosas que jamás habría podido pronunciar en circunstancias ordinarias.
Mi padre no habló. Solamente me escuchó, y luego fue jalado, o chupado, a otra parte. Me hallaba solo de nuevo. Lloré de remordimiento y de tristeza.
Crucé el campo de peyote clamando el nombre que Mescalito me había enseñado. Algo surgió de una luz extraña, como estrella, en una planta de peyote. Era un objeto largo y brillante: una barra de luz del tamaño de un hombre. Por un momento iluminó todo el campo con un intenso resplandor amarillento o ámbar; luego encendió el cielo creando una vista portentosa, maravillosa. Pensé que de seguir mirando me quedaría ciego; me cubrí los ojos y oculté la cabeza entre los brazos.
Tuve la clara noción de que Mescalito me indicaba comer un botón más de peyote. Pensé: “No puedo porque no tengo cuchillo para cortarlo.”
‑Come uno de la tierra ‑me dijo en la misma extraña forma.
Me acosté boca abajo y masqué la parte superior de una planta. Me encendió. Llenó de tibieza e inmediatez cada rincón de mi cuerpo. Todo estaba vivo. Todo tenía detalle exquisito e intrincado, y sin embargo todo era simple. Yo estaba en todas partes; podía ver al mismo tiempo hacia arriba y hacia abajo y alrededor.
Este sentimiento particular duró lo bastante para que yo lo Advirtiera. Luego se tornó en un terror opresivo: terror que no me invadió súbitamente, sino, de alguna manera, efusivamente. Al principio, mi maravilloso mundo de silencio fue sacudido por ruidos agudos, pero no me preocupé. Luego los ruidos se hicieron más fuertes, ininterrumpidos, como si estuviesen cerrándose sobre mí. Y gradualmente perdí el sentimiento de flotar en un mundo indiferenciado, indiferente y hermoso. Los ruidos se volvieron pasos gigantescos. Algo enorme respiraba y se movía en mi derredor. Creí que estaba cazándome.
Corrí a esconderme detrás de un peñasco, y desde allí traté de precisar qué me seguía. En determinado momento repté fuera de mi escondite para mirar y mi. perseguidor, fuera el que fuera, me localizó. Era como un sargazo. Se arrojó encima de mí. Pensé que su peso me quebrantaría, pero en vez de ello me encontré dentro de un tubo o una cavidad.
Vi claramente que el sargazo no había cubierto toda la superficie en torno mío. Quedaba un poco de terreno libre debajo del peñasco. Empecé a reptar por allí. Vi enormes gotas liquidas caer del sargazo. “Supe” que estaba secretando ácido digestivo para disolverme. Una gota cayó sobre mi brazo; traté de limpiar el ácido con tierra y le apliqué saliva mientras continuaba escarbando. En cierto momento era yo casi vaporoso. Me empujaban hacia arriba, en dirección de una luz. Pensé que el sargazo me había disuelto. Advertí vagamente una luz ‑que se abrillantaba; empujaba desde abajo de la tierra hasta que por fin brotó en algo que reconocí como el sol saliendo detrás de las montañas.
Lentamente empecé a recobrar mis procesos sensoriales habituales. Yacía bocabajo con la barbilla sobre el brazo doblado. La planta de peyote frente a mí empezó a iluminarse de nuevo, y antes de que yo pudiese mover los ojos la luz larga surgió otra vez. Se cirnió sobre mí. Me senté. La luz tocó todo mi cuerpo con fuerza serena, y luego rodó hasta perderse de vista.
Corriendo durante todo el camino, llegué al sitio donde se hallaban los demás. Todos regresamos al pueblo. Don Juan y yo nos quedamos otro día con don Roberto, el guía peyotero. Yo dormí el tiempo que estuvimos allí. Cuando íbamos a marcharnos, los jóvenes que tomaron parte en el mitote se me acercaron. Me abrazaron uno por uno y rieron tímidamente. Cada uno se presentó. Pasé horas hablando con ellos acerca de todo, menos de las sesiones de peyote.
Don Juan dijo que era hora de irse. Los jóvenes volvieron a abrazarme.
‑Vuelve ‑dijo uno de ellos.
‑Ya te estamos esperando ‑añadió otro.
Manejé despacio, tratando de ver a los hombres mayores, pero ninguno estaba allí.
Jueves, 10 de septiembre, 1964
Hablar a don Juan de una experiencia me forzaba siempre a evocarla paso por paso, como mejor podía. Esta parecía ser la única manera de recordar todo.
Hoy le conté los detalles de mi último encuentro con Mescalito. Escuchó atentamente mi historia hasta el punto en que Mescalito me dijo su nombre. Don Juan interrumpió allí.
‑Ya vas por cuenta propia ‑dijo‑. El protector te ha aceptado. De aquí en adelante, yo te seré de muy poca ayuda. Ya no tienes que decirme nada sobre tu relación con él. Ya sabes su nombre, y ni su nombre, ni sus tratos contigo, deben mencionarse nunca a ningún ser viviente.
Insistí en que deseaba narrarle todos los detalles de la experiencia, porque para mí no tenía sentido. Le dije que necesitaba su ayuda para interpretar lo que había visto. Dijo que eso podía hacerlo yo solo, que me convenía más empezar a pensar por mi cuenta. Argüí que me interesaba oír sus opiniones porque llegar a formular las mías requeriría demasiado tiempo, y no sabía cómo proceder.
Dije:
‑Por ejemplo, las canciones. ¿Qué significan?
‑Eso nada más tú puedes decidirlo ‑dijo él‑, ¿Cómo voy yo a saber lo que significan? Sólo el protector puede decirte eso, igual que sólo él puede enseñarte sus canciones. Si yo te dijera lo que significan, sería lo mismo como si aprendieras las canciones de otra gente,
‑¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?
‑Oyendo cantar las canciones del protector, luego se conoce quiénes son los farsantes. Nada más las canciones con alma son suyas y él las enseñó. Las otras son copias de canciones de otros hombres. La gente es a veces así de engañosa. Canta canciones ajenas sin siquiera saber qué dicen.
Dije que yo había querido preguntar qué propósito tenían las canciones. Repuso que las canciones que yo había aprendido eran para llamar al protector, y que yo debía usarlas siempre, junto con su nombre, para llamarlo. Más tarde, probablemente Mescalito me enseñaría otras canciones con otros propósitos, dijo don Juan.
Le pregunté entonces si pensaba que el protector me había aceptado plenamente. Rió como si mi pregunta fuera tonta. El protector me había aceptado, dijo, y se había asegurado de que yo supiera que me había aceptado mostrándoseme dos veces como una luz, Don Juan parecía muy impresionado por el hecho de que yo había visto dos veces la luz. Recalcó ese aspecto de mi encuentro con Mescalito.
Le dije que no podía comprender cómo era posible ser aceptado y, a la vez, aterrorizado por el protector.
Pasó un rato muy largo sin responder. Parecía desconcertado. Por fin dijo:
‑¡Es tan claro! Lo que él quería es tan claro que no veo cómo puedes entender mal.
‑Todo es aún incomprensible para mí, don Juan.
‑Requiere tiempo ver y entender de veras lo que Mescalito quiere decir; hay que pensar en sus lecciones hasta que se aclaren.
Viernes, 11 de septiembre, 1964
Insistí nuevamente en que don Juan interpretara mis experiencias visionarias, Dio largas un rato. Luego habló como si ya hubiéramos estado conversando sobre Mescalito.
‑¿Ves cómo es idiota preguntar si es como una persona con quien se puede hablar? ‑dijo don Juan‑. No es como nada que hayas visto nunca. Es como un hombre, pero al mismo tiempo no tiene nada que ver con uno. Es difícil explicarle eso a la gente que no sabe rada de él y
quiere saberlo todo de golpe. Y además, sus lecciones son tan misteriosas como él mismo. Ninguno, que yo sepa, puede predecir sus actos. Le haces una pregunta y él te enseña el camino, pero no te habla de él de la misma manera en que tú y yo hablamos. ¿Entiendes ahora lo que hace?
‑No creo tener problemas para entender eso. Lo que no puedo figurarme es qué me quiso decir.
‑Le preguntaste qué anda mal en ti, y él te dio el panorama completo: ¡No puede haber error! No puedes salir con que no entiendes. No fue plática‑y sin embargo lo fue. Luego le hiciste otra pregunta, y te contestó exactamente del mismo modo. En cuanto a lo que quiso decir, no estoy seguro de entenderlo, porque tú decidiste no decirme cuál fue tu pregunta.
Repetí con mucho cuidado las preguntas que recordaba haber hecho, en el mismo orden: “¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Estoy en el buen camino? ¿Qué debería hacer con mi vida?” Don Juan dijo que las preguntas que yo había hecho eran sólo palabras; resultaba preferible no pronunciarlas, sino hacerlas desde adentro. Dijo que el protector quiso darme una lección, y para probar que quería darme una lección y no asustarme ni ahuyentarme, dos veces se mostró como una luz.
Aún no podía yo comprender, dije, por qué Mescalito me aterrorizó si me había aceptado. Recordé a don Juan que, de acuerdo a sus postulados, ser aceptado por Mescalito implicaba que la forma del protector era constante y no pasaba de la beatitud a la pesadilla. Don Juan volvió a reírse de mí y dijo que, si pensaba en la pregunta que había tenido en mi corazón al hablar con Mescalito, yo mismo entendería la lección.
Pensar en la pregunta que había tenido en mi “corazón” era un problema difícil. Dije a don Juan haber tenido muchas cosas en mente. Cuando pregunté si estaba en el buen camino, quise decir: ¿Tengo un pie en un mundo y otro en otro? ¿Qué mundo es el bueno? ¿Qué curso debe seguir mi vida?
Don Juan escuchó mis explicaciones y concluyó que yo no tenía una visión clara del mundo, y que el protector me había dado una lección hermosamente clara.
‑Piensas que hay dos mundos para ti ‑dijo‑: dos caminos. Pero nada más hay uno. El protector te enseñó esto con claridad increíble. El único mundo a tu disposición es el mundo de los hombres, y de ese mundo no te puedes salir. ¡Eres un hombre! El protector te enseñó el mundo de la felicidad, donde no hay diferencias porque no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. El protector te sacó de él y te enseñó cómo piensa y lucha un hombre. ¡Ese es el mundo del hombre! Y ser hombre es estar condenado a ese mundo. Eres vanidoso, crees que vives en dos mundos, pero eso es pura vanidad. Hay un solo mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos estar conformes con el mundo de los hombres.
“Creo que ésa fue la lección.”
IX
Don Juan me dio a entender que deseaba que yo me familiarizara lo más posible con la yerba del diablo. Esta posición era incongruente con su supuesto desagrado hacia la planta, pero él se explicó diciendo que era indispensable desarrollar un mejor conocimiento del poder de la yerba del diablo para entender el efecto del humito.
Sugirió repetidamente que al menos debía yo probar la yerba del diablo una vez más con una brujería con las lagartijas. Di vueltas largo tiempo a la idea. La urgencia de don Juan creció continuamente hasta que me sentí obligado a tomar su demanda en serio. Y un día resolví adivinar acerca de unos objetos robados.
Lunes, 28 de diciembre, 1964
El sábado 19 de diciembre corté la raíz de la datura. Esperé a que estuviera bastante oscuro para bailar alrededor de la planta. Preparé el extracto de raíz durante la noche y el domingo, a eso de las 6 a.m., fui al lugar de mi datura. Me senté frente a la planta. Había anotado cuidadosamente las enseñanzas de don Juan relativas al procedimiento. Releyendo mis notas, vi que no tenía que moler allí las semillas. De alguna manera, el solo estar frente a la planta me producía un raro estado de estabilidad emocional, una claridad de pensamiento o un poder de concentrarme en mis acciones del que ordinariamente carezco.
Seguí minuciosamente todas las instrucciones, calculando mi tiempo de modo que la pasta y la raíz estuvieran listas al atardecer. A eso de las cinco, me hallaba ocupado en cazar un par de lagartijas. Durante hora y media probé cuanto método se me ocurrió, pero fracasé en cada intento. Sentado frente a la datura, trataba de descubrir un modo expedito de lograr mi propósito cuando de pronto recordé que a las lagartijas, según don Juan, había que hablarles. Al principio me sentí ridículo hablando a las lagartijas. Era como avergonzarse de hablar frente a un público. El sentimiento no tardó en desvanecerse, y seguí hablando. Era casi de noche. Alcé una roca. Debajo había una lagartija. Parecía hallarse entumida. La recogí. Y entonces vi otra lagartija, rígida debajo de otra roca. Ni siquiera se retorcieron.
Coser el hocico y los ojos fue la tarea más difícil. Noté que don Juan había impartido a mis actos un sentido de irrevocabilidad. Su posición era que cuando uno empieza a actuar no hay modo de detenerse. Sin embargo, si yo hubiera querido parar, no había nada que me lo impidiese. La verdad era que no quería parar.
Dejé libre una lagartija, y tomó una dirección más o menos hacia el noroeste: augurio de una experiencia buena, pero difícil. Até a mi hombro la otra lagartija y me embarré las sienes según lo prescrito. La lagartija estaba tiesa: por un momento pensé que había muerto, y don Juan nunca me había dicho qué hacer si eso ocurría. Pero sólo se hallaba entumida.
Bebí la poción y esperé un rato. No sentí nada fuera de lo ordinario. Empecé a untarme la pasta a las sienes. La apliqué veinticinco veces. Luego, en forma enteramente mecánica, como distraído, la extendí repetidas veces sobre mi frente. Advertí el error y me limpié apresuradamente la pasta. Mi frente sudaba; me puse febril. Me aferraba una angustia intensa, ya que don Juan me había aconsejado enfáticamente no untarme la pasta en la frente. El miedo se convirtió en un sentimiento de soledad absoluta, el sentimiento del juicio final. Me hallaba allí solo. Si algo malo iba a pasarme, nadie había que me ayudara. Quise echar a correr. Tenía una alarmante sensación de indecisión, de no saber qué hacer. Un torrente de pensamientos irrumpió en mi mente, destellando con velocidad extraordinaria. Noté que eran pensamientos más bien extraños; es decir, extraños en el sentido de que parecían acudir en forma distinta de los pensamientos comunes. Conozco la manera como pienso. Mis pensamientos tienen un orden definido que me es propio, y cualquier desviación resulta perceptible.
Uno de los pensamientos ajenos versaba sobre una aseveración hecha por un autor. Era, recuerdo vagamente, más como una voz, o algo dicho al fondo, en alguna parte. Fue tan rápido que me sobresaltó. Hice una pausa para examinarlo, pero se volvió un pensamiento común. Me hallaba seguro de haber leído el aserto, pero no podía recordar el nombre del autor. De pronto me acordé de que era Alfred Kroeber. Entonces otro pensamiento ajeno brotó para “decir” que no era Kroeber, sino Georg Simmel, quien había hecho la aseveración. Insistí en que era Kroeber, y sin saber cómo me vi envuelto en una discusión conmigo mismo. Y olvidé mi sentimiento de perdición total,
Los párpados me pesaban como si hubiera tomado pastillas para dormir. Aunque nunca las he tomado, esa fue la imagen que acudió a mi mente. Me estaba quedando dormido. Quise ir a mi coche a acostarme, pero no podía moverme.
Entonces, con bastante brusquedad, desperté, o mejor dicho, sentí claramente haber despertado. Mi primer pensamiento fue sobre la hora del día. Miré en torno. No me hallaba enfrente de la datura. Despreocupadamente acepté el hecho de que estaba viviendo otra experiencia adivinatoria. Eran las 12:35 en un reloj por encima de mi cabeza. Yo sabía que era de tarde.
Vi a un hombre joven con un rimero de papeles en las manos. Yo estaba tan cerca de él que casi lo tocaba. Veía pulsar las venas de su cuello y oía el latir rápido de su corazón. Absorto en lo que veía, no había tomado conciencia, hasta el momento, de la calidad de mis pensamientos. Entonces oí una “voz” en mi oído describiendo la escena, y me di cuenta de que la “voz” era el pensamiento ajeno en mi mente.
Me concentré tanto en escuchar que la escena perdió para mí su interés visual. Oía la voz junto a mi oreja derecha, sobre el hombro, Literalmente creaba la escena al describirla. Pero obedecía mi voluntad, pues yo podía detenerla en cualquier momento y examinar a mi antojo los detalles de lo que decía. “Oí‑vi” toda la secuencia de las acciones del joven. La voz seguía explicándolas en detalle, pero de algún modo la acción carecía de importancia. Lo extraordinario era la vocecita. Tres veces durante el curso de la experiencia quise volverme para ver quién hablaba. Traté de hacer girar mi cabeza totalmente hacia la derecha, o nada más de volverme inesperadamente para ver si había alguien allí. Pero cada vez que lo hacía, se nublaba mi visión. Pensé: “El motivo de que no pueda volverme es que la escena no está en el terreno de la realidad ordinaria.” Y ese pensamiento era mío.
Desde ese momento concentré mi atención sólo en la voz. Parecía venir de mi hombro. Era perfectamente clara, aunque pequeña. No era, sin embargo, una voz de niño ni una voz en falsete, sino la voz de un hombre en miniatura. Tampoco era mi voz. Supuse que hablaba en inglés. Cada vez que me proponía atrapar a la voz, se apagaba por entero o se hacía vaga y la escena palidecía. Pensé en un símil. La voz era como la imagen creada por partículas de polvo en las pestañas, o por los vasos sanguíneos en la córnea del ojo: una forma como gusano que puede verse mientras uno no la mira directamente, pero en el momento en que tratamos de mirarla se desliza fuera del panorama con el movimiento del ojo.
Me desinteresé por completo de la acción. Conforme escuchaba, la voz se hacía más compleja. Lo que yo tomaba por voz era más bien como algo que susurrara pensamientos a mi oído. Pero eso no era exacto. Algo estaba pensando por mí. Los pensamientos estaban fuera de mí mismo. Supe que era así porque podía retener al mismo tiempo mis propios pensamientos y los pensamientos del “otro”.
En cierto punto, la voz creaba escenas, actuadas por el joven, que nada tenían que ver con mi pregunta original sobre los objetos perdidos. El joven realizaba acciones muy complejas. La acción nuevamente había cobrado importancia y ya no presté atención a la voz. Empecé a perder la paciencia; quería detenerme. “¿Cómo puedo acabar con esto?”, pensé. La voz en mi oído dijo que debía volver a la cañada. Pregunté cómo, y la voz respondió que pensara en mi planta.
Pensé en mi planta. Solía sentarme frente a ella. Lo había hecho tantas veces que me fue bastante fácil visualizarlo. Creí que verla, como la vi en ese momento, era otra alucinación, ¡pero la voz dijo que yo había “vuelto”! Me esforcé por escuchar. Sólo había silencio: La datura frente a mí parecía tan real como todo lo demás que yo había visto, pero podía tocarla, podía moverme.
Me levanté y caminé hacia mi coche. El esfuerzo me agotó; me senté cerrando los ojos. Estaba mareado y quería vomitar. Tenía un zumbido en las orejas.
Algo resbaló sobre mi pecho. Era la lagartija. Recordé la admonición de don Juan acerca de liberarla. Regresé a la planta y desaté la lagartija. No quise ver si estaba muerta o viva. Rompí la olla de barro que contenía la pasta y la cubrí de tierra con los pies. Subí en mi coche y me quedé dormido.
Hoy narré toda la experiencia a don Juan. Corno de costumbre, escuchó sin interrumpirme. Al final tuvimos el siguiente diálogo.
‑No te fue bien porque hiciste algo muy malo.
‑Lo sé. Fue un error estúpido, un accidente.
‑Con la yerba del diablo no hay accidentes. Te dije que la yerba te probaría hasta lo último. Una de dos: o eres muy fuerte, o de veras la yerba te quiere. El centro de la frente es sólo para los grandes brujos que saben manejar su poder.
‑¿Qué pasa cuando un hombre se pasa la pasta en la frente, don Juan.
-A menos que el hombre sea un brujo de primera nunca vuelve del viaje.
-¿Se ha frotado usted la pasta en la frente, don Juan?
‑¡Jamás! Mi benefactor me dijo que muy pocas personas vuelven de un viaje así. Uno podría quedarse ido meses enteros y tener que ser atendido por otros. Mi benefactor decía que las lagartijas pueden llevar a un hombre al fin del mundo y enseñarle los secretos más maravillosos, si así lo pide.
‑¿Conoce usted a alguien que haya emprendido ese viaje?
‑Sí, mi benefactor. Pero nunca me dijo cómo volvió.
‑¿Es tan difícil volver, don Juan?
‑Sí. Por eso lo que tú hiciste de veras me sorprende. No sabías el camino, y debemos seguir ciertos pasos, porque es en los pasos donde el hombre halla fuerza. Sin ellos no somos nada.
Permanecimos horas en silencio. El parecía sumergido en una meditación muy profunda.
Sábado, 26 de diciembre, 1964
Don Juan me preguntó si había buscado a las lagartija. Le dije que sí, pero que no pude hallarlas. Le pregunté qué habría pasado si una de las lagartijas hubiera muerto mientras yo la sostenía. Dijo que la muerte de una lagartija era un suceso infortunado. Si la lagartija del hocico cosido hubiera muerto en cualquier momento, no habría tenido objeto proseguir con la brujería. La muerte de esa lagartija también significaría que las lagartijas en general habían retirado su amistad, y yo tendría que abandonar el aprendizaje de los secretos de la yerba del diablo durante un buen tiempo.
‑¿Cuánto tiempo, don Juan? ‑pregunté.
‑Dos años o más.
‑¿Qué habría pasado si muere la otra lagartija?
‑Si muere la segunda lagartija, estás en verdadero peligro. Te quedas solo, sin guía. Si muere antes de que empieces la brujería, puedes suspenderla, pero entonces también tienes que dejar para siempre a la yerba del diablo. Si la lagartija muere estando en tu hombro, ya empezada la brujería, tendrías que seguir adelante, y eso es de veras la locura.
‑¿Por qué es la locura?
‑Porque en tales condiciones nada tiene sentido. Estás solo, sin guía, viendo cosas aterradoras, sin sentido.
-¿Qué quiere usted decir con “cosas sin sentido”?
‑Cosas que venos por nosotros mismos. Cosas que vemos cuando no tenemos rumbo. Significa también que la yerba del diablo está tratando de librarse de ti, empujándote al abismo.
‑¿Conoce usted a alguien que haya experimentado eso?
‑Sí. A mi me pasó eso. Sin la sabiduría de las lagartijas, me volví loco.
‑¿Qué vio usted, don Juan?
-Un montón de pendejadas. ¿Qué otra cosa habría podido ver si no tenía rumbo?
Lunes, 28 de diciembre, 1964
-Me dijo usted, don Juan, que la yerba del diablo prueba a los hombres. ¿A qué se refería usted?
‑La yerba del diablo es como una mujer, y como mujer halaga a los hombres. Les pone trampas a cada vuelta. Te puso una trampa forzándote a untarte la pasta en la frente. Y tratará de nuevo, y tú probablemente caerás. Te lo advierto. No la tomes con pasión; la yerba del diablo es sólo un camino a los secretos de un hombre de conocimiento, hay otros caminos. Pero su trampa es hacerte creer que el único camino es el suyo. Yo digo que es inútil desperdiciar la vida en un solo camino, sobre todo si ese camino no tiene corazón.
‑Pero, ¿cómo sabe usted cuándo no tiene corazón un camino, don Juan?
‑Antes de embarcarte en cualquier camino tienes que hacer la pregunta: ¿tiene corazón este camino? Si la respuesta es no, tú mismo lo sabrás, y deberás entonces escoger otro camino.
‑Pero ¿cómo sé de seguro si un camino tiene corazón o no?
‑Cualquiera puede saber eso. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando uno por fin se da cuenta de que ha tomado un camino sin corazón, el camino está ya a punto de matarlo. En esas circunstancias muy pocos hombres pueden pararse a considerar, y más pocos aún pueden dejar el camino.
‑¿Cómo debo proceder para hacer la pregunta apropiada, don Juan?
‑Pregunta nada más.
‑Lo que quiero decir es si hay un método indicado para que yo no me mienta a mí mismo y crea que la respuesta es sí cuando en realidad es no,
‑¿Por qué habrías de mentir?
‑Tal vez porque en el momento el camino es agradable y me gusta.
‑Esas son tonterías. Un camino sin corazón nunca es disfrutable. Hay que trabajar duro tan sólo para tomarlo. En cambio, un camino con corazón es fácil: no te hace trabajar por tomarle gusto.
Don Juan cambió de pronto el rumbo de la conversación y me enfrentó directamente con la idea de que me gustaba la yerba del diablo. Tuve que admitir que al menos sentía cierta inclinación hacia ella. Me preguntó cómo me sentía con respecto a su aliado, el humito, y tuve que decirle que la sola idea de tener que usarlo me asustaba hasta hacerme perder los sentidos.
‑Te he dicho que para escoger un camino debes estar libre de miedo y de ambición. Pero el humito te ciega de miedo, y la yerba del diablo te ciega de ambición.
Argüí que se necesitaba ambición para emprender cualquier camino, y que su aseveración de que había que estar libre de ambición carecía de sentido. Una persona tiene que tener ambición para poder aprender.
‑El deseo de aprender no es ambición ‑dijo‑. El querer saber, es nuestro destino como hombres, pero convidar a la yerba del diablo es solicitar poder, y eso es ambición, porque no lo estás haciendo para saber. No dejes que la yerba del diablo te ciegue. Ya te tiene enganchado. Invita a los hombres y les da una sensación de poder; los hace sentirse capaces de hacer cos” que ningún hombre común puede. Pero esa es su trampa. Y, luego, el camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye. No se necesita gran cosa para morir, y buscar la muerte es no buscar nada.
X
En el mes de diciembre, 1964, don Juan y yo fuimos a recolectar las diversas plantas necesarias para hacer la mezcla de fumar. Era el cuarto ciclo. Don Juan se limitó a supervisar mis acciones. Me instaba a no precipitarme, a observar y deliberar antes de cortar cualquiera de las plantas. En cuanto los ingredientes fueron reunidos y almacenados, me sugirió que debía tener un nuevo encuentro con su aliado.
Jueves, 31 de diciembre, 1964
‑Ahora que sabes un poco más sobre la yerba del diablo y el humito, puedes decir con más claridad a cuál de los dos prefieres ‑dijo don Juan.
‑En serio, el humito me da terror, don Juan. No sé exactamente por qué, pero no le tengo buen sentimiento.
‑Te gusta el halago, y la yerba del diablo te halaga Igual que una mujer, te hace sentir bien. El humito, en cambio, es el poder más noble, el que tiene el corazón más puro. Ni incita a los hombres ni los aprisiona; ni ama ni odia, Todo lo que requiere es fuerza. La yerba del diablo también requiere fuerza, pero distinta. Algo más parecido a ser ardiente con las mujeres. En cambio, la fuerza que el humito requiere es la fuerza del corazón. El no es como la yerba del diablo, llena de pasiones, celos y violencias. El humito es constante. No tienes que preocuparte de que a lo mejor se te olvidó algo y te va a llevar la chingada.
Miércoles, 27 de enero, 1965
El martes 19 de enero fumé nuevamente la mezcla alucinógena. Le había dicho a don Juan que el humito me asustaba, y que le tenía mucha aprensión. El dijo que yo debía probarlo de nuevo para evaluarlo con justicia.
Entramos en su cuarto. Eran casi las dos de la tarde. Sacó la pipa. Fui por las brasas y nos sentamos uno frente a otro. Dijo que iba a calentar la pipa y a despertarla, y que si me fijaba bien la vería relumbrar. Llevó la pipa a sus labios tres o cuatro veces y chupó a través de ella. La frotó con ternura. De pronto me hizo un signo casi imperceptible con la cabeza, indicándome que mirara el despertar de la pipa. Miré, pero no pude verlo.
Me entregó la pipa. Llené el cuenco con mi propia mezcla, y luego recogí una brasa usando unas tenazas que había hecho con unas pinzas de madera para ropa y que había estado guardando para esta ocasión. Don Juan miró mis tenazas y empezó a reír. Vacilé un momento, y el carbón se pegó a las tenazas. No me atreví a golpearlas contra el cuenco de la pipa, y tuve que escupir en la brasa para apagarla.
Don Juan volvió la cabeza y se cubrió el rostro con el brazo. Su cuerpo se sacudía. Por un momento creí que lloraba, pero estaba riendo en silencio.
La acción se interrumpió largo rato luego él mismo recogió velozmente una brasa, la puso en el cuenco y me ordenó fumar. Se requería todo un esfuerzo para chupar a través de la mezcla; parecía ser muy compacta. Tras el primer intento ya tenía yo el fino polvo en la boca. La adormeció al punto. Yo veía el resplandor en el cuenco, pero jamás sentí el humo como se siente el humo de un cigarro. Sin embargo, tenía la sensación de inhalar algo, algo que primero llenaba mis pulmones y luego se impulsaba hacia abajo para llenar el resto de mi cuerpo.
Conté veinte inhalaciones, y después la cuenta ya no importó. Empecé a sudar; don Juan me miró fijamente y me dijo que no tuviera miedo e hiciese exactamente lo que él me indicara. Traté de responder “bueno”, pero en vez de ello produje un extraño sonido ululante. Continuó resonando después de que hube cerrado la boca. El sonido sobresaltó a don Juan, quien tuvo otro ataque de risa. Quise decir “sí” con la cabeza, pero ésta no podía moverla.
Don Juan me abrió suavemente las manos y se llevó la pipa. Me ordenó acostarme en el piso, pero sin dormirme. Pensé que tal vez me ayudaría a acostarme, pero no lo hizo. Sólo me miraba sin interrupción. De pronto vi girar el cuarto y me hallé mirando a don Juan desde una postura de costado. A partir de ese punto, las imágenes se hicieron extrañamente borrosas, como en un sueño. Puedo acordarme vagamente de haber oído a don Juan hablarme mucho durante el tiempo que estuve inmovilizado.
No experimenté miedo, ni desagrado, durante el estado en sí, ni me sentí mal al despertar el día siguiente. Lo único fuera de lo común fue que no pude pensar con claridad por un largo rato después de despertar. Luego, gradualmente, en un periodo de cuatro o cinco horas, volví a ser yo mismo.
Miércoles, 20 de enero, 1965
Don Juan no habló de mi experiencia ,ni me pidió que se la relatara. Solamente comentó que me había dormido demasiado pronto.
‑La única forma de seguir despierto es convertirse en pájaro o grillo o algo por el estilo ‑dijo.
‑¿Cómo se hace eso, don Juan?
‑Es lo que te estoy enseñando. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer cuando estabas sin cuerpo?
‑No puedo recordar claramente.
Yo soy un cuervo. Te estoy enseñando a convertirte en cuervo. Cuando aprendas eso, seguirás despierto y te moverás con libertad; de otro modo siempre estarás pegado al suelo, dondequiera que caigas.
Domingo, 7 de febrero, 1965
Mi segunda prueba con el humito tuvo lugar a eso del mediodía del domingo 31 de enero. Desperté al día siguiente, al empezar la noche. Me sentía poseedor de un poder fuera de lo común para recordar lo que don Juan me había dicho durante la experiencia. Sus palabras estaban impresas en mi mente. Yo seguía oyéndolas con claridad y persistencia extraordinarias. Durante esta prueba hubo otro hecho que se me hizo obvio: mi cuerpo entero se había entumido poco después de que empecé a‑ tragar el polvo fino que se, metía en mi boca cada vez que yo chupaba la pipa. De modo que, no sólo inhalaba el humo, sino también ingería la mezcla.
Traté de narrar mi experiencia a don Juan; él dijo que yo no había hecho nada importante. Dije que podía recordar cuanto había ocurrido, pero él no quería saber de eso. Cada recuerdo era preciso e inconfundible. El proceso de fumar había sido el mismo que en el intento previo. Era casi como si ambas experiencias perfectamente pudieran yuxtaponerse, y yo pudiese iniciar mi recuento desde el momento en que la primera experiencia terminaba. Recordaba con claridad que desde el instante de caer de costado sobre el piso estuve completamente privado de sentimiento y pensamiento. Pero mi claridad no se menoscaba en modo alguno. Recuerdo haber tenido mi último pensamiento más o menos en el momento en que el cuarto se convirtió en un plano vertical: “Debí de golpearme la cabeza en el suelo, pero no siento dolor.”
Desde ese‑ momento sólo pude ver y ‑oír. Me era posible repetir cada palabra que don Juan había dicho. Seguí una por una todas sus indicaciones. Parecían claras, lógicas y fáciles. Dijo que mi cuerpo estaba desapareciendo y sólo mi cabeza quedaría, y en tal circunstancia la única manera de seguir despierto y moverse era convertirse en cuervo. Me ordenó esforzarme por parpadear, añadiendo que cuando pudiese hacerlo estaría listo para proceder. Luego me dijo que mi cuerpo se había desvanecido por entero y que yo no tenía sino mi cabeza; dijo que la cabeza nunca desaparece porque es lo que se transforma en cuervo.
Me ordenó parpadear. Sin duda repitió esta orden, y todas las otras, incontables veces, pues yo podía acordarme de ellas con claridad extraordinaria. Debí de parpadear, pues don Juan dijo que me hallaba listo y me ordenó enderezar la cabeza y ponerla sobre la barbilla. Dijo que en la barbilla estaban las patas de cuervo. Me instó a sentir las patas y a observar que iban saliendo despacio. Luego dijo que yo no estaba sólido aún, que debía crecerme una cola, y que la cola saldría de mi cuello. Me ordenó extender la cola como un abanico y sentirla barrer el suelo.
Luego habló de las alas del cuervo, y dijo que saldrían de mis pómulos. Dijo que era duro y doloroso. Me ordenó desplegarlas. Dijo que habían de ser extremadamente largas, tanto como me fuera posible extenderlas; de otro modo no podría yo volar. Me dijo que las alas estaban saliendo y eran largas y hermosas, y que yo debía agitarlas hasta que fueran alas de verdad.
Habló de la parte superior de mi cabeza y dijo que aún era muy grande y pesada; su bulto me impediría el vuelo. La manera de reducir su tamaño era parpadear; con cada parpadeo mi cabeza se achicaría más. Me ordenó parpadear hasta que el peso de arriba hubiese desaparecido y yo pudiera saltar libremente. Luego me dijo que había reducido mi cabeza al tamaño de un cuervo, y que debía caminar y saltar hasta perder la tiesura.
Antes de poder volar, dijo, tenía yo que cambiar una última cosa. Era el cambio más difícil, y para llevarlo a cabo debía ser dócil y hacer exactamente lo que él me dijera. Tenía que aprender a ver corro un cuervo. Dijo que mí boca y nariz iban a crecer entre mis ojos hasta dotarme de un pico fuerte. Dijo que los cuervos ven directamente de lado, y me ordenó volver la cabeza y mirarlo con un ojo. Dijo que si deseaba cambiar y mirar con el otro ojo, sacudiera el pico hacia abajo, y que ese movimiento me haría mirar con el otro ojo. Me ordenó alternar de uno a otro varias veces. Y entonces dijo que yo estaba listo para volar, y que el único modo de volar era que él me arrojase al aire.
No tuve la menor dificultad en despertar la sensación correspondiente a cada una de sus órdenes. Percibí cómo me crecían patas de ave, débiles y vacilantes al principio. Sentí una cola salir de mi nuca y alas de mis pómulos. Las alas estaban profundamente plegadas. Las sentí brotar por grados. El proceso era difícil pero no doloroso. Luego, parpadeando, reduje mi cabeza al tamaño de un cuervo. Pero el efecto más asombroso se llevó a cabo con mis ojos. ¡Mi vista de pájaro!
Cuando don Juan dirigió el crecimiento del pico, tuve una molesta sensación de falta de aire. Entonces brotó un bulto, creando un bloque frente a mí. Pero sólo cuando don Juan me indicó mirar lateralmente fueron mis ojos capaces de tener en realidad un panorama completo de lado. Podía yo cerrar un ojo y cambiar el enfoque al otro. Pero la visión del cuarto y de todos los objetos que había en él no era una visión ordinaria. Sin embargo, resultaba imposible decir en qué forma difería. Acaso estaba ladeada, o quizá las cosas se hallasen fuera de foco. Don Juan se hizo muy grande y resplandeciente. Algo en él era confortante y seguro. Luego las imágenes se borraron; perdieron sus contornos y se volvieron nítidos diseños abstractos que cintilaron un rato.
Domingo, 28 de marzo, 1965
El jueves 18 de marzo fumé de nuevo la mezcla alucinógena; El procedimiento inicial varió en pequeños detalles. Tuve que volver a llenar una vez el cuenco de la pipa. Cuando terminé la primera dotación, don Juan me indicó limpiar el cuenco, pero él mismo virtió la mezcla, pues yo carecía de coordinación muscular. Me costaba mucho esfuerzo mover los brazos. Había en mi bolsa mezcla suficiente para una nueva carga. Don Juan miró la bolsa y dijo que aquélla era mi última prueba con el humito hasta el año siguiente, pues ya había agotado mis provisiones.
Volvió del revés la bolsita y sacudió el polvo sobre el plato de las brasas. Ardió con un resplandor naranja, como si don Juan hubiera puesto sobre los carbones una lámina de material transparente. La lámina estalló en llamas, y luego se quebró en un intrincado diseño de líneas. Algo describía zigzags dentro de las líneas, a gran velocidad. Don Juan me dijo que mirara el. movimiento en las líneas. Vi algo que parecía una canica pequeña rodando de un lado a otro en el área resplandeciente. El se agachó, metió la mano en el resplandor, recogió la canica y la colocó en el cuenco de la pipa. Me ordenó dar tina fumada. Tuve la clara impresión de que había puesto la pequeña bola en la pipa para que yo la inhalase. En un momento el cuarto perdió su posición horizontal. Experimenté un entumecimiento profundo, una sensación pesada.
Al despertar, yacía de espaldas en el fondo de una zanja de riego poca profunda, sumergido en agua hasta la barbilla. Alguien sostenía mi cabeza. Era don Juan. Mi primer pensamiento fue que el agua en la zanja tenía una calidad insólita: era fría y pesada. Me golpeaba suavemente, y mis ideas se aclaraban a cada uno de sus movimientos. Al principio el agua tenía un halo o fluorescencia verde brillante que pronto se disolvió, dejando sólo una corriente de agua común.
Pregunté la hora a don Juan. Dijo que era temprano, de mañana. Tras un rato, ya completamente despierto, salí del agua.
‑Debes decirme todo lo que viste -dijo don Juan cuando llegamos a su casa. También dijo que había estado tratando de “hacerme volver” durante tres días, y había tenido muchas dificultades al hacerlo. Hice muchos intentos de describir lo que había visto, pero no podía concentrarme. Más tarde, al anochecer, me sentí listo para hablar con don Juan y empecé a contarle lo que recordaba desde el momento en que caí de costado, pero él no quería oír de eso. Dijo que la única parte interesante era lo que vi e hice después de que él “me echó al aire y yo salí volando”.
Todo cuanto recordaba era una serie de imágenes o escenas oníricas. No tenían orden de secuencia. Tuve la impresión de que cada una era como una burbuja aislada, que flotaba hasta quedar en foco y luego se alejaba. Sin embargo, no eran simplemente escenas para mirar. Yo estaba dentro de ellas. Tomaba parte en ellas. Cuando traté de evocarlas, tuve al principio la sensación de que eran destellos vagos, difusos, pero pensándolas me di cuenta de que cada una era extremadamente clara, aunque sin relación alguna con mi forma ordinaria de ver las cosas, de allí la sensación de vaguedad. Las imágenes eran pocas y sencillas.
Apenas don Juan mencionó haberme “echado al aire”, tuve un leve recuerdo de una escena absolutamente clara en la cual yo lo miraba de lleno, desde alguna distancia. Miraba sólo su cara. Tenía un tamaño monumental. Era plana, con un resplandor intenso. Su cabello era amarillento y se movía. Cada parte de su rostro se movía por sí misma, proyectando una especie de luz ámbar.
La siguiente imagen era una en que don Juan me echaba realmente al aire, o me aventaba, en una dirección recta hacia adelante. Recuerdo que “extendí mis alas y volé”. Me sentía solo, rasgando el aire, avanzando derecho, penosamente. Era más como caminar que como volar. Cansaba mi cuerpo. No había sentimiento de fluir libre, no había júbilo.
Entonces recordé un instante hallarme inmóvil, mirando una masa de filos agudos, oscuros, en un área que tenía una luz opaca y dolorosa; luego vi un campo con una variedad infinita de luces. Las luces se movían y parpadeaban y cambiaban su luminosidad. Eran casi como colores. Su intensidad me deslumbraba.
En otro momento, había un objeto casi contra mi ojo. Era grueso y puntiagudo; tenía un definido brillo rosáceo. Sentí un temblor súbito en alguna‑ parte del cuerpo y vi una multitud de formas rosadas similares venir hacia mí. Todas se me acercaban. Me alejé de un salto.
La última escena que recordé fue de tres aves plateadas. Irradiaban una luz metálica, lustrosa, casi como acero inoxidable pero intensa y móvil y viva. Me gustaron. Volamos juntos.
Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi recuento.
Martes, 23 de marzo, 1965
La siguiente conversación tuvo lugar al otro día, después del relato de mi experiencia. Don Juan dijo:
‑No se necesita gran cosa para volverse cuervo. Lo hiciste y ahora siempre lo serás.
‑¿Qué pasó después de que me volví cuervo, don Juan? ¿Volé durante tres días?
‑No; regresaste al caer la noche, como yo te había dicho.
‑Pero, ¿cómo regresé?
‑Estabas muy cansado y te dormiste. Eso es todo.
‑Quiero decir, ¿volé de regreso?
‑Ya te dije. Me obedeciste y regresaste a la casa. Pero no te preocupes por ese asunto. No tiene importancia.
‑¿Qué es importante, entonces?
‑En todo tu viaje hubo una sola cosa de gran valor: ¡los pájaros plateados!
‑¿Qué tenían de especial? Sólo eran pájaros,
‑No. Eran cuervos.
‑¿Eran cuervos blancos, don Juan?
‑Las plumas negras del cuervo son en realidad plateadas. Los cuervos brillan tan fuerte que las demás aves no los molestan.
‑¿Por qué parecían plateadas sus plumas?
‑Porque estabas viendo como cuervo. Un ave que nos parece oscura le parece blanca a un cuervo. Las palomas blancas, por ejemplo, son rosas o azuladas para un cuervo; las gaviotas son amarillas. Ahora, trata de recordar cómo te juntaste con ellos.
Pensé en eso, pero los cuervos eran una imagen nebulosa, disociada, sin continuidad. Le dije que sólo podía recordar que sentí haber volado con ellos. Preguntó si me les había unido en el aire o en la tierra, pero yo no tenía modo de responder. Casi se enojó conmigo. Exigió que pensara en eso. Dijo:
‑Todo esto vale pura madre, no es sino un sueño de loco, a menos que recuerdes correctamente.
Me esforcé por hacer memoria, pero no pude.
Sábado, 3 de abril, 1965
Hoy pensé en otra imagen de mi “sueño” sobre los cuervos plateados. Recordé haber visto una masa oscura con miríadas de agujeros de alfiler. De hecho, la masa era un conglomerado de agujeritos, Ignoro por qué pensé que era blanda. Cuando estaba mirándola, tres aves volaron directamente hacia mi. Una de ellas hizo un ruido; luego las tres se hallaban junto a mí, en tierra,
Describí la imagen a don Juan. Me preguntó de que dirección habían venido las aves. Le dije que no me era posible determinarlo. Se impacientó bastante y me acusó de ser rígido en mi pensamiento. Dijo que muy bien podría recordar si trataba de hacerlo, y que en realidad yo tenía miedo de volverme menos rígido. Dijo que yo estaba pensando en términos de hombres y cuervos, y que no era ni hombre ni cuervo en el momento del que deseaba acordarme.
Me pidió recordar lo que me había dicho el cuervo. Traté de pensar en ello, pero mi mente jugaba con veintenas de cosas ajenas al asunto. No podía concentrarme.
Domingo, 4 de abril, 1965
Hoy di una larga caminata. Ya había oscurecido bastante cuando llegué a la casa de don Juan. Iba pensando en los cuervos cuando de pronto un “pensamiento” muy extraño cruzó por mi mente. Era como una impresión o sentimiento, más que pensamiento. El ave que había hecho el ruido dijo que venían del norte e iban al sur, y cuando nos encontráramos de nuevo vendrían por el mismo camino.
Conté a don Juan lo que había pensado, o quizá recordado. El dijo:
‑No pienses si lo recordastes o lo inventastes. Esos pensamientos pertenecen sólo a los hombres, no a los cuervos, y menos aún a los cuervos que vistes, porque son los emisarios de tu destino. Tú ya eres un cuervo. Nunca cambiarás eso. De ahora en adelante, los cuervos te señalarán con su vuelo cada vuelta de tu destino. ¿Hacia dónde volaste con ellos?
‑¡No podría saber eso, don Juan!
‑Si piensas como se debe, recordarás. Siéntate en el suelo y dime en qué posición estabas cuando las aves volaron a ti. Cierra los ojos y haz una raya en el suelo.
Seguí su indicación y determiné el punto.
‑¡No abras todavía los ojos! ‑prosiguió: ‑¿Para dónde volaron todos en relación con ese punto?
Hice otra marca en el piso.
Tomando como referencia estos puntos de orientación, don Juan interpretó las diferentes pautas de vuelo que los cuervos observarían para predecir mi futuro personal o destino. Puse los cuatro puntos cardinales como eje del vuelo de los cuervos.
Le pregunté si los cuervos siempre seguían los puntos cardinal‑es para anunciar el destino de un hombre. Dijo que la orientación era sólo mía; lo que los cuervos hicieron en mi primera reunión con ellos tenía importancia crucial. Insistió en que recordara cada detalle, porque el mensaje y la pauta de los “emisarios” eran un asunto individual, personalizado.
Había una cosa más de la cual me instaba a acordarme: la hora en que me dejaron los emisarios. Me pidió pensar en la diferencia de la luz a mi alrededor entre la hora en que “empecé a volar” y la hora en que las aves plateadas “volaron conmigo”. Cuando tuve inicialmente la sensación de vuelo penoso, estaba oscuro. Pero cuando vi a las aves, todo se hallaba rojizo: rojo claro, o tal vez naranja.
‑Eso quiere decir que era casi el fin del día ‑dijo don Juan‑; pero todavía no se había metido el sol. Cuando está todo oscuro, un cuervo se ciega de blancura y no de oscuridad, como nosotros de noche. Esta indicación de la hora quiere decir que tus emisarios finales vendrán al fin del día. Te llamarán, y al volar sobre tu cabeza se volverán blancos plateados; los verás brillar contra el cielo y eso querrá decir que llegó tu hora final. Querrá decir que te vas a morir y a volverte cuervo por última vez.
‑¿Y si los veo de mañana?
‑¡No los verás de mañana!
‑Pero los cuervos vuelan todo el día.
‑¡Tus emisarios no, tonto!
‑¿Y sus emisarios, don Juan?
‑Los míos vendrán de mañana. También serán tres. Mi benefactor me dijo que, si uno no quiere morir, puede volverlos negros a gritos. Pero ahora sé que no vale la pena. Mi benefactor era dado a gritar, y a todo el barullo y la violencia de la yerba del diablo. Yo sé que el humito es diferente porque no tiene pasión. Es justo. Cuando tus emisarios plateados lleguen por ti, no hay necesidad de gritarles. Vuela con ellos como ya lo hiciste. Después de haberte recogido darán media vuelta, y los cuatro se irán volando.
Sábado, 1° de abril, 1965
Había estado experimentando breves destellos de disociación, o estados superficiales de realidad no ordinaria.
Un elemento de la experiencia alucinógena con los hongos recurría sin cesar en mis pensamientos: la masa de agujeritos blanda y oscura. Continué visualizándola como una burbuja de grasa o de aceite que empezaba a tirar de mí hacia su centro. Era casi como si el centro fuera a abrirse y a tragarme, y en momentos muy breves yo experimentaba algo semejante a un estado de realidad no ordinaria. Como resultado, sufría instantes de profunda agitación, angustia e incomodidad, y luchaba por poner fin a las experiencias apenas comenzaban.
Hoy discutí esta condición con don Juan. Pedí consejo.
El no pareció preocuparse, y me indicó olvidarme de esas experiencias, porque carecían de significado o más bien de valor. Dijo que las únicas experiencias dignas de mi esfuerzo y atención serían aquéllas en los que viera un cuervo; cualquier otra clase de “visión” no sería sino el producto de mis temores. Me recordó una vez más que para usar el humito era necesario llevar una vida fuerte, calmada. En lo personal, yo parecía haber alcanzado un umbral peligroso. Le dije que me sentía incapaz de proseguir; había en los hongos algo verdaderamente aterrador.
Al repasar las imágenes evocadas de mi experiencia alucinógena, yo había llegado a la conclusión inevitable de que había visto el mundo en una forma estructuralmente distinta de la visión ordinaria. En otros estados de realidad no ordinaria que había atravesado, las formas y los diseños que visualizaba se hallaban siempre dentro de los confines de mi concepción visual del mundo. Pero la sensación de ver bajo la influencia de la mezcla alucinógena de fumar no era la misma. Todo lo que veía estaba frente a mí en una línea directa de visión; nada había encima ni abajo de esa línea de visión.
Cada imagen tenía una irritante planura, y sin embargo, desconcertantemente, una gran profundidad. Acaso seria más exacto decir que las imágenes eran un conglomerado de detalles increíblemente precisos colocados dentro de campos de luz diferente; la luz se movía en los campos, creando un efecto de rotación.
Después de aguijarme y esforzarme por recordar, me hallé obligado a hacer una serie de analogías o símiles para “entender” lo que había “visto”. El rostro de don Juan, por ejemplo, parecía como sumergido en el agua. El agua parecía moverse en un fluir continuo sobre la cara y el cabello, Los amplificaba a tal grado que, cuando yo enfocaba mi visión, podía ver cada poro de la piel o cada cabello de la cabeza. Por otra parte, vi masas de materia planas y llenas de aristas, pero no se movían porque no había fluctuación en la luz proveniente de ellas.
Pregunté a don Juan qué eran las cosas que vi. Dijo que, siendo ésta la primera vez que yo veía como cuervo, las imágenes no eran claras ni importantes, y que más tarde, con la práctica, me sería posible reconocerlo todo.
Saqué a colación la diferencia que había notado en el movimiento de la luz.
‑Las cosas que están vivas ‑dijo él‑ se mueven por dentro, y tan cuervo puede ver con facilidad cuándo algo está muerto, o a punto de morir, porque el movimiento ya se paró o se va parando. Un cuervo sabe también cuando algo se mueve demasiado aprisa, y por lo mismo sabe cuando algo se mueve al paso justo.
‑¿Qué significa cuando algo se mueve demasiado aprisa, o al paso justo?
‑Significa que un cuervo sabe de hecho qué evitar y qué buscar. Cuando algo se mueve demasiado aprisa por dentro, quiere decir que está a punto de estallar con violencia, o de pegar el brinco, y un cuervo lo evita. Cuando se mueve por dentro al paso justo, es una vista placentera y un cuervo la busca.
‑¿Se mueven las rocas por dentro?
‑No, ni las rocas ni los animales muertos ni los árboles muertos. Pero es hermoso mirarlos. Por eso los cuervos andan por donde hay cadáveres. Les gusta mirarlos. Ninguna luz se mueve dentro de ellos.
‑Pero cuando la carne se pudre, ¿no cambia ni se mueve?
‑Sí, pero ese movimiento es distinto. Lo que el cuervo ve entonces son millones de cosas moviéndose dentro de la carne con luz propia, y eso es lo que le gusta ver. Verdaderamente es una vista inolvidable.
‑¿La ha visto usted, don Juan?
‑Cualquiera que aprenda a volverse cuervo la puede ver. Tú mismo la verás.
En este punto hice a don. Juan la pregunta inevitable.
‑¿Me convertí realmente en cuervo? 0 mejor dicho, ¿habría pensado cualquiera, al verme, que era yo un cuervo común?
‑No. No puedes pensar así cuando tratas con el poder de los aliados. Esas preguntas no tienen sentido, y eso que volverse cuervo es lo más simple que hay. Es casi como travesura; tiene poca utilidad. Como ya te he dicho, el humito no es para los que buscan poded. Es sólo para quienes anhelan ver. Yo aprendí a volverme cuervo porque son las aves más efectivas de todas. Ninguna otra las molesta, a menos que sean águilas grandes y hambrientas, pero los cuervos vuelan en parvadas y pueden defenderse. Tampoco los hombres molestan a los cuervos, y eso es importante, Cualquiera puede distinguir un águila grande, sobre todo un águila fuera de lo común, o cualquier otra ave grande y fuera de lo común, pero, ¿a quién le interesa un cuervo? Un cuervo está seguro. Es ideal en tamaño y en naturaleza. Puede meterse donde sea sin llamar la atención. En cambio, volverse oso o león es posible, pero sale bastante peligroso. Una criatura de ésas es demasiado grande; se necesita demasiada energía para convertirse en ella. También puede uno volverse grillo, o lagartija, o hasta hormiga, pero eso es todavía más arriesgado, porque los animales grandes cazan a las criaturas pequeñas.
Señalé que, según lo que él decía, uno se transformaba realmente en cuervo, o grillo, o cualquier otra cosa. Pero él insistió en que yo entendía mal.
‑Se necesita mucho tiempo para aprender a ser un cuervo cabal -dijo‑. Pero tú no cambiaste, ni dejaste de ser hombre. Es otra cosa lo que pasa.
‑¿Puede usted decirme qué es la otra cosa, don Juan? ‑A lo mejor a estas alturas ya tú mismo lo sabes. Quizá si no tuvieras tanto miedo de volverte loco, o de perder tu cuerpo, entenderías este secreto maravilloso. Pero a lo mejor debes esperar a perder tu miedo para entender lo que quiero decir.
XI
El último hecho que registré en mis notas de campo tuvo lugar en septiembre de 1965. Fue la última de las enseñanzas de don Juan. Lo llamé “un estado especial de realidad no ordinaria” porque no los produjo ninguna de las plantas que yo había usado con anterioridad. Al parecer don Juan lo provocó por medio de una manipulación cuidadosa de indicaciones acerca de si mismo; es decir, se portó frente a mi en una forma tan hábil. que creó la impresión clara y sostenida de no ser realmente él mismo, sino alguien que lo suplantaba. Como resultado, experimenté un profundo sentido de conflicto; quería creer que se trataba de don Juan, y sin embargo no podía estar seguro. La concomitante del conflicto fue un terror consciente tan agudo que minó mi salud por varias semanas. Después pensé que habría sido prudente poner fin entonces a mi aprendizaje. Desde aquel tiempo, nunca he sido participante, pero don Juan no ha cesado de considerarme aprendiz. Ha visto en mi retiro sólo un periodo necesario de recapitulación, otro paso de aprendizaje, que puede durar indefinidamente. Sin embargo, desde entonces, jamás me ha expuesto sus conocimientos.
Escribí la crónica detallada de mi última experiencia casi un mes después de que ocurrió, aunque tenía ya copiosas notas sobre sus puntos destacados, escritas al día siguiente, durante las horas de gran agitación emotiva que precedieron al punto más intenso de mi terror.
Viernes, 29 de octubre, 1965
El jueves 30 de septiembre de 1965 fui a ver a don Juan. Los estados breves y someros de realidad no ordinaria persistían a pesar de mis deliberados intentos por ponerles fin, o sacudírmelos de encima como don Juan había sugerido. Yo sentía que mi condición iba empeorando, pues aumentaba la duración de tales estados. Tomé conciencia aguda del ruido de los aeroplanos. El ruido de sus motores al pasar por encima captaba inexorablemente mi atención y la fijaba, hasta el punto en que me parecía seguir al avión como si fuera dentro de él o volara con él. Esta sensación era muy molesta. La incapacidad de sacudírmela me producía una honda angustia.
Don Juan, tras escuchar atentamente todos los detalles, concluyó que yo sufría de pérdida del alma. Le dije que tenía estas alucinaciones desde la vez que fumé los hongos, pero él insistió en que eran cosa nueva. Dijo que antes yo tenía miedo y “soñaba cosas sin sentido”, pero que ahora estaba en verdad embrujado. La prueba era que el ruido de los aviones en vuelo podía arrastrarme. Por lo común, dijo, el ruido de un arroyo o de un río puede atrapar a un embrujado que ha perdido el alma y arrastrarlo a su muerte. Luego me pidió describir todas mis actividades durante la época anterior a las alucinaciones. Enumeré todas las actividades que pude recordar. Y de mi recuento, él dedujo el sitio donde yo había perdido el alma.
Don Juan parecía francamente preocupado, cosa del todo insólita en él. Esto, como es natural, aumentó mi aprensión. Dijo que no tenía idea definida de quién había atrapado mi alma, pero quienquiera que fuese pretendía sin duda matarme o enfermarme de gravedad. Luego me dio instrucciones precisas acerca de una “forma para pelear”, una posición corporal especifica que yo debería mantener, permaneciendo en mi sitio benéfico. Tenía que conservar esta postura que él llamaba forma.
Le pregunté a qué venia todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había tomado mi alma y si era posible recuperarla. Mientras tanto, yo debía permanecer en mi sitio hasta su regreso. La forma para pelear era en realidad una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo debía usarla si me atacaban. Consistía en palmotear contra la pantorrilla y el muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.
Me advirtió que la forma debía adoptarse sólo en momentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas cruzadas. Pero en circunstancias de peligro extremo, tenía el recurso de un último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. Me dijo que por lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no tenía ninguno me era forzoso usar cualquier piedra que cupiese en la palma de mi mano derecha, una piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. Dijo que tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudablemente en peligro de perder la vida. El lanzamiento del objeto tenía que acompañarse con un grito de guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. Insistió en recomendarme cuidado y deliberación con el gritó, y no emplearlo al azar, sino sólo con “severas condiciones de seriedad”.
Le pregunté qué quería decir con “severas condiciones de seriedad”. Dijo que el clamor, o grito de guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenia que ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de‑poder, y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. Dijo que éstas eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito.
Le pedí explicación sobre el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. Dijo que era algo que corría a través del cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado; era una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. Era una fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba debidamente, el grito de batalla sería perfecto.
De nuevo le pregunté si pensaba que algo iba a ocurrirme. Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramáticamente quedarme pegado a mi sitio cuanto fuese necesario, porque ésa era la única protección que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar.
Empecé a asustarme; le supliqué ser más explícito. Dijo que todo cuanto sabia era que yo no debía moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar en la casa ni ir al matorral. Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola palabra, ni siquiera a él. Dijo que si‑me daba mucho miedo podía cantar mis canciones de Mescalito, y añadió que yo ya sabia demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesario señalarme, como a un niño, la importancia de hacer todo correctamente.
Sus admoniciones me provocaron un estado de angustia profunda. Estuve seguro de que él esperaba que algo ocurriese. Le pregunté por qué me recomendaba cantar las canciones de Mescalito, y qué cosa creía él que fuera a asustarme. Rió y dijo que tal vez me diese miedo de estar solo. Entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Miré mi reloj. Eran las 7 p.m. Estuve sentado en calma un largo rato. No salían ruidos del cuarto de don Juan. Todo estaba tranquilo, Hacía viento. Pensé en correr a mi coche a sacar una mampara, pero no me atreví a actuar contra el consejo de don Juan. No tenía sueño, sino cansancio; el viento frío me imposibilitaba descansar.
Cuatro horas después oía don Juan caminar en torno a la casa. Pensé que podía haber salido por la parte trasera para orinar en el matorral. Entonces me llamó con voz fuerte.
‑¡Oye muchacho! ¡Oye muchacho! Ven aquí ‑dijo.
Casi me levanté para ir con él. Era su voz, pero no su tono, ni sus palabras de costumbre. Don Juan nunca me había dicho “oye muchacho”. De modo que seguí donde me hallaba. Un‑escalofrío corrió a lo largo de mi espalda. El empezó a gritar de nuevo, usando la misma frase o una similar.
Lo oí dar vuelta a la pared trasera de su casa. Tropezó con una pila de leña como si no supiera que estaba allí. Luego llegó al zaguán y se sentó junto a la puerta, con la espalda contra la pared. Parecía más pesado que de costumbre. Sus movimientos no eran lentos ni torpes, sólo más pesados. Se dejó caer a plomo en el suelo, en vez de deslizarse ágilmente como solía. Además, ése no era su sitio, y don Juan nunca, en ninguna circunstancia, se sentaba en ningún otro lugar.
Entonces volvió a hablarme. Preguntó por qué me había yo negado a ir cuando él me necesitaba. Hablaba con voz fuerte. Yo no quería mirarlo, y sin embargo experimentaba una urgencia compulsiva de observarlo. Empezó a mecerse levemente de un lado a otro. Cambié de postura, adopté la forma para pelear que él me enseñó, y me volvía encararlo. Mis músculos estaban tiesos y extrañamente tensos. No sé qué me movió a adoptar la forma dé pelea, acaso fue el creer que don Juan quería asustarme creando la impresión de que, en realidad, la persona que yo estaba viendo no era él mismo. Pensé que ponía mucho cuidado en hacer cosas fuera de costumbre, para implantar la duda en mi mente. Tuve miedo, pero aun así me sentía por encuna de todo aquello, porque de hecho me hallaba evaluando y analizando la secuencia completa.
En ese punto, don Juan se levantó. Sus movimientos fueron completamente desconocidos. Puso los brazos frente al cuerpo y se empujó hacia arriba, alzando primero la espalda; luego asió la puerta y enderezó la parte superior del cuerpo. Me asombró la honda familiaridad que yo tenia con sus movimientos, y el sentimiento terrible que él creaba al hacerme ver un don Juan que no se movía como don Juan.
Dio unos pasos hacia mí. Sostenía con ambas manos la parte inferior de su espalda, como si tratara de enderezarse o sufriera un dolor. Gemía y resoplaba. Parecía tener tapada la nariz. Dijo que me iba a llevar, y me ordenó levantarme y seguirlo. Caminé hacia el lado oeste de la casa. Cambié de posición para encararlo. Se volvió hacia mí. Yo no me moví de mi sitio; estaba pegado a él.
-¡Oye muchacho! ‑vociferó‑. Te dije que vengas conmigo. ¡Si no vienes te llevo a empujones!
Se me acercó. Empecé a golpearme la pantorrilla y el muslo y a bailar aprisa. Don Juan llegó al filo del zaguán, frente a mi, y casi me tocó. Frenéticamente dispuse mi cuerpo para adoptar la posición de lanzamiento, pero él cambió de dirección y se alejó hacia los matorrales a mi izquierda. En cierto momento, mientras se alejaba, se volvió de pronto, pero yo le daba la cara.
Se perdió de vista. Conservé la postura de pelea un rato más, pero como ya no lo vi me senté de nuevo con las piernas cruzadas y la espalda contra la roca. A estas alturas me hallaba realmente asustado. Quise huir corriendo, pero esa idea me aterraba más aún. Sentí que, si él me atrapaba en el camino a mi coche, quedaría completamente a su merced. Empecé a cantar las canciones de peyote que sabía. Pero sentía de algún modo que allí eran impotentes. Sólo servían de pacificador, pero me serenaron. Las canté una y otra vez.
A eso de las 2:45 a.m. oí un ruido dentro de la casa. Inmediatamente cambié de postura. La puerta se abrió de golpe y don Juan salió trastabillando. Boqueaba y se agarraba la garganta. Se arrodilló frente a mí y gimió. Me pidió, en voz aguda y chillona, ir a ayudarlo. Luego vociferó nuevamente y me ordenó ir. Hacía ruidos de gargarismo. Me suplicó ir a ayudarlo, porque algo lo ahogaba. Se arrastró sobre las manos y las rodillas hasta hallarse a poco más de un metro. Extendió las manos hacia mí.
‑¡Ven acá! ‑dijo. Entonces se levantó. Sus brazos estaban extendidos en mi dirección. Parecía dispuesto a aferrarme. Pateé el suelo y me di palmadas en la pantorrilla y el muslo. Estaba fuera de mí.
Don Juan se detuvo y caminó hacia el costado de la casa y se internó entre los matorrales. Cambié de postura para encararlo. Luego volví a sentarme. Ya no quería cantar. Mi energía parecía desgastarse. Todo el cuerpo me dolía; cada músculo estaba tieso y dolorosamente contraído. No sabía qué pensar. No podía decidir si enojarme con don Juan o no. Pensé en saltarle encima, pero de alguna manera supe que él me derribaría de golpe como a un insecto. Tuve verdaderas ganas de llorar. Experimentaba una honda desesperanza; la idea de que don Juan iba a tales extremos por asustarme provocaba en mí una sensación de llanto. Me resultaba imposible hallar un motivo para su tremendo despliegue histriónico; sus movimientos eran tan habilidosos que me confundían. No era como si tratara de moverse como mujer; era como si una mujer tratara de moverse igual que don Juan. Tuve la impresión de que esa mujer intentaba en verdad caminar y moverse con la deliberación de don Juan, pero era demasiado pesada y no tenía la ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a mí creaba la impresión de ser una mujer pesada, de menos edad, tratando de imitar los movimientos lentos de un anciano ágil.
Estos pensamientos me arrojaron a un estado de pánico. Un grillo empezó a clamar ruidosamente, muy cerca de mí. Noté la riqueza de su tono; imaginé que tenía voz de barítono. El canto empezó a disolverse. De pronto, todo mi cuerpo se contrajo. Volvía adoptar la forma de lucha y encaré la dirección de donde había venido el canto del grillo.
El sonido me estaba atrapando; había empezado a atraparme antes de que yo me diera cuenta de que solamente era como de grillo. El sonido se acercó de nuevo. Se hizo terriblemente fuerte. Empecé a cantar mis canciones de peyote, más y más alto. De pronto el grillo calló. Inmediatamente‑ me senté, pero seguí cantando. Un momento después vi la figura de un hombre correr hacia mí, viniendo de la dirección opuesta al llamado del grillo. Palmotee sobre mi muslo y mi pantorrilla y pateé vigorosa, frenéticamente. La figura pasó muy aprisa, casi tocándome. Parecía un perro. Experimenté un miedo tan espantoso que quedé insensible. No recuerdo haber sentido ni pensado nada más.
El rocío de la mañana fue refrescante. Me sentí mejor. El fenómeno, fuera lo que fuese, parecía haberse retirado. Eran las 5:48 a.m. cuando don Juan abrió calladamente la puerta y salió. Estiró los brazos, bostezando, y me miró. Dio dos pasos hacia mí, prolongando su bostezo. Vi sus ojos mirar a través de párpados entornados. Me levanté de un salto; supe entonces que quienquiera, o lo que fuera, que estuviese frente a mí, no era don Juan.
Recogí del suelo una piedra pequeña, con filos agudos. Estaba junto a mi mano derecha. No la miré; únicamente la sostuve apretándola con el pulgar contra los dedos extendidos‑ Adopté la forma que don Juan me había enseñado. En cuestión de segundos, sentí que me llenaba un extraño vigor. Entonces grité y arrojé la piedra. Me pareció un clamor magnífico. En ese momento, no me importaba vivir ni morir. Sentí que el grito era estremecedor en su potencia. Era penetrante y prolongado, y en verdad dirigió mi puntería. La figura frente a mí osciló y chilló y trastabilló hacia el costado de la casa, para internarse de nuevo en el matorral.
Tardé horas en calmarme. Ya no pude tomar asiento; trotaba de continuo en el mismo sitio. Tenía que respirar por la boca para recibir aire suficiente.
A las 11 a.m. don Juan volvió a salir. Yo iba a dar un salto, pero los movimientos eran suyos. Fue derecho a su sitio y se sentó como solía. Me miró y sonrió. ¡Era don Juan! Fui a él y, en vez de enojarme, besé su mano. Creía realmente que él no había actuado para crear un efecto dramático, sino que alguien lo había suplantado para hacerme daño o matarme.
La conversación se inició con especulaciones sobre la identidad de una persona femenina que supuestamente había tomado mi alma. Luego don Juan me pidió contarle cada detalle de mi experiencia.
Narré toda la secuencia de eventos en una forma muy deliberada. El rió todo el tiempo, como si fuera un chiste. Cuando terminé, dijo:
‑Te fue bien. Ganaste la batalla por tu alma. Pero el asunto es más serio de lo que yo creía. Anoche tu vida no valía ni un carajo. Tu buena suerte fue que sabías lo suficiente y te defendiste. De no haber tenido un poco de preparación, ahorita estarías muerto, porque lo que te visitó anoche traía ganas de acabar contigo.
‑¿Cómo es posible, don Juan, que alguien tomara la forma de usted?
‑Muy sencillo. Lo que te visitó anoche es una diablera y tiene un buen ayudante del otro lado. Pero no fue muy buena para tomar mi apariencia, y tú diste con el truco.
‑¿Un ayudante del otro lado es lo mismo que un aliado?
‑No, un ayudante es la ayuda de un diablero. Un ayudante es un espíritu que vive del otro lado del mundo y ayuda al diablero a causar enfermedad y dolor. Lo ayuda a matar.
‑¿Puede un diablero tener también un aliado, don Juan?
‑Por supuesto, si son los diableros los que tienen aliados, pero antes de que un diablero pueda domar a un aliado, el diablero acostumbra tener un ayudante que lo auxilie en sus tareas.
‑¿Y la mujer que tomó su forma, don Juan? ¿Tiene sólo ayudante y no aliado?
‑No sé si tenga aliado o no. A algunas personas no les gusta el poder de un aliado y prefieren un ayudante. Domar un aliado es trabajo duro. Sale más fácil conseguir un ayudante del otro lado.
‑¿Piensa usted que yo podría conseguir un ayudante?
‑Para saberlo, tienes que aprender mucho más. Estamos otra vez al principio, casi como el primer día que viniste a pedirme hablar de Mescalito, y yo no podía porque no me habrías entendido ni una palabra. Ese otro lado es el mundo de los diableros. Creo que lo mejor será decirte lo que yo creo y siento, como lo hizo mi benefactor. El era diablero y guerrero; su vida se inclinaba hacia la fuerza y la violencia del mundo. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Esa. es mi naturaleza. Tú has visto mi mundo desde el principio. En cuanto a enseñarte el camino de mi benefactor, nada más puedo dejarte en la puerta, y tú tendrás que decidir solo; tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Debo reconocer ahora que cometí un error contigo. Habría sido mucho mejor, ahora lo veo, empezar como yo mismo empecé. Así es más fácil darse cuenta de cuán sencilla y a la vez cuán profunda es la diferencia. Un diablero es un diablero y un guerrero es un guerrero. O se puede ser las dos cosas. Hay bastante gente que es las dos cosas. Pero un hombre que sólo recorre los caminos de la vida lo es todo. Hoy no soy ni guerrero ni diablero. Para mí ya no hay nada de eso. Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento,
Hizo una pausa. Su rostro reflejaba un estado de ánimo peculiar; parecía inusitadamente serio. Yo no sabía qué preguntar ni qué decir.
Don Juan prosiguió:
‑La cosa que hay que aprender es cómo llegar a la raja entre los mundos y cómo entrar en el otro mundo. Hay una raja entre los dos mundos, el mundo de los diableros y el mundo de los hombres vivos. Hay un lugar donde los dos mundos se montan el uno sobre el otro. La raja está allí. Se abre y se cierra como una puerta con el viento. Para llegar allí, un hombre debe ejercer su voluntad. Debe, diría yo, desarrollar un deseo indomable, una dedicación total. Pero debe hacerlo sin ayuda de ningún poder ni de ningún hombre. El hombre sólo debe reflexionar y desear hasta el momento en que su cuerpo esté listo para emprender el viaje. Ese momento se anuncia con un temblor prolongado de los miembros y vómitos violentos. Por lo general, el hombre no puede dormir ni comer, y se va gastando.
Cuando las convulsiones ya no cesan, el hombre está listo para partir, y la raja entre los mundos aparece enfrente de sus ojos como una puerta monumental: una rendija que sube y baja. Cuando se abre, el hombre tiene que‑colarse por ella. Del otro lado de esa frontera es difícil distinguir. Hace viento, como polvareda. El viento se arremolina. El hombre debe entonces caminar en cualquier dirección. El viaje será corto o largo, según su fuerza de voluntad. Un hombre de voluntad fuerte hace viajes cortos. Un hombre débil, indeciso, viaja largo y con dificultades. Después de este viaje, el hombre llega a una especie de meseta. Se pueden distinguir con claridad algunos de sus rasgos. Es un plano encima de la tierra. Se le reconoce por el viento, que allí sopla todavía más fuerte: golpea, ruge por todo el derredor. En la parte más alta de esa meseta está la entrada al otro mundo. Y hay una especie de piel que separa los dos mundos; los muertos la atraviesan sin ruido, pero nosotros tenemos que romperla con un grito. El viento reúne fuerza, el mismo viento indómito que sopla en la meseta. Cuando el viento ha juntado fuerza suficiente, el hombre tiene que gritar y el viento lo empuja al otro lado. Aquí también su voluntad debe ser inflexible, para poder combatir al viento. Todo lo que necesita es un empujón suave, y no que el viento lo mande al fin del otro mundo. Una vez que está del otro lado, tiene que vagar por allí. Su buena suerte sería encontrar un ayudante cerca, no muy lejos de la entrada. El hombre tiene que pedirle ayuda. En sus propias palabras, tiene que pedir al ayudante que lo instruya y lo haga diablero. Cuando el ayudante acepta, mata al hombre allí mismo, y mientras está muerto le enseña. Cuando hagas el viaje, a lo mejor encuentras a un gran diablero en el ayudante que te mate y te enseñe; eso depende de tu suerte. Pero las más de las veces uno encuentra brujos de mala muerte sin gran cosa que enseñar. Pero ni tú ni ellos tienen el poder de negarse. El mejor de los casos es hallar un ayudante macho para no caer en manos de una diablera que lo haga a uno sufrir en forma increíble. Las mujeres siempre son así. Pero eso depende de la pura suerte, a no ser que el benefactor de uno sea también un gran diablero, caso en el cual tendrá muchos ayudantes en el otro mundo y puede mandarlo a uno a ver a un ayudante en particular. Mi benefactor era uno de esos hombres.
“Me guió al encuentro de su espíritu ayudante. Después de que regreses, ya no serás el mismo. Estás comprometido a volver y a ver seguido a tu ayudante. Y estás comprometido a alejarte más y más de la entrada, hasta que por fin un día irás demasiado lejos y no podrás regresar. A veces un diablero pesca un alma y la empuja por la entrada y la deja a la custodia de su ayudante mientras él le roba a la persona toda su voluntad. En otros casos, el tuyo por ejemplo, el alma pertenece a una persona de voluntad fuerte, y el diablero sólo puede guardarla en su morral, porque es demasiado difícil llevársela al otro lado. En tales casos, como en el tuyo, una batalla puede resolver el problema: una batalla en que el diablero se juega el todo por el todo. Esta vez perdió el combate y tuvo que soltar tu alma. De haber ganado, se la llevaba a su ayudante para que se quede con ella.”
‑Pero ¿cómo le gané?
‑No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La diablera escogió el momento en que yo no estaba como la mejor hora para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu propia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.
-¿Cómo me habría matado de haberme movido?
‑Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando.
‑¿Qué va a suceder ahora, don Juan?
-Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla‑Anoche aprendiste muchas cosas.
Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había terminado. Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el sentimiento de que la reconocería. Pero no pude.
Ese mismo día, empezando a anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio instrucciones largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. Oí un crujir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más Cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme, Mis rodillas se vencieron; caí por tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas.
Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico; y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable.
Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefactor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.
FIN
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UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron buena parte de la obra posterior de Cain. En un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del investigador «duro» (hard-boiled detective) […]. El segundo camino adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy (They Shoot Horses, Don’t They?, 1935) y de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross (1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal, desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer»1. Frank Chambers, protagonista de El cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez, algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis. Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza que la voluntad humana, consciente, y no es 1 (1) Javier Coma, «Proyecciones criticas de una novela de género», revista Camp de l’arpa n.° 60 – 61, Barcelona, marzo de 1979.
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precisamente un ser superior —una deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses. El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado». La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo que fatalmente debe consumarse. No hay ejemplaridad en él, ni en Cora Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos y la muerte. JUAN CARLOS MARTINI
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A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin embargo, y eché a andar en busca de algo que comer. Fue entonces cuando llegué a la fonda Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz. —Oiga… Espere un momento. Tengo que decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos. —Está bien. Coma tranquilo. Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño quería decirme algo. —¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja? —En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta? —¿Qué edad tiene?
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—Veinticuatro años. —Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me sería muy útil en estos momentos. —Buen negocio este que tiene usted aquí. —El clima es muy bueno. No tenemos niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto. —De noche debe de ser precioso. Ahora mismo me parece que respiro su aroma. —Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores? —¡Claro!… Soy un mecánico nato. Siguió hablándome del espléndido clima, de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo. —¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse aquí? Yo ya había terminado de comer y estaba encendiendo el cigarro que me había dado. —Le diré —respondí—: la verdad es que tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo pensaré. Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos. —Le presento a mi esposa. Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí. Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos. —Dígame, ¿cómo se llama? —Frank Chambers. —Yo, Nick Papadakis. Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.
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A eso de las tres llegó un hombre que estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua. —Está haciendo torta de maíz, ¿eh? Ustedes saben hacerla muy bien. —¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó ella. —Pues… usted y el señor Papadakis. Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima. —¡Oh!… —¿Tiene un trapo para coger esto? —No es eso lo que usted quiso decir. —Sí, ¿por qué no? —Usted cree que yo soy mexicana. —Ni se me había ocurrido. —Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero, escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a buenas por aquí, no olvide eso. —Pero usted no parece mexicana. —Le digo que soy tan blanca como usted. —No, usted no tiene nada de mexicana. Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que reconocérselo. —Mi apellido de soltera es Smith. No es un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.? —No mucho. —Además, ni siquiera soy de aquí. Vine de Iowa. —Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila? —Cora. Puede llamarme así, si quiere. Entonces fue cuando tuve la certeza de aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
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—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted me llama Frank? Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca a su oído, le pregunté: —¿Cómo es que se casó con ese griego, Cora? Ella dio un salto, como si le hubiese cruzado las carnes con un látigo. —¿Le importa a usted eso? —Sí. Mucho. —Ahí tiene su parabrisas. —Gracias. Salí. Había logrado lo que deseaba. Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba. Aquella noche, mientras cenábamos, el griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los otros. —Sírvele más. —Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no puede servirse él mismo? —No importa —atajé—. Todavía no he acabado con esto. Pero el griego insistió. De haber tenido un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo, porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor. —Sirve de una vez y basta de discutir —dijo el griego. Ella se levantó a buscar las patatas. Su guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las patatas, no las pude comer. —Eso sí que está bueno —exclamó el griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere. —No tengo apetito. Comí mucho al mediodía. El griego se portó como si hubiese obtenido una gran victoria y
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ahora la perdonara, comprobando con ello que realmente era un gran tipo. —Es una buena muchacha. Mi pajarito blanco. Mi palomita blanca. Me guiñó un ojo y se fue al piso superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me sentía peor. El griego observó mi cara y me llevó afuera. —Aquí, al aire libre, se sentirá mejor. —No es nada. Dentro de un rato estaré bien. —Siéntese y no se mueva. —Entre y no se preocupe por mí. Lo que pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada. Entró, y un segundo después devolví todo lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero. —Mire esto, ¡Qué ventarrón! —Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido dormir. No he dormido en toda la noche. —Sí, sí, pero mire el letrero. —Está destrozado. Empecé a trabajar para ver si era posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar. —¿Dónde hizo preparar este letrero? —Estaba aquí cuando compré el negocio. ¿Por qué? —No vale nada. Me asombra que con esto atraiga a un solo cliente. Me fui a poner gasolina a un coche y lo dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé, todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la mitad de las bombillas que quedaban no se
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encendieron. —Le pondremos bombillas nuevas y lo colgaremos otra vez. Así quedará muy bien. —Usted manda. —¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de malo? —Es anticuado. Nadie les pone bombillas ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más. La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta. —Arréglelo como le dije y quedará bien. —¿Por qué no manda hacer uno nuevo? —No tengo tiempo. Pero poco después volvió con un pedazo de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N. Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón). —¡Éste sí que atraerá a los que pasen, como la miel a las moscas! Corregí algunas palabras que tenían errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las letras. —Nick, ¿para qué vamos a colgar el letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece? —Lo haré hoy mismo. Los Ángeles estaba a sólo unos treinta kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí. —Aquí le traigo este plato que había quedado olvidado en el comedor. —¡Oh!, gracias. Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor. —Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme. —Yo también tengo mucho que hacer. —¿Ya se siente mejor?
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—Sí, estoy perfectamente bien. —A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad? —Probablemente fue debido a que comí demasiado. —¿Qué ha sido eso? Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle. —Parece que alguno quisiera entrar. —¿Está cerrada con llave la puerta, Frank? —Sí, debo haberla cerrado. Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta. —Parece que se fueron. —No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave. —Y a mí se me olvidó ahora abrirla… Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve. —Dejémosla… cerrada como está. —Pero así no podrá entrar nadie… Tengo que cocinar esas cosas… Lavaré este plato… La tomé en mis brazos y aplasté mis labios contra los suyos… —¡Muérdeme! ¡Muérdeme! La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos Millos rojos corrían por su cuello.
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Quedé como muerto por espacio de dos días, pero como el griego estaba enojado conmigo, salí bien del paso. Se enojó porque yo no había arreglado la mampara que comunicaba el comedor con la cocina. Cora justificó la herida diciendo que la puerta le había golpeado en la boca. Era imprescindible darle alguna explicación. Sus labios se habían hinchado a causa del mordisco. El marido me echó la culpa por no haber arreglado la puerta. Estiré el muelle para quitarle parte de la fuerza y el asunto quedó así.
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Pero el verdadero motivo de su enojo no era ése, sino el letrero luminoso. Se había entusiasmado tanto con la idea, que temía que yo me apropiase de ella robándole su paternidad. El letrero era tan complicado que no fue posible hacerlo aquella misma tarde. Les llevó tres días terminarlo, y cuando avisaron que estaba listo fui a buscarlo y lo coloqué. Tenía todo lo que Nick había dibujado en el papel y algunas cosas más: una bandera norteamericana y otra griega, dos manos que se estrechaban y las palabras «¡Saldrá satisfecho!» Las letras eran rojas, blancas y azules, y esperé a que oscureciese para encenderlo. Cuando lo hice, se encendió como un árbol de Navidad. —Nick, confieso que he visto muchos letreros luminosos en mi vida, pero ninguno que se parezca a éste. Tengo que reconocerlo, Nick. —¡Vaya, vaya! Nos dimos la mano. Éramos amigos otra vez. Al día siguiente estuve un instante a solas con ella, y le golpeé uno de los muslos con el puño, con tanta fuerza que casi se cae. —¡¿Por qué eres tan bruto? —me preguntó, gruñendo como un puma. Me gustaba verla así. —¿Cómo te va, Cora? —¡Como al demonio! Desde entonces comencé a percibir de nuevo su olor.
Un día el griego se enteró de que un individuo se había establecido algo más cerca de la ciudad, en el mismo camino, y le estaba quitando ventas de gasolina. Subió al coche para ir a investigar el asunto. Yo estaba asomado a la ventana de mi habitación cuando se fue, y me volví para bajar corriendo a la cocina. Pero ella ya estaba allí junto a mi puerta. Me acerqué y le miré la boca. Era la primera oportunidad que se me presentaba de hacerlo. La hinchazón había desaparecido, pero las marcas de mis dientes eran visibles todavía: rayitas azuladas en ambos labios. Los toqué con los dedos. Eran suaves y húmedos. Los besé dulcemente, con besuqueos suaves. Hasta entonces nunca había pensado en besarla así. Se quedó conmigo hasta que regresó el griego, aproximadamente una hora más tarde. No hicimos nada. Simplemente nos tendimos en la cama. Ella me enredaba el pelo, y tenía los ojos fijos en el techo como si meditara. —¿Te gusta la torta de pasas? —No sé. Sí, creo que sí. —Te haré una.
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—Cuidado, Frank. ¡Vas a romper una ballesta! —¡Al diablo con las ballestas! Penetramos en un pequeño bosque de eucaliptos que se extendía al borde del camino. El griego nos había enviado al mercado para devolver una carne que no estaba en muy buen estado, y mientras, se había hecho de noche. Metí el coche por entre los árboles, en medio de tumbos y sacudidas. Al llegar a lo más oscuro de la espesura lo detuve. Cora me abrazó antes que yo hubiese apagado los faros. Hicimos todo cuanto quisimos. Al cabo de un rato estábamos tranquilamente sentados. —No puedo seguir así, Frank. —Yo tampoco. —No resistí más. Y tengo que embriagarme contigo, Frank. ¿Me comprendes? Embriagarme. —Sí, sí; ya sé. —¡Cómo odio a ese griego! —¿Por qué te casaste con él? Nunca me lo has contado. —No te he contado nada. —Hasta ahora no hemos perdido el tiempo conversando. —Yo trabajaba en un cafetín infame. Cuando una mujer trabaja dos años en uno de esos cafetines de Los Ángeles, se agarra al primer hombre que tenga un reloj de oro. —¿Cuándo saliste de Iowa? —Hace tres años. Gané un concurso de belleza en una escuela secundaria de Des Moines. Esa es mi ciudad natal. El premio era un viaje a Hollywood. Al bajar del tren, ya había quince tipos allí sacándome fotos, y dos semanas después estaba en el cafetín. —¿No volviste a Des Moines? —No quise darles la alegría de mi fracaso. —¿Y no llegaste a entrar en el cine? —Me sometieron a una prueba. La cara iba bien, pero ahora las películas son habladas. Y en cuanto empecé a hablar desde la pantalla, descubrieron lo que era, y yo lo comprendí también: una cualquiera de Des Moines, que tenía tantas probabilidades de triunfar en el cine como las que pudiera tener un mono. O menos. Porque el mono siquiera hace reír. Y yo lo único que conseguí era dar asco. —¿Y después? —Estuve dos años entre individuos que me pellizcaban los muslos y me dejaban unas moneditas de propina y me proponían salir a divertirnos un poco. Salí unas cuantas veces. —¿Y después?
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—¿Comprendes lo que quiero decir con eso de «ir a divertirnos»? —Sí. —Un día conocí a Nick. Me casé con él, y Dios sabe que lo hice con toda la intención de serle fiel. Pero ya no puedo soportarlo más. ¡Dios!, ¿parezco yo un pajarito blanco? —No, a mí más bien me pareces una arpía. —Tú te has dado perfecta cuenta, ¿verdad? Esa es una de las cosas buenas que tienes: que no tengo que estar engañándote constantemente. Además, eres limpio. No eres un grasiento, Frank. ¿Tienes idea de lo que eso significa? —Sí, más o menos me lo imagino. —No, creo que no. Ningún hombre sabe lo que significa para una mujer eso de tener que estar siempre al lado de un hombre grasiento que le revuelve a una el estómago cada vez que la toca. Realmente, no soy una arpía, Frank. ¡Es que no puedo soportarlo más! —¿Qué intentas ahora? ¿Engatusarme? —¡Bueno! Digamos, entonces, que soy una arpía. Pero creo que no sería tan mala si estuviera con un hombre que no fuese grasiento. —Cora, ¿qué te parece si huyésemos? —Ya lo he pensado. Lo he pensado mucho. —Pues es muy sencillo. Dejamos plantado a ese griego del diablo y volamos. —¿Adonde? —A cualquier parte, ¿qué importa? —Cualquier parte…, cualquier parte. ¿Sabes dónde es eso? —De todo el mapa, donde se nos antoje. —No, no es allí. Es el cafetín. —No me refería al cafetín, sino al camino. Va a ser divertido, Cora. Nadie lo sabe mejor que yo. Conozco las vueltas y revueltas que tiene. Y además, sé cómo sacarle el jugo. ¿No es eso lo que queremos, Cora; ser un par de vagabundos, como en realidad somos? —Tú eras un vagabundo perfecto. Ni siquiera tenías calcetines. —Pero te gusté. —Te quise. Te querría aunque no tuvieses ni camisa. Sobre todo te querría sin camisa porque así podría sentir lo hermosos y fuertes que son tus hombros. —Se me han endurecido los músculos a fuerza de dar puñetazos a los detectives de las compañías ferroviarias.
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—Sí, eres todo duro. Alto, morrudo y duro. Y tus cabellos son claros. No eres un tipo chiquito y grasiento, con el pelo negro y ensortijado, en el que se pone bay-rum todas las noches. —Debe oler bien eso. —Pero no puede ser, Frank. Ese camino que dices no lleva a ninguna parte más que al cafetín. El cafetín para mí y algún trabajo por el estilo para ti. Un trabajo miserable de cuidador de coches, para el que tendrías que llevar guardapolvo. Me echaría a llorar si te viera con guardapolvo. —¿Y entonces? Ella se quedó inmóvil un buen rato, con una de mis manos fuertemente apretadas entre las suyas. —Frank, ¿me quieres? —Sí. —¿Me quieres lo suficiente como para que nada te importe? —Sí. —Hay una solución. —¿No me dijiste que no eras una arpía? —Lo dije y así es. No soy lo que tú crees, Frank. Quiero trabajar y ser algo, nada más; pero eso no es posible sin amor. ¿Sabías eso, Frank? Por lo menos, a una mujer no le es posible. Yo ya cometí un error y no me queda otra cosa que ser por una vez una arpía, para arreglarlo. Pero te juro que no soy una arpía, Frank. —Al que hace eso lo mandan a la horca. —Si uno lo hace bien, no. Tú eres un hombre listo, Frank. A ti no he podido engañarte ni un segundo. Estoy segura de que se te ocurrirá la manera. No te aflijas; no soy la primera mujer que ha tenido que convertirse en arpía para salir de un atolladero. —Pero Nick no me ha hecho nada. Es un buen hombre. —¡Un buen hombre! Te digo que apesta. Es grasiento y apesta. Además, ¿crees que voy a permitir que uses un guardapolvo sucio, con unas letras que digan «Servicio de parking de coches» en la espalda? ¿Crees que puedo permitir eso mientras él tiene cuatro trajes y una docena de camisas de seda? ¿Acaso no es mía la mitad del negocio? ¿No cocino? ¿No cocino bien? ¿No trabajas también tú? —Hablas como si no fuera nada malo. —¿Y quién va a saber si es bueno o malo más que tú y yo? —Tú y yo. —Así es, Frank. Eso es todo lo que importa, ¿no? No «tú y yo y el camino», o cualquier otra cosa que no sea «tú y yo». —Sin embargo, tienes que ser una arpía. No podrías hacerme
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sentir lo que siento si no lo fueras. —Eso es lo que vamos a hacer. Bésame, Frank. En la boca. La besé. Sus ojos estaban alzados hacia mí como dos estrellas azules. Era como estar en la iglesia.
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—¿Tienes agua caliente? —¿Por qué no vas a buscarla al cuarto de baño? —Porque Nick está bañándose. —Entonces te daré un poco de la marmita. A él le gusta tener el calentador lleno cuando se baña. Lo decíamos como si fuera de veras. Eran las diez de la noche y habíamos cerrado la fonda. El griego estaba en el cuarto de baño haciendo su higiene habitual de los sábados por la noche. Yo debía llevar agua caliente a mi habitación, preparar los útiles para afeitarme y recordar de pronto que había dejado el coche afuera. Saldría y me quedaría junto al coche, para tocar la bocina si se aproximaba alguien. Ella debía esperar hasta oírle chapotear en la bañera: entonces entraría en el cuarto de baño en busca de una toalla, y lo golpearía por la espalda con una cachiporra que yo le había preparado con una bolsita de azúcar llena de cojinetes de bolillas. Primeramente decidimos que fuese yo quien le asestase el golpe, pero pensamos que él no le prestaría ninguna atención a Cora si entraba en el cuarto de baño, mientras que si lo hacía yo con el pretexto de buscar mi navaja podría salir de la bañera para ayudarme a buscarla, o algo por el estilo. Una vez asestado el golpe, ella le hundiría la cabeza bajo el agua teniéndole así hasta que se ahogase. Después dejaría que el agua corriera un rato y saldría por la ventana que daba al techo del porche, bajando para reunirse conmigo por la escalera de mano que yo había arrimado al alero. Allí me entregaría la cachiporra y entraría en la cocina. Yo volvería a poner los cojinetes de bolillas en un cajón, tiraría la bolsita de azúcar, subiría a mi habitación y empezaría a afeitarme. Ella esperaría a que el agua empezase a filtrarse hasta la cocina y entonces me llamaría. Romperíamos la puerta, descubriríamos el cadáver e inmediatamente llamaríamos a un médico. Pensamos que el médico creería que Nick había resbalado en la bañera, desmayándose como consecuencia del golpe y muriendo después
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ahogado. La idea me la había proporcionado un artículo que acababa de leer en un diario, en el cual se comentaba que la mayor parte de los accidentes domésticos se producen en los baños. —Ten cuidado. Está muy caliente. —Gracias. Me había traído el agua en una pequeña cacerola; yo la llevé a mi habitación y la puse sobre la mesita. Después saqué mis cosas de afeitar. Bajé nuevamente y me acerqué al coche, sentándome en él de tal forma que pudiese ver al mismo tiempo el camino y la ventana del cuarto de baño. El griego estaba cantando. Se me ocurrió que convendría fijarse en qué canción era. Escuché. Era «Mamá Machree». La cantó una vez y después la repitió. Miré hacia la cocina. Cora estaba allí todavía. En el camino apareció un camión arrastrando un remolque. Puse la mano sobre el botón de la bocina. Algunas veces los camioneros se detenían para comer algo, y eran de esa clase de hombres que se pasan aporreando la puerta hasta que se les abre. Pero el camión siguió de largo. Pasaron otros dos coches sin detenerse. Volví a mirar hacia la cocina y Cora ya no estaba en ella. Se encendió una luz en el dormitorio. De repente vi algo que se movía junto al porche. Estuve a punto de hacer sonar la bocina, pero vi que era un gato. No era más que un gato gris, pero me sobresaltó. En aquel instante un gato era lo último que quería ver. Lo perdí de vista unos segundos y después apareció de nuevo, olisqueando en tomo a la escalera. No quería tocar la bocina porque sólo se trataba de un gato, pero al mismo tiempo no quería que anduviese cerca de la escalera. Salté del coche, me acerqué al porche y lo espanté. Había recorrido la mitad de la distancia hacia el coche, cuando lo volví a ver. Lo espanté de nuevo y lo corrí hasta los cobertizos. Volví al coche y me quedé un rato allí parado espiando a ver si volvía. En la curva del camino apareció un agente en motocicleta. Me vio de pie junto al coche, paró el motor de la motocicleta y se acercó lentamente, antes de que yo pudiera moverme. Cuando se detuvo se interpuso entre el coche y yo. No era posible tocar la bocina. —Descansando, ¿no? —Salí a guardar el coche. —¿Suyo? —No. Es del hombre para quien trabajo. —Está bien. Es una pregunta de rutina. Miró en derredor y vio algo.
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—¡Qué notable…! Mire eso… —¿Qué? —Ese gato, que sube por la escalera de mano. —¡Aja! —Me gustan mucho los gatos. Siempre andan haciendo alguna travesura. Se puso los guantes, miró al cielo, montó de nuevo en la motocicleta y se alejó. Apenas se perdió de vista me lancé hacia la bocina. Era demasiado tarde. En el porche se produjo un fogonazo y todas las luces se apagaron allá adentro. Cora gritaba: —¡Frank, Frank! ¡Ha ocurrido algo!
Corrí a la cocina, pero estaba completamente a oscuras, y como no tenía cerillas tuve que avanzar a tientas. Nos encontramos en la escalera, ella bajando y yo subiendo. Cora volvió a gritar. —¡Cállate, por el amor de Dios! ¿Lo hiciste? —¡Sí, pero se apagaron las luces y no pude meterle la cabeza bajo el agua! —Tenemos que hacerle volver en sí. ¡Hace un rato estuvo aquí un agente en motocicleta y ha visto la escalera de mano! —Hay que llamar en seguida por teléfono a un médico. —Telefonea tú. ¡Yo voy a sacarlo! Bajó y yo seguí escaleras arriba. Entré en el cuarto de baño y me incliné sobre la bañera. El griego estaba caído en el agua, pero su cabeza no se había sumergido. El cuerpo, cubierto de jabón, resbalaba entre mis manos, y yo tuve que meterme en el agua antes de poder alzarlo. Entretanto, oía la voz de Cora, que hablaba con la operadora telefónica. No la habían comunicado con un médico; la habían puesto en comunicación con la policía. Por fin conseguí colocarlo sobre el borde de la bañera, salí yo de ella y lo arrastré hasta el dormitorio, tendiéndolo en la cama. En aquel momento subió ella; encontramos por fin una caja de cerillas y encendimos una vela. Envolví la cabeza del griego en dos o tres toallas húmedas, mientras Cora le friccionaba las muñecas y los pies. —Van a mandar una ambulancia. —Bueno. ¿Te ha visto cuando le diste el cachiporrazo? —No sé. —¿Estabas detrás de él? —Me parece que sí. Pero las luces se han apagado y no sé lo que ha ocurrido. ¿Qué has hecho con las luces? —Yo, nada. Debe haberse quemado un fusible.
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—Frank, creo que es mejor que no vuelva en sí. —Tiene que ser. Si muere, estamos perdidos. Te digo que ese agente ha visto la escalera de mano. Si muere, lo sabrán todo; nos pescarán. —¿Y si me ha visto? ¿Qué dirá cuando vuelva en sí? —Tal vez no te ha visto. Tenemos que inventar algún cuento. Tú estabas allí y las luces se apagaron; le oíste resbalar y caer, y no contestó cuando le hablaste. Después me llamaste a mí. Eso es todo. Diga lo que diga él, tú tienes que insistir en lo mismo. Si ha visto algo, que fue pura imaginación. Eso es todo. —¿Por qué no vendrán ya con sea maldita ambulancia? —Llegarán de un momento a otro. En cuanto llegó la ambulancia, pusieron el cuerpo en una camilla y lo subieron al vehículo. Cora fue con ellos. Yo los seguí en el coche. A mitad de camino nos alcanzó un agente en motocicleta que nos acompañó, precediendo a los dos coches. La ambulancia iba a gran velocidad y no me era posible mantenerme junto a ella. Cuando llegué ante el hospital ya estaban sacando al griego en la camilla y el agente dirigía la operación. Al verme, hizo un movimiento de sorpresa y se me quedó mirando. Era el mismo de antes. Penetraron en el hospital, pusieron el cuerpo sobre otra camilla con ruedas y se lo llevaron a la sala de operaciones, mientras Cora y yo nos quedamos en el vestíbulo. Al rato vino una enfermera y se sentó a nuestro lado. Después llegó el agente, acompañado de un sargento. Los dos se miraron insistentemente. Cora le estaba contando a la enfermera cómo se había producido el accidente. —Yo había entrado en el cuarto de baño a buscar una toalla, cuando de pronto se apagaron todas las luces y oí un estampido como si alguien hubiese disparado un revólver. Fue una detonación terrible. Oí el ruido del cuerpo al caer. Había estado de pie, disponiéndose a abrir la ducha. Le hablé, pero no me contestó. Estaba todo a oscuras y no me era posible ver nada. No sabía lo que había ocurrido. Pensé que podía haberse electrocutado o algo por el estilo. Frank me oyó gritar y vino en seguida. Después sacó el cuerpo de la bañera y yo bajé corriendo a llamar a la ambulancia. No sé qué hubiera hecho si no hubiese llegado tan pronto. —Siempre se dan prisa cuando llaman de noche. —¡Tengo tanto miedo de que sea algo grave! —No creo. Lo están examinando con rayos X. Así sabrán lo que tiene. Pero no creo que sea nada grave. —¡Dios lo quiera!
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Los policías no dijeron una palabra; estaban allí sentados y no nos quitaban los ojos de encima. Lo sacaron de la sala de operaciones con la cabeza cubierta de vendas. Lo llevaron a un ascensor, en el cual entramos Cora, yo, la enfermera y los dos policías. El ascensor se detuvo en el segundo piso y la camilla se la llevaron a una habitación. Todos entramos detrás. No había suficientes sillas, y mientras lo acostaban, la enfermera salió a buscar las que faltaban. Todos nos sentamos. Alguien dijo algo y la enfermera lo hizo callar. Llegó un médico, miró al paciente y salió de nuevo. Estuvimos allí una eternidad. Entonces la enfermera se acercó al lecho y miró al herido. —Creo que ya está volviendo en sí. Cora me miró y yo aparté los ojos rápidamente. Los policías se inclinaron para escuchar lo que pudiera decir el griego, que en aquel instante abrió los ojos. —Se siente mejor ya, ¿verdad? —preguntó la enfermera. No contestó nada y todos permanecimos igualmente callados. El silencio era tan absoluto que podía oír los latidos de mi corazón. La enfermera volvió a inclinarse sobre él y dijo: —¿Ya no conoce a su esposa? Está aquí. Mírela. ¿No le da vergüenza caerse en la bañera como si fuese una criatura, sólo porque las luces se apagaron? Su esposa está loca de aflicción. ¿No le va a decir nada? El herido hizo un esfuerzo para hablar, pero no pudo. La enfermera empezó a abanicarlo. Cora le tomó una mano y se la acarició. Nick estuvo unos minutos con los ojos cerrados, y luego sus labios empezaron a moverse y miró a la enfermera: —Todo quedó a oscuras. Cuando la enfermera dijo que el herido tenía que permanecer tranquilo, llevé a Cora afuera y la hice subir al coche. Apenas habíamos puesto en marcha el coche, cuando salió el agente de la motocicleta, quien nos empezó a seguir. —Sospecha de nosotros, Frank. —Es el mismo que vio la escalera de mano. En cuanto me vio allí, vigilando, le pareció que ocurría algo. Y todavía lo piensa. —¿Qué vamos a hacer? —No sé. Todo depende de la escalera; de que caiga en la cuenta de para qué está allí. ¿Qué hiciste con la cachiporra que te preparé? —La tengo todavía en el bolsillo. —¡Santo cielo! Si hubieran llegado a detenerte hace un rato y a
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revisarte estábamos perdidos. Le di mi cortaplumas para que cortase la cuerda que ataba la boca de la bolsita y sacase los cojinetes de bolillas. Después le dije que pasara a la parte trasera, que levantara la tapa del asiento y metiese la bolsita vacía allí. Parecía un trapo cualquiera, uno de esos trapos que se guardan con las herramientas. —No pierdas de vista a ese polizonte: Voy a ir tirando los cojinetes a los matorrales uno por uno, y tienes que vigilar a ver si se da cuenta. Ella se puso a mirar. Conduje con la mano izquierda y dejé la derecha libre sobre el volante. Solté uno. Lo tiré por la ventanilla como si fuera una bolita de vidrio. —¿Volvió la cabeza? —No. Dejé caer los últimos. El policía no se dio cuenta de nada. Llegamos a la fonda, que estaba todavía a oscuras. No había tenido tiempo de buscar un fusible nuevo, y menos de ponerlo. Cuando detuve el coche, el agente se nos había adelantado y nos esperaba. —Voy a revisar el tablero de los fusibles —dijo él. Entramos los tres y él encendió una linterna eléctrica. Inmediatamente lanzó un pequeño gruñido y se inclinó hacia el suelo. Bajé la vista y vi al gato, tendido de lomo, con las cuatro patas al aire. —¡Qué lástima! —dijo el agente—, quedó seco el pobre. Iluminó con la linterna el interior del porche y a lo largo de la escalera de mano. —Sí, sí —agregó—. No hay duda. ¿Recuerda? Usted y yo lo estábamos mirando. De la escalera de mano saltó al tablero de fusibles y se quedó seco. —Tiene razón. Es lo que debe haber ocurrido. Apenas había desaparecido usted en la curva del camino cuando se produjo el fogonazo. Parecía el disparo de un revólver. Ni siquiera tuve tiempo de guardar el coche. Usted no había hecho más que desaparecer… —Saltó directamente de la escalera al tablero de fusibles. Bueno… Así ocurren las cosas. Esos pobres animales no entienden de electricidad, ¿verdad? Es demasiado complicado para ellos. —Está duro. —De veras. Se quedó seco. Y era un bonito gato. ¿Recuerda lo que parecía cuando iba subiendo la escalera? Creo que nunca he visto un gato más bonito que éste. —Tenía un hermoso color. —Sí, y se quedó seco. Bueno. Será mejor que me vaya. El asunto
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está aclarado. Pero yo tenía orden de investigar. Comprenda usted… —Sí, comprendo. Está bien, agente. —Bueno, hasta la vista. Adiós, señora. —Adiós.
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No nos ocupamos del gato, de los fusibles, ni de nada. Nos acostamos, y la entereza de Cora se derrumbó. Se puso a llorar y la acometieron unos escalofríos que le sacudían todo el cuerpo. Necesité más de dos horas para tranquilizarla. Después se quedó un rato inmóvil entre mis brazos y empezamos a hablar. —Nunca más, Frank. —Tienes razón. Nunca más. —Hemos sido unos locos. Únicamente así… —Y solamente una extraordinaria suerte nos ha librado de lo peor. —Fue culpa mía. —Y mía también. —No, no. Fue mía la culpa. Yo fui quien lo pensó. Tú no querías hacerlo. La próxima vez te haré caso, Frank. Tú eres listo; no eres un idiota como yo. —Sí, pero no habrá tal próxima vez. —Tienes razón. Nunca más. —Aun cuando todo nos hubiese salido bien, lo habrían adivinado. Siempre lo adivinan esos malditos; ya están acostumbrados. Si no, fíjate con qué rapidez se dio cuenta ese agente de que ocurría algo anormal. Eso es lo que me hiela la sangre en las venas. En cuanto me vio junto a la escalera de mano parece que lo intuyó. Si sospechó por tan poca cosa, ¿cómo hubiéramos podido salvamos si el griego hubiese muerto? —Estoy convencida de que en realidad no soy una arpía, Frank. —¡Hum!… No sé. —De serlo, no me habría asustado tan fácilmente. ¡Cómo me asusté, Frank! Yo también pasé un trance bien amargo. ¿Sabes lo
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que ansiaba cuando se apagaron las luces? Te ansiaba a ti, Frank. En aquel instante no tenia nada de arpía; no era más que una chiquilla asustada de la oscuridad. —¿Acaso no estaba yo allí? —Sí, y te quise más por eso. De no haber sido por ti no sé lo que nos habría ocurrido. —¿No te parece que estuvo bien eso del resbalón? —Y se lo creyó. —No necesito mucho para arreglármelas con estos tipos de la policía. Hay que estar preparado, nada más. Llenar todos los lugares en blanco, pero apartándose lo menos posible de la verdad. Los conozco. Ya he tenido que vérmelas con ellos bastantes veces. —Lo arreglaste todo maravillosamente. Y siempre me arreglarás las cosas, ¿verdad Frank? —Tú eres la única que ha significado algo para mí. —¿Sabes una cosa? No deseo ser una arpía. —Tú eres mi nena. —Sí, eso es, tu nena, tu nena tonta. Tienes razón, Frank. En adelante te haré caso siempre. Tú serás el cerebro y yo el brazo ejecutor. Soy fuerte para el trabajo, Frank. Y sé trabajar. Nos irá bien. —Claro que sí. —¿Qué te parece ahora si nos dormimos? —¿Crees que podrás dormir tranquila? —Es la primera vez que dormimos juntos, Frank. —¿Te gusta? —Es maravilloso, maravilloso. —Dame las buenas noches con un beso. —¡Es tan dulce poder darte las buenas noches con un beso!
A la mañana siguiente nos despertó el timbre del teléfono. Atendió Cora, y cuando volvió al dormitorio los ojos le brillaban. —Frank… —¿Qué? —Tiene fractura de cráneo. —¿Grave? —No, pero lo tendrán en el hospital por unos días. Quieren que se quede allí una semana. Esta noche podremos dormir juntos otra vez. —Ven aquí.
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—No, ahora no. Tenemos que abrir el negocio. —Ven aquí antes que te casque. —¡Loco!
Aquélla fue una semana muy feliz. Por las tardes Cora se iba en el coche al hospital, pero el resto del tiempo lo pasábamos juntos. Y, además, fuimos honrados con el griego. Tuvimos abierta la fonda todo el tiempo y tratamos de hacer negocio. Y lo conseguimos. Claro que algo ayudaron aquellos cien escolares que aparecieron en tres grandes autobuses de excursión y compraron un montón de cosas para llevar al bosque; pero aun sin eso, hubiéramos ganado bastante. Y juro que la caja de registros no podría acusarnos de la menor traición. Un día, en lugar de ir Cora sola al hospital, lo hicimos los dos juntos, y al salir nos fuimos directamente a la playa. A ella le dieron un traje de baño amarillo y un gorrito rojo, y cuando salió de la casilla casi no la conocí. Parecía una chica. Era en realidad la primera vez que veía lo joven que era. Jugamos alegremente en la arena y después nos metimos en el agua y dejamos que las grandes olas nos meciesen. A mí me gusta ponerme de cara a las olas; a ella le gustaba ponerse con los pies hacia ellas. Nos quedamos así, cara con cara, tomándonos de las manos debajo del agua. Yo miraba hacia el cielo, que era lo único que podía ver. Pensé en Dios. —Frank. —Sí. —Mañana vuelve a casa. ¿Sabes lo que eso significa? —Lo sé. —Tendré que dormir otra vez con él, en lugar de hacerlo contigo. —Tendrías que dormir con él, pues cuando llegue aquí nosotros ya nos habremos ido. —¡No sabes cuánto ansiaba que dijeses eso! —Tú, yo y el camino. —Tú, yo y el camino. —Dos vagabundos. —Dos vagabundos, pero siempre juntos. —Eso es, siempre juntos.
A la mañana siguiente preparamos nuestras cosas. Es decir, ella preparó lo que pensaba llevarse. Yo había comprado un traje poco antes y me lo puse. Eso parecía ser todo cuanto tenía que hacer. Ella metió sus cosas en una sombrerera, y cuando terminó de
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hacerlo me la alcanzó. —Pon eso en el coche, ¿quieres? —¿En el coche? —¿No nos llevamos el coche? —Claro que no. A no ser que quieras pasar la primera noche en un calabozo. Robarle a un hombre la esposa no es nada; pero llevarse su automóvil es un hurto penado por la ley. —¡Oh!… Partimos. Había una distancia de unos tres kilómetros hasta la parada del autobús y teníamos que recorrerla a pie. Siempre que pasaba un coche nos parábamos en el camino con una mano extendida, como estatuas, pero ninguno se detuvo. Un hombre solo puede conseguir que le lleven; una mujer también, si es lo suficientemente loca como para aceptar; pero un hombre y una mujer juntos no tienen muchas probabilidades. Cuando ya habían pasado unos veinte coches, Cora se detuvo. Habíamos recorrido aproximadamente medio kilómetro. —Frank… ¡No puedo! —¿Qué te pasa? —Éste es. —¿El qué? —El camino. —¿Estás loca? Lo que pasa es que sientes cansancio, eso es todo. Escucha. Quédate aquí y yo voy a hacer que alguien nos lleve hasta la ciudad. Eso es lo que debimos haber hecho desde el principio. Vas a ver cómo todo saldrá bien. —No, no es eso, Frank. No estoy cansada. Es que no puedo. No puedo, Frank. —¿Es que no quieres estar conmigo, Cora? —Ya sabes que sí. —Ahora no podemos volver. Es imposible regresar, para reanudar la vida de antes. Lo sabes perfectamente. Tienes que venir conmigo. —Ya te dije que yo no soy realmente una vagabunda, Frank. No me siento gitana. No me siento nada; solamente avergonzada de estar aquí pidiendo que me lleven. —Pero acabo de decirte que tomaremos un coche que nos lleve a la ciudad. —Y después, ¿qué? —Y después empezaremos a vivir. —¡A vivir!… No, Frank. Pasaremos la noche en un hotel, y
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después nos pondremos a buscar trabajo. E iremos a meternos en un cuchitril. —¿No era un cuchitril la casa donde has vivido hasta ahora? —Es distinto. —Cora, ¿vas a echarte atrás ahora? —Tiene que ser, Frank. No puedo seguir. Adiós. —¿Quieres escucharme un minuto? —Adiós, Frank, me vuelvo a casa. Tiraba de la sombrerera. Yo intentaba retenerla, por lo menos llevármela, pero ella me la quitó y emprendió el camino de vuelta con ella. Había estado preciosa al salir de la casa, con su trajecito azul y su sombrero del mismo color; pero ahora estaba toda maltrecha. Sus zapatos se hallaban cubiertos de polvo y el llanto no le permitía caminar derecha. Y de pronto descubrí que yo también estaba llorando.
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Conseguí que me llevaran en coche hasta San Bernardino, que tiene estación de ferrocarril. Allí saltaría a algún tren de carga que se dirigiese al Este. Pero no lo hice. Tropecé con un tipo en un salón de billares y empecé a jugar con él. Era el ejemplo más perfecto de «candidato» que Dios haya puesto en el mundo, pero tenía un amigo que realmente sabía jugar. Sólo que no jugaba tan bien como creía. Anduve con ellos un par de semanas y les saqué doscientos cincuenta dólares, todo lo que tenían. Y después tuve que salir de la ciudad lo más pronto posible. Tomé un camión que iba a Mexicali, y una vez acomodado en el vehículo empecé a pensar en mis doscientos cincuenta dólares y en cómo con ese dinero podría ir a una playa y vender sandwiches de salchichas o cualquier otra cosa, hasta reunir lo suficiente para emprender un negocio mejor. Me bajé del camión y conseguí que un coche me llevase a Glendale. Me puse a dar vueltas por el mercado, donde compraban sus provisiones, con la esperanza de ver a Cora. Hasta la llamé por teléfono un par de veces, pero contestó el griego y tuve que decir que me habían dado un número equivocado.
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Entre paseo y paseo por el mercado, hice alguna visita a un salón de billares cercano. Un día vi a un individuo que estaba taqueando solo en una de las mesas, y por la forma en que empuñaba el taco me di cuenta de que era novato en ese juego. Empecé a taquear yo también en la mesa contigua. Calculé que mis doscientos cincuenta dólares alcanzaban para poner un puesto de sandwiches; trescientos cincuenta nos convertirían en magnates. —¿Qué le parece si jugamos una partidita? —¡Oh!… Yo juego muy poco. —No importa; unas jugadas nada más. —Sí, pero usted juega mucho más que yo. —No crea, amigo. ¡Si soy el peor jugador del mundo! —Bueno. Si se trata de una simple partida amistosa… Empezamos a jugar, y le dejé ganar dos partidas para darle confianza. Yo movía la cabeza, como si no pudiese comprender lo que me pasaba. —¿Así que era yo el que jugaba mucho más que usted, no? Sin embargo, a pesar de lo que he estado haciendo no soy tan malo como parece. No sé qué me pasa. ¿Qué le parece si jugamos a un dólar la partida para ver si el juego se hace más interesante? —Bueno. No perderé gran cosa si no gano. Jugamos a un dólar la partida y le dejé ganar cuatro o cinco. Yo daba las tacadas como si estuviese muy nervioso, y entre una y otra me frotaba las manos con el pañuelo, como si las tuviera sudorosas. —Caramba, parece que no hay manera de que entre en juego. ¿Quiere que juguemos a cinco dólares la partida y después tomemos una copita? —Bueno. Estamos jugando amistosamente y no quiero quedarme con su dinero. Jugamos a cinco dólares y después lo dejamos. Le dejé ganar nuevamente, y por la forma en que me comportaba cualquiera hubiera creído que estaba sufriendo un ataque al corazón y qué sé yo cuántas dolencias más. —Mire, amigo —le dije por fin—, no crea que no me doy cuenta cuando me encuentro ante un jugador de más clase que yo. Comprendo que usted juega más, pero si quiere hacemos una última partida por veinticinco dólares, para que pueda desquitarme, y después nos vamos a tomar esa copita. —Veinticinco dólares es bastante dinero. —¿Y a usted qué le importa? ¡Total, está jugando con lo que me ha ganado a mí! —Está bien. Por veinticinco dólares. Entonces empecé a jugar de veras. Hice tacadas que no hubiera
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podido hacer Hoppe. Metía las bolas a tres bandas. Conseguí efectos tan buenos que la bola sencillamente flotaba alrededor de la mesa. Hasta le hice pegar un salto. Sus jugadas eran como las que podría haber hecho Tom el ciego, el pianista privado de la visión. Pifió, se lió, arañó el tapete, metió la bola en la bolsa que no debía; no acertaba ni siquiera a una banda… Pero cuando salí de allí se había quedado con mis doscientos cincuenta dólares y un reloj de tres dólares que había comprado para no dejar pasar la hora en que Cora podría ir al mercado. ¡Oh, yo estuve bien! Sólo que no todo lo bien que debía.
—¡Eh, Frank! Era el griego, que atravesaba la calle corriendo hacia mí antes de que hubiese salido siquiera. —Hola, Frank, camastrón. ¿Dónde has estado metido? Choca esos cinco. ¿Por qué te fuiste justamente cuando yo estaba internado y te necesitaba más que nunca? Nos dimos la mano. Llevaba todavía una venda en la cabeza y en sus ojos brillaba una mirada extraña; pero estaba muy elegante con un traje nuevo, un sombrero negro que llevaba ladeado, una corbata violeta y zapatos marrones. La cadena de oro le atravesaba el chaleco y entre los dedos apretaba un largo cigarro. —¿Qué tal, Nick? ¿Cómo estás? —Bien, muy bien; no podría sentirme mejor; pero ¿por qué te fugaste? Estoy muy disgustado contigo, camastrón. —Ya me conoces, Nick. Me quedo quieto algún tiempo, pero un buen día tengo que largarme. —Elegiste el momento más oportuno para largarte. ¿Qué haces ahora?, vamos a ver. No mientas, seguro que no haces nada, camastrón. Que te conozco. Bueno, acompáñame mientras compro la carne y así hablamos. —¿Has venido solo? —¿Y cómo había de venir? ¿Quién se iba a quedar cuidando el negocio, ahora que tú me dejaste colgado? Claro que vine solo. Cora y yo ahora nunca podemos salir juntos. Si uno sale, el otro tiene que quedarse. —Bueno, vamos. Tardó una hora larga en comprar la carne, porque la mayor parte del tiempo se la pasó contándome cómo se le había fracturado el cráneo, cómo los doctores le dijeron que nunca habían visto una fractura semejante, los disgustos que le habían dado los dependientes, que había tenido a dos desde que yo me fui, a uno de los cuales tuvo que despedir al día siguiente de tomarlo y el otro se le fue tres días después de llegar, llevándose todo lo que había en la caja. Por fin, me dijo que daría cualquier cosa por tenerme
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otra vez junto a él. —Mira una cosa, Frank. Cora y yo vamos mañana a Santa Bárbara. ¡Qué demonios, es justo que de cuando en cuando salgamos un poco! Vamos a una fiesta. Vente con nosotros. ¿Qué te parece? Vienes con nosotros y hablamos sobre tu vuelta al negocio. ¿No te gustan las fiestas de Santa Bárbara? —Me han dicho que valen la pena. —Hay muchachas, música, se baila en las calles. Es precioso. Vamos, Frank. —No sé. —Estoy seguro de que Cora se pondría más furiosa que el demonio si se entera de que he estado contigo y no te llevo a casa. Tal vez te haya tratado un poco mal, pero piensa muy bien de ti, Frank. Vamos, anímate. Iremos los tres y nos divertiremos muchísimo. —Muy bien, si ella no se opone, acepto. Cuando llegamos había en el comedor ocho o diez personas; Cora estaba en la cocina, lavando platos y fuentes a toda velocidad para tener suficiente con que atender las mesas. —¡Eh, Cora, mira! Mira a quién te traigo. —¡Caramba! ¿Y de dónde salió éste? —Lo encontré hoy en Glendale. Viene a Santa Bárbara con nosotros. —Hola, Cora, ¿cómo está? —Usted ya parece un extraño en la casa. Se secó las manos rápidamente y me extendió la derecha en la que todavía tenía jabón. Se fue al comedor a atender un pedido y el griego y yo nos sentamos. Generalmente él ayudaba en el comedor, pero estaba tan ansioso por enseñarme una cosa, que dejó que atendiese sola a los clientes. Era un libro de recortes, en cuya primera página había pegado su carta de ciudadanía; después venían el certificado de casamiento, su patente de comerciante, válida para todo el condado de Los Ángeles, un retrato suyo con el uniforme del ejército griego, otro de Cora y él el día de la boda, y, a continuación, los recortes de los diarios que daban cuenta de su accidente. Los artículos de los diarios corrientes hablaban más del gato que de Nick, pero de todos modos se leía en ellos su nombre y cómo había sido internado y se esperaba su pronto restablecimiento. Pero había un recorte del diario griego de Los Ángeles en el cual se incluía una fotografía suya, con el smoking de su tiempo de camarero, y la historia de su vida. Después de los recortes, venían las placas de las radiografías. Había unas cinco o seis, porque le hacían una todos los días para ver cómo
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evolucionaba la herida. Había metido cada una de ellas entre dos hojas pegadas por los bordes y había recortado un cuadrado en el medio, de modo que se las podía mirar al trasluz. Después venían los recibos del hospital, las cuentas de los médicos y las facturas de las farmacias. Aquel porrazo en la cabeza le había costado trescientos veintidós dólares, créase o no. —Bonito, ¿no? —Precioso. Está todo y en orden. —Claro que no está terminado todavía. Voy a pintarlo de rojo, blanco y azul. Lo voy a dejar muy bien. Mira. Me enseñó dos o tres páginas en las cuales ya había hecho los adornos. Sobre la carta de ciudadanía se veían dos banderas norteamericanas y un águila, y sobre su retrato de soldado griego había cruzado dos banderas griegas y otra águila, mientras que el certificado de casamiento aparecía coronado por dos tórtolas posadas en una rama. Todavía no había decidido lo que iba a poner en las demás páginas, y yo le sugerí que sobre los recortes pusiera un gato en llamas rojas, azules y blancas que le salieran de la cola. Nick se entusiasmó con la idea. No me comprendió, sin embargo, cuando le dije que sobre la patente para comerciar en el distrito de Los Ángeles podía dibujar un búho, con dos banderas de subasta que dijesen: «Hoy, subasta»; y no me pareció que valiera la pena explicárselo. Pero yo pude saber, por fin, a qué obedecía el que estuviese tan bien vestido y se diera aquel aire de importancia. Este griego había sufrido una fractura craneal y una cosa así no le ocurre todos los días a un individuo medio idiota como él. Tan pronto como un italiano consigue eso que dice «farmacéutico», con un sello rojo pegado encima, se pone un traje gris, con ribetes negros en el chaleco, y se cree tan importante que ni siquiera encuentra un momento para mezclar las píldoras y hasta llega a no tocar un icecream de chocolate. El griego se había puesto lo mejor de su guardarropa por la misma razón. Un gran acontecimiento había ocurrido en su vida.
Era cerca de la hora de la cena cuando conseguí hablar a solas con ella. El había subido a lavarse las manos, y Cora y yo nos quedamos en la cocina. —¿Has pensado mucho en mí, Cora? —Claro. No iba a olvidarte tan pronto. —Yo también he pensado mucho en ti. ¿Cómo estás? —¿Yo? Perfectamente. —Te llamé un par de veces por teléfono, pero contestó él, y no quise darme a conocer. Gané algún dinero, ¿sabes? —¡Ah!, ¿sí? ¡Qué bien! Me alegro.
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—Lo gané, pero después lo perdí. Pensaba que con ese dinero teníamos para empezar un pequeño negocio tú y yo, pero lo perdí. —¡Qué barbaridad! No sé qué pasa con el dinero, que se va tan fácilmente. —¿Es cierto que has pensado en mí, Cora? —Es cierto. Cuando llegó la hora de retirarnos a descansar dejé que subiesen y yo me fui afuera para meditar si debía quedarme y ver si podía volver a entenderme con ella o irme y tratar de olvidarla. Anduve bastante a lo largo del camino, no sé ni cuánto tiempo, pero al cabo de un rato oí que dentro de la casa se estaban peleando. Emprendí el regreso y cuando ya estaba cerca pude oír lo que decían. Ella le gritaba, furiosa, que yo me tenía que ir. Él murmuraba algo, probablemente que deseaba que yo me quedase para ayudarle en el trabajo. Trataba de hacerle bajar la voz, pero ella gritaba deliberadamente, para que yo pudiese oírla. De haberme hallado en mi habitación, donde ella creía que estaba, hubiese podido oírlo perfectamente, pero incluso desde donde me encontraba podía oír bastante. De pronto cesó la disputa. Me deslicé a la cocina y me quedé allí un rato escuchando. Pero no me era posible oír nada más que el martilleo de mi propio corazón, que hacía pum, pum; pum, pum… Se me ocurrió que aquélla era una extraña manera de latir, y, de pronto, comprendí que lo que pasaba era que había dos corazones en esa cocina. Encendí la luz. Cora estaba allí, vestida con un kimono rojo. Estaba pálida como una muerta y me miraba fijamente, empuñando un largo y afilado cuchillo. Cuando habló, lo hizo en un murmullo que parecía el silbido de una culebra. —¿Por qué has vuelto? —Porque tenía que volver, eso es todo. —No es cierto. Yo hubiera podido soportarlo. —¿Soportar qué? —Lo que motiva ese libro de recortes. ¡Es para mostrárselos a sus hijos! Y ahora quiere tener uno, quiere tener uno en seguida. —¿Y por qué no te viniste conmigo? —¿Irme contigo? ¿Para qué? ¿Para dormir en los vagones de carga? ¿Por qué iba a irme contigo? ¡Dime! No pude dar con una respuesta. Pensé en mis doscientos cincuenta dólares, pero ¿de qué me valía decirle que el día anterior había tenido un poco de dinero, y que hoy lo había perdido jugando al billar? —No sirves para nada —prosiguió ella.
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—Lo sé. —Entonces, ¿por qué no te vas para siempre y me dejas tranquila? —Escúchame, Cora. Trata de engañarlo con eso del hijo, y ya veremos si se nos ocurre algo. Ya sé que no valgo gran cosa, pero te quiero, Cora; te lo juro. —Lo juras, ¿y qué haces? Me lleva a Santa Bárbara, y le tendré que decir que le daré ese hijo, y tú…, tú vendrás con nosotros, ibas a estar en el mismo hotel que nosotros! Vendrás en el coche, tú… Se detuvo, y nos quedamos mirándonos el uno al otro. Nosotros tres en el coche, ya sabíamos lo que eso significaría. —¡Dios mío, Frank! ¿Es que no hay otra solución más que ésa para nosotros? —¿Acaso hace un momento no ibas a clavarle ese cuchillo? —No. Era para mí, Frank, no para él. —Cora, es el destino. Ya hemos intentado todos los otros medios. —No puedo tener un hijo griego grasiento, Frank. Sencillamente no puedo. Del único hombre de quien puedo tener un hijo es de ti: quisiera que fueses útil para algo. Eres listo, pero no sirves para nada. —No sirvo para nada, pero te quiero. —Sí. Y yo te quiero a ti. —Engáñale. Sólo por esta noche. —Bien, Frank. Sólo por esta noche.
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Hay una senda, larga y serpeante, que conduce al país de mis ensueños, donde entona sus cantos la alondra y brilla la luna blanca. Hay una larga noche, larga noche de espera, hasta que mis sueños se realicen, hasta el día en que pueda recorrer esa larga, larga senda contigo.
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—Están alegres, ¿eh? —Demasiado alegres para mi gusto. —Mientras usted no les permita tomar el volante, señorita, no les pasará nada. —¡Ojalá! No debí haber salido con este par de borrachos; lo sé perfectamente, pero ¿qué podía hacer? Les dije que no iría con ellos y se empeñaron en ir solos. —Se hubieran roto la crisma. —Claro. Es por eso por lo que decidí conducir yo. No me quedaba otro remedio. —Tiene usted razón. La gasolina es un dólar con sesenta, señorita. ¿Cómo anda de aceite? —Creo que no necesito. —Muy bien. Muchas gracias y buenas noches. Cora subió nuevamente al coche y empuñó el volante, mientras el griego y yo seguíamos cantando. El coche arrancó. Todo aquello formaba parte de la comedia. Yo tenía que estar borracho, porque el fracaso de nuestro intento anterior me había curado de todo afán de concebir y ejecutar un crimen perfecto. Éste iba a ser un crimen tan miserable que ni siquiera sería crimen. Tan sólo iba a ser un vulgar accidente de tránsito, con tipos borrachos, bebidas en el coche, y demás. Claro que en cuanto yo empecé a beber, el griego se empeñó en beber él también; así es que ahora estaba precisamente en el estado que yo quería. Nos acabábamos de detener para comprar gasolina, a fin de tener un testigo de que Cora no estaba ebria; y de que de ninguna manera quería ponerse como nosotros, porque iba conduciendo y sería peligroso. Un rato después la suerte se nos había mostrado propicia. Poco antes de cerrar el negocio, a eso de las nueve de la noche, llegó un individuo que vino para comer algo, y después, como se había quedado en el camino, nos vio partir. No se perdió ni un detalle de la comedia. Vio cómo dos o tres veces traté de poner en marcha el motor sin resultado. Escuchó la discusión que sostuvimos Cora y yo, porque ella decía que yo estaba demasiado borracho para conducir el coche. La vio bajar del vehículo y decir que no pensaba ir. Vio cómo yo intentaba irme solo con el griego, y después la vio hacernos bajar y cambiar de asiento de modo que yo quedé atrás y el griego delante, junto a ella, que empuñó el volante y se puso a conducir. Se llamaba Jeff Parker y era un criador de conejos de Encino. Cora tenía una tarjeta suya, que él le había dado unos minutos antes cuando, hablando, le dijo que era posible que incluyese algún plato de conejo en el menú. Sabíamos dónde encontrarlo en cualquier momento que lo necesitásemos. El griego y yo íbamos cantando Mamá Machree, Sonríe, sonríe, y Junto al arroyo del viejo molino, y pronto llegamos al poste caminero que decía: «A la playa Malibu». Allí, Cora dobló. En
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verdad, debía haber seguido el camino por el cual íbamos. Hay dos caminos principales que llevan a la costa. Uno, que corre unos quince kilómetros tierra adentro, era el que habíamos estado siguiendo. El otro, que se extiende casi a orillas del océano, estaba a nuestra izquierda. Los dos se unen en Ventura y bordean el mar hasta Santa Bárbara, San Francisco y otros puntos más lejanos, íbamos a decir que como Cora no conocía la playa Malibu, donde viven numerosos actores y actrices de Hollywood, tomó aquel camino para pasar por ella y después seguir hasta Santa Bárbara. En realidad habíamos elegido aquel camino porque ese tramo es de los peores de Los Ángeles, y un accidente de automóvil allí no sorprendería a nadie, ni siquiera a la policía. De noche es un camino muy oscuro y de muy escaso tránsito, sin casas ni nada; en una palabra, ideal para lo que nos proponíamos hacer. El griego no se dio cuenta de nada durante un buen rato. Pasamos frente a una pequeña colonia de verano que lleva el nombre de Lago Malibu, situada entre las colinas. En el club se estaba realizando una reunión de baile y en el lago se veían muchas parejas en canoas. Les lancé unos gritos, y el griego me imitó. «Denme una chica para mí», decía. Aquello no tenía importancia, pero era una pequeña señal más de nuestro recorrido, si alguien se preocupaba de investigarlo. Iniciamos el ascenso de la primera cuesta larga, internándonos en las montañas. Era una pendiente de unos cinco kilómetros. Yo le había dicho a Cora cómo debía subirla. Casi todo el tiempo fue en segunda, debido en parte a que el camino tenía curvas muy peligrosas cada treinta o cuarenta metros y el coche perdería velocidad tan rápidamente al tomarlas que Cora tendría que pasarlo a segunda para seguir avanzando. Pero también habíamos decidido hacerlo porque necesitábamos que el motor se calentase. No podíamos descuidar el menor detalle, deberíamos tener presente un montón de cosas. De pronto, al mirar hacia afuera y ver lo oscuro que estaba y lo abrupto de aquella zona montañosa, sin luces, casas, ni estaciones de servicio a la vista, el griego volvió por sus cabales y se puso a argumentar: —Un momento… Un momento… ¡Cuidado, que nos salimos del camino! —No te preocupes, que yo sé por dónde voy. Este camino nos lleva a la playa Malibu, ¿no te acuerdas? Ya te dije que deseaba verla. —Anda despacio. —Yo voy despacio. —Ve muy despacio o nos mataremos todos. Llegamos a la cima e iniciamos el descenso cuesta abajo. Cora
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paró el motor. Cuando cesa de funcionar el ventilador se calienta en seguida por un par de minutos. Al llegar al extremo de la cuesta lo puso en funcionamiento de nuevo. Miré el indicador de temperatura. Marcaba 200. Cora tomó la otra cuesta ascendente y la temperatura siguió subiendo. —Sí, señor… Sí, señor… Era nuestra señal, una de esas frases sin sentido que se pueden decir en cualquier momento y a las cuales nadie presta atención. Cora desvió el coche hacia un costado del camino. Debajo se abría un precipicio tan profundo que nos resultaba imposible ver el fondo. Debía de tener por lo menos doscientos metros. —Creo que será mejor dejar que se enfríe un poco el motor. —¡Ya lo creo! —dijo el griego con voz pastosa—. Frank, ¿viste cuánto marca el indicador de temperatura? —¿Cuánto marca? —Doscientos cinco. Dentro de un minuto estará hirviendo. —Déjalo que hierva. Cogí la llave inglesa; la tenía entre mis pies. Pero en aquel instante, allá arriba, en la cima de la cuesta, vi las luces de otro coche. Era necesario esperar unos minutos, hasta que aquel coche pasase. —Vamos, Nick, cántanos una de tus canciones. El griego lanzó una mirada al siniestro paisaje. No parecía con ánimo de cantar. De pronto abrió la portezuela y bajó. Un segundo después lo oímos vomitar desde atrás. Estaba allí todavía cuando pasó el otro coche cuyo número grabé en mi memoria. Me eché a reír. Cora volvió la cabeza para mirarme. —No es nada. Es para que recuerden. Así podrán certificar que cuando se cruzaron con nosotros el griego y yo estábamos vivos. —¿Te fijaste en el número del coche? —Sí, 2R-58-01. —Bien. 2R-58-01… 2R-58-01… Ya no se me olvidará. —Muy bien. Nick se acercó hasta nosotros. Parecía que se hallaba mejor. —¿Oíste, Frank? —¿El qué? —Cuando te reíste. El eco. Hay un eco maravilloso aquí. Dio una nota aguda. No era un canto, sino simplemente una nota alta, como en un disco de Caruso. De pronto la cortó y se puso a escuchar. Y era cierto. El monte nos devolvía claramente aquella nota, que de pronto se cortó, tal como la había cortado él. —¿Sonó igual que mi voz?
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—Exactamente igual, Nick. Era la misma cosa. —¡Vaya! ¡Hay que ver! Se estuvo allí por espacio de varios minutos, lanzando notas al aire y escuchando cómo el eco se las devolvía. Era la primera vez que oía su propia voz, y estaba tan contento como un gorila que se ve la cara en un espejo. Cora miraba fijamente. Teníamos que seguir con lo nuestro. Yo fingí que me enojaba. —¡Oye, griego del diablo! ¿Te crees que no tenemos otra cosa que hacer más que quedarnos aquí toda la noche escuchando cómo berreas? Vámonos de una vez. Sube al coche y sigamos. —Sí, Nick, se hace tarde —dijo Cora. —Bueno, bueno. Subió al coche, pero inmediatamente sacó la cabeza por la ventanilla y lanzó otra nota. Junté los pies, y mientras él tenía aún el mentón apoyado en el borde de la ventanilla, le pegué con la llave inglesa. Su cráneo crujió y yo sentí cómo se hundía. Se le encogió el cuerpo y quedó todo acurrucado en el asiento, como un gato sobre un sofá. Me pareció que pasaba una eternidad hasta que se quedó inmóvil. Y entonces Cora hizo una brusca aspiración que terminó en un gemido. Porque en aquel instante el eco devolvía la nota del griego. Era la misma nota aguda, que subía, y se detenía y esperaba.
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No hablamos una palabra. Ella sabía lo que tenía que hacer. Se acomodó en el asiento de atrás y yo subí delante. Observé la herramienta a la luz del tablero de instrumentos; tenía salpicaduras de sangre. Descorché una de las botellas de vino que llevábamos y fui echando el líquido que contenía sobre la llave inglesa, hasta que desapareció toda la sangre. Lo eché de modo que el vino se derramó sobre el cuerpo del griego. Limpié bien la llave en una parte seca de sus ropas y se la di a Cora, para que la guardase debajo del asiento. Vertí más vino en el pedazo de tela con que limpié la llave, rompí la botella golpeándola contra la portezuela y se la puse encima. Después puse en funcionamiento el
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motor; se oyó un gorgoteo producido por el vino que salía de una de las rajaduras de la botella. Recorrí unos metros y puse el coche en segunda. No me era posible lanzarlo a ese precipicio de doscientos metros ante el que nos hallábamos. Era necesario que Cora y yo bajásemos detrás del coche, pues ¿cómo podríamos haber quedado vivos si se despeñaba desde semejante altura? Avancé despacio, en segunda, hasta un lugar donde el precipicio no tendría una profundidad mayor de unos veinte metros. Al llegar allí adelanté el coche hasta el mismo borde, puse el pie en el freno y alimenté el motor con el acelerador de mano. En cuanto observé que la rueda derecha delantera quedaba suspendida sobre el precipicio, hundí el freno a fondo. El coche quedó clavado. Así lo quería yo. Tenía que estar engranado, con el encendido en funcionamiento; el motor parado lo mantendría hasta que terminásemos lo que teníamos que hacer. Bajamos del coche. Fuimos por el medio del camino, no por el borde, para que no quedase huella alguna de nuestras pisadas. Cora me dio una piedra bastante voluminosa y un pedazo de madera de 2 por 4, que yo había tenido la precaución de poner antes en la parte posterior del coche. Coloqué la piedra debajo del eje trasero y el pedazo de madera entre ella y el eje. Empujé hacia arriba. El coche se inclinó levemente, pero quedó suspendido, sin caer. Volví a empujar. Se inclinó algo más. Empecé a sudar. Estábamos allí, con un cadáver en el coche; ¿y si no podíamos despeñarlo? Empujé de nuevo, pero esta vez Cora estaba a mi lado, haciendo fuerza también. Volvimos a empujar. Y de repente caímos rodando por el camino, mientras el coche iba dando enormes tumbos y volteretas precipicio abajo, con un ruido que se debería haber oído a una milla de distancia. Por fin se detuvo. Sus faros seguían brillando, pero no se había incendiado. Ese era el gran peligro. Si el coche era consumido por las llamas —el encendido seguía funcionando— el griego perecería carbonizado, ¿cómo explicar que nosotros no corriésemos idéntica suerte? Cogí la piedra y la lancé precipicio abajo. Tomé el pedazo de madera, corrí un trecho y lo arrojé en el camino. No me preocupaba en absoluto. En cualquier camino pueden encontrarse por todas partes trozos de madera que se han caído de algún camión y que siempre están llenos de marcas hechas por los coches que después pasan por encima de ellos. Éste podía ser perfectamente uno de ésos. Lo había dejado frente a la fonda un día entero y tenía marcas de neumáticos y los bordes carcomidos. Volví corriendo donde se hallaba Cora, la alcé en brazos y me dejé caer por la pendiente. Había decidido hacerlo así, para evitar las huellas. Las mías no me importaban tanto, porque calculé que poco después bajarían muchos hombres al fondo del precipicio,
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para llegar al lugar donde se hallaba el coche; pero aquellos afilados tacones de los zapatos de Cora tenían que dejar huellas que apuntasen en la dirección debida por si a alguno se le ocurría fijarse. La dejé en tierra. El coche estaba suspendido allí, apoyado en dos ruedas, más o menos a mitad del precipicio. El cuerpo del griego seguía en el interior, pero ahora estaba en el piso del coche. La botella estaba encajada entre el cuerpo y el asiento, y mientras Cora y yo mirábamos se oyó un gorgoteo. El techo del coche se había roto y los dos guardabarros aparecían completamente hundidos. Intenté abrir las puertas. Esto era muy importante, porque yo tenía que meterme junto al griego y hacerme unos tajos con los vidrios en distintas partes del cuerpo, mientras Cora corría al camino para pedir socorro. Las puertas se abrieron perfectamente. Empecé a rasgarle la blusa y a arrancarle los botones, para que pareciese maltrecha. Ella me miraba y sus ojos no parecían azules, sino negros. Podía sentir su respiración agitada. De pronto se inclinó hacia mí. —¡Desgárramela! ¡Desgárramela! Lo hice. Introduje una mano bajo su blusa y di un tirón. El cuerpo de Cora quedó al descubierto desde el cuello hasta el vientre. —Eso te lo hiciste mientras forcejeabas para salir del coche. La blusa se prendió de la manecilla de la portezuela. Mi voz tenía un sonido raro, como salida de un gramófono con altavoz de lata. —Y esto no sabes cómo fue. Di un paso hacia atrás y le apliqué un formidable puñetazo en un ojo. Rodó por tierra. Estaba a mis pies, los ojos brillantes, y sus pechos temblaban ligeramente, erguidos hacia mí. Estaba allí, y mi aliento rugía en el fondo de mi garganta, como si yo fuese algún animal; sentía la lengua hinchada dentro de la boca, y la sangre me latía. —¡Sí, Frank, sí! Un instante después me había arrojado sobre ella; nuestros ojos se miraban fijamente, y estábamos abrazados y luchando por fundirnos el uno en el otro. El infierno podía habérsenos abierto en aquel instante, y no me hubiera importado nada. Tenía que ser mía, aunque me ahorcasen por ello. Y fue mía.
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Estuvimos tendidos en el suelo unos minutos, como si hubiésemos ingerido algún narcótico. En derredor el silencio era tan absoluto que lo único que se oía era ese gorgoteo desde el interior del coche. —¿Y ahora qué hacemos, Frank? —Ahora tenemos que ir adelante, Cora; tienes que hacerte fuerte. ¿Estás segura de que podrás aguantar? —Después de esto puedo aguantar todo. —La policía te va a tener a mal traer. Tratarán de amilanarte. ¿Crees que podrás hacerles frente? —Creo que sí. —Tal vez te endilguen algún cargo. No creo que puedan, con todos esos testigos que tenemos, pero a lo mejor lo hacen y te pasas un año en la cárcel por homicida por imprudencia. No quiero que te hagas ilusiones. ¿Crees que podrás soportarlo? —Siempre que al salir te encuentre esperándome… —Estaré allí. —Entonces podré. —No te preocupes por mí. Yo estoy borracho. Hay testigos. Les diré cualquier cosa para hacerles perder la pista. Así, cuando esté fresco y diga lo que debo decir, me creerán. —No lo olvidaré. —Y tú estás furiosa conmigo, por la borrachera. Me consideras el culpable de todo. —Comprendo. —Bueno, entonces estamos listos. —Frank… —¿Qué? —Una cosa. Tenemos que querernos. Si nos queremos, nada puede importarnos. —¿Y acaso no nos queremos? —Yo seré la primera en decirlo: te quiero, Frank. —Te quiero, Cora. —Bésame.
La besé estrechándola en mis brazos. Y entonces vi a lo lejos una luz en la colina del lado opuesto del barranco. —Pronto, Cora. Sube al camino. Y sé fuerte. Pide auxilio, pero recuerda que todavía no sabemos que ha muerto. —Bien. —Después de salir del coche te caíste. Por eso tienes las ropas sucias de tierra.
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—Sí. Adiós. Empezó a subir la pendiente y yo me lancé hacia el interior del coche, pero de pronto descubrí que no tenía mi sombrero. Tenían que encontrarme dentro del coche y el sombrero debía estar junto a mí. Me puse a buscarlo a gatas. El coche se iba acercando más y más y ya estaba a sólo dos o tres curvas de distancia, y yo me hallaba aún sin el sombrero y no tenía una sola herida en mi cuerpo. Abandoné la búsqueda y di un paso hacia el coche. Rodé por tierra. Acababa de enganchar un pie en el sombrero. Lo agarré y salté al interior del coche. Y no bien el peso de mi cuerpo gravitó sobre el piso, el coche dio un tumbo y se precipitó barranco abajo. Hasta no sé cuánto tiempo después, no supe nada más.
Cuando recuperé el sentido, estaba tendido en tierra y en derredor había numerosas personas. El brazo izquierdo y la espalda me dolían de tal manera que no podía ahogar los gemidos. Sentía un zumbido extraño dentro de la cabeza y me parecía que la tierra se abría y que me subía a la boca todo lo que tenía en el estómago. Estaba y no estaba allí, pero tuve la presencia de ánimo suficiente como para revolearme por el suelo. Había tierra en mis ropas, y era necesario justificarla.
Poco después oí un ruido estridente, y al abrir los ojos me encontré dentro de una ambulancia. A mis pies iba sentado un agente de policía y un médico examinaba mi brazo. Apenas lo vi me volví a desmayar. Sangraba abundantemente, y la parte entre el codo y la muñeca estaba torcida como una rama de árbol. Me lo había fracturado. Cuando reaccioné nuevamente, el médico estaba trabajando todavía en el brazo. Moví el pie y miré para ver si lo tenía paralizado. Se movía.
El agudo sonido de la sirena me hacía volver en mí a cada rato. Una de las veces, al abrir los ojos, volví la cabeza y vi el cuerpo del griego, que estaba tendido en la otra camilla. —Hola, Nick. Nadie dijo nada. Me quedé mirando un rato más el interior de la ambulancia, pero no pude ver a Cora.
Al cabo de un rato la ambulancia se detuvo y los enfermeros sacaron al griego. Yo esperaba que me sacasen a mí también, pero no lo hicieron. Entonces tuve la absoluta seguridad de que Nick estaba muerto y que esta vez no habría necesidad de inventar historia alguna. Si los enfermeros nos hubiesen sacado a los dos, eso querría decir que estábamos frente a un hospital. Pero como lo
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sacaron a él solo eso significaba que se trataba del depósito de cadáveres.
La ambulancia reanudó la marcha pocos segundos después, y cuando se detuvo nuevamente me sacaron a mí. Me hicieron entrar y colocaron la camilla sobre una mesa con ruedas, que fue empujada por dos enfermeros hasta una habitación blanca. Allí los médicos se dispusieron a arreglarme el brazo. Acercaron un aparato para darme la anestesia. Pero después empezaron a discutir. Había llegado un nuevo médico que dijo que era el médico de la cárcel, y los del hospital se enojaron bastante. La discusión era sobre esas pruebas para ver si uno está borracho. Si me aplicaban el éter primero, eso arruinaría la prueba del aliento, una de las más importantes. El médico de la cárcel impuso su voluntad y me hizo echar el aliento por un tubo de cristal a un líquido que parecía agua, pero que se volvió amarillo al respirar yo sobre él. Después me sacó un poco de sangre y algunas otras muestras que echó en unos frasquitos por medio de otro tubo. Por fin, me aplicaron el éter.
Cuando empecé a reaccionar me encontré en una habitación, tendido en una cama. Tenía la cabeza cubierta de vendas, igual que el brazo fracturado, el cual descansaba en un cabestrillo. La espalda me la habían cubierto de tira emplástica, de modo que apenas podía moverme. Al lado de mi cama estaba un agente de policía, leyendo el diario de la mañana. La cabeza, la espalda y el brazo me dolían horriblemente. Un rato después entró una enfermera, que me dio una píldora. Y en seguida me quedé dormido.
Cuando desperté, era aproximadamente mediodía y me dieron de comer. Entraron otros dos agentes de policía, volvieron a ponerme en una camilla, y un rato después estaba de nuevo en una ambulancia. —¿Adonde vamos? —A hacer la indagación. —¿La indagación? Eso se hace cuando ha muerto alguien, ¿no es así? —Así es. —¿Murieron, entonces? —Sólo uno de ellos. —¿Quién? —El hombre. —¡Oh! Y la mujer, ¿resultó herida de gravedad?
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—De gravedad, no. —Mi situación debe ser bastante comprometida, ¿verdad? —Cuidado, compañero. No nos oponemos a que hable, si lo desea, pero debemos advertirle que cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra. —Está bien. Gracias. Cuando nos detuvimos vi que nos hallábamos ante una empresa de pompas fúnebres de Hollywood. Me hicieron entrar. Lo primero que vi fue a Cora, bastante maltrecha. Tenía puesta una blusa que le había prestado la celadora de la prisión. Le quedaba enormemente grande. Su traje y sus zapatos estaban sucios de tierra y el ojo que yo le había golpeado presentaba una gran hinchazón. La celadora estaba con ella. El investigador judicial se hallaba sentado detrás de una mesa y a su lado se encontraba un secretario o algo por el estilo. A un costado había una media docena de individuos que parecían muy disgustados, y a cuyo lado montaban guardia unos cuantos agentes. Eran los del jurado. Había también otras personas, a las cuales unos agentes de policía llevaban hacia el lugar donde, debían colocarse. El empresario de pompas fúnebres iba de un lado a otro en puntillas, y a cada momento le ofrecía una silla a alguien. Trajo dos, una para Cora y la otra para la celadora. A un lado de la habitación, sobre una mesa, había algo cubierto con una sábana. No bien me colocaron a su gusto, sobre una mesa, el investigador judicial golpeó repetidamente sobre su mesita con un lápiz y empezó la función. Lo primero fue la identificación legal del cadáver. Cora se echó a llorar cuando uno de los agentes levantó la sábana, y a mí tampoco me agradó mucho el espectáculo. Después que ella hubo mirado, al igual que yo y el jurado, volvieron a dejar caer la sábana. —¿Conoce usted a ese hombre? —Es mi marido. —¿Su nombre? —Nick Papadakis. Después vinieron los testigos. El sargento informó que se le había llamado y que fue al lugar del accidente con dos agentes después de telefonear pidiendo una ambulancia. Dijo que había enviado a Cora en un coche del cual se hizo cargo, mientras que Nick había fallecido en el camino hacia el hospital, por lo que lo había llevado al depósito de cadáveres. A continuación, un individuo llamado Wright dijo que iba en su coche por el camino de Santa Bárbara, y que al doblar una de las curvas oyó un grito de mujer e inmediatamente después el estrépito de un coche que se despeñaba dando tumbos barranco abajo, con los faros encendidos. Poco después vio a Cora en el
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camino, haciéndole señas; bajó por el barranco con ella hasta el coche, y trató de sacar al griego y a mí del interior. No le fue posible hacerlo, porque estábamos debajo del automóvil, por lo cual envió a su hermano, que iba con él en su coche, a que fuese a pedir ayuda. Al poco rato habían llegado otras personas, y cuando los agentes de policía se hicieron cargo de todo nos extrajeron del coche destruido y nos metieron en una ambulancia. A renglón seguido, el hermano de Wright declaró poco más o menos lo mismo, agregando que había sido él quien llevó a los policías. Después compareció el médico de la cárcel, quien informó que yo me encontraba borracho y que el examen del estómago del griego había demostrado que él también estaba ebrio, pero que Cora se hallaba completamente fresca. Luego dijo cuál fue el hueso cuya fractura provocó la muerte del griego. Cuando terminó el investigador judicial se volvió hacia mí, preguntándome si deseaba declarar. —Sí, señor, no tengo inconveniente. —Es mi deber advertirle que cualquier declaración que usted haga puede ser legalmente usada en su contra, y que no tiene usted obligación alguna de declarar, si no lo desea. —No tengo nada que ocultar. —Perfectamente. ¿Qué puede usted decirnos sobre esto? —Lo único que sé es que primeramente iba conduciendo el coche sin la menor dificultad, pero, de pronto, sentí que se hundía y que algo me golpeaba. Es todo cuanto recuerdo desde ese instante hasta el momento en que recuperé el sentido en el hospital. —¿Era usted quien conducía el coche? —Sí, señor. —¿Está usted seguro de que era usted quien conducía? —Sí, señor, era yo. Aquello era un disparate como otro cualquiera, que más adelante, una vez que estuviésemos allí donde realmente tenían importancia las palabras que se pronunciaban, habría de desmentir. Calculé que si primero les endilgaba una historieta poco verosímil, para desmentirla después con otra totalmente distinta, se creería que la segunda era la verdadera, mientras que si desde ahora les contaba una historia bien preparada, parecería justamente lo que era: una historia bien preparada. Iba a hacer que ésta fuera diferente desde el primer momento. Quería aparecer con tintes desfavorables desde el comienzo mismo. No importaba. Si al final se descubría que no era yo quien conducía el coche al producirse la catástrofe, no importaba nada la primera impresión que mis palabras hubiesen producido, y no me podrían probar culpa alguna. Lo que temía era cualquier cosa que se pareciese a
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aquel crimen perfecto que habíamos intentado la vez anterior. El menor descuido y estábamos perdidos. Pero si estaba desde ahora comprometido, podrían aparecer varias cosas y yo no estaría mucho peor. Cuanto peor apareciese por el hecho de encontrarme borracho, tanto menos se podría sospechar que se trataba de un asesinato. Los agentes de policía se miraron unos a otros y el investigador judicial me observó como si pensase que estaba loco. Todos ellos estaban enterados de cómo me habían extraído de la parte posterior del coche. —¿Está usted seguro de lo que dice? ¿De que era usted quien guiaba? —Absolutamente seguro. —¿Había estado bebiendo? —No, señor. —¿Conoce usted el resultado de las pruebas de ebriedad a que fue sometido después del accidente? —No sé nada de pruebas, ni me interesan. Lo único que sé es que no había estado bebiendo. El investigador se volvió hacia Cora. Ella dijo que estaba dispuesta a declarar lo que sabía. —¿Quién conducía el coche? —Yo, señor. —¿Y dónde iba este hombre? —En el asiento de atrás. —¿Había estado bebiendo? Ella desvió la mirada, tragó saliva, y dijo con voz llorosa: —¿Tengo que contestar esa pregunta, señor? —Si no desea hacerlo no tiene obligación de contestarla. —Entonces, no deseo contestarla. —Muy bien. Cuéntenos con sus propias palabras lo que ocurrió. —Yo iba conduciendo el coche. Llegamos a una prolongada cuesta hacia arriba, y el motor se recalentó. Mi marido me dijo que sería mejor que nos detuviésemos, para que se enfriara un poco. —¿Qué temperatura registraba? —Más de 200. —Prosiga. —Cuando tomamos la cuesta descendente paré el motor, y cuando llegamos abajo estaba todavía bastante caliente. Entonces decidí detenerme un rato antes de tomar la otra cuesta. Después volví a ponerlo en marcha. No sé lo que sucedió. Aceleré y
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comprobé que el coche no respondía. Lo puse en segunda rápidamente y oí que los dos hombres hablaban. De pronto, sentí que un costado del coche se hundía en el borde del barranco. Les grité que saltasen, pero era ya demasiado tarde. Oí que el coche daba unos tumbos, y lo primero que recuerdo desde entonces es que traté de salir del coche, que lo conseguí y que subí al camino para pedir auxilio. El investigador judicial se volvió nuevamente hacia mí. —¿Qué intenta usted hacer, proteger a esta mujer? —No veo que ella trate de protegerme a mí, señor. El jurado salió de la habitación, y poco después regresó con su sentencia: que el llamado Nick Papadakis había encontrado la muerte como consecuencia de un accidente de automóvil en el camino de Santa Bárbara, producido, en parte o enteramente, por descuido criminal mío y de Cora, y recomendaba que se nos pusiese a disposición del gran jurado de acusación.
Aquella noche, en el hospital, me hizo compañía otro policía, y a la mañana siguiente me dijo que vendría a verme míster Sackett, y me aconsejó que me preparase. Apenas podía moverme todavía, pero hice que el peluquero del hospital me afeitase, acicalándome lo mejor que fuese posible. Sabía perfectamente quién era Sackett. Desempeñaba el cargo de fiscal del distrito. A eso de las diez y media se presentó en la habitación e hizo salir al agente de policía. Quedamos solos los dos. Era un hombre alto y corpulento, completamente calvo, y de modales vivos. —Bueno, bueno. ¿Cómo se siente? —Muy bien, señor fiscal. Un poco débil todavía, pero bastante mejor. —Como dijo el hombre que se cayó del avión: «El vuelo fue espléndido, pero el descenso un poco brusco.» —Así es. —Bien, Chambers. No está obligado a hablar conmigo, si no lo desea, pero he venido aquí, en parte para ver qué clase de hombre es usted, y en parte porque la experiencia me ha enseñado que una conversación franca y sincera ahorra muchas palabras posteriores y, algunas veces, allana el camino para la solución de un caso. De cualquier manera, una vez explicado todo, como dicen, estoy seguro que nos entenderemos. —Claro que sí, señor fiscal. ¿Y qué desea usted saber? Procuré parecer lo más huidizo posible, y el fiscal se me quedó mirando. —¿Qué le parece si empezamos por el principio? —¿Se refiere usted a ese paseo en el coche?
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—Eso es. Me gustaría que usted me contase todo lo que se refiera a ese paseo. Se puso en pie y empezó a pasearse por la habitación. La puerta estaba junto a mi cama, y de pronto me incliné y la abrí de un golpe. El agente de policía estaba a cierta distancia, en el corredor, conversando con una enfermera. Sackett lanzó una carcajada. —No, no, amigo. No hay ningún micrófono aquí. Aparte de que esas cosas no se emplean más que en las películas. Sonreí como avergonzado. El fiscal se sentía justo como yo quena. Acababa de intentar una tonta jugarreta y él salía triunfante de ella. Precisamente lo que yo buscaba. —Muy bien, señor fiscal. Lo que acabo de hacer ha sido una tontería. Discúlpeme. Empezaré desde el principio y se lo contaré todo. Comprendo que estoy en un lío, pero me doy cuenta también de que las mentiras no me ayudarán en nada. —Esa es la actitud que le conviene, Chambers. Le conté que había dejado de trabajar con el griego y cómo unos días después nos encontramos en la calle y me pidió que volviese con él, invitándome después a esa fiesta en Santa Bárbara, para hablar, entretanto, al respecto. Le conté cómo los dos habíamos bebido copiosamente y cómo emprendimos la marcha, conduciendo yo el coche. Entonces me interrumpió. —¿Así que era usted quien conducía? —Supongamos que usted me lo dice a mí. —¿Qué quiere decir? —Quiero decir que sé lo que ella declaró en la investigación judicial y que oí lo que declararon los agentes de policía. Sé dónde me encontraron, así que sé también quién iba conduciendo el coche cuando se despeñó. Era ella. Pero si lo cuento todo tal como lo recuerdo, tengo que decir que era yo quien conducía. Le aseguro que no le mentí al investigador judicial, señor fiscal. Todavía tengo la impresión de que era yo quien conducía. —Pero mintió respecto a la borrachera. —Sí, señor. Estaba repleto de éter y píldoras y remedios que me habían dado, y mentí. Pero ahora estoy bien, y tengo el suficiente sentido común como para saber que la verdad es lo único que puede salvarme de este apuro en que me encuentro, si es que hay algo que pueda salvarme. Sí, señor: estaba borracho. Bien borracho, y lo único que se me ocurrió pensar fue: no debo confesar la borrachera porque iba conduciendo el coche, y si descubren que estaba borracho estoy perdido. —¿Eso es lo que declaró ante el jurado? —Tendría que hacerlo, señor fiscal. Pero lo que no llego a entender es cómo pudo ser ella quien conducía el coche. Sé que al
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salir lo llevaba yo. Lo sé. Hasta recuerdo a un tipo que estaba parado cerca del coche, riéndose de mí. ¿Cómo es posible entonces que fuese ella quien conducía cuando volcamos? —Usted no lo condujo ni diez metros. —Querrá decir diez kilómetros. —Quiero decir diez metros. Porque apenas arrancaron, ella tomó el volante. —Caramba… ¡Pues sí que debo haber estado borracho! Esa es una de las cosas que el jurado podría creer, tal vez. Da la impresión de cosa inverosímil que generalmente tiene la verdad. Sí, sí; es posible que el jurado lo creyese. Se quedó un rato mirándose las uñas y yo tuve que hacer un enorme esfuerzo para reprimir la sonrisa que pugnaba por aparecer en mi rostro. Me tranquilicé cuando él empezó a hacerme nuevas preguntas, porque aquello me daba la oportunidad de fijar la mente en otras cosas que no fuesen la facilidad con que había conseguido engañarlo. —¿Cuándo empezó usted a trabajar para Papadakis, Chambers? —El invierno pasado. —¿Cuánto tiempo estuvo con él? —Hasta hace un mes. Tal vez unas seis semanas. —Entonces trabajó para él unos seis meses, ¿no? —Aproximadamente. —Y antes de eso, ¿qué hacía? —Andar de un lado para otro. —De aquí para allí y subiéndose a los vagones de carga, ¿verdad? Habrá comido infinidad de veces sin pagar, ¿eh? —Sí, señor. Sacó una cartera y de ella extrajo un montón de papeles que puso sobre la mesa y revisó uno por uno. —¿Ha estado alguna vez en San Francisco? —Nací allí. —¿Y en Kansas City? ¿Nueva York? ¿Nueva Orleans? ¿Chicago? —Conozco todas esas ciudades. —¿Estuvo alguna vez preso? —Sí, señor fiscal. Cuando uno anda vagabundeando de un lado a otro es muy fácil meterse en líos con la policía. Sí, señor, he estado en la cárcel de Tucson, por meterme en un terreno del ferrocarril. —¿Y en Salt Lake City, San Diego y Wichita? —Sí, señor. En todos esos lugares.
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—¿En Oakland? —También en Oakland. Tres meses, por una pelea con un detective del ferrocarril. —Lo dejó bastante maltrecho, según tengo entendido, ¿verdad? —Sí, señor, pero yo también salí bastante malparado de la pelea, puedo asegurárselo. —¿Y en Los Ángeles? —Una vez. Pero sólo por tres días. —Chambers, ¿cómo fue que empezó a trabajar para Papadakis? Cuénteme eso. —Fue algo así como una casualidad. Estaba sin dinero y él necesitaba alguien que le ayudase. Llegué allí en busca de algo que comer, y él me ofreció un empleo y lo acepté. —Chambers, ¿no le parece que eso es un poco extraño? —No entiendo lo que me quiere decir, señor fiscal. —Que después de andar a salto de mata de un lado para otro durante tantos años, sin trabajar jamás como Dios manda, y sin siquiera intentar hacerlo, que yo sepa, repentinamente se haya establecido en un lugar y comenzado a trabajar en un empleo fijo. —La verdad es que no me gustaba mucho. —Sin embargo se quedó. —Es que Nick era uno de los hombres más simpáticos que he conocido. Después de ganarme unos chavos intenté decirle que estaba harto, pero no tuve valor al pensar en las dificultades que Nick había tenido siempre con sus dependientes. Cuando sufrió el accidente en la bañera y se hallaba en el hospital, me largué. Sencillamente me largué. Comprendo que debí portarme mejor, pero siempre he sido medio vagabundo, y cuando los pies me dicen: «Vamos», tengo que seguirlos. Y me largué sin decir nada. —Y después, al día siguiente de volver usted, su patrón se mata. —Señor fiscal, usted me hace sentir bastante mal. Porque aunque tal vez declare en forma distinta ante el jurado, a usted debo decirle que me considero en buena parte culpable de lo ocurrido. De no haber estado allí y de no haber invitado a Dick a beber, tal vez no habría sucedido lo que sucedió. Entiéndame, señor fiscal, es posible que todo eso no haya tenido nada que ver. No sé. Yo estaba completamente borracho, y en realidad no sé lo que ocurrió. Pero lo que es innegable es que si ella no hubiese tenido consigo dos borrachos en el coche, tal vez hubiese conducido mejor, ¿no? Por lo menos a mí me parece. Observé al fiscal para ver cómo se lo tomaba. Ni siquiera me miraba. Pero de pronto se levantó de un salto, se acercó a mi cama y me tomó de un hombro.
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—Vamos, Chambers, confiese. ¿Por qué se quedó trabajando seis meses con Papadakis? —Señor fiscal, no le comprendo. —Me comprende perfectamente. He visto a esa mujer, Chambers, y creo adivinar por qué se quedó. Ayer vino a mi despacho. Tenía un ojo amoratado y parecía muy maltrecha, pero a pesar de todo estaba bastante bien. Por una mujer como ella más de un hombre habría dicho adiós al camino, por muy andariegos que tuviese los pies. —Pues los míos siguieron siendo andariegos. No, señor fiscal. Le aseguro que está usted equivocado. —Sus pies no anduvieron mucho tiempo, Chambers. No, no, todo está demasiado bien. Tenemos aquí un accidente de coche que ayer era un caso evidente de homicidio por imprudencia y que hoy se nos ha evaporado hasta quedar en la nada. Mire donde mire, aparece un testigo que me cuenta algo. Y cuando trato de unir todas las declaraciones, resulta que no tengo nada. Vamos, Chambers, usted y esa mujer asesinaron al griego, y cuanto antes lo confiese, mejor será para usted. Confieso que en aquel instante ninguna sonrisa había en mis labios. Sentía que éstos se me paralizaban. Intenté decir algo, pero no pude articular una sola palabra. —Vamos, ¿por qué no me contesta? —Usted me está tendiendo una trampa, señor fiscal. Me está tendiendo una trampa, para hacerme caer en algo muy grave. No tengo nada que decirle. —Hace un momento usted estaba bastante locuaz, Chambers, cuando me decía que sólo la verdad podía sacarle con bien de este apuro. ¿A qué obedece este mutismo de ahora? —Es que usted me confunde. —Bueno. Vamos a considerar el asunto por partes, para que no se confunda. En primer lugar, usted ha tenido algo que ver con esa mujer, ¿verdad? —Nada de eso. —¿Y durante la semana que Papadakis estuvo en el hospital? ¿Dónde durmió todos esos días? —En mi habitación. —¿Y ella durmió en la suya? Vamos, Chambers… Le digo que he visto a esa mujer. Yo, en su caso, hubiera dormido en su habitación, aunque para ello tuviese que echar la puerta abajo y que me colgaran por violación. Y usted lo hubiese hecho también. Usted lo hizo. —Ni siquiera se me ocurrió.
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—¿Y todos esos viajes que hizo con ella al mercado de Hasselman, en Glendale? ¿Qué hacía con ella en el viaje de regreso? —Fue el mismo Nick quien me dijo que la acompañase. —No le pregunto quién le dijo que fuese. Le pregunto lo que hizo. Estaba tan intranquilo que tenía que hacer algo en seguida para disimular. Lo único que se me ocurrió fue fingirme enojado. —Bueno. Supongamos que sea como usted dice. No es cierto, pero usted dice que sí y no voy a contradecirle. Pero dígame: si la conquista de la mujer era tan fácil, ¿para qué eliminar al marido? Señor fiscal, he oído hablar de individuos que han cometido un crimen para obtener lo que usted dice que yo iba a conseguir, pero jamás he oído de nadie que asesine a un hombre para lograr algo que ya tenía. —Ah, ¿no? Pues voy a decirle por qué planeó usted el asesinato. En primer lugar, por la propiedad, por la que Papadakis pagó catorce mil dólares al contado; y además, por ese pequeño regalo de Reyes que usted y ella creyeron que iban a recibir y con el cual iban seguramente a recorrer mundo. Esa pequeña póliza de seguro contra accidentes, por diez mil dólares, que había sacado Papadakis. Yo seguía viendo su cara, pero todo se estaba volviendo oscuro y tenía que hacer desesperados esfuerzos para mantenerme sentado en el lecho. Un segundo después el fiscal me acercaba un vaso de agua a la boca. —Beba unos tragos. Le sentará bien. Bebí. Tenía que hacerlo. —¡Chambers! Creo que éste será el último asesinato en que usted intervendrá por mucho tiempo, pero si algún día intenta otro, cuide mucho de meterse con las compañías de seguros. Esas compañías están siempre dispuestas a gastar cinco veces más que la justicia de Los Ángeles para ventilar un proceso. Todas ellas tienen detectives cinco veces mejores que cualquiera de los que me es posible conseguir. Además, esas gentes saben lo que hacen y ahora andan ya siguiéndole el rastro. Para ellas este asunto significa dinero. Es en esto donde usted y ella cometieron el error. —Señor fiscal, que me muera si miento; hasta este momento ni siquiera había oído hablar de esa póliza de seguro. —Sin embargo se puso pálido como un muerto. —¿No le hubiera pasado a usted lo mismo? —Bueno, ¿por qué no me pone de su lado desde el primer momento? ¿Qué le parece si me lo confiesa todo, se declara culpable, y yo trato de aliviarle la pena todo lo posible? Le prometo pedir clemencia para usted y ella ¿En qué queda todo eso que me decía hace un rato sobre la verdad y que únicamente por medio de
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ella podría salvarse? ¿Cree que podrá zafarse con mentiras? ¿Cree que yo permitiré eso? —No sé lo que usted está dispuesto a permitir. Y no me importa absolutamente nada. Usted defiende su causa y yo la mía. Pero yo soy inocente de ese asesinato y a eso me aferró. ¿Me ha comprendido? —Así que ahora se hace el malo, ¿eh? Muy bien; aténgase a las consecuencias. Y escuche lo que más adelante va a oír el jurado. En primer lugar, usted dormía con esa mujer, ¿no es así? Después, Papadakis sufrió un pequeño accidente, y usted y ella se divirtieron en grande mientras duró su ausencia. De noche juntos en la cama, y de día en la playa, y entre una cosa y otra agarraditos de la mano y mirándose a los ojos. Pero un día se les ocurrió a los dos una excelente idea. Ahora que el griego había sufrido un accidente convendría convencerle de que se sacase una póliza de seguros y después quitarle de en medio. Y usted se fue para que ella tuviese la oportunidad de convencerlo. Ella se esforzó y, por fin, consiguió lo que quería. El griego se sacó el seguro, una buena y suculenta póliza, que lo protegía contra posibles accidentes, enfermedades y todo lo demás. La primera cuota le costó cuarenta y seis dólares con setenta y dos centavos. Ya estaba todo listo. Dos días después, Frank Chambers se encontró en la calle con Nick Papadakis, en la forma más casual del mundo, y Nick hizo lo posible para que volviese a trabajar con él. ¡Y qué cosa! Nick y su mujer habían decidido ir a Santa Bárbara y ya tenían reservada habitación en el hotel y todo. Y, claro está, Nick invitaría a Chambers a que fuese con ellos, para recordar los viejos tiempos. Y usted fue con ellos, Chambers. Emborrachó al griego y se emborrachó usted, pero no tanto. Metió un par de botellas de vino en el coche, para despistar a la policía. Después tomaron el camino de la playa de Malibu, para que ella la conociese. ¿No le parece que ésta fue una gran idea? Eran las once de la noche y ella iba a llevar el coche hasta la playa, para mirar un montón de casas con unas cuantas olas a unos metros de distancia. Pero no consiguieron llegar allí. Se detuvieron. Y mientras estaban detenidos, «coronó» al griego con una de las botellas de vino. Un hermoso objeto para golpear a un hombre, Chambers, y nadie lo sabía mejor que usted, porque fue también con una botella de vino con lo que desmayó a ese detective de ferrocarril de Oakland, ¿recuerda? Bueno. Lo liquidó y entonces ella puso en marcha el coche. Y mientras salía al estribo, usted, desde el asiento de atrás, se inclinó para tomar el volante y alimentar el motor con el acelerador de mano. No necesitaba mucho combustible porque estaba en segunda. Y después que ella estuvo en el estribo tomó el volante y siguió haciendo funcionar el acelerador de mano. Le tocó a usted el turno de salir al estribo. Pero usted estaba un poco borracho, ¿verdad? Estuvo demasiado lento y ella lanzó el coche sobre el borde demasiado pronto. Ella saltó y usted se quedó atrapado, ¿no fue así? Usted, seguramente,
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piensa que un jurado no creerá eso. Pues lo creerá, amiguito, porque le voy a demostrar todo lo que digo, desde el principio al fin del viaje y, cuando lo haga, no habrá clemencia para usted. Irá derechito a la horca, y cuando lo bajen lo enterrarán junto a todos los otros que fueron demasiado idiotas para llegar a un acuerdo conmigo, cuando tuvieron la oportunidad de salvar el pellejo. —Nada de lo que usted acaba de decir ocurrió, por lo menos, que yo sepa. —¿Qué es lo que intenta decirme ahora? ¿Que fue ella quien lo asesinó? —No trato de decirle que lo asesinó nadie. ¡Y déjeme en paz! No ocurrió nada de lo que usted acaba de decir. —¿Usted cómo lo sabe? Creí que me había dicho hace un rato que estaba completamente borracho. —No ocurrió nada de eso, que yo sepa. —¿Entonces quiere decir que fue ella? —No quiero decir nada de eso. Quiero decir lo que digo y nada más que lo que digo. —Escúcheme, Chambers. En el coche iban tres personas: usted, ella y el griego. No hay duda de que el griego no fue quien lo hizo. Si no fue usted, entonces no queda más que otra persona: ella. ¿No le parece? —¿Y quién diablos dice que alguien lo haya hecho? —Yo. Y ahora creo que vamos progresando, Chambers, porque puede ser que no haya sido usted el culpable. Usted asegura que dice la verdad, y es muy posible que sea así. Pero si usted dice la verdad, y no tenía interés alguno en esa mujer más que como esposa de un amigo, entonces tiene que hacer algo, ¿no le parece? Y ese algo es firmar una demanda contra ella. —¿Qué quiere decir con eso de demanda? —Si mató al griego, se deduce que también intentó matarle a usted. Y usted no debe permitir que ella no reciba el castigo que se merece. Si no, cualquiera podría sospechar que en todo esto hay algo bastante raro. Pasaría usted por idiota si dejara que todo quedase así. Ella asesina al marido para cobrar la póliza del seguro y trata de matarle a usted también. Usted tiene que hacer algo, ¿no le parece? —Si supiese que es cierto, tal vez, pero no me consta. —Pero si yo se lo probase tendría que firmar, ¿no? —Claro, siempre que usted me lo probara. —Muy bien. Se lo probaré. Cuando usted detuvo el coche bajó al camino, ¿no es así? —No.
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—¡Como! Creí que estaba tan borracho que no recordaba nada. Ésta es la segunda vez que recuerda usted algo en los últimos minutos, Chambers. Me asombra. —Quise decir que no recuerdo. —Pero bajó. Escuche la declaración que tengo aquí: «No me fijé mucho en el coche, como no fuera para ver que una mujer estaba sentada al volante y que un hombre, en el interior, reía a carcajadas cuando cruzamos, mientras otro hombre se hallaba en el camino, detrás del coche, descompuesto.» Ese hombre descompuesto era usted, lo cual demuestra que bajó del coche. Fue en ese momento cuando ella golpeó a Papadakis con la botella. Y cuando usted volvió no se dio cuenta de nada porque estaba borracho como una cuba y Papadakis estaba muerto ya. Usted se recostó en el respaldo del asiento y se quedó dormido, y entonces ella puso el coche en segunda, lo siguió alimentando sin parar un segundo con el acelerador de mano, y en cuanto se hubo pasado al estribo lanzó el coche al precipicio. —Eso no es una prueba. —Sí, lo es. Ese testigo Wright dice que el coche iba dando tumbos barranco abajo cuando él dio la vuelta a la última curva del camino, pero que la mujer estaba allí arriba, en el camino, haciendo señales de socorro. —Tal vez saltó. —Si saltó es muy extraño que se haya llevado la cartera, ¿verdad? Chambers: ¿cree usted que una mujer puede conducir un coche con la cartera en la mano? Y cuando salta del coche, ¿cree que le queda tiempo para recoger la cartera? No, Chambers, eso no es posible. No es humanamente posible saltar de un coche cerrado que va dando tumbos barranco abajo. Lo que pasa es que la mujer no estaba ya en el coche cuando éste se despeñó. Creo que he probado perfectamente lo que dije, ¿no le parece? —No sé. —¿Cómo que no sabe? ¿Va a firmar la acusación o no? —No. —Escuche, Chambers, y ponga toda su atención a lo que voy a decirle. No fue una casualidad que el coche cayera al precipicio precisamente un segundo antes. Es que usted ella tenían que salvarse, y ella no estaba dispuesta a que fuese usted. —Déjeme tranquilo. No sé de qué está usted hablando. —Y oiga esto otro. Sigue siendo una cuestión entre usted o ella. Si usted, como me lo ha asegurado varias veces, es inocente del crimen, será mejor que firme esa acusación. Porque si no la firma, entonces ya sé a qué atenerme. Y lo mismo ocurrirá con el jurado. Y el juez. Me miró fijamente por espacio de unos segundos y luego salió,
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pero para regresar poco después con otro individuo. Éste se sentó e hizo un formulario con una estilográfica. Cuando terminó, Sackett me lo acercó. —Firme, Chambers. Aquí. Firmé. Mi mano transpiraba tanto que el tipo que había traído el fiscal tuvo que secar el papel.
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Cuando el fiscal se retiró, volvió a la habitación el agente de policía, y me propuso jugar una partida de cartas. Jugamos unas manos, pero no podía concentrar la mente en el juego. Para disculparme le dije que me ponía nervioso tener que manejar las cartas con una sola mano, y dejamos de jugar. —Parece que el fiscal lo tiene atrapado, ¿no? —Un poco. —Es un verdadero león. No hay uno que consiga escapársele. Tiene toda la traza de un predicador religioso, lleno de amor a la humanidad; pero la verdad es que tiene un corazón de piedra. —Tiene razón, de piedra. —En esta ciudad no hay más que un tipo que le gana siempre. —¿Sí? —Un tipo que se llama Katz. ¿No ha oído usted hablar de él? —Sí, claro. —Es amigo mío. —Es de esa clase de amigos que vale la pena tener. —Oiga una cosa, Chambers. Usted, por ahora, no debe nombrar abogado. Todavía no ha sido acusado oficialmente, y hasta que eso ocurra no puede llamar a un abogado. Pueden tenerlo hasta cuarenta y ocho horas incomunicado, lo cual quiere decir que no le permitirán ver a nadie de afuera. Pero si se presenta aquí por su cuenta no puedo impedirle que lo vea, ¿comprende? No sería difícil que Katz viniese a verle, si yo le encontrase por casualidad y hablase con él. —Eso quiere decir que le pasan una comisión, ¿no? —Eso significa solamente que Katz es un buen amigo mío. Ahora,
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que, claro, si no me diese comisión no sería un buen amigo mío, ¿verdad, Chambers? ¡Es un gran tipo! Es el único en esta ciudad capaz de pegársela al fiscal Sackett. —Muy bien. Acepto. Y cuanto antes, mejor. —En seguida vuelvo. Salió por un corto rato, y cuando volvió me guiñó un ojo. Y, en efecto, poco después llamaron a la puerta y entró Katz. Era un hombre pequeñito, de unos cuarenta años de edad, de rostro apergaminado y bigotito negro. Lo primero que hizo al entrar fue extraer de uno de sus bolsillos una bolsita de tabaco Bull Durham y un librillo de papel de fumar, con los cuales se lió lentamente un cigarrillo. Cuando lo encendió dejó que el cigarrillo se quemara hasta la mitad por una punta, y luego no volvió a ocuparse de él. El cigarrillo quedó allí, pendiente de un lado de su boca, y si estaba encendido o apagado, o si Katz estaba dormido o despierto, nunca pude saberlo. Estaba allí sentado, con los ojos semicerrados, una pierna echada sobre el brazo del sillón y el sombrero en la nuca. Podía pensarse que era un espectáculo deprimente para un tipo en mi situación, pero no lo era. Tal vez estuviese dormido, pero aun así, daba la impresión de saber más que muchos hombres despiertos, y al mirarlo, sentí que se me hacía un nudo en la garganta. Parecía como si, por fin, las nubes se disipasen y empezase a brillar el sol. El policía le miraba mientras encendía el cigarrillo, como si fuese Cadona ejecutando el triple salto mortal; no tenía ninguna gana de salir de la habitación, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Una vez que nos quedamos solos, Katz me hizo un ademán con la mano, indicándome que empezase a hablar. Le conté lo del accidente, que el fiscal Sackett trataba de echarnos el cargo de haber asesinado al griego para cobrar el seguro y que me había obligado a firmar esa acusación en la cual decía que Cora había intentado asesinarme a mí también. Katz se limitó a escuchar sin interrumpirme, y una vez que hube terminado se quedó sin decir nada durante unos minutos. Por fin se puso en pie. —No cabe duda de que Sackett lo tiene bien agarrado. —No debí firmar ese papel. No creo en lo más mínimo que ella haya hecho semejante cosa. Pero me confundió. Me puso nervioso. Y ahora no sé qué demonios hacer. —No debió firmar ese papel de ninguna manera. —Señor Katz, ¿quiere hacerme un favor? ¿Quiere ir a verla y decirle que…? —Iré a verla. Y le diré todo lo que le conviene saber. En cuanto a lo demás, yo soy quien llevará este asunto, y eso quiere decir que lo llevaré yo. ¿Estamos? —Sí, señor.
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—Estaré con usted cuando comparezca. O si no estoy yo, estará alguien elegido por mí. Toda vez que ese maldito fiscal le ha convertido a usted en querellante al conseguir que firmase la acusación, tal vez no me sea posible representarle a usted y a ella, pero de todas maneras el asunto queda en mis manos. Una vez más le digo que eso significa que, haga lo que haga, yo soy quien lleva el asunto. —Perfectamente, señor Katz. —Hasta la vista.
Aquella noche me colocaron nuevamente sobre una camilla y me llevaron ante el juez para iniciar el proceso. Era un tribunal sin jurado, no de los comunes. El salón de audiencias no tenía esa pequeña tribuna especial para los miembros del jurado, ni el lugar destinado a los testigos. El juez se hallaba sentado en una plataforma. A su lado había varios agentes de policía y frente a él una larga mesa que atravesaba toda la habitación. El que tenía algo que decir al juez apoyaba la barbilla en esa mesa y lo decía. Había bastante gente en el salón y los fotógrafos de los diarios sacaban fotografías mías con magnesio. Por el constante zumbido de voces era fácil comprender que iba a ocurrir algo importante. Tendido en la camilla, no me era posible ver mucho, pero por un instante vi a Cora, sentada en la primera fila con Katz, y al fiscal Sackett, que hablaba con unos individuos en un extremo del salón. Dos agentes de policía cogieron mi camilla y me llevaron frente a la mesa, colocándome sobre otras dos pequeñas que habían corrido para ello. Apenas me habían puesto las mantas para taparme, cuando dictaron sentencia en el caso de una mujer china. Un agente empezó a batir palmas para imponer silencio. Mientras lo hacía, un joven a quien no había visto en mi vida se inclinó ante mí y me dijo que se llamaba White y que Katz le había encomendado que me representase. Hice un movimiento afirmativo de cabeza, pero él siguió diciéndome en voz baja que Katz le había enviado. El policía se irritó y batió palmas con más fuerza. —Cora Papadakis. Cora se puso en pie y Katz la llevó hasta colocarla frente a la plataforma del magistrado. Casi me tocó al pasar, y me pareció extraño percibir su olor, el mismo olor que siempre me había enloquecido, en medio de todo eso. Tenía un aspecto algo mejor que el día anterior. Se había puesto otra blusa, que le quedaba bien, y su traje había sido cepillado y planchado. Tenía los zapatos limpios y su ojo aparecía amoratado, pero la hinchazón había desaparecido. La otra gente se acercó a la plataforma al mismo tiempo que ella, y cuando se hubieron colocado en fila el policía les ordenó que levantasen la mano derecha y empezó a farfullar algo acerca de la
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verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. En mitad de la frase se detuvo para comprobar si yo había levantado la mano derecha. No lo había hecho, pero la levanté en seguida, y entonces él volvió a farfullar toda la letanía, que nosotros fuimos repitiendo después de él. El magistrado se sacó los lentes y anunció a Cora que estaba acusada de haber dado muerte a Nick Papadakis y de intento de asesinato contra la persona de Frank Chambers. Le dijo que podía formular una declaración si quería, pero le previno que cualquier cosa que dijese podría ser utilizada en su contra. Agregó que la acusada tenía derecho a ser representada por un abogado, que se le concedía un plazo de ocho días para alegar y que la corte escucharía su alegato en cualquier momento durante dicho período. La tirada fue larga, y durante su transcurso se oyeron varias toses en el salón. Después habló Sackett, el fiscal. Dijo lo que iba a probar. Fue más o menos lo mismo que había dicho por la mañana en el hospital, sólo que en un tono más solemne que el demonio. Cuando terminó de hablar, empezó a presentar sus testigos. Primeramente compareció el médico de la ambulancia, que informó cuándo había muerto el griego y dónde. A continuación fue presentado el médico de la cárcel, que había hecho la autopsia al cadáver. Después le fue tomada la declaración al secretario del investigador judicial, que identificó las minutas de la investigación y las dejó en poder del magistrado. Y por fin comparecieron otros dos individuos, pero no puedo recordar lo que dijeron. Cuando terminaron las declaraciones todo lo que se había conseguido probar era que el griego estaba muerto, y como yo ya sabía eso, no presté gran atención. Katz no hizo una sola pregunta a ninguno de los testigos. Cada vez que el magistrado miraba hacia el lugar donde se hallaba el abogado, éste le hacía un movimiento con la mano y el juez ordenaba que retirasen al testigo. Una vez que tuvieron al griego lo suficientemente muerto como para quedar satisfechos, el fiscal Sackett empezó a hablar de nuevo, pero esta vez la cosa iba en serio. Llamó a un hombre que, según informó al juez, representaba a la corporación de Seguros contra Accidentes, de los Estados del Pacífico, y éste declaró que el griego había sacado una póliza de seguro cinco días antes de su muerte. Explicó contra qué cosas protegía aquel seguro y dijo que el griego recibiría veinticinco dólares durante cincuenta y dos semanas si se enfermaba; la misma cantidad y por igual período de tiempo si resultaba herido en un accidente que le impidiese trabajar, y que la compañía le entregaría cinco mil dólares si perdía un miembro y diez mil dólares si perdía dos, pero que si perecía en un accidente su viuda recibiría diez mil dólares, que se aumentarían a veinte mil si el accidente ocurría en un tren. Al llegar aquí parecía ya que el representante estuviera haciendo el
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artículo, y el magistrado, con un gesto de impaciencia, levantó una mano. —Tengo todos los seguros que necesito. Se oyó un coro de risas y hasta yo me reí. ¡Hay que ver lo chistoso que había estado! Sackett hizo unas cuantas preguntas más y el magistrado se volvió para mirar a Katz. El abogado meditó unos segundos, y cuando por fin dirigió la palabra al agente de seguros lo hizo en voz baja y clara, como si quisiese asegurarse de que oiría perfectamente cada una de sus palabras. —¿Usted es parte interesada en este proceso? —En cierto sentido lo soy, señor Katz. —Usted desea evitar el pago de la indemnización basándose en que se trata de un crimen, ¿verdad? —En efecto, así es. —¿Y cree usted realmente que se ha cometido un crimen, que esta mujer ha dado muerte a su esposo para cobrar el importe del seguro y también trató de dar muerte a este hombre, o lo puso deliberadamente en una situación de peligro que pudo haberle causado la muerte, todo ello como parte de un plan tendiente a obtener la indemnización? El otro esbozó una sonrisa y meditó unos instantes, como si quisiese devolver la atención y asegurarse de que el abogado entendería todas y cada una de sus palabras. —En respuesta a su pregunta, señor Katz, le diré que ya con anterioridad he tenido que solucionar miles de casos parecidos, casos de fraude que llegan a mi escritorio todos los días, y creo que puedo decir, con entera justicia, que poseo una experiencia poco común en esta clase de investigaciones. Debo declarar que jamás he visto un caso más claro que éste en todos mis años de trabajo para la compañía que represento y otras. No solamente creo que se ha cometido un crimen, señor Katz. La verdad es que lo sé. —Eso es todo, Excelencia; declaro a mi representada culpable de ambos cargos. Si hubiesen dejado caer una bomba en la sala de audiencias, no podría haber causado una conmoción mayor. Los reporteros de los diarios salieron corriendo corno galgos y los fotógrafos se aproximaron rápidamente a la plataforma, para obtener sus instantáneas. Unos y otros chocaban entre sí, hasta que el magistrado se irritó y empezó a golpear sobre la mesa para restablecer el orden. Sackett parecía que hubiese recibido un tiro, y por todas partes se oía un zumbido como si de repente le hubiesen acercado a uno una caracola al oído. Yo seguía tratando de ver el rostro de Cora, pero lo único que podía divisar era un ángulo de su boca, que se contraía nerviosamente, como si alguien la estuviese
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pinchando con una aguja a cada minuto.
Cuando salí de mi ensimismamiento, dos hombres habían levantado mi camilla y siguieron con ella al joven White, que salió de la sala de audiencias. Atravesaron conmigo un par de grandes salas y llegaron a una habitación en la cual había tres o cuatro agentes de policía. White dijo algo sobre Katz y los agentes se retiraron. Pusieron mi camilla sobre una mesa y los que me habían traído se retiraron también. White se estuvo paseando por la habitación, hasta que se abrió una puerta y apareció Cora, acompañada por la celadora de la prisión. Después White y la celadora se fueron, se cerró la puerta, y Cora y yo nos quedamos solos. Traté de pensar en algo que decir, pero no se me ocurrió nada. Cora comenzó a andar de un lado a otro sin mirarme. La boca seguía contrayéndosele como antes. Yo estaba todavía sin saber qué decir, hasta que de pronto se me ocurrió algo. —Nos han tomado el pelo, Cora. No me contestó. Sencillamente, siguió andando de un lado a otro. —Katz, el tipo ese, no es más que un espía de la policía. Fue uno de los agentes quien me lo recomendó. Yo creí que se trataba de un tipo decente. Pero nos ha tomado el pelo. —No, Frank. No nos ha tomado el pelo. —Te digo que sí. Yo debía haber sospechado cuando ese agente me habló tan bien de él. Pero no sospeché nada. Creí que era un tipo decente. —A mí sí que me han tomado el pelo, pero a ti no. —A mí también. Ese tipo me engañó por completo. —Ahora lo comprendo todo. Comprendo por qué era yo quien tenía que conducir. Y comprendo también por qué era yo, la otra vez, quien tenía que aplicarle el cachiporrazo. Sí, sí, no hay duda; me enamoré de ti porque eras un hombre listo, y ahora descubro que eres listo de veras. ¿No te parece que es gracioso? Enamorarse de un hombre porque es listo y después descubrir en carne propia que efectivamente lo es. —¿Qué es lo que quieres decir, Cora? —¡Me han tomado el pelo! ¡Vaya si me lo han tomado! ¡Tú y ese canalla de abogado! Todo quedó perfectamente arreglado, y también quedó arreglado que yo apareciese como culpable de querer asesinarte a ti. Así no podrán sospechar que tú habías tenido algo que ver en el asunto. Después tú y el abogado me declarasteis culpable, de modo que tú te ves libre de todo. No hay duda de que he sido una perfecta idiota, Frank. Pero no tan idiota como tú crees. Escúchame, Frank Chambers. Cuando yo haya salido de este asunto, vas a ver lo listo que eres. A veces, una persona puede resultar demasiado lista, ¿sabes?, ¡demasiado lista!
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Intenté hablarle, pero fue inútil. Y cuando ella había llegado a un estado tal que sus labios habían palidecido bajo el rouge, se abrió la puerta y entro Katz. Traté de abalanzarme a su cuello. Pero no me fue posible moverme. Me habían sujetado firmemente con correas, de modo que no podía hacer movimiento alguno. —¡Salga de aquí, espía! Así que usted era quien iba a llevar el asunto, ¿eh? ¡ya lo creo que lo llevaba! Pero ahora lo he desenmascarado y ya sé a qué atenerme. ¿Me oye? ¡Salga de aquí! —Caramba, señor Chambers, ¿qué le pasa? Cualquiera hubiera creído, al verle, que era un bondadoso sacerdote consolando a un chico a quien alguien le hubiera arrebatado un caramelo. —¿Se puede saber qué le pasa? ¡Claro que estoy manejando el asunto! Ya se lo dije desde el primer momento. —Tiene usted razón. Pero que Dios le libre si llego a ponerle las manos encima. El abogado miró a Cora, como si no entendiese nada de todo aquello y creyese que ella podía aclararle el misterio. Cora se le acercó. —Este hombre —dijo señalándome— y usted se confabularon en mi contra para que él pudiese salir libre y yo cargase con toda la culpa. Pero quiero decirle una cosa: él es tan culpable como yo y no va a salirse con la suya tan fácilmente. Voy a confesarlo todo. ¡Voy a confesarlo todo, y ahora mismo! Katz la miró y movió melancólicamente la cabeza, y la suya fue la mirada más rara que yo haya visto jamás en los ojos de un hombre. —Querida señora —dijo por fin—. En su caso, yo no haría eso. Si usted me permite que yo siga llevando este asunto… —Usted ya lo ha llevado hasta ahora. En adelante voy a llevarlo yo. Katz se puso en pie, se encogió de hombros y salió. Apenas desapareció entró un individuo de enormes pies y congestionado cuello, con una pequeña máquina portátil de escribir. La puso sobre una silla, encima de un par de libros, se sentó frente a ella y miró a Cora. —El señor Katz me dijo que usted desea formular una declaración. Estoy a sus órdenes. Tenía una vocecita chillona y una especie de sonrisa cuando hablaba. —Es cierto. Una declaración. Cora empezó a hablar espasmódicamente, de a dos o tres palabras a la vez, y no bien salían de sus labios el individuo las iba escribiendo con la máquina. Dijo todo. Se remontó al principio,
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contando cómo me había conocido, cómo empezamos a andar juntos y cómo intentamos matar al griego una vez, pero fracasamos. Mientras hablaba, un agente de policía asomó la cabeza un par de veces por la puerta, pero el hombre de la máquina le hizo un ademán con la mano. —Unos segundos solamente. —Está bien. Cuando hubo terminado, Cora agregó que no sabía nada del seguro de su marido y que no lo habíamos hecho por eso, sino para deshacernos de él. —Eso es todo —dijo por fin. El hombre juntó las hojas y ella firmó donde él le indicó. Después puso sus iniciales en cada una de ellas. El hombre sacó un sello de notario y mojó en la almohadilla el pulgar de la mano derecha de Cora, aplicándolo después junto a la firma. Después guardó los papeles, cerró la máquina y se fue. Cora se acercó a la puerta y llamó a la celadora. —Cuando quiera, ya he terminado. La celadora se la llevó. Después entraron los camilleros y se me llevaron a mí. Iban a paso redoblado, pero en el pasillo hubieron de detenerse a causa de la muchedumbre que quería ver a Cora, que estaba frente a los ascensores con la celadora, esperando que la llevasen a su celda, en el último piso del Palacio de Justicia. Por fin los camilleros pudieron avanzar, pero la manta que me cubría se me había resbalado y la arrastraba por el suelo. Cora la recogió, la acomodó sobre mi cuerpo y después se volvió rápidamente.
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Me llevaron otra vez al hospital, pero en lugar del agente de policía que antes me vigilaba encontré al hombre que acababa de escribir la confesión de Cora. Se acostó en la otra cama que había en mi habitación. Intenté dormir, y después de un rato lo conseguí. Soñé que Cora me miraba y que yo intentaba decirle algo, pero no podía. Después, ella desapareció y me desperté. En mis oídos sonaba incesantemente aquel crujido, aquel espantoso crujido de la cabeza de Nick cuando la golpeé con la llave inglesa. Volví a
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quedarme dormido, y soñé que me caía. Me desperté agarrado a mi propio cuello, y sonando insistentemente en mis oídos aquel espantoso ruido de huesos rotos. Una de las veces, cuando me desperté, estaba gritando como un loco. —¿Qué le pasa, amigo? —me preguntó el hombre, apoyándose en el codo. —Nada… Una pesadilla. —Bueno. No me dejó solo ni un instante. Por la mañana hizo que le trajesen una palangana con agua, sacó del bolsillo los útiles de afeitar y se afeitó. Después se lavó. Trajeron el desayuno y él se tomó el suyo en la mesita. No hablamos una palabra.
Me trajeron un diario, y apenas lo abrí vi una gran fotografía de Cora en la primera página y más abajo otra mía más chica, tendido en la camilla. A Cora la llamaban la «Asesina de la botella». La nota decía cómo había sido declarada culpable y que ese mismo día, por la tarde, se dictaría sentencia. En una de las páginas interiores se decía que, según opinión general, este caso había de batir todos los récords de rapidez. Había un recuadro con la declaración de un sacerdote de que si todos los procesos fuesen llevados a cabo con esa rapidez, se conseguiría con ello impedir la delincuencia mucho más efectivamente que por medio de un centenar de leyes. Recorrí todo el diario buscando la confesión de Cora, Pero no estaba. A eso de las doce entró en mi habitación un médico joven. Inmediatamente se puso a pasarme alcohol por la espalda, para quitarme el emparchado. Debía haberlo mojado todo, pero la mayor parte me lo quitó en seco, produciéndome un dolor espantoso. Cuando me hubo quitado una parte descubrí que podía moverme. El resto me lo dejó y una enfermera me trajo mi ropa. Me la puse. Entraron los camilleros y me ayudaron a llegar hasta el ascensor y salir del hospital. Frente a la puerta había un coche esperándome, con un chófer. El hombre que había pasado la noche conmigo me ayudó a subir y acomodarme en el asiento. Recorrimos unos doscientos metros y me ayudó a bajar. Los dos penetramos en un edificio de oficinas y subimos en el ascensor hasta una de ellas; allí estaba Katz con la mano extendida, sonriendo muy satisfecho. —Todo ha terminado —dijo—. ¡Magnífico! —¿Cuándo la llevan a la horca? —¿A la horca? Nada de eso. Está afuera ya, libre. Libre como un pájaro. Vendrá aquí dentro de unos instantes, en cuanto terminen algunos trámites legales en el juzgado. Pase. Le contaré cómo fue.
Me hizo entrar en otra oficina en cuya puerta se leía la palabra «Privado», y cerró aquélla. En cuanto hubo encendido un cigarrillo,
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que se quemó por una punta casi hasta la mitad y le quedó pegado entre los labios, empezó a hablar. No le reconocía. Parecía imposible que un hombre que el día anterior había tenido esa traza tan de dormido, pudiese estar hoy tan excitado. —Chambers… —empezó diciendo—, éste es el caso más extraordinario que me ha tocado defender en mi vida. Me hice cargo de él y lo he terminado en menos de veinticuatro horas, y sin embargo puedo decir que jamás he tenido ninguno como éste. Bueno… la pelea de Dempsey y Firpo duró menos de dos rounds, ¿no es cierto? No se trata de que dure una cosa, sino de lo que uno hace mientras dura. Sin embargo, no puede decirse que ésta haya sido una pelea. Fue más bien una partida de naipes entre cuatro que tenían todos cartas casi muy buenas y había que ganar. Usted creerá que lo difícil es ganar con cartas malas. ¡Ya! De esas cartas malas tengo todos los días. Pero déme usted una partida como ésta, donde todos tienen su triunfo, donde todos tienen cartas que deben ganar, si saben jugarlas, y observará, entonces, amigo Chambers, que me hizo un enorme favor al llamarme para que me hiciese cargo de esto. Jamás conseguiré un caso igual. —Bueno, está bien, Katz, pero hasta ahora no me ha dicho usted nada. —Ya se lo diré, no se preocupe por eso. Pero no me sería posible explicarle cómo se jugó la partida, sin antes extender ante usted los naipes que teníamos. Empezaré por usted y la mujer. Los dos tenían las mejores cartas. Porque el asesinato había sido perfecto, Chambers. Tal vez ni usted mismo se da cuenta de lo perfecto que fue. Todo eso con lo que el fiscal Sackett trató de asustarle: que la mujer no estaba en el coche cuando éste se precipitó al barranco, que llevaba consigo la cartera, y demás, no servía para gran cosa. Un coche no cae a un precipicio en una fracción de segundo, ¿verdad? Y una mujer puede coger su cartera antes de saltar del coche, ¿no? Eso no probaba ningún crimen. Lo único que probaba es que ella era una mujer como todas. —¿Y cómo se enteró usted de todo eso? —Por el mismo Sackett. Anoche me invitó a cenar con él, y durante toda la cena estuvo gozando por anticipado de su triunfo. ¡Me trataba con una compasión, el muy idiota!… Sackett y yo somos enemigos. Somos los más cordiales enemigos del mundo. Él vendería su alma al diablo por ganarme un proceso; yo haría lo mismo con respecto a él. Hasta hicimos una apuesta sobre el caso. Apostamos cien dólares. Él se burlaba a su gusto de mí, porque creía que tenía un caso perfecto, caso en el que la mano final sería jugada por el verdugo. Era muy divertido eso de que dos tipos se jugasen cien dólares por saber qué nos haría el verdugo a Cora y a mí, pero lo que me interesaba era que Katz siguiera con su historia. —Y si nosotros teníamos cartas perfectas, ¿de qué le valían a
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Sackett las suyas? —A eso voy. Ustedes tenían cartas perfectas, pero Sackett sabía que ningún hombre o mujer hubiera podido jugarlas jamás, si el fiscal jugaba las suyas como debía. Sabía que lo único que tenía que hacer era que fueran el uno contra el otro, y el asunto estaba resuelto. Eso era lo primero. Después, Sackett ni siquiera tuvo que trabajar en el caso. Tenía a la compañía de seguros, que iba a hacer eso por él, sin que tuviese que mover ni un dedo. Eso era lo que más le gustaba a Sackett. Lo único que tenía que hacer era jugar sus cartas, y el pozo se le vendría sólito a las manos. ¿Qué hizo entonces? Tomó todos los datos que la compañía de seguros le proporcionó, y con ellos se fue a verlo a usted, asustándole de manera que le obligó a firmar la acusación. Con eso anulaba el mejor triunfo de usted, que era el hecho de estar seriamente herido. Si usted se hallaba en esas condiciones, todo hacía suponer que la muerte del griego había sido un accidente, y sin embargo, Sackett utilizó esa circunstancia para acusar a la mujer. Y usted firmó la acusación, porque tuvo miedo de que, de no hacerlo, Sackett descubriera que el autor del crimen había sido usted. —Lo que pasó fue que me acobardé, eso es todo. —El miedo es un factor que siempre se da por descontado en un caso de asesinato. Y nadie tanto como Sackett. Bueno. Sackett le tenía a usted como él quería. Iba a hacerlo declarar en contra de la mujer, y sabía perfectamente que una vez que usted hubiese hecho eso ningún poder del mundo podría impedir que ella lo acusase también a usted. Esa era la situación cuando fuimos a cenar juntos. Sackett se burlaba de mí. Me compadecía. Me apostó los cien dólares. Pero yo tenía en mis manos un triunfo con el cual estaba seguro que podía ganarle la partida, siempre que lo jugase bien. Bueno, Chambers, usted ya ve cuáles eran mis cartas. ¿Qué observa usted en ellas? —No mucho. —¿Pero qué? —Si he de serle franco, nada. —Le pasa a usted lo mismo que le pasó a Sackett. Pero fíjese bien en lo que voy a decirle ahora. Después que le dejé a usted ayer, fui a verla a ella y conseguí que me diese una autorización para abrir la caja de caudales de Papadakis en el banco. Y en esa caja de caudales encontré lo que esperaba. Había en ella otras pólizas de seguros, y una vez que fui a ver al agente que las hizo, descubrí lo siguiente: esa póliza de seguro contra accidente no tenía nada que ver con el accidente que Papadakis había sufrido hacía una semana. El agente había descubierto que la póliza de seguro que Papadakis tenía para su coche estaba casi vencida y fue a verlo para que la renovara. Cuando llegó, la mujer no estaba
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allí. Habló con Papadakis y arreglaron rápidamente la nueva póliza del coche, contra incendio, robo, choque, etc. Entonces el agente le hizo ver a Papadakis que estaba cubierto para todo salvo un accidente personal, y le propuso que sacase una póliza que le protegiese contra esa clase de riesgos. Papadakis se interesó inmediatamente. Tal vez su interés obedecía al primer accidente que sufrió, pero si fue así, el agente no se enteró de nada. Papadakis firmó todo y dio su cheque al agente, y al día siguiente le llegaron las pólizas por correo. No sé si usted lo sabe, pero esos agentes trabajan para varias compañías a la vez. No todas aquellas pólizas eran para una misma compañía. Ése es el primer punto que Sackett olvidó. Pero lo principal que había que recordar era que Papadakis no tenía solamente el nuevo seguro. Tenía también las pólizas viejas y estas últimas tenían todavía una semana de vigencia. Muy bien. Ahora, vamos a poner las cosas en orden. La póliza contra accidente personal de la Compañía de los Estados del Pacífico es por la suma de diez mil dólares. La de la Guarantee de California es una nueva, por diez mil dólares, y cubre las obligaciones públicas, y la de la Rocky Mountain Fidelity, una póliza vieja, es similar. Ésta era mi primera carta. Sackett tenía una compañía de seguros que trabajaba en su favor por diez mil dólares, pero yo tenía dos compañías de seguros que trabajaban en mi favor por veinte mil dólares. ¿Me comprende? —No. —Es muy fácil. Mire. Sackett le robó a usted su mejor triunfo, ¿no es así? Bien, yo hice lo mismo con él. Usted estaba herido, ¿verdad? Estaba seriamente herido. Si Sackett conseguía que el jurado declarase culpable a la mujer de asesinato y usted la demandaba por daños y perjuicios, en virtud de las heridas sufridas como consecuencia de aquel asesinato, el jurado le asignaría a usted lo que pidiese. Y esas dos compañías de seguros estaban obligadas a pagar hasta el último centavo de las dos pólizas por ese juicio. —Ahora voy comprendiendo. —Era una bonita jugada, Chambers. Preciosa. Me encontré con ese triunfo en la mano, pero ni usted, ni Sackett, ni la compañía de seguros que trabaja para él se enteraron, porque todos estaban muy ocupados haciéndole el juego a Sackett y éste estaba tan seguro de ganar el pozo que ni siquiera pensó en nada. Dio unos paseítos por la habitación, mirándose al espejo cada vez que pasaba frente a él. Después prosiguió. —Muy bien. Una vez en posesión de aquel triunfo, tuve que pensar muy cuidadosamente cómo debía jugarlo. Tenía que hacerlo rápidamente, porque Sackett había jugado ya su carta y la confesión estaba al caer en cualquier momento. Podía producirse en la primera audiencia, en cuanto ella le oyese a usted declarar en su contra. ¿Qué hice yo, entonces? Muy sencillo. Esperé que
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hubiese declarado el agente de la compañía de seguros de los Estados del Pacífico y por medio de las preguntas que le hice quedó constancia en las actas de que él estaba convencido de que se había cometido un crimen. Hice eso por si necesitaba más adelante pedir su detención por falsedad. Y después, ¡zas!, declaré culpable a mi defendida. Con esa jugada puse fin a la primera parte del proceso y dejé completamente bloqueado a Sackett por aquel día. Después, la llevé apresuradamente a una de las habitaciones donde conferencian los abogados con sus clientes, pedí que le concediesen una media hora antes de encerrarla, y la mandé a usted para que hablase con ella. Cinco minutos de confesión fueron suficientes. Cuando llegué yo, ella estaba ya dispuesta a confesarlo todo. Y entonces llamé a Kennedy. —¿El tipo que durmió anoche en mi habitación? —Sí. Ha sido agente de policía, pero ahora es una especie de ayudante mío. Ella creyó que estaba dictando la confesión a un polizonte, pero en realidad le estaba hablando a uno de mis hombres. Después de aquella confesión no habló más en todo el día, que era lo que yo necesitaba. Bueno. Terminado mi trabajo con ella, había que empezar con usted. Usted se iría. No había acusación alguna en su contra, por lo cual ya no estaba detenido, aun cuando usted creyese que lo estaba. En cuanto usted supiese que era libre de ir o venir a su antojo, nada en el mundo, ni la tira emplástica, ni el dolor de la espalda, ni todos los enfermeros del hospital, serían capaces de retenerle. Fue por eso por lo que, en cuanto terminé con ella, envié a Kennedy para que le vigilase. A continuación organicé una conferencia de medianoche entre las tres compañías de seguros. Y cuando expuse ante sus representantes todos los detalles del caso, el negocio quedó concertado con asombrosa rapidez, sin la menor dificultad. —¿Qué negocio? —Primeramente les leí el texto de la ley correspondiente. Se trata de la Ley de Vehículos del Estado de California, Sección 141 3/4. En ella se establece que si una persona invitada que viaja en un automóvil resulta herida o lesionada en un accidente, no tiene derecho alguno a indemnización, salvo en el caso de que sus heridas o lesiones sean consecuencia de ebriedad o deliberada intención del conductor del coche, en cuyo caso le corresponde el derecho de indemnización. Como usted comprenderá, su caso es claro. Usted era un invitado y yo había declarado culpable a mi defendida de asesinato y de intento de asesinato. Eso constituía intención deliberada de sobra, ¿no le parece? Además, ellos no podían estar seguros de que ella no hubiese realizado todo eso por su propia cuenta, sin su complicidad. Fue así como las dos compañías de seguros que deberían pagar si usted reclamaba la indemnización pusieron cinco mil dólares cada una sin chistar, para pagar la póliza de la compañía de los Estados del Pacífico, y ésta, a su vez, acordó pagar el seguro contra accidentes que había
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tomado Papadakis. El asunto no llevó ni media hora siquiera. Hizo una pausa y sonrió nuevamente, muy satisfecho de sí mismo. —¿Y después qué? —Todavía lo recuerdo; me parece estar viendo la cara que puso Sackett cuando el representante de la compañía se presentó a declarar y dijo que, de acuerdo con el resultado de sus investigaciones, había llegado a la conclusión de que no se había cometido crimen alguno y que su compañía estaba dispuesta a pagar la póliza en su totalidad. ¿Se da cuenta usted del placer que significa fintear a un individuo, hacerle abrir bien la guardia, y entonces largarle un directo a la mandíbula? No hay nada que pueda comparársele. —Sigo sin comprender. ¿Para qué declaró eso el agente? —La acusada se había presentado para oír la sentencia. Y en los casos en que se produce una confesión de culpabilidad, la corte, generalmente, quiere escuchar algunas declaraciones, para tener una idea más exacta del caso. Lo hace para determinar mejor la sentencia. Sackett había empezado el proceso pidiendo sangre a gritos. Quería a toda costa una sentencia de muerte. Es una verdadera hiena ese tipo. Es por eso por lo que me siento incitado a trabajar en su contra. Sackett cree que la horca hace mucho bien. Lucha uno por sus principios cuando se opone a Sackett. Bien. Entonces llamó nuevamente al representante de la compañía de seguros, para que declarase. Pero aquel hombre, después de la sesión nocturna a que me he referido antes, en lugar de ser su testigo era mi testigo, aunque Sackett no lo sabía. Cuando lo descubrió, puso el grito en el cielo, se lo aseguro. Pero ya era demasiado tarde. Si la compañía de seguros no creía que la mujer fuese culpable, el jurado tampoco podía creerlo, ¿verdad? Después de oír la declaración del agente de seguros, Sackett no tenía la menor probabilidad de condenar a la acusada. Y ése fue el momento que yo elegí para darle el golpe de gracia. Me puse en pie y pronuncié un discurso. Lo hice lentamente, tomándome todo el tiempo preciso. Dije que mi defendida había declarado ser inocente desde el primer momento, pero que yo no la había creído. Manifesté que existían pruebas abrumadoras que yo consideraba irrefutables contra ella, pruebas suficientes para condenarla ante cualquier tribunal, y que había creído obrar en su beneficio al declararla culpable de las acusaciones que pesaban sobre ella, dejándola librada a la misericordia del juez y del jurado. Pero… Nunca podrá usted imaginarse, Chambers, el modo como pronuncié ese «pero». Pero que a la luz de la declaración que acababa de oírse, el único camino que me quedaba era retirar la confesión de culpabilidad y permitir que prosiguiese el proceso. Sackett no podía hacer absolutamente nada, porque yo me encontraba todavía dentro del plazo de los ocho días concedidos
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para la apelación. Sabía perfectamente que estaba perdido. Accedió a que se presentase una apelación por homicidio, el juez tomó la declaración personalmente a los otros testigos, la condenó a seis meses, suspendió la condena, y hasta puede decirse que le pidió perdón por todas las molestias que le había causado. La acusación de atentado de asesinato, que era la clave de todo, quedó anulada. Se oyó un golpecito a la puerta. Kennedy entró un segundo después, con Cora, dejó sus papeles en la mesita, frente a Katz, y se retiró. —Ahí tiene, Chambers. Firme eso, ¿quiere? Es un documento por el que usted renuncia a toda indemnización por los daños y perjuicios que puede haber sufrido. Éste es el pequeño premio que le damos a las dos compañías que estuvieron en nuestro favor, por haber sido tan serviciales. Firmé el papel sin decir palabra. —¿Quieres que te acompañe a casa, Cora? —pregunté después. —Sí, Frank. —Un momento, un momento. No tan de prisa. Falta todavía un pequeño detalle. Esos diez mil dólares que ustedes van a cobrar por haber liquidado al griego. Ella me miró y yo la miré. Katz estaba sentado, mirando el cheque de diez mil dólares que tenía ante sí. —Como ustedes comprenderán, no sería lógico que después de haber tenido en la mano unas cartas tan perfectas, haberlas jugado admirablemente y ganado el pozo, el pobre Katz se quedase sin nada. Pero no quiero que digan que soy un avaro. Generalmente me quedo con todo, pero esta vez me conformaré con la mitad. Señora Papadakis, hágame el favor de extenderme un cheque por cinco mil dólares y yo le endosaré éste de diez mil, para que pueda usted depositarlo y yo cobrar después el mío. Aquí tiene un cheque en blanco. Cora se sentó y tomó la pluma. Empezó a escribir y de pronto se detuvo, como si en realidad no comprendiese bien de qué se trataba. Pero Katz se acercó a ella y le quitó el cheque en blanco, que rompió en pedazos. —Deje. Por una vez en la vida… Tome, todo es para usted. ¡Lo que yo quería es esto! Abrió su cartera, sacó otro cheque y nos lo enseñó. Era uno de Sackett por cien dólares. —Ustedes creen que yo voy a hacerlo efectivo, ¿verdad? Nada de eso. Voy a ponerlo en un marco y a colocarlo aquí, encima de este escritorio.
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Salimos y tomamos un taxi, porque yo estaba todo descalabrado todavía. Primeramente nos dirigimos a una florería y compramos dos grandes ramos de flores, con las cuales asistimos al sepelio del griego. Parecía rarísimo que ya llevara dos días muerto y que ahora lo fueran a enterrar. El funeral se realizó en una pequeña iglesia que estaba llena de gente, entre ella muchos griegos que había visto una que otra vez en la fonda. Cuando entramos, todos miraron a Cora con hostilidad, y la hicieron sentar en un lugar de la tercera fila. Observé que todos estaban mirando y me pregunté qué podría hacer si aquellos hombres llegaban más tarde a armar algún lío. Todos ellos habían sido amigos de Papadakis, no nuestros. Pero un poco después vi que alguien andaba pasando de mano en mano un diario de la tarde. Alcancé a descubrir que en un gran titular se proclamaba la inocencia de Cora. Un ujier miró el diario, se acercó corriendo a nosotros y nos hizo cambiar de fila, llevándonos a la primera. El individuo que tenía a su cargo el sermón empezó con algunas cochinadas sobre la forma en que había muerto el griego, pero apenas había dicho unas frases, se le acercó otro hombre que le habló al oído, moviendo mucho los brazos, a la vez que le señalaba el diario, que para entonces había llegado ya a la primera fila. El del sermón se volvió y empezó de nuevo, sin cochinadas esta vez refiriéndose a la desconsolada viuda y al leal amigo del extinto. Todos los asistentes movieron la cabeza asintiendo y el resto de la ceremonia transcurrió sin novedad. Cuando salimos del camposanto, donde estaba ya preparada la tumba de Nick, un par de hombres tomó de los brazos a Cora, ayudándola a avanzar, en tanto que otros dos hacían lo mismo conmigo. Mientras bajaban el ataúd a la fosa empecé a gimotear. Esos himnos siempre hacen lagrimear, sobre todo cuando se cantan por un individuo con el cual se simpatiza, como me ocurría con Papadakis. Al final, cantaron una canción que yo le había oído a él un centenar de veces, y aquello fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso. Apenas si me fue posible colocar nuestros dos ramos de flores en el lugar donde debían ir. El conductor de nuestro taxi encontró a un hombre que accedió a alquilarnos un coche Ford por quince dólares semanales. Tomamos ese coche y Cora se puso al volante. Cuando salimos de la ciudad, pasamos frente a una casa en construcción y después estuvimos conversando sobre cuántas se estaban levantando, aunque en verdad, en cuanto mejoren las cosas toda la región va a llenarse de edificios. Una vez que llegamos, Cora se fue a guardar el coche y después penetramos en la casa. Estaba exactamente igual que cuando la habíamos dejado. En la pileta de la cocina encontramos los vasos
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en los cuales habíamos estado bebiendo vino con Papadakis, antes de salir para la excursión a Santa Bárbara. Sobre una silla estaba la guitarra del griego, que éste no había guardado al salir porque ya estaba bastante ebrio. Cora guardó la guitarra en su caja, lavó los vasos y después se fue al piso superior. Un minuto más tarde la seguía yo.
Estaba en el dormitorio, sentada junto a la ventana mirando fijamente hacia el camino. —¿En qué piensas? No me contestó, y entonces yo di unos pasos hacia la puerta. —No te he dicho que te vayas. Me senté junto a ella. Pasó un largo rato antes de que volviera a dirigirme la palabra. —Frank, me traicionaste. —No te traicioné. Ese hombre me atrapó. No tuve más remedio que firmar ese papel. De no hacerlo, él hubiese descubierto todo. No te traicioné, Cora. Lo que hice fue el juego de ese individuo, hasta poder saber exactamente dónde estaba. —Me traicionaste. Lo pude ver en tus ojos. —Está bien, Cora. Es cierto. Lo que pasó fue que me acobardé, eso es todo. No quería hacerlo. Traté de resistir, pero el fiscal me venció. —Comprendo. —Pasé las torturas del infierno por eso. —Y yo también te traicioné. —Te obligaron a hacerlo. Tú no lo quisiste. Te hicieron caer en una trampa. —No quise hacerlo. En ese momento te odiaba. —Me odiabas, sí, pero por algo que en realidad yo no había hecho. Ahora ya sabes cómo fue. —No; te odiaba por algo que hiciste. —Yo nunca sentí el menor odio hacia ti, Cora. Me odiaba a mí mismo. —Ahora no te odio. A quien odio es a ese Sackett y a Katz. ¿Por qué no nos dejaron tranquilos? ¿Por qué no nos permitieron que luchásemos juntos? Eso no me habría importado. Ni siquiera me hubiese importado, aunque nos costase… ya sabes qué. Tendríamos nuestro amor, y eso es lo único que hemos tenido siempre. Pero apenas empezaron con sus bajezas, tú te volviste contra mí. —No olvides que tú hiciste lo mismo.
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—Eso es lo terrible. Yo te traicioné también. Los dos nos volvimos el uno contra el otro. —Bueno, así estamos en paz, ¿no? —Sí, estamos en paz, pero ¿qué somos ahora? Antes estábamos en la cima de una gran montaña. ¡Estábamos tan altos, Frank! Aquella noche, allí, lo teníamos todo. Nunca había sospechado que fuera posible sentir algo semejante. Nos besamos y sellamos el pacto, que ya no podría borrarse nunca más, ocurriese lo que ocurriese. Teníamos mucho más que cualesquiera otras dos personas de la tierra. Pero después caímos. Primero tú y después yo. Sí, ahora estamos en paz porque los dos estamos abajo, porque los dos hemos caído. Nuestra hermosa montaña desapareció. —Bueno, ¿y qué hay? Al fin y al cabo estamos juntos, ¿no? —Sí; pero yo he estado meditando mucho; anoche, sobre todo: tú, yo, el cine, los motivos por los cuales fracasé, el cafetín, el camino que te gusta… Mira, Frank: nosotros no somos más que dos despojos. Aquella noche, Dios nos besó en la frente y nos dio todo lo que dos personas pueden tener en esta vida. Pero no éramos de la misma madera que los que pueden tenerlo. Teníamos todo ese amor y no supimos defenderlo. El amor es como un poderoso motor de avión, con el cual uno puede volar hasta lo más alto de la montaña; pero si ese motor, en lugar de colocarlo en un avión, lo pones en un Ford, lo despedaza en unos segundos. Y nosotros no somos más que eso, Frank: un par de Fords. Dios se estará riendo de nosotros desde allá arriba. —No importa. ¿Acaso nosotros no nos estamos riendo de él también? Él puso una luz roja de peligro ante nosotros, pero lo salvamos sin novedad. ¿Y qué, Cora? ¿Nos hundimos acaso? ¡Nada de eso! Salimos a flote y con los diez mil dólares como premio. ¿Así es que Dios nos besó en la frente, eh? Si eso es cierto, entonces el diablo debe haberse acostado con nosotros, y te aseguro, querida, que tiene muy buen dormir. —No hables así, Frank. —¿Tenemos o no tenemos los diez mil dólares? —¡No quiero ni pensar en ese maldito dinero! Es muchísimo, pero con él no podemos comprar nuestra montaña. —¿La montaña? ¡Bah! La montaña la tenemos, y, además, esos diez mil del ala para amontonarlos en la cima. Si quieres saber lo que es realmente estar alto, súbete a esa pila. —¡Pedazo de loco! Me gustaría que pudieras verte en un espejo, gritando de ese modo con esas vendas en la cabeza. —Te has olvidado de algo, Cora. Tenemos algo que celebrar. Todavía no nos hemos pescado esa borrachera que decías. —No me refería a esa clase de borrachera. —Una borrachera es una borrachera. ¿Dónde está esa botella
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que dejé antes de irme? Fui hasta mi habitación y traje el licor. Era una botella de whisky, que todavía estaba casi llena. Bajé a la cocina, tomé dos grandes vasos de refresco, unos cuantos cubitos de hielo, soda, y volví. Preparé la bebida con un poco de soda y dos cubitos de hielo, pero el resto era de la botella. —Toma, Cora, bebe. Te sentirás mejor. Estas mismas palabras me las dijo Sackett cuando me echó el muerto encima. ¡El muy piojo! —¡Uf!… ¡Qué fuerte es esto, Frank! —¡Claro que es fuerte! A ver, tienes demasiada ropa. La llevé hasta el lecho. Ella no había soltado el vaso, y una parte del contenido se derramó en el suelo. —No importa, todavía queda mucho. Empecé a sacarle la blusa. —¡Arráncamela, Frank! ¡Arráncamela como aquella noche! Le arranqué toda la ropa. Ella doblaba el cuerpo, se volvía lentamente para que las prendas saliesen con mayor facilidad. Después cerró los ojos y se quedó con la cabeza apoyada en la almohada. Los cabellos le caían sinuosamente sobre los hombros. Tenía los ojos oscurecidos y sus pechos no se me presentaban desafiantes y puntiagudos, sino suaves y extendidos en dos amplias combas rosadas. Parecía la bisabuela de todas las rameras del mundo. El diablo no quedó defraudado aquella noche.
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Seguimos así por espacio de seis meses. Seguimos así, y siempre era lo mismo. Teníamos una disputa, y yo iba a traer la botella. Y siempre nos peleamos por lo mismo: el asunto de nuestra ida. No podíamos abandonar el Estado de California hasta que no hubiese vencido el plazo de la sentencia suspendida, pero yo estaba decidido a que nos largásemos de allí en cuanto llegase ese día. No se lo decía a Cora, pero la verdad es que deseaba verla lo más lejos posible de Sackett; temía que si se disgustaba conmigo fuera a soltarlo todo, como la otra vez después del juicio. No confiaba en ella ni un minuto. Al principio, parecía entusiasmada también con
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aquella idea mía de que nos fuésemos a cualquier parte, lejos de aquella maldita zona, sobre todo cuando le hablaba de Hawai y de las islas del mar del sur. Pero luego empezó a hacer dinero. Cuando reabrimos la fonda una semana después del sepelio, la gente venía para ver a Cora, y después volvían porque lo habían pasado bien, y a ella se le metió entre ceja y ceja que ésa era nuestra oportunidad de hacernos ricos. —Mira, Frank —me decía—. Todos esos puestos de por aquí son una porquería. Los dueños, generalmente, son personas que antes tenían una granja en Kansas o en cualquier otra parte y que tienen tanta idea de cómo debe servirse a la clientela como podría tenerla un cerdo. Estoy convencida de que si por aquí apareciese alguien que entendiese del negocio, como yo, e intentase poner uno como es debido, la gente vendría a montones y traerían también a sus amigos. —¡Que se vayan al diablo! De todas maneras vamos a vender el negocio. —Pero nos sería mucho más fácil venderlo si hiciéramos dinero. —¿Y acaso no lo estamos haciendo? —Sí, pero yo decía mucho dinero. Escúchame, Frank. Tengo la idea de que a la gente le agradaría mucho poder estar ahí afuera, debajo de los árboles. Piensa un poco. Tenemos este maravilloso clima de California, ¿y cómo lo aprovechamos? Trayendo a la gente a un comedor con instalaciones fabricadas en serie, que huele de tal manera que descompone a cualquiera, y dándole de comer las mismas porquerías que le sirven en todos los figones, desde Fresno hasta la frontera, sin brindarle la menor oportunidad de sentirse a gusto. —Mira, Cora. Tenemos que vender el negocio, ¿no es cierto? Entonces, cuanto menos tengamos que vender, más rápidamente podremos deshacernos de todo. Ya sé que a la gente le gustaría sentarse y comer ahí fuera, debajo de los árboles. Eso lo comprendería cualquiera que no fuese uno de esos sucios posaderos de los caminos de California; pero para sentarlos debajo de los árboles tendríamos que comprar mesas, sillas, manteles, vajilla, cubiertos y colocar toda una instalación eléctrica. ¿Y quién te dice que al que nos quiera comprar el negocio no le guste nada de eso? —Pero nos guste o no, tenemos que quedarnos aquí. —Pues emplearemos esos seis meses en buscar un comprador. —Sin embargo, quiero intentar eso, Frank. —Muy bien, inténtalo, pero ya te dije lo que pienso. —Podríamos utilizar algunas de las mesas del comedor. —Bueno, bueno. Ya te dije que puedes intentarlo. Vamos a tomar una copa.
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Pero el motivo de nuestro disgusto más serio fue la cuestión de la patente para vender cerveza. Fue entonces cuando me di perfecta cuenta de lo que quería hacer. Dispuso las mesas debajo de los árboles, sobre una pequeña plataforma que mandó hacer. Encima puso un bonito toldo listado y para la noche unos faroles. El asunto marchó. Tenía razón. A la gente le gustaba poder sentarse media hora bajo los árboles, escuchando la música de la radio, antes de seguir el viaje en sus coches. Y entonces se derogó la ley que prohibía vender cerveza. Cora vio la oportunidad de dejar todo tal como estaba, vender cerveza también, y llamar a la fonda cervecería. —¿Y para qué queremos eso? —protesté cuando me confió su proyecto—. ¡Lo único que me interesa es encontrar alguien que compre todo esto y lo pague al contado! —Pero es una vergüenza no vender cerveza. —A mí no me lo parece. —Escucha, Frank. La patente por seis meses no cuesta más que doce dólares. Creo que podemos permitirnos el lujo de gastar doce dólares, ¿no? —Sí, pero en cuanto saquemos esa patente estaremos metidos en el negocio de la cerveza. Ya estamos en el de restaurante y en el de venta de gasolina. ¡Que se vaya todo al demonio! Lo que yo quiero es liquidar el negocio, no meterme cada vez más. —Todo el mundo tiene alguna cosa. —Pues que les aproveche. A mí no me interesa. —La gente viene, tenemos todo bien arreglado, ¿y tendré que decirle que no vendemos cerveza porque no hemos sacado la patente? —¿Y por qué tienes que decirles nada? —No hay más que colocar serpentinas y podremos despachar cerveza de barril, que deja más ganancia. El otro día vi unos vasos preciosos en Los Ángeles. Unos vasos altos. A la gente le gusta beber cerveza en ellos. —Así es que ahora tenemos serpentinas y vasos, ¿eh? Te dije que no quiero nada de cervecerías. —Frank, ¿quieres llegar a ser algo algún día? —Escucha, y a ver si me entiendes. Quiero irme de aquí. Quiero estar en un sitio donde no se me aparezca a cada rato el fantasma de ese maldito griego, donde no oiga su voz en sueños y donde no tenga que dar un salto cada vez que oiga una guitarra por la radio. Tengo que irme de aquí, ¿me oyes? ¡Tengo que irme, o terminaré por volverme loco! —Me estás mintiendo, Frank. —¡Oh, no estoy mintiendo! Jamás he dicho una verdad más
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grande en toda mi vida. —No es que veas el fantasma de ningún griego. No es eso. Cualquier otro hombre podría verlo, pero no el señor Frank Chambers. Lo que pasa es que quieres irte porque no eres más que un vago. Eso es lo que eras cuando llegaste aquí y eso es lo que sigues siendo ahora. Pero dime una cosa. Cuando nos hayamos ido y se nos termine el dinero que tenemos, ¿qué hacemos? —¿Qué importa lo que pueda pasar? Lo que quiero es que nos vayamos. —Ya sé que no te importa. Mira. Podemos quedarnos… —¡Lo sabía! Eso es lo que quieres: quedarte. —¿Y por qué no? Aquí nos va muy bien. ¿Por qué no podemos quedarnos? Escúchame, Frank. Desde el día en que me conociste has estado tratando de convertirme en una vaga, pero no vas a conseguirlo. Te lo dije, no soy una gandula. Quiero ser algo en la vida. Nos quedaremos aquí. No nos vamos. Y vamos a sacar la patente para vender cerveza. Tú y yo vamos a ser alguien. Era ya tarde, y nos hallábamos en el piso superior a medio desvestir. Ella andaba de un lado a otro, como lo había hecho aquel otro día, después del proceso, y hablaba también como entonces, espasmódicamente. —Bueno, bueno, nos quedamos. Haremos lo que tú quieras, Cora. Vamos, toma una copa. —¡Oh, déjame de copas! —No seas tonta… Bebe esta copita. Tenemos que celebrar el haber cobrado todo ese dinero. —Ya lo hemos celebrado bastante. —Pero vamos a ganar mucho más dinero, ¿verdad? Con la cervecería. Tomémonos dos copitas para desearnos suerte. —Eres un chiflado. Está bien. Para desearnos suerte. Y así siempre, dos o tres veces por semana. Y era posible, porque cada vez que discutíamos nos poníamos a beber, y yo cada vez que bebía tenía pesadillas y oía ese espantoso crujido.
Casi al mismo tiempo de expirar la sentencia, Cora recibió un telegrama donde le decían que su madre se hallaba enferma. Metió apresuradamente unas ropas en una maleta y la acompañé hasta la estación de ferrocarril. Cuando volví sin ella, me acometió una rara sensación: me parecía estar lleno de gas y que en cualquier momento saldría volando por el aire. Me sentía libre. Durante una semana, por lo menos, no tendría que pelear con Cora o luchar con aquellas pesadillas, ni hacerle recobrar el buen humor con una botella de whisky.
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Al llegar a la zona de aparcamiento vi a una muchacha que trataba de poner en marcha su coche. Pero no podía. Apretaba todas las palancas y botones, pero como si nada. —¿Qué pasa? ¿No puede nacerlo andar? —Cuando el cuidador lo aparcó dejó funcionando el encendido y ahora se debe haber agotado la batería. —Entonces se lo deben arreglar ellos. Haga que se lo paguen. —Sí, pero es que tengo que llegar a casa. —Si usted quiere, puedo llevarla. —Es usted muy amable. —Soy el hombre más amable del mundo. —Pero si ni siquiera sabe usted dónde vivo. —Eso no tiene la menor importancia. —Es bastante lejos. En pleno campo. —Cuanto más lejos, mejor. Dondequiera que sea, está en mi camino. —No se le puede decir que no. —Ya que no se puede, no lo diga.
Era una muchacha de cabellos largos, tal vez un año o dos mayor que yo, y bastante bien parecida. Pero lo que me gustó de ella desde el primer momento fue lo cordial que se mostró y el que no pareciese tener miedo de lo que yo podría hacerle por ser un chico o algo así. Era una mujer perfectamente capaz de cuidarse, se veía a primera vista. Y lo que me acabó de gustar en ella fue que no tenía la menor sospecha de quién era yo. Cuando ya estábamos en camino nos dijimos nuestros respectivos nombres, y comprobé que el mío no le causaba la menor impresión. ¡Qué alivio fue aquello para mí! Por fin me encontraba con una persona a la que no tenía que contarle con todo lujo de detalles el proceso por la muerte del griego y nuestra absolución. La miraba, y sentía lo mismo que al salir de la estación: que estaba lleno de gas, y saldría volando desde detrás del volante. —Así que se llama Madge Alien, ¿eh? —Bueno, en realidad debería llamarme Kramer, pero después de la muerte de mi madre volví a usar mi apellido de soltera. —Pues escúcheme una cosa, Madge Alien, o Kramer, o como usted quiera llamarse. Tengo que hacerle una pequeña proposición. —¿Sí? —¿Qué le parece si damos la vuelta a este cachivache, lo hacemos ir hacia el sur, y usted y yo nos vamos a pasar una
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semana juntos por allí? —¡Oh, no! No puede ser. —¿Y por qué no? —Sencillamente, porque no puede ser. —Yo le gusto a usted. —Claro que me gusta. —Usted también me gusta. ¿Qué inconveniente hay? Empezó a decir algo, no alcanzó a decirlo, y después rompió a reír. —Me gustaría aceptar, se lo confieso; y el que sea algo que no debo hacer no significa nada para mí. Pero no puedo. Es por los gatos. —¿Los gatos? —Sí. Tenemos muchos, y yo soy la que los cuida. Es por eso por lo que tenía que volver a casa cuanto antes. —¿Y acaso no hay lugares especiales para cuidar animales? Lo único que tenemos que hacer es llamar por teléfono a uno y pedirles que vayan a buscarlos. Aquello pareció hacerle gracia. —Me gustaría verle la cara al dueño de uno de esos lugares cuando los viese. No son de esa clase de gatos. —¿Acaso no son todos lo mismo? —No lo crea. Algunos son grandes y otros chicos. Los míos son grandes. No creo que un lugar para animales quisiese hacerse cargo del león que tenemos en casa, o de los tigres, el puma, o los tres jaguares. Éstos son los peores. El Jaguar es un felino terrible. —¡Caramba! ¿Y qué hace usted con todos esos animales? —Me los contratan para el cine. Y vendo los cachorros. Hay muchas personas ricas que tienen zoológicos particulares. Además, los tenemos en casa, atraen a la gente. —Lo que es a mí no me verían. —Nosotros tenemos un restaurante y a los clientes les gusta verlos. —Un restaurante, ¿eh? Yo también tengo uno. Todos en este maldito Estado viven vendiéndose sandwiches unos a otros. —El caso es que no puedo abandonar a mis felinos. Tienen que comer. —¿Quién dice que no puede? Llamaremos a Goebel, y le diremos que vaya a buscarlos, para tenerlos en un lugar de ésos, mientras nosotros hacemos esa excursioncita. No nos cobrará más de cien dólares.
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—¿Y le valdrá la pena gastarse cien dólares nada más que por hacer un viajecito conmigo? —Cien dólares y mucho más. —¡Ay! no puedo decir que no. Llame en seguida a Goebel.
La dejé en su casa y me fui en busca de un teléfono público. Llamé a Goebel, volví a la fonda y dejé todo cerrado. Después me fui a buscar a Madge. Había oscurecido ya. Cuando llegué, Goebel había enviado un camión y lo encontré cuando ya venía de vuelta lleno de rayas y manchas. Aparqué el coche a unos cien metros de su casa, y un par de minutos después llegó ella, con una pequeña maleta. La ayudé a subir al coche y salimos inmediatamente. —¿Te gusta? —Me encanta. Fuimos hasta Caliente y al día siguiente seguimos por la misma ruta hasta Ensenada, una pequeña población mexicana que está a unos cien kilómetros más al sur. Alquilamos una habitación en un pequeño hotel y nos pasamos allí tres o cuatro días. Aquello era bastante bonito. El pueblo era netamente mexicano, y se tenía la sensación de haber dejado los Estados Unidos a un millón de kilómetros de distancia. Nuestra habitación tenía un pequeño balcón, y por las tardes solíamos sentarnos allí, mirando el mar y dejando que transcurriese el tiempo. —A propósito de esos gatos. ¿Qué haces con ellos? ¿Los amaestras? —Con los que tenemos no es posible. No sirven. Todos, menos los tigres, son rebeldes. Pero algo les enseño. —¿Y te gusta eso? —Si son grandes no me gusta mucho, pero con los pumas sí me gusta. Algún día voy a preparar un buen número de circo con ellos. Pero necesitaré muchos. Tienen que ser pumas de las selvas, no de esos que se ven en los jardines zoológicos. —¿Y a cuáles llamas tú rebeldes? —A los que pueden matarme. ¿Y los otros no pueden? —Tal vez, pero los rebeldes lo hacen siempre. Si fuesen personas serían locos. Les viene de ser criados en cautiverio. Esos gatos míos parecen animales como todos, pero en realidad son locos. —¿Y cómo conoces a los de la selva? —Porque los cazo en la selva. —¡Cómo! ¿Los cazas vivos?
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—Claro. Muertos no me servirían para nada. —¡Diablos! ¿Y cómo los cazas? ‘ —Te diré. Primeramente, tomo pasaje en un buque y me voy a un puerto de Nicaragua. Todos los pumas verdaderamente hermosos son de Nicaragua. Los de California y México, comparados con ellos, son piltrafas. Una vez que he llegado a Nicaragua, contrato a unos indios y me voy con ellos a las montañas. Allí cazo mis pumas. Después los traigo de vuelta. Pero la próxima vez me quedaré allí para amaestrarlos. La carne de chivo es más barata allí que la de caballo aquí. —Parece como que estuvieras completamente decidida. —Lo estoy. Se echó un sorbo de vino en la garganta y me miró largamente. Lo vendían en botellas de cuello largo y fino y se vertía en la boca a chorro. Era para que se mantuviera frío. Bebió dos o tres tragos, y cada vez que lo hacía me miraba. —Lo estoy si tú también lo estás. —¿Qué demonios estás diciendo? ¿Crees que iré contigo a cazar a esos malditos? —Mira, Frank. He traído mucho dinero conmigo. Hagamos una cosa. Dejémosle esos gatos de loquero a Goebel. Con ellos se cobrará el importe de la pensión. Vendamos tu coche por lo que nos den y vayámonos a Nicaragua. —Bueno. —¿De veras vendrás conmigo? —¿Cuándo nos embarcamos? —Hay un buque de carga que sale mañana de aquí y toca en el puerto de Balboa. Telegrafiaremos a Goebel desde allí. Podemos dejar tu coche al dueño de este hotel. Él se encargará de venderlo y enviarnos lo que le den por él. Los mexicanos son cachazudos, pero, eso sí, honrados. —Muy bien. —¡Qué alegría me das! —Yo también estoy contento. Estoy tan harto de los sandwiches y la cerveza y la torta de manzana con queso, que lo mandaría todo al diablo. —Te va a gustar, Frank. Nos instalaremos en algún lugar de las montañas, donde el clima sea fresco, y después, cuando ya tenga listo mi número, podremos recorrer todo el mundo. Iremos donde nos dé la gana, haremos lo que se nos antoje y tendremos dinero en abundancia. ¿No tienes nada de gitano, Frank? Aquella noche no me fue posible dormir bien. Cuando empezaba a amanecer abrí los ojos, despierto por completo. Y se me ocurrió
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que Nicaragua estaba bastante lejos.
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Cuando Cora bajó del tren traía puesto un vestido negro que la hacía parecer más alta y un sombrero también negro, igual que los zapatos y las medias. Mientras le cargaban el baúl en el coche, pareció nerviosa y no obraba como siempre. Salimos de la estación, y durante varios kilómetros no encontramos gran cosa que decirnos. —¿Porqué no avisaste que había muerto? —No quise molestarte con eso. Además, tuve muchísimas cosas que hacer. —Ahora me siento bastante arrepentido. —¿Por qué? —Mientras tú estabas en Iowa, hice un viaje a San Francisco. —¿Y eso qué tiene de malo? —No sé. Pero tú estabas allí, en Iowa, tu madre muriéndose, y yo divirtiéndome en San Francisco. —No tienes motivos para afligirte. Me alegro mucho de que hayas ido. De habérseme ocurrido antes de irme, yo misma te hubiera dicho que fueras. —Perdimos algún dinero, porque cerré el negocio. —No es nada. Ya lo recuperaremos. —Después que te fuiste, me entró una especie de nerviosismo. —Bueno, pero si te dije que no me importaba. —Supongo que lo habrás pasado mal allí, ¿eh? —Sí, no fue muy agradable. Pero ya pasó. —En cuanto lleguemos a casa te prepararé una copa. Tengo algunas botellas de algo bueno, que traje de San Francisco. —No, no quiero. —Te dará ánimos. —No volveré a beber más en mi vida. —¿No?
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—Voy a contártelo todo. Es una historia larga. —Parece que ocurrieron muchas cosas por allá. —No, no sucedió nada. Es por el sepelio. Pero tengo mucho que contarte. Creo que de ahora en adelante lo vamos a pasar muchísimo mejor. —Bueno, por Dios, ¿de qué se trata? —No, ahora no. ¿Viste a tu familia? —¿Para qué? —Bueno, no importa. ¿Pero te divertiste? —Regular. Todo lo que puede divertirse un hombre solo. —Apuesto a que lo pasaste espléndidamente, pero me alegro de que me hayas dicho eso.
Cuando llegamos a casa, había un coche aparcado frente a ella y un hombre estaba sentado al volante. Al vernos, sonrió como un bobo y bajó del coche. Era Kennedy, el hombre que trabajaba para Katz. —¿Se acuerda de mí, Chambers? —Cómo no voy a acordarme. Entre, entre. Lo llevamos adentro y ella me hizo una seña disimulada para que la siguiera hasta la cocina. —Esto no me gusta nada, Frank. —¿Qué es lo que no te gusta? —No sé, pero la presencia de este individuo aquí me da mala espina. —Será mejor que me dejes hablar con él. Volví donde estaba Kennedy, y poco después apareció Cora con dos grandes vasos de cerveza. Inmediatamente se fue, y unos segundos después abordé la cuestión. —¿Sigue trabajando para Katz? —No. Lo dejé. Tuvimos una discusión y me fui. —¿Y qué hace ahora? —Por el momento, absolutamente nada. Por cierto que ése es, precisamente, el motivo de mi visita. Vine un par de veces en los últimos días, pero esto estaba cerrado y no había nadie. Esta vez me dijeron que usted había vuelto y me quedé a esperarle. —Si puedo hacer algo por usted, no tiene más que decirlo. —Me estaba preguntando si podría darme algún dinero. —No faltaba más. Claro que sí. Naturalmente, no ando con mucho dinero encima, pero si se arregla con cincuenta o sesenta
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dólares, me alegrará poder facilitárselos. —Yo tenía la esperanza de que pudiera darme más. La sonrisa seguía estereotipada en su cara, y consideré llegado el momento de abandonar los tanteos y golpes de ensayo para descubrir lo que quería realmente. —Bueno, Kennedy. Veamos. ¿De qué se trata? —Voy a explicarle la cuestión. Como le dije, ya no trabajo más para Katz, y cuando me fui, ese papel que escribí para la señora Papadakis, ¿recuerda?, la confesión, estaba todavía en el archivo. Como soy un buen amigo suyo, se me ocurrió que usted no querría que ese papel quedase allí, así es que lo saqué. Pensé que a usted le agradaría tenerlo. —¿Dice usted esa pesadilla a la que llamó su confesión? —Sí, eso. Claro que sé que no tiene ningún valor, pero me pareció que usted preferiría tenerla en su poder. —¿Cuánto quiere por ese papel? —¿Cuánto pagaría usted por él? —¡Oh!, no sé. Como usted dice muy bien, no tiene ningún valor, pero tal vez pagaría hasta cien dólares. Sí, se los pagaría. —Yo creía que valdría más. —¿Sí? —Sí. Yo calculaba veinticinco mil dólares. —¡Está loco! —No estoy loco. Usted cobró diez mil dólares de la póliza de seguro. Este negocio ha estado dando dinero. Calculo que habrán ganado aquí unos cinco mil dólares. Por la propiedad podrían conseguir otros diez mil en cualquier banco. Papadakis pagó catorce mil, así que ustedes podrían conseguir diez mil con toda facilidad, Bueno, todo eso hace veinticinco mil dólares. —¿Así que por ese papel pretende dejarnos sin un centavo? —¿No le parece que lo vale? No hice el menor movimiento, pero Kennedy debió observar un relámpago de ira en mis ojos, porque de pronto extrajo de su bolsillo una pistola automática y me apuntó con ella. —Que no se le ocurra hacer nada, Chambers. En primer lugar, no tengo el papel conmigo. En segundo lugar, en cuanto intente cualquier cosa le acribillo a balazos. —No intento nada. —Bueno. Ándese con cuidado. Siguió apuntándome con la pistola y yo seguí mirándole. —Parece que me tiene atrapado.
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—A mi no me parece, lo sé. —Sin embargo, su precio es demasiado alto. —Siga hablando, Chambers. —Cobramos los diez mil dólares del seguro, es cierto. Y los tenemos todavía. Hemos ganado unos cinco mil dólares en el negocio, pero gastamos unos mil en la última quincena. Ella tuvo que hacer un viaje porque murió su madre y yo fui a San Francisco. Es por eso por lo que el negocio estaba cerrado. —Está bien, siga hablando. —Además, no podremos conseguir diez mil dólares por la propiedad. Como están las cosas ahora, dudo hasta de que nos den cinco mil. Tal vez podríamos sacar cuatro mil. —Siga, siga… —Así que diez mil, cuatro mil y cuatro mil, son dieciocho mil. Kennedy sonrió, y al cabo de un rato se puso en pie. —Muy bien, Chambers. Digamos dieciocho mil. Mañana le llamaré por teléfono para ver si los tiene ya. Si los ha conseguido, le diré lo que tiene que hacer. Si no los tiene, el documento irá a manos de Sackett. —Es un asalto, pero me tiene atrapado. —Bueno, mañana al mediodía le llamaré por teléfono. Así tendrá tiempo de ir al banco, retirar el dinero y volver. —Perfectamente. Fue retrocediendo de espaldas hasta la puerta, apuntándome con la pistola. Era ya el atardecer y empezaba a caer la noche. Mientras él retrocedía, me apoyé en la pared como si necesitase sostenerme. Cuando atravesaba la puerta, encendí rápidamente el letrero luminoso, cuya luz le dio de lleno en los ojos. Quiso darse la vuelta y en ese momento le apliqué un terrible golpe. Cayó y me lancé sobre él. Le torcí la muñeca para arrancarle la pistola, arrojé el arma al comedor y le di otro puñetazo. Después lo arrastré hacia adentro, cenando la puerta de un puntapié. Cora estaba en la puerta de la cocina. Había permanecido allí, escuchando, durante todo el tiempo. —Coge la pistola. La tomó y se quedó allí quieta. Agarré a Kennedy por las solapas y lo puse de pie. Después lo tendí sobre una de las mesas y empecé a golpearle. Cuando perdió el sentido, llené un vaso de agua y se lo arrojé a la cara. En cuanto volvió en sí, volví a golpearle. Y cuando su rostro parecía un pedazo de carne cruda y él gimoteaba como un chico, le dejé tranquilo. —Vamos, Kennedy. Ahora mismo va a hablarles a sus cómplices por teléfono.
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—No tengo cómplices, Chambers. Lo juro. Soy el único que está enterado de… Volví a golpearle y se repitió toda la escena. Él seguía negando que tuviese cómplices, y entonces le agarré un brazo y empecé a torcérselo. —Muy bien, Kennedy. Ya que no tiene cómplices, voy a romperle este brazo. Resistió mucho más de lo que yo creía posible. Resistió hasta que empecé a hacer presión con todas mis fuerzas, preguntándome si me sería posible romperlo. Mi brazo izquierdo estaba todavía débil como consecuencia del accidente. Si alguna vez han intentado romper la pata de un pavo viejo, tendrán una idea de lo difícil que es romper el brazo de un hombre de esa manera. Pero de pronto, Kennedy dijo que haría lo que yo le ordenase. Le solté y le dije lo que tenía que decir. Después, lo llevé al teléfono de la cocina y traje el aparato del comedor, a fin de poder escuchar lo que decía y lo que respondían los otros, y al mismo tiempo vigilarlo. Cora vino con nosotros, apuntándole. —En cuanto te haga una seña, disparas. Ella se apoyó en la pared y una terrible sonrisa le torció la boca. Creo que aquella sonrisa asustó a Kennedy mucho más que todo lo que yo le había hecho antes. —Descuida. Consiguió comunicar y preguntó: —¿Eres tú, Willie? —¿Quién habla, Pat? —Sí, soy yo. Escúchame bien. Ya lo tengo todo arreglado. ¿Puedes venir aquí con eso en seguida? —Mejor mañana, como quedamos. —¿No podrás hacerlo esta noche? —¿Y cómo quieres que vaya a la caja de seguridad, si el banco está cerrado? —Bueno, muy bien, entonces, haz lo que voy a decirte. Mañana por la mañana, en cuanto abra el banco, sacas el papel y en seguida te vienes aquí con él. Yo estoy aquí, en su casa. —¿En su casa? —Sí. Oye. Chambers sabe que lo tenemos atrapado, ¿comprendes?, pero teme que si ella se entera de que tienen que pagar todo eso no lo vaya a dejar, ¿estamos? Si él se va, la mujer puede sospechar algo y a lo mejor se empeña en ir con él. Es por eso por lo que decidí hacerlo todo aquí. Finjo ser un tipo que se quedará a pasar la noche y ella no está enterada de nada. Mañana, cuando tú llegues, diremos que eres un amigo mío y arreglamos
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todo. —¿Y cómo va a poder conseguir el dinero sin salir de ahí? —Eso está todo arreglado. —¿Y para qué diablos vas a pasar la noche ahí? —Tengo mis razones, Willie. A lo mejor, eso que me dijo de la mujer es un pretexto. Estando yo aquí, ni él ni ella pueden escaparse, ¿comprendes? —¿Está oyendo él lo que dices? Kennedy me miró y yo le hice un signo afirmativo. —Sí, está aquí conmigo, en la cabina telefónica. Quiero que me oiga, ¿sabes?, que se dé cuenta de que esto es una cosa seria. —Es una manera rara de hacer las cosas, Pat. —Mira, Willie. Ni tú ni yo podemos saber si Chambers es sincero. Pero puede que lo sea, y quiero darle la oportunidad que me ha pedido. Al fin y al cabo, si el tipo está dispuesto a pagar, no perdemos nada con acceder a eso, ¿no te parece? Haz como te he dicho. Mañana trata de llegar aquí lo más temprano que puedas. Lo más temprano, ¿comprendes? Porque no quiero que la mujer se pregunte qué diablos hago yo aquí tantas horas. ¿Estamos? —Bueno, bueno. Colgó el auricular. Me acerqué a él y le di un nuevo puñetazo en la cara. —Eso es para que diga lo que tiene que decir cuando ese individuo llame otra vez, dentro de un rato. ¿Me ha comprendido? —Sí, sí; comprendido. Esperé unos minutos y, efectivamente, el timbre del teléfono no tardó en sonar. Contesté yo, y cuando le di el aparato a Kennedy se reprodujo, aunque más breve, la misma conversación de antes. Pero esta vez le dijo a su cómplice que yo le había dejado solo en la cabina. Al otro no le gustaba nada el asunto, pero al final no tuvo más remedio que acceder. Una vez terminada la conversación telefónica, llevé a Kennedy al cobertizo número uno. Cora vino con nosotros empuñando siempre la pistola. En cuanto lo encerramos, salí con ella y tomé el arma. Después le di un beso. —Esto es por haber sabido hacerle frente a la borrasca. Y ahora, fíjate bien en lo que voy a decirte. No voy a dejar solo a este hombre ni un segundo. Me quedaré aquí toda la noche. Han de producirse seguramente otras llamadas telefónicas, y cada vez que llamen lo traeremos para que hable con ellos. Creo que sería mejor abrir el negocio. Pero no dejes que entre nadie. Cualquier cosa que pidan, se las sirves afuera. Esto es por si viene alguien a espiar. Así verán que el negocio funciona normalmente.
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—Está bien. Oye, Frank. —¿Qué? —La próxima vez que pretenda hacerme la lista, haz el favor de darme una buena en la mandíbula. —¿Qué quieres decir? —Debimos habernos ido, ahora lo comprendo. —No ¡qué demonios! Primero necesitamos tener ese papel. Entonces fue ella quien me besó. —¿Sabes que me gustas mucho, Frank? —No te preocupes, ya lo conseguiremos. —No me preocupo.
Me quedé toda la noche con Kennedy, en el galpón. No le di de comer ni permití que durmiera. Tres o cuatro veces tuvo que hablarle a Willie, y otra vez Willie quiso hablar conmigo. Entre conversación y conversación le daba unos golpes. Era un trabajo duro, pero Kennedy tenía que estar tan ansioso como yo de que el papel llegara cuanto antes. Mientras él se limpiaba la sangre de la cara con una toalla, oíamos desde allí afuera la música del aparato de radio y a la gente que charlaba y reía bajo los árboles. A eso de las diez de la mañana se presentó Cora en el cobertizo. —Ya han llegado, Frank. Son tres individuos. —Tráelos aquí. Ella cogió la pistola, la puso debajo de su delantal, para que no pudiera verse de frente, y se fue. Un minuto después oí un ruido como de algo que cayese. Era uno de los individuos. Cora los hacía marchar delante de ella, de espaldas y con los brazos en alto. Uno de ellos había caído al tropezar con el talón en el camino de cemento. Abrí la puerta. —Por aquí, caballeros. Entraron, con los brazos todavía en alto, y Cora entró detrás, entregándome la pistola. —Todos ellos traían automáticas, pero se las quité en el comedor. —Ve a buscarlas en seguida. A lo mejor tienen otros cómplices por ahí. Cora se fue y un minuto después volvió con las armas. Les sacó la munición y dejó todo sobre la cama, a mi lado. Después registró a cada uno de los pistoleros. No tardó en encontrar el documento. Y lo más cómico fue que, en un sobre aparte, encontró unas reproducciones fotostáticas del mismo, seis positivas y una negativa. Por lo visto habían tenido la intención de seguir chantajeándonos, pero no se les ocurrió nada más inteligente que
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traer consigo las reproducciones. Tomé todas las copias, juntamente con el original, hice una pelota con todo y le prendí fuego. Cuando quedó reducido a cenizas deshice el montoncito de una patada y volví al cobertizo. —Muy bien, muchachos. Ahora les enseñaré el camino de vuelta. La artillería la dejamos aquí. Una vez que los hube acompañado hasta sus coches, y partieron, volví al cobertizo. Cora no estaba. Fui a la cocina, tampoco estaba. Subí. Se hallaba en el dormitorio. —Bueno, éste es un asunto acabado. Con reproducciones y todo, ¿eh? Me tenía bastante preocupado. No me contestó y observé una mirada rara en sus ojos. —¿Qué te pasa, Cora? —Un asunto acabado, ¿eh? Con reproducciones y todo. Para mí no está acabado. Tengo un millón de copias, tan buenas como aquéllas. Un millón. Se echó a reír nerviosamente y se dejó caer sobre la cama. —Bueno. Si eres tan tonta que quieres meter tu propio cuello en el lazo, nada más que para perjudicarme, claro que las tienes. Un millón. —No, querido. Lo mejor de todo es que yo no me exponga a nada. ¿No te lo dijo acaso míster Katz? Como la sentencia ha sido de homicidio por imprudencia, no pueden hacerme ya nada. Está en la Constitución o algo así. No, no, señor Frank Chambers. No me va a costar absolutamente nada hacerte bailar en el aire. Y eso es lo que vas a hacer. Bailar, bailar, bailar. —¿Pero se puede saber qué mosca te ha picado? —¿Acaso no lo sabes? Tu amiga apareció anoche, y, como tú te cuidaste muy bien de no hablarle de mí, no sabía ni que yo existiese. Pasó la noche aquí. —¿Qué amiga? —Esa con la que fuiste a México. Me lo contó todo. Ahora somos excelentes amigas. Ella consideró conveniente que fuésemos amigas. Cuando descubrió quién era yo, pensó que podría matarla. —No he estado en México desde hace más de un año. —Ya lo creo que has estado. Salió y la oí dar vueltas por mi habitación. Cuando volvió, traía un cachorro de gato, pero era un cachorro mucho más grande que un gato ya desarrollado. Era gris y tenía unos manchones en el cuerpo. Lo puso sobre la mesa, frente a mí, y el animal empezó a maullar. —La puma crió mientras estabais de viaje, y Madge te trajo este cachorro para que la recuerdes.
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Se apoyó contra la pared y empezó a reír otra vez con una risa salvaje. —¡El gato ha vuelto! Pisó un cable de la luz y se carbonizó, pero ahora ha vuelto. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿No te parece cómico, Frank, la mala suerte que te traen los gatos.
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Entonces estalló y rompió a llorar. Al cabo de un rato se tranquilizó y bajó. Yo me fui detrás de ella sin perder un solo instante. La encontré rompiendo las solapas de una gran caja de cartón. —Estoy haciendo un nido para nuestra pequeña mascota, querido. —Está muy bien de tu parte. —¿Qué pensaste que estaba haciendo? —No pensé nada. —No tengas miedo. Cuando llegue el momento de llamar a Sackett, te lo diré francamente. Quédate tranquilo, porque entonces necesitarás de toda tu fortaleza. Acomodó unos trapos dentro de la caja, la llevó arriba y metió el cachorro en ella. El animal maulló un rato y después se quedó dormido. Bajé a prepararme una copa, y apenas había empezado a mezclar las bebidas cuando apareció Cora. —Estoy preparándome algo para mantener mi fortaleza, querida. —Haces muy bien. —¿Qué has pensado que podía estar haciendo? —No he pensado nada. —No tengas miedo. Cuando me piense escapar te lo diré francamente. Quédate tranquila, que quizá necesites de toda tu fortaleza. Me miró de una manera rara y se fue arriba. Así pasamos todo el día: yo siguiéndola a ella por miedo de que llamase a Sackett y ella siguiéndome por miedo de que me fuese. Ni siquiera abrimos el
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negocio. De cuando en cuando nos pasábamos un rato sentados en el dormitorio. No nos mirábamos. Observábamos a la pumita. Cuando el animal maullaba, ella iba a bajo a buscarle leche y yo la acompañaba. Después de tomarse la leche el cachorro se quedaba dormido otra vez. Era demasiado chico todavía para jugar. Se pasaba el tiempo maullando o durmiendo. Aquella noche estuvimos tendidos en la cama uno junto al otro, sin decir palabra. Debía haber dormido, porque tuve aquellas malditas pesadillas. De pronto desperté y casi antes de haber abierto los ojos ya corría escaleras abajo. Lo que me había despertado era el pequeño ruido del disco del teléfono al ir marcando los números. Cora estaba junto al aparato del comedor, vestida y con el sombrero puesto; en el suelo, al lado de ella, vi una sombrerera. Le arrebaté violentamente el auricular y lo colgué. La tomé de los hombros, la llevé a empujones por la mampara y la obligué a subir la escalera. —Sube, sube o te… Sonó el teléfono y corrí a responder. «—Ahí tiene el número que pedía. Hable. »—Servicio de taxis. »—Ah, sí. Había llamado, pero cambié de idea. »—Está bien.» Cuando subí nuevamente al dormitorio, ella se estaba desnudando. Nos acostamos otra vez y permanecimos quietos, uno al lado del otro, sin hablar. De pronto me preguntó: —¿Qué querías decir con «Sube, sube o te…»? —No te importe. O te doy un buen golpe, probablemente. O tal vez otra cosa. —Era otra cosa, ¿verdad? —¿Qué quieres decir? —Frank. Sé perfectamente lo que has estado meditando. Mientras estabas allí tendido, has estado pensando de qué manera podrías matarme. —He estado durmiendo. —No me mientas, Frank. Porque yo no voy a mentirte y tengo algo que decirte. Medité sobre lo que me había dicho, un buen rato. Porque eso era lo que había estado haciendo. Estar tendido junto a ella pensando en la manera de matarla. —Está bien. Tienes razón. —Lo sabía.
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—¿Crees que tú eres mejor que yo? ¿Acaso no estabas decidida a entregarme a Sackett? ¿No es la misma cosa? —Sí. —Entonces, estamos en paz. A mano otra vez. Como cuando empezamos, ¿eh? —No, no es así. —Sí que es. Fui yo entonces quien rompió en sollozos, hundiendo mi cabeza en su pecho. —Estamos como al principio. Podemos tratar de engañarnos todo lo que se nos antoje, y reírnos del dinero y burlarnos de Dios y del diablo, pero la verdad es que estamos como al principio. Yo me iba a escapar con esa mujer, Cora. Íbamos a Nicaragua a cazar pumas. ¿Por qué no me fui? ¡Porque me di cuenta de que tenía que volver! Estamos condenados el uno al otro, Cora. Creímos estar en la cima de una montaña, pero no era así. La montaña está encima de nosotros, y así ha estado desde aquella noche. —¿Es ésa la única razón por la cual volviste? —No. La razón somos tú y yo. No hay nadie más. Te quiero, Cora. Pero el amor, cuando en él hay miedo, deja de ser amor. Es odio. —¿Así que me odias? —No lo sé. Pero por primera vez en la vida estamos hablando con la verdad en los labios. Esto forma parte de ella, tenías que saberlo. Y es la razón de lo que estaba pensando hace un rato. Ahora ya lo sabes. —Hace un instante te he dicho que tenía que decirte algo. —Es cierto. —Voy a tener un hijo. —¿Qué? —Lo sospechaba ya antes de irme a Iowa, pero después que murió mi madre ya tuve la absoluta seguridad. —¡Cora, diablos! Ven aquí, dame un beso. —No, no, por favor. He de contártelo todo. —¿No me lo has dicho ya? —No. Espera y escúchame, Frank. Durante todo el tiempo que pasé allí, esperando el sepelio, pensé en lo que eso significaría para nosotros. Porque entre los dos hemos arrebatado una vida, ¿verdad? Y ahora vamos a dar una vida. —Tienes razón. —Mis pensamientos eran muy confusos. No podría denunciarte a Sackett, Frank. No podría porque tener ese hijo para que un día se enterase de que había dejado que a su padre lo colgaran por
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asesinato me lo impide. —Pero hace un rato ibas a ver a Sackett. —No, Frank. Iba a irme. —¿Y es ésa la única razón por la cual no querías denunciarme a Sackett? Tardó unos minutos en contestar a mi última pregunta. —No, te quiero, Frank. Creo que tú lo sabes, ¿verdad? Pero de no mediar ese hijo que espero, quizás habría ido a contárselo todo a Sackett. Y precisamente porque te quiero. —Esa mujer no ha significado nada para mí, Cora. Te dije ya por qué lo hice. Quería escapar de ti. —Ya lo sé. Lo supe siempre. Como supe también por qué querías sacarme de aquí. Entonces te dije que eras un vago, pero en realidad no lo creía. Estaba segura de que no era ése el motivo que te impulsaba a marcharte. Eres un vago, pero yo por eso te quiero; y a ella la odié porque te traicionó sólo porque no le quisiste contar algo que nunca debió importarle. Sin embargo, quería perderte por eso. —¿Cómo? —Estoy tratando de decírtelo, Frank. Quería perderte y sin embargo no podía ir a ver a Sackett. No porque tú me estuvieses espiando. Podía haberme escapado perfectamente y llegar hasta él. Fue por lo que te dije. Bueno, ahora sé que, por fin, estoy definitivamente libre del diablo. Sé que jamás llamaré a Sackett, porque tuve la oportunidad, y los motivos, pero no lo hice. El diablo me ha abandonado. Pero ¿te ha dejado libre a ti? —Si te ha dejado libre a ti, ¿qué tengo que hacer yo con él? —Nunca podemos estar seguros, a no ser que tú tengas también la misma oportunidad que yo he tenido. —Te digo que me dejó libre: —Mientras tú pensabas en alguna manera de matarme, Frank, yo pensaba en lo mismo: en cómo podrías eliminarme. Puedes matarme en el mar, mientras nadamos. Nos iremos lejos, como aquella vez, y si no quieres que yo vuelva no tienes por qué dejarme volver. Nadie lo sabrá jamás. Será simplemente una de esas cosas que ocurren con tanta frecuencia en las playas. Iremos mañana por la mañana. —Lo que vamos a hacer mañana por la mañana es casarnos. —Podemos casarnos si lo deseas, pero antes de volver aquí vamos a ir a la playa. —¡Que se vaya al diablo la playa, la natación y todo! ¡Vamos, venga ese beso!
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—Mañana por la noche, si regresamos, tendrás todos los besos que quieras. Besos deliciosos, Frank, no besos borrachos. Besos de ensueño, llenos de vida, no de muerte. —Muy bien, esperaré hasta mañana.
Nos casamos en la municipalidad y después nos fuimos a la playa. Cora estaba tan hermosa que yo sólo quería jugar con ella en la arena, como un chiquillo; pero ella tenía una pequeña sonrisa en su rostro, y de pronto se levantó y se acercó al agua. —Voy a nadar. Ella iba delante y yo detrás. Siguió nadando hasta internarse mucho más que la vez anterior. De pronto se detuvo y la alcancé. Se puso a mi lado y me tomó una mano. Nos miramos fijamente a los ojos. Y en aquel instante comprendió que el diablo me había dejado, que yo la amaba. —¿Nunca te dije por qué me gusta ponerme con los pies hacia las olas? —No. —Es para que me los levanten. Una gran ola nos levantó y ella se puso una mano sobre los pechos, para que yo viese cómo el agua los levantaba. —Me gusta, Frank. ¿Están grandes? —Esta noche te lo diré. —Los siento muy grandes. No te dije nada sobre esto. No se trata solamente de saber que uno va a dar al mundo otra vida. Es lo que eso le hace a una. Siento los pechos hinchados y me dan ganas de besarlos. Muy pronto, mi vientre estará también hinchado y eso me gustará y desearé que todo el mundo lo vea. Es la vida. Lo siento dentro de mí. Es una nueva vida para nosotros dos, Frank. Iniciamos el regreso a la orilla y yo buceé, hundiéndome unos tres metros, según calculé por la presión del agua. Hice un enérgico movimiento de piernas y me hundí todavía más. El agua empezó a metérseme en los oídos hasta que me dio la impresión de que iban a estallar. No tenía prisa por subir. La gran presión del agua en los pulmones lleva el oxígeno a la sangre y por unos cuantos segundos uno no piensa en respirar. Miré el agua, verde, límpida. Y con aquel ruido en los oídos y el peso opresor en la espalda y el pecho, me pareció que acababa de expulsar para siempre todo lo que tenía de mezquino, de inútil y de despreciable en mi vida, y que me hallaba listo para reanudarla, limpio junto a ella, y hacer lo que ella decía: tener una nueva vida.
Cuando subí de nuevo a la superficie, Cora estaba tosiendo.
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—¿Qué te pasa? —Nada. Una de esas descomposturas repentinas que en seguida se pasan. —Tragaste agua? —No. Avanzamos un trecho y ella se detuvo otra vez. —Frank, siento algo raro adentro. —A ver, cógete de mí. —¿Será por el esfuerzo que hice para mantener la cabeza? —Calma, calma, no te agites. —Sería horrible, Frank. Muchas mujeres abortan como consecuencia de un esfuerzo. —Calma, calma. Extiéndete bien en el agua. No trates de nadar. Yo te remolcaré. —No será mejor que llames a un bañero? —No, mujer. Si lo llamo querrá hacerte mover las piernas y los brazos y eso sería peor. Quédate quieta y no te preocupes, que en seguida estaremos en la orilla. La fui remolcando, llevándola del tirante de su traje de baño. Empecé a cansarme. Normalmente hubiera podido llevarla diez veces aquella distancia; me di en pensar que tendría que conducirla rápidamente a un hospital y eso me hizo aumentar las brazadas. Sin embargo, al cabo de un rato toqué fondo, y tomándola en brazos corrí con ella hacia la orilla. —No te muevas. Déjame que lo haga yo. —No me moveré. La llevé alzada hasta el lugar donde habíamos dejado la ropa y la deposité en tierra. Saqué la llave del coche, envolví a Cora en las salidas de baño y la llevé al coche, que estaba aparcado al lado del camino. Para llegar a él tuve que subir la loma sobre la cual se hallaba. Tenía las piernas tan cansadas que apenas podía moverlas, pero al fin conseguí sentarla en el coche, y subiéndome, cogí el volante y salí a toda velocidad.
Estábamos a unos tres kilómetros de Santa Mónica, ciudad en la que había un hospital. A toda marcha, alcancé un camión. Llevaba un letrero en la parte posterior que decía: «Toque la bocina; el camino es suyo.» Toqué la bocina lo más fuerte que pude, pero siguió por el centro del camino. No podía adelantarle por la izquierda porque en sentido inverso venía una larga fila de coches. Desvié hacia la derecha y aceleré a fondo. Cora lanzó un grito. No había visto la cañería. Oí un espantoso estruendo y después no supe nada más.
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Cuando recuperé el conocimiento, me encontré encajado al lado del volante, de espalda a la parte delantera del coche. Oí algo espantoso que me hizo gemir. Era como si la lluvia cayera sobre una chapa de cinc, pero no era aquello. Era la sangre de Cora que goteaba sobre el capot, a donde su cuerpo había ido a parar después de atravesar el parabrisas. Se oían sonar muchas bocinas y la gente venía corriendo a auxiliarla. La levanté e intenté contener la sangre, mientras le hablaba y lloraba, y la cubría de besos. Pero aquellos besos no llegaron. Estaba muerta.
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Me condenaron a muerte. Katz se lo llevó todo esta vez: los diez mil dólares que antes había cobrado para nosotros, el dinero que habíamos ganado y una escritura por la propiedad. Hizo cuanto pudo por salvarme, pero estaba vencido de antemano. Sackett dijo que yo era un perro rabioso, al cual era necesario eliminar en pro de la seguridad colectiva. . Tenía su historia admirablemente preparada. Cora y yo habíamos asesinado al griego para quedarnos con su dinero, y yo después me había casado con ella y luego la había matado para que todo fuese mío. Dijo que el crimen había sido apresurado al descubrir Cora mi aventura con Madge. Mostró el informe del médico judicial que había practicado la autopsia y por el cual se revelaba que Cora iba a ser madre; dijo que formaba parte del plan. Llevó a Madge como testigo y ella contó nuestro viaje a México. No lo hizo de buena gana, pero no tuvo más remedio. Hasta el cachorro de puma presentó en la sala de audiencias. Había crecido bastante, pero como nadie se había preocupado de cuidarlo estaba flaco y sucio, e intentó morderlo. El aspecto de aquel pobre animal me hizo daño. Pero lo que realmente me perdió fue la nota que Cora había escrito antes de pedir el taxi por teléfono. La había puesto en el cajoncito de la caja de registros para que yo la encontrase a la mañana siguiente, y después se olvidó por completo de ella. Yo no había alcanzado a verla porque a la mañana siguiente, cuando nos fuimos a la playa, no abrimos el negocio. Era una nota cariñosísima, pero Cora hacía alusión a la muerte del griego y eso fue lo decisivo. La audiencia duró tres días y Katz luchó contra ellos echando mano de todas las leyes de Los Ángeles; pero al final no tuvo más remedio que declararse vencido. Sackett dijo que esa nota revelaba el motivo que me había llevado a
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asesinarla. Eso, y el hecho de ser un verdadero perro rabioso. Katz ni siquiera me permitió declarar. ¿Qué podía yo decir? ¿Que no la había asesinado, porque Cora y yo habíamos puesto fin a nuestras disputas sobre la muerte del griego? ¡Hubiera estado bueno! El jurado deliberó sólo cinco minutos. Y el juez dijo que me tendría la misma clemencia que podría concederle a un perro rabioso.
Así es que ahora estoy en capilla, escribiendo las últimas líneas de este relato, para que el padre McConell pueda revisarlo y me muestre las partes que tal vez haya que arreglar un poco, por la puntuación y todo eso. Si me suspenden la condena, el padre lo guardará a la espera de lo que ocurra. Si se me conmuta la pena, lo quemará y nadie sabrá jamás si hubo o no asesinato. Pero si me ejecutan, ya le he encargado que busque alguien que lo edite. Ya sé que no habrá suspensión ni conmutación. En ningún momento me he dejado engañar por la esperanza. Pero en este tétrico lugar uno siempre espera algo, porque resulta imposible evitarlo. Nunca confesé nada. Eso ya es algo. He oído decir que nunca ejecutan a un reo que no haya confesado. No sé. A no ser que el padre McConnell me traicione, jamás sabrán una palabra por mí. Tal vez me concedan una suspensión.
Me estoy sintiendo borracho, y he estado pensando mucho en Cora. ¿Sabrá ella que no lo hice deliberadamente? Después de lo que nos dijimos mientras nadábamos en el mar, es seguro que lo sabrá. Pero eso es lo terrible, cuando uno juega con la muerte. A lo mejor, en el momento del choque, le atravesó la mente la idea de que era deliberado. Es por eso por lo que tengo la esperanza de que haya otra vida después de ésta. El padre McConnell me ha asegurado que la hay y yo quiero ver a Cora. Quiero que sepa que todo lo que nos dijimos era cierto, y que no lo hice intencionadamente. ¿Qué tenía ella que me hace sentir de esta manera? No sé. Quería algo y trató de conseguirlo. Lo intentó por todos los medios malos, pero lo intentó. No sé qué fue lo que la llevó a quererme, porque me conocía perfectamente. Infinidad de veces me dijo que yo no servía para nada. En realidad, lo único que quise en este mundo fue a ella. Pero eso es bastante. No creo que muchas mujeres consigan ni siquiera eso.
En el número 7 hay un individuo que mató a su hermano y dice que no fue él quien lo hizo, sino su subconsciente. Le pregunté qué significaba eso y me contestó que todos tenemos dos «yo», uno que conocemos y otro que ignoramos, porque es subconsciente. Eso me impresionó. ¿La habré matado, y no lo sé? ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¡No, no lo hice! La quería tanto en ese momento, que
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hubiera dado mi vida por ella. ¡Que se vaya al diablo esa subconsciencia! No creo en ella. No es más que una sarta de mentiras que ese hombre inventó para ver si podía engañar al juez. Cuando uno hace una cosa sabe perfectamente que la está haciendo. Y yo sé que no maté a Cora. Eso es lo que voy a decirle si alguna vez vuelvo a verla.
Estoy bastante borracho ahora. Creo que a uno le dan drogas en las comidas para que no piense en nada. Yo trato de no pensar. Siempre que puedo, me imagino estar con Cora, con el cielo sobre nosotros y el agua en derredor, hablando de lo felices que vamos a ser y cómo nuestra felicidad será eterna. Me parece estar en el cielo, cuando estoy allí con ella. Eso es lo que parece cierto, acerca de la otra vida, y no todo eso que dice el padre McConnell. Cuando estoy con ella creo en eso. Pero en cuanto empiezo a figurármelo como dice él todo queda en nada. No hay suspensión de condena.
Ahí vienen. El padre McConnell dice que las oraciones ayudan. Si habéis llegado hasta aquí, elevad una por mí y por Cora, para que estemos juntos, sea donde sea.
FIN
TERCERA JORNADA – NARRACIÓN DÉCIMA
Alibech se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a meter al diablo en el infierno, después, llevada de allí, se convierte en la mujer de Neerbale.
Dioneo, que diligentemente la historia de la reina escuchado había, viendo que estaba terminada y que sólo a él le faltaba novelar, sin esperar órdenes, sonriendo, comenzó a decir:-Graciosas señoras, tal vez nunca hayáis oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y por ello, sin apartarme casi del argumento sobre el que vosotras todo el día habéis discurrido, os lo puedo decir: tal vez también podáis salvar a vuestras almas luego de haberlo aprendido, y podréis también conocer que por mucho que Amor en los alegres palacios y las blandas cámaras más a su grado que en las pobres cabañas habite, no por ello alguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entre los tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo que comprender se puede que a su potencia están sujetas todas las cosas.
Viniendo, pues, al asunto, digo que en la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado.
La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin nada decir a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién la enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:
-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.
Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas, que no había nunca conocido a hombre averiguó y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor le había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:
-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:
-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?
-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.
Entonces dijo la joven:
-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.
Dijo Rústico:
-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
-¿El qué?
Rústico le dijo:
-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.
La joven, de buena fe, repuso:
-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.
Dijo entonces Rústico:
-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.
Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios.
La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:
-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.
Dijo Rústico:
-Hija, no sucederá siempre así.
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo.
Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:
-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.
Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:
-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Haciendo lo cual, decía alguna vez:
-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:
-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.
Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa, Alibech, de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero.
Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres preguntaron:
-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se lo mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:
-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.
Mil veces o más había movido a risa la historia de Dioneo a las honestas damas, tales y de tal manera les parecían sus palabras; por lo que, llegado él a la conclusión de ésta, conociendo la reina que el término de su señorío había llegado, quitándose el laurel de la cabeza, muy placenteramente lo puso sobre la cabeza de Filostrato, y dijo:
-Pronto veremos si el lobo sabe mejor guiar a las ovejas que las ovejas han guiado a los lobos.
Filostrato, al oír esto, dijo riéndose:
-Si me hubieran hecho caso, los lobos habrían enseñado a las ovejas a meter al diablo en el infierno no peor de lo que hizo Rústico con Alibech; y por ello no nos llaméis lobos porque no habéis sido ovejas, pero según me ha sido concedido, gobernaré el reino que se me ha encomendado.
A quien Neifile contestó:
-Oye, Filostrato; habríais, queriéndonos enseñar, podido aprender sensatez como aprendió Masetto de las monjas y recuperar el habla en tal punto que los huesos sin dueño habrían aprendido a silbar.
Filostrato, conociendo que había allí no menos hoces que dardos tenía él, dejando el bromear, a dedicarse al gobierno del reino encomendado empezó; y haciendo llamar al senescal, en qué punto estaban todas las cosas quiso oír, y además de esto, según lo que pensó que estaría bien y que debía satisfacer a la compañía, por cuanto su señorío durase, discretamente dispuso, y después, dirigiéndose a las señoras, dijo:
-Amorosas señoras, por mi desventura, pues que mucho dolor he conocido, siempre por la hermosura de alguna de vosotras he estado sujeto a Amor, y ni el ser humilde ni el ser obediente ni el secundarlo como mejor he podido conocer en todas sus costumbres, me ha valido sino primero ser abandonado por otro y luego andar de mal en peor, y así creo que andaré de aquí a la muerte, y por ello no de otra materia me place que se hable mañana sino de lo que a mis casos es más conforme, esto es, de aquellos cuyos amores tuvieron infeliz final, porque yo con el tiempo lo espero infelicísimo, y no por otra cosa el nombre con que me llamáis, por quienes bien sabían lo que decían, me fue impuesto.
Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de la cena dio a todos licencia. Era tan hermoso el jardín y tan deleitable que no hubo ninguna que eligiera salir de él para mayor placer hallar en otra parte; así, no causando el sol, ya tibio, ninguna molestia para seguirlos, a los cabritillos y los conejos y los otros animales que estaban en él y que, mientras estaban sentados unas cien veces, saltando por medio de ellos, habían venido a molestarlos, se pusieron algunos a seguir.
Dioneo y Fiameta comenzaron a cantar sobre micer Guglielmo y la Dama del Vergel, Filomena y Pánfilo se pusieron a jugar al ajedrez, y así, quién haciendo esto, quién haciendo aquello, pasándose el tiempo, apenas esperada, la hora de la cena llegó; por lo que, puestas las mesas en torno a la bella fuente, allí con grandísimo deleite cenaron por la noche. Filostrato, por no salir del camino seguido por quienes reinas antes que él habían sido, cuando se levantaron las mesas, mandó que Laureta guiase una danza y cantase una canción; la cual dijo:
-Señor mío, canciones de los demás no sé, ni de las mías tengo en la cabeza ninguna que sea lo bastante conveniente a tan alegre compañía; si queréis de las que sé, las cantaré de buena gana.
El rey le dijo:
-Nada de lo tuyo podría ser sino bello y placentero, y por ello, lo que sepas, cántalo.
Laureta, con voz asaz suave, pero con manera un tanto lastímera, respondiéndole las demás, comenzó así.
Nadie tan desolada
como yo ha de quejarse,
que triste, en vano, gimo enamorada.
Aquel que mueve el cielo y toda estrella
me formó a su placer
linda, gallarda, y tan graciosa y bella,
para aquí abajo al intelecto ser
una señal de aquella
belleza que jamás deja de ver,
mas el mortal poder,
conociéndome mal,
no me valora, soy menospreciada.
Ya hubo quien me quiso y, muy de grado,
siendo joven me abrió
sus brazos y su pecho y su cuidado,
y en la luz de mis ojos se inflamó,
y el tiempo (que afanado
se escapa) a cortejarme dedicó,
y siendo cortés yo
digna de él supe hacerme,
pero ahora estoy de aquel amor privada.
A mí llegó después, presuntuoso,
un mozalbete fiero
reputándose noble y valeroso,
su prisionera soy, y el traicionero
hoy se ha vuelto celoso;
por lo que, triste, casi desespero,
puesto que verdadero
es que, viniendo al mundo
por bien de muchos, de uno soy guardada.
Maldigo mi ventura
que, por cambiarme en esta
veste respondí sí de aquella oscura
en que alegre me vi, mientras con ésta
llevo una vida dura,
mucho menor que la pasada honesta.
¡Oh dolorosa fiesta,
antes muerta me viese
que haber sido en tal caso desgraciada!
Oh caro amante, con quien fui primero
más que nadie dichosa,
que ahora en el cielo ves al verdadero
creador, mírame con tu piadosa
bondad, ya que por otro
no te puedo olvidar, haz la amorosa
llama arder por mí, ansiosa,
y ruega que yo vuelva a esa morada.
Aquí puso fin Laureta a su canción, que, oída por todos, diversamente por cada uno fue entendida; y los hubo que entendieron a la milanesa que mejor era un buen puerco que una bella moza; otros fueron de más sublime y mejor y más verdadero intelecto, sobre el que al presente no es propio recitar.
El rey, después de ésta, sobre la hierba y entre las flores habiendo hecho encender muchas velas dobles, hizo cantar otras hasta que todas las estrellas que subían comenzaron a caer; por lo que, pareciéndole tiempo de dormir, mandó que con las buenas noches cada uno a su alcoba se fuese.
La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.
Estaba media acostada en su chaise-longue y decía: -No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?
El medico contestó sonriendo:
-En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor, sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada.
Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros.
En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.
La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:
-No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas a aturdirse, a perder la cabeza que los hombres.
El médico exclamó con acento asombrado:
-¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia.
Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las campanas de una iglesia próxima tocaban. a fuego.
De pronto me desperté; era la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse precipitadamente y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga inmediatamente a su casa, calle de… número…”
Reflexioné unos instantes; pensaba: Crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!… tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo, ruega a su madame Seliectre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor Bonnet.”
Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir.
Apenas había transcurrido media hora, cuando la campanilla de la calle sonó de nuevo y mi criado entró diciéndome: -“Ahi está una persona, que no se a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de dos personas.”
-Que entre quien sea-dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura esperé.
Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se descubrió. Era madame Berta Selectri, una mujer joven, casada desde hacia tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a la muchacha más bonita de la provincia.
Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenia ese semblante crispado de las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó:
-“Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi propia habitación…”
Medio sofocada se detuvo; después repuso; “Mi marido va… va a volver del casino…”
Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí.
-¿Es usted misma quien ha venido hace un rato?
Ella, de pie, como una estatua, petrificada por la angustia, murmuró: “No… ha sido mi doncella… ella lo sabe…” Después de un silencio, continuó: “Yo me quede a su lado…” Y una especie de grito de horrible dolor salió de sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lagrimas cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento trágico dijo: “Vamos pronto.”
Yo estaba ya vestido, pero exclamé: “Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la berlina…” Ella respondió: “Yo he traído coche… El suyo que le esperaba a la puerta de mi casa.” Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo y salimos.
Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche, me cogió una mano, y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz que reflejaban la angustia de su corazón destrozado: “¡Oh, amigo mio! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Le quería, le adoraba con locura, como una insensata, desde hace seis meses!”
Yo la pregunte: “¿Están despiertos en su casa de usted?” Berta contestó: “No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de todo.”
El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían en efecto; entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer ruido. La. doncella, azorada, estaba sentada en tierra en lo alto de la escalera, con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a permanecer al lado del muerto.
Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas que habían servido para frotar las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de agua. Un singular olor de vinagre mezclado a esencia de Loubin se esparcía por la atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación. Me acerqué a él, le observé, le pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, las dije: “Ayúdenme ustedes a llevarle hasta la cama.” Le colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un espejo junto a su boca y murmuré: “No hay nada que hacer, vistámosle pronto:”
Fué aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente difícil. La dificultad era mayor, porque no habían encontrado a mano el abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas.
Tan pronto come estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra obra y dije: “Convendría peinarlo un poco.” La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza viva.
Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos, como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades.
De pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil; después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarle y a besarle furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca; sobre sus apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como si hubiera podido escucharla balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un acento desgarrador:
-“Adiós, amor mío; adiós, amor mío…”
Un reloj dio las doce.
Ye sentí un estremecimiento: “¡Las doce ya!…, la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora, energía!”
Madame Selictre se puso en pie.
-“Llevémosle al salón” -ordené a las dos mujeres; le trasladamos entre los tres y le sentamos en un sillón, después encendí las luces.
Apenas había terminado esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente. Era el marido que volvía.
-¡Rosa-grité-; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el cuarto de la señora; pronto, despáchese usted que ya llega Mr. Selictre…
Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra, palpaban los muros… Entonces dije en alta voz: “Por aquí, por aquí, Mr. Selictre; ha ocurrido un accidente desgraciado.”
Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en la boca y preguntando: “¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?…”
Fui hacia él y le dije: “Querido amigo, aquí me tiene usted en un gran compromiso. He venido algo tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted a bajarlo hasta el coche; voy a llevarle a su casa y allí podré cuidarle mejor…”
El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer.
Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver, hablándole para engañar al cochero: “Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad? Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo…”
Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante, cayendo dentro del coche; yo subí tras él.
El marido, inquieto, me preguntó: -“¿Cree usted que será grave?” -“No -contesté sonriendo para tranquilizarle -y miré a su mujer. Esta había apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el fondo obscuro del coche.
Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto.
Cuando llegamos a su casa dije que había perdido el conocimiento dentro del coche.
Le ayudé a subir a su cuarto, donde certifiqué la defunción y allí tuve que representar otra comedia ante la familia acongojada del dolor… Después me volví a mi casa y me metí en la cama, renegando de los enamorados.
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El doctor calló, siempre sonriente.
La joven, crispada, preguntó:
-¿Por qué me ha contado usted esa historia tan horrible?
El medico, saludando galantemente, contestó:
-Para ofrecerla a usted mis servicios si llega el caso.
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Más de cien veces durante la última semana he estado repitiendo esta misma pregunta al oído de distintas mujeres, quienes rotundamente se han negado a acompañarme. Y entonces yo me he dado media vuelta, me he despedido con la galantería más profunda —según corresponde a mi jerarquía de hombre elegante—, me he colocado el sombrero graciosamente y he echado a andar sin rumbo fijo.
Hice esta invitación en clubes, batallas de flores, museos, templos y lavaderos públicos. Siempre con el mismo resultado. Se lo he propuesto a mujeres maduras, emancipadas y revoltosas; a mujeres casadas, hastiadas y bellas; a jóvenes de cualquier tamaño, desconfiadas, ávidas y deliciosas; a adolescentes ingenuas que volvían de la escuela con sus cuellitos blancos y unos deseos locos de divertirse. Incluso, se lo he propuesto a esas nodrizas robustas que van a flirtear con los soldados a los parques, tirando de un cochecito con toldo, en cuyo interior se vomita un bebé. ¡Nadie, nadie ha atendido mi ruego!
No obstante, empleo medios de lo más correcto, puesto que soy hombre rico y maduro, harto experimentado en asuntos de mujeres. Y así es. He viajado por los cinco continentes y he abrazado frenéticamente a mujeres de todos colores y temperamentos: pelirrojas altivas, con los vientres llenos de pecas; rubias linfáticas, con las pupilas sumergidas en una especie de pus; morenas tormentosas, hidrófobas, que me arrancaban a puñados las cejas mientras yo les sorbía los labios; negras del Congo, con los pechos de tal suerte enhiestos, que para estrecharlas y no herirme tenía que interponer entre nuestros cuerpos una almohadilla o una sábana doblada cuidadosamente. .. Unas y otras se me sometieron con facilidad, a menudo sin que mediara otra cosa que la curiosidad, el morbo o el placer. Mas a pesar de todo esto, he aquí que, de manos a boca, no hay una sola hembra en la ciudad que acepte compartir conmigo un trago de Chablís y un beefsteak con patatas y merengues.
He pensado detenidamente —y pienso— acerca de tales acontecimientos. Busco, y no hallo la causa. Mi aspecto, por descontado, debe ser aproximadamente el de costumbre: alto, un poco seco, con el cabello gris y los ojos también grises. Camino y visto con elegancia, siempre de negro —mi camisa inmaculada, los zapatos irreprochables, una gardenia en el ojal—. Bajo el brazo porto casi siempre un libro, pues es conveniente hacer saber que leo mucho, mucho: ocho o diez horas diarias. Pero siempre el mismo libro. Cada día una página. Cuando el tiempo es favorable uso bastón; cuando amenaza lluvia, paraguas. Durante el verano me aligero de ropa, conservando ¡claro está! su color. Aun a mí mismo me sorprende un tanto esta obsesión estúpida de andar siempre enlutado. Sin embargo, no me preocupo lo más mínimo por esclarecerla. También mis antepasados vestían así. De ahí que, en otra época, mi familia fuese conocida en todas partes con un nombre extraordinariamente poético: “La Nube Negra”.
Pues como decía antes. No hay en la ciudad una sola hembra que acepte cenar conmigo. Todas se vuelven ardides, remilgos, y escapan. Pero yo no desespero. Soy como la araña que teje su malla o la hormiga que transporta sus provisiones. Cada día me atildo más; cada día me escabullo con mayor pavor del sol, a fin de conservar mi rostro suave y limpio; me baño en aguas con sales; me mudo de ropa interior seis u ocho veces diarias; me hago limpiar constantemente los zapatos…
Hoy llevaré a cabo una nueva experiencia: me colocaré unas gafas negras y me calzaré unos guantes blancos. He observado que la longitud de mis manos asusta un poco a las hembras, cual si temieran que pudiera estrangularlas con ellas; también cuando levantan el rostro y me miran a los ojos parecen demudarse, exactamente igual que si asomaran sus hociquitos a un antro prohibido. Así pues, es probable que de hoy en adelante pueda vérseme de tal guisa: con unos guantes blancos de cabritilla y unas gafas obscuras, tan enormes, que escasamente logre soportar sobre mis orejas.
Voy a lo largo de un parque. Es una especie de selva sintética, embotellada, con calzadas muy anchas, en cuyas márgenes crecen los árboles, envueltos en la niebla de la noche. Sobre las bancas solitarias saltan los pájaros ateridos como hembras traviesas y vanas. Ignoro hacia qué lugar me dirijo, pero mi paso es firme, según debe serlo, sin excepción, el del hombre sobre la tierra…
Dejo atrás calles, calles iluminadas absurdamente, repletas de hembras muy lindas que mueven sus cuerpecitos alegremente.
—¡Si quisieran cenar todas conmigo!
Y estoy a punto de ser arrollado por un ómnibus cuando me embriaga el ensueño: “Una mesa descomunal, como no han visto los siglos, cubierta por kilómetros de tela blanca y situada sobre distintas naciones; una especie de línea férrea, a la cabecera de la cual estaría yo sentado en una silla, con mis gafas negras sobre las cejas grises y mis guantes blancos puestos a secar sobre un árbol”.
Las mujeres van y vienen dulcemente por la calle. Son como mariposas inquietas; y yo quisiera ser flor. Son como flores selváticas; y yo quisiera ser mariposa. Quisiera ser lo que ellas no son, para hacerlas venir a mi lado. Quisiera ser esa muselina ligera que ciñe sus cinturitas tan débiles; esos collares extraños que aprisionan sus gargantas; esos zapatitos tan voluptuosos que me hacen desfallecer de pasión, y sobre los cuales caminan tan nerviosamente. Unas me miran al pasar. Otras, no. Y esto último me entristece de tal forma, que me entran deseos de irme a bañar una vez más, de limpiarme los zapatos. En fin, que es muy duro mi destino.
Mas he aquí que, de súbito, una horripilante idea cruza mi mente:
“Todas las mujeres tienen su hombre. ¡Todas, todas! He nacido demasiado tarde y ya no hay un corazón disponible.”
Comienzo a temblar, palidezco de estupor y necesito sentarme en el filo de la acera. Un sudor helado y grasoso me arroya por las sienes.
“¡Todas, todas tienen su hombre!”
Y acuden a mi cerebro visiones cada vez más dolorosas. Veo restaurantes de doscientos pisos, en cuyas mesitas cuadradas cena alegremente la humanidad por parejas… Extensiones inconmensurables de terreno yermo donde millones de mujeres encinta van a visitar al ginecólogo… Infantes que lloran en sus cunas blandas, exhibiendo sus organitos viriles…
—¡No quedará una mujer en el mundo! —grito de pronto, asomándome a las cunas.
Y un caballero, también de negro, me ayuda a incorporarme.
—¿Se siente usted enfermo? —prorrumpe con el sombrero en la mano.
—No —replico—. Me siento perfectamente. Gracias.
Saluda y se marcha. Pero en aquel instante, una ocurrencia me acomete:
“¿Y si lo matara? ¡Su mujer quedaría libre entonces!”
Me lanzo tras de él entre la multitud, como un loco. Le doy alcance, tocándole sin brusquedad en un hombro.
—Perdone —inquiero un poco jadeante—, ¿es usted casado?
El desconocido me examina de arriba abajo y contesta:
—Soy viudo.
Me entristezco y le digo:
—Le acompaño a usted en el sentimiento.
—Gracias… —musita entre dientes, tratando de desasirse de mí, que lo he aprisionado por un brazo.
Otra idea —la máxima— me asalta.
—Disculpe la impertinencia: ¿iba usted a tomar el metro?
—Precisamente —confiesa—. ¡Y es tan tarde!
Comprendo que es un etnógrafo que se halla a merced mía.
—¿Qué rumbo lleva? —insisto.
No percibo su respuesta, mas exclamo, embriagado de gozo:
—Casualmente el mío. ¡Oh, la vida está llena de estas minúsculas peculiaridades! ¿Le incomoda que vayamos juntos?
—Es que…
Lo empujo hacia adelante y penetramos en la estación. Descendemos a toda prisa en un ascensor muy incómodo. En los andenes las mujercitas siguen moviendo sus tiernos cuerpos; pero yo las contemplo ahora con indiferencia. Incluso, me arranco las gafas y sepulto en un bolsillo los guantes. Aspiro el aroma de la flor que llevo en la solapa y pienso:
“Parezco un jardín.”
La desprendo con rabia, pisoteándola cual si se tratara de una chinche. No obstante, es una gardenia: una gardenia singularmente fragante, como deben serlo los ombliguitos de todas esas lindas empleadas que escriben a máquina en los Bancos.
Durante el trayecto hablo con mi acompañante, poseído de disculpable calor. El, por el contrario, cada momento más incierto y preocupado. No osa moverse, sonríe ambiguamente, cambia a menudo de postura; pero responde a cuanto le pregunto. Hablábamos de su mujer.
“Debe ser un excelente padre de familia” —pienso involuntariamente.
Y esta insensata idea, unida al color bestial de sus calcetines a cuadros, me hace sollozar.
—¡Oh, por favor, por favor! ¡Se lo suplico! —implora tímidamente.
Algunas personas me observan con desconfianza, y yo me desconcierto de pronto. Para ahuyentar la pesadumbre indago:
—¿Usted nunca se ha retratado?
—Sí —me responde, agitando la cabeza.
—Yo no —admito—. Pero me retrataré hoy mismo.
Y entreveo mi fotografía, ya no al lado de un millón de mujeres bonitas, sino sentado sobre las piernas de una complaciente empleadita, como aquella que va leyendo el diario. “Tengo mi brazo alrededor de su cuello y ella me mira franca, apasionadamente a los ojos, a pesar de que no llevo gafas. Ahora visto de gris, con una corbata amarilla.”
—Bueno… ¡hasta la vista! —exclama mi compañero, de un modo atropellado, ofreciéndome su mano sudorosa.
—¡Cómo! ¿Se marcha usted? —lamento—. ¡Tanto gusto en conocerle!
Se va y yo me apeo en la estación siguiente. Salto dentro de un taxi y menciono un nombre muy extraño que tengo que repetir varias veces. Primero cruzamos una plaza, en cuyo centro hay una fuente; otra plaza sin fuente; calles, calles, todas gemelas, huecas, como el sistema de una tubería. Aparecen los árboles, las chimeneas de las fábricas, los lavaderos. Estamos en los suburbios. Diviso la luna —¡y es hermosa!—.Proseguimos: el campo. La llanura plana, quieta, igual que el pecho de un tísico. Así media hora, una, dos; hasta que el vehículo se detiene en seco.
—¿Es aquí? —pregunto.
—Aquí mismo —responde el chofer.
Liquido la cuenta, abro la portezuela y suplico:
—Tenga la bondad de aguardarme. Tardaré a lo más veinticinco minutos.
—¡Correcto! —asiente—.Y se tumba a dormir con los bigotes sobre el volante.
Yo me lanzo entre las sombras rumbo a un puñado de casitas grises en cuyas ventanas hay luces. Escucho el reloj de la parroquia: las once. A un tiempo, distingo la cabeza enorme de un hombre que se aproxima cantando con voz de campesino. Le detengo, adoptando el continente más sereno de que soy capaz.
“Podría tomarme por un demente” —pienso estremeciéndome.
E inquiero:
—Disculpe, ¿podría usted indicarme dónde se halla el cementerio?
Gira sobre sus talones sucios, yergue un brazo hercúleo y señala una mancha próxima, oscilante.
—Detrás de esos árboles —me informa.
Doy las gracias, encaminándome hacia la mancha. El sendero es largo, no tan fácil como me suponía y lleno de barro. Con frecuencia doy un traspié y resbalo, rodando hecho un guiñapo. Pero es tal la alegría que salta en mi pecho, tal mi avidez, que rompo a cantar y a reír, hundido el rostro en el estiércol de las vacas.
“¡Ahora voy a tener mujercita y esto es espléndido! —cavilo—. ¡No moverá mucho su cuerpecito porque está muerta, pero al menos podremos retratarnos! Si está demasiado rígida, la aceitaremos. Si su ropa se halla deteriorada, la vestiremos adecuadamente. Si está muy pálida, muy pálida, le untaremos de carmín las mejillas…Y yo me sentaré en sus rodillitas desnudas y le pasaré un brazo por su hombro, y ella me mirará con sus pobrecitos ojos quietos a mis ojos grises y sin gafas.”
Un silencio inusitado me rodea. La obscuridad me envuelve, cual si me hallara en el interior de una cámara fotográfica. Llego, por fin, al cementerio. Me descubro, y nadie sale a recibirme. Llamo febrilmente a la puerta: ni una triste alma responde.
“Debe ser aún temprano” —calculo.
Y sentándome sobre una piedra, me dispongo a esperar con toda calma.
Transcurrido el tiempo de fumarme un cigarrillo, me levanto. Miro a un lado y otro, y, con la agilidad de un gorila, salto la tapia. Requiero a gritos al camarero, al maítre, al manager. Inútil. Mi grito repercute en las tinieblas, choca contra una montaña y me vuelve a la boca. Me lo trago y sigo adelante por entre las sepulturas. Una voluptuosidad inaudita me invade. Hierve la sangre en mis venas, y visiones realmente lascivas desfilan ante mis ojos. Parece que entro a un cabaret.
“¿Dónde andará mi mujercita?”—digo para mis adentros.
Procuro seguir las indicaciones del viudo tímido. Busco sobre las cruces el epitafio. No lo encuentro, y lo que es bastante peor: me restan apenas cinco fósforos.
—¡Vaya un restaurante desanimado! —prorrumpo deteniéndome. Y continúo más y más impaciente, más y más angustiado, derribando tiestos con flores, copas y vasos, tronchando rosales, pisoteando a los parroquianos, partiendo las cruces, atropellando a los camareros que duermen…
Llego, en suma, a mi destino: a la casita blanca. Veo el nombre de la muerta. Me inclino sobre la lápida y leo el menú. Hecho un loco, un abominable loco, comienzo a trabajar. El trabajo es arduo, me extenúa, haciendo tronar mis huesos; pero mi ansiedad va en aumento. Como un perro escarbo la tierra, destruyo las raíces malignas, hiriéndome las uñas; lanzo pedruscos al aire, algunos de los cuales me caen en la cabeza.
“¿Quién estará riñendo?”—me pregunto asustado, mirando a todas partes.
Sangro y me ato el pañuelo a la frente.
—¡Después ajustaremos esa cuenta! —amenazo, señalando un árbol.
Súbitamente topo con algo sólido, al parecer infranqueable. ¡Ah, me aguarda en el reservado! Me vuelvo tímido, infantil, casi femenino. Golpeo con el puño delicadamente.
—¿Se puede? —inquiero.
Nadie contesta. Llamo más fuerte.
—¿Se puede?
“¡Oh, las delicias del adulterio!”—suspiro.
Pero grito:
—¡Abre o echo abajo la puerta!
Suenan dentro risitas muy débiles, como de alguien a quien le hicieran cosquillas con una pluma. Percibo, también, unos taconcitos femeninos que golpean, golpean el suelo.
—¡La echo! —aúllo.
Y cumplo mi palabra.
Salta el féretro en pedazos, salpicándome la lengua de una substancia ácida y muy fría. Adivino, más que distingo, una figura femenina, vestida de baile, inmóvil sobre un canapé. Me inclino hacia ella dulcemente, seductoramente, igual que los galanes en el teatro. Musito:
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Me halaga su voz somnolienta.
-¡Sí!
Le echo mano. Pesa poco, y su cuerpecito tintinea como un bolsón de cascabeles. ¡Debe estar tan ilusionada!
Con mi presa a cuestas me encamino hacia la tapia, advirtiendo que algo se enreda entre los árboles. Cuando pienso que sea su cabellera espesa me trastorno aún más. ¡Besaré así, así, su maraña negra, hundiendo en ella mi cabeza hasta el cuello! La deposito en el muro, salto, y la recojo de nuevo.
—¡Perdone usted! —balbuceo, dejándola caer sobre el lodo—. Me olvidé el sombrero.
Entro, y vuelvo a salir con el bombín un poco ladeado. Me la echo otra vez sobre las espaldas, y así avanzamos en la obscuridad impenetrable. Pronto el cansancio me rinde, flaquean sensiblemente mis rodillas y las fuerzas me abandonan. Bajo las ramas de un corpulento chopo me siento y siento a mi mujercita.
—Señorita: ¿le gustaría a usted retratarse conmigo?
Y evoco la imagen sugestiva: yo sobre sus rodillas, y colgando de un árbol mi traje.
Procedo al punto a desnudarme; a desnudarla a ella, lo cual no es tarea fácil, pues se resiste. Cuelgo, en efecto, mis ropas, y voy presuroso a instalarme. Lo hago con cautela, tierna, ceremoniosamente. Le paso a continuación un brazo por el hombro helado. Cruzo las piernas. Sonrío. Alzo la vista, mirando con desdén a todas las mujeres del universo.
—No te muevas —le ordeno.
—¿Listo? —pregunta el fotógrafo.
Yo digo:
—Espere usted un momento. Voy a estornudar…
Estornudo una vez, dos, hasta cinco.
—Mírame —suplico a mi mujercita.
Y nos retratamos. Nos retratamos cerca de quince veces, siempre en la misma postura, como si fuéramos dos estatuas. Yo así: sin gafas, sin guantes, sin gardenia. Igual que en aquel tiempo, cuando compartía el lecho con las negras del Congo.
Y como entonces, también, hube más tarde de colocar entre nuestros ardientes cuerpos mis ropas negras muy bien dobladas, porque los pechos enhiestos de ella penetraban en mi carne igual que dos afilados cuchillos.
Publicado por Ricardo Bernal en 11:01
Y pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales. Le enseñaba mis muecas, él sonreía, había hambre en su risa, yo pensaba que si le regalaba unas gorditas de harina haría muy bien. Al otro día, cuando el pasaba al cerro, le ofrecía las gordas; su cuerpo flaco sonrió y sus labios pálidos se elasticaron con un “yo me llamo Rafael, soy trompeta del cerro de La …Iguana”. Apretó la servilleta contra su estómago helado y se fue; parecía por detrás un espantapájaros; me dio risa y pensé que llevaba los pantalones de un muerto.
Hubo un combate de tres días en Parral; se combatía mucho.
“Traen un muerto de tres días -dijeron-, el único que hubo en el cerro de La Iguana.” En una camilla de ramas de álamo pasó frente a mi casa; lo llevaban cuatro soldados. Me quedé sin voz, con los ojos abiertos abiertos, sufrí tanto, se lo llevaban, tenía unos balazos, vi su pantalón, hoy sí era el de un muerto.
Nellie Campobello
Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México, ERA, 2012
Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de
fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible.
Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me
receto tiempo, abstinencia, soledad.
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?
No es mucho, mi es poco, es bastante. En una
semana se pueden reunir todas las palabras de amor
que se han pronunciado sobre la tierra y se les
puede prender fuego. Te voy a calentar con esa
hoguera del amor quemado. Y también el silencio.
Porque las mejores palabras del amor están están entre dos
gentes que no se dicen nada.
Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y
subversivo del que ama. (Tú saber cómo te digo que
te quiero cuando digo: “qué calor hace”, “dame
agua”, “¿sabes manejar?,”se hizo de noche”… Entre
las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he
dicho “ya es tarde”, y tú sabías que decía “te
quiero”.)
Una semana más para reunir todo el amor del
tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú
quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No
sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para
entender las cosas. Porque esto es muy parecido a
estar saliendo de un manicomio para entrar a un
panteón.
Los muertos
James Joyce
Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allí estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos, los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años y años y tan atrás como se tenía memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellos en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr. Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contribuían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir afuera, daba lecciones de música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta, les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.
Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las diez y ni señas de Gabriel y su esposa. Además, que tenía muchísimo miedo de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de manejar, a veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
– Ah, Mr. Conroy – le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta -, Miss Kate y Miss Julia creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mrs. Conroy.
– Me apuesto a que creían eso – dijo Gabriel -, pero es que se olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas mortales para vestirse.
Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a la mujer al pie de la escalera y gritaba:
– Miss Kate, aquí está Mrs. Conroy.
Kate y Julia bajaron en seguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.
– Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes, que yo las alcanzo – gritó Gabriel desde la oscuridad.
Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mujeres subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de entre sus pliegues y dobleces salió el vaho fragante del descampado.
– ¿Está nevando otra vez, Mr. Conroy? – preguntó Lily.
Se le había adelantado hasta el cuarto de desahogo para ayudarle a quitarse el abrigo, y Gabriel sonrió al oír que añadía una sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón a acunar a su muñeca de trapo.
– Sí, Lily – le respondió -, y me parece que tenemos para toda la noche.
Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del estante.
– Dime, Lily – dijo en tono amistoso -, ¿vas todavía a la escuela?
– Oh, no, señor – respondió ella -, ya no más y nunca.
– Ah, pues entonces – dijo Gabriel, jovial – supongo que un día de éstos asistiremos a esa boda con tu novio ¿no?
La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amargura:
– Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda brillaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le dejaba marcada el sombrero.
Cuando le sacó bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.
– Ah, Lily – dijo, poniéndosela en la mano -, es Navidad, ¿no es cierto? Aquí tienes… esto…
Caminó rápido hacia la puerta.
– ¡Oh, no, señor! – protestó la muchacha, cayéndole detrás – De veras, señor, no creo que deba.
– ¡Es Navidad! ¡Navidad! – dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella indicando que no tenía importancia.
La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:
– Bueno, gracias entonces, señor.
Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escuchando las faldas y los pies que se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga réplica de la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Luego sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada a la lista de temas para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning porque temía que estuvieran muy por encima de sus oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer de Shakespeare o de las melodías de Thomas Moore. El grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arrastre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que no pudieran entender. Cometería un error con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado de arriba abajo. Un fracaso total.
Fue entonces cuando sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta. Llevaba el pelo gris, hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris también, con sombras oscuras, era su larga cara fláccida. Aunque era robusta y caminaba erguida, los ojos lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una mujer que no sabia dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara, más saludable que la de su hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero fruncida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.
Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino preferido, hijo de la hermana mayor, de la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
– Gretta me acaba de decir que no va a regresar en coche a Monkstown esta noche, Gabriel – dijo tía Kate.
– No – dijo Gabriel, volviéndose a su esposa -, ya tuvimos bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate; el catarro que cogió Gretta entonces? Con las puertas del coche traqueteando todo el viaje el viento del Este dándonos de lleno en cuanto pasamos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.
Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
– Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho – dijo -. No hay que descuidarse nunca.
– Pero en cuanto a Gretta – dijo Gabriel -, ésta es capaz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por ella fuera.
Mrs. Conroy sonrió.
– No le haga caso, tía Kate – dijo -, que es demasiado precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!… Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos iban de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que la solicitud de Gabril formaba parte del repertorio familiar.
-¡Galochas! – dijo Mrs. Conroy -. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso nada. Si me descuido me compra un traje de bañista.
Grabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa preguntó:
– ¿Y qué son galochas, Gabriel?
– ¡Galochas, Julia! – exclamó su hermana -. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre los…, sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
– Sí – dijo Mrs. Conroy -. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.
– Ah, en el continente – murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera enfadado:
– No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice que le recuerdan a los minstrels negros de Christy.
– Pero dime, Gabriel – dijo tía Kate con tacto brusco -. Claro que te ocupaste del cuarto. Gretta nos contaba que…
– Oh, lo del cuarto está resuelto – replicó Gabriel -. Tomé uno en el Gresham.
– Claro, claro – dijo tía Kate -, lo mejor que podías haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?
– Oh, no es más que por una noche – dijo Mrs. Conroy -. Además, Bessie los cuida.
– Claro, claro – dijo tía Kate de nuevo -. ¡Qué comodidad tener una muchacha así, en quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente. No es la de antes.
Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escaleras abajo, sacando la cabeza por sobre la baranda.
– Ahora dime tú – dijo ella, como molesta -, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?
Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:
– Ahí está Freddy.
En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susurró al oído:
– Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no le dejes subir si está tomado. Estoy segura de que está tomado. Segurísima.
Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la balaustrada. Podía oír a dos personas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins. Bajó las escaleras haciendo ruido.
– Qué alivio – dijo tía Kate a Mrs. Conroy – que Gabriel esté aquí… Siempre me siento más descansada mentalmente cuando anda por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encantador.
Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su pareja, dijo:
-¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?
– Julia – dijo la tía Kate, sumariamente -, y aquí están Mr. Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.
– Yo me encargo de las damas – dijo Mr. Browne, apretando sus labios hasta que sus bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.
– Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que…
No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas juntas ocupaban el centro del cuarto, y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban un largo mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía como mesa auxiliar para los entremeses y los postres. Ante un aparador pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas amargas.
Mr. Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un ponche femenino, caliente, fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes, él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky, los jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un sorbo.
– Alabado sea Dios – dijo, sonriendo -, tal como me lo recetó el médico.
Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron haciendo eco musical a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando nerviosos tirones a los hombros. La más audaz dijo:
– Ah, vamos, Mr. Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa así.
Mr. Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada:
– Bueno, ustedes saben, yo soy como Mrs. Cassidy, que dicen que dijo: “Vamos, Mary Grimes, si no tomo un vasito, dámelo tú, que es lo que necesito”.
Su cara acalorada se inclinó hacia delante en gesto demasiado confidente y habló imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de tocar, y Mr. Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo mejor.
Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:
– ¡Contradanza! ¡Contradanza!
Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:
– ¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!
– Ah, aquí están Mr. Bergin y Mr. Kerrigan – dijo Mary Jane.
– Mr. Kerrigan ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de pareja Mr. Bergin? Ah, ya está bien así.
– Tres damas, Mary Jane – dijo tía Kate.
Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto, y Mary Jane se volvió a Miss Daly:
– Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche…
– No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
– Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr. Bartell D’Arcy, el tenor. Después voy a ver sicanta. Dublín entero está loco por él.
– ¡Bella voz, bella voz! – dijo la tía Kate.
Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.
– ¿Qué pasa, Julia? – preguntó tía Kate, ansiosa -. ¿Quién es?
Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente, como si la pregunta la sorprendiera:
– No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene con él.
De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofletuda y pálida, con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes. Los ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo.
– Buenas noches, Freddy – dijo tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Morkan de una manera que pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz, y luego, viendo que Mr. Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empezó de nuevo el cuento que acababa de hacerle a Gabriel.
– Nose ve tan mal, ¿no es verdad? – dijo la tía Kate a Gabriel.
Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:
– Oh, no, ni se le nota.
– ¡Es un terrible! – dijo ella -. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el Fin de Año. Pero por qué no pasamos al salón, Gabriel.
Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr. Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr. Browne asintió y, cuando ella se hubo ido, le dijo a Freddy Malins:
– Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.
Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente, pero Mr. Browne, después de haberle llamado la atención sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr. Browne, cuya cara se colmaba de regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de llegar al momento culminante de su historia, en una explosión de carcajadas bronquiales, y dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar, empezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.
Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de glissandi y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero la pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro jóvenes que vinieron del refectorio a pararse en la puerta, tan pronto como empezó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio después de unos acordes. Las únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban en la pausas como las de una sacerdotisa en una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su lado volteando las páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba encerado bajo el macizo candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena del balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los principitos en la Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña. Probablemente les enseñaban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas, porque una vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de raso castaño y con botones redondos imitando moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical, porque tía Kate acostumbraba decir que era ‘el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían parecido siempre bastante orgullosas de su hermana, tan matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él a Costantine, que, vestido de marino, estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Costantine era ahora el cura párroco de Balbriggan, y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todvía en su memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad nada. Fue Gretta quien la atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.
Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás, y mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su corazón. La pieza terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura, y salió corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones parados en la puerta, los mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.
Alguien organizó una danza de lanceros, y Gabriel se encontró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No llevaba escote, y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés.
Cuando ocuparon sus puestos, ella dijo de pronto:
– Tiene usted una cuenta pendiente conmigo.
– ¿Yo? – dijo Gabriel.
Ella asintió con gravedad.
– ¿Qué cosa es? – preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.
– ¿Quién es G.C.? – respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.
Gabriel se sonrojó, y ya iba a fruncir la cejas como si no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:
– ¡ Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el Daily Express. Y bien, ¿no le da vergüenza?
– ¿Y por qué me iba a dar? – preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreir.
– Bueno, a mí me da pena – dijo Miss Ivors con franqueza -. Y pensar que escribe usted para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.
Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una columna literaria en el Daily Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los libros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque , ya que le deleitaba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey’s, en el Paseo del Soltero, y a Webb’s o a Massey’s, en el muelle de Aston, o a O’Clohisseys, en una calle lateral. No supo cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de los trajines políticos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad primero y después de maestros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañando y tratando de sonreír hasta que murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.
Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:
– Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.
Cuando se juntaron de nuevo, ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Browning. Fue así como se enteró del secreto; pero le gustó muchísimo la crítica. De pronto dijo:
– Oh, Mr. Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vienen Mr. Clancy y Mr. Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también. Ella es de Connacht, ¿no?
– Su familia – dijo Gabriel, corto.
– Pero vendrán los dos, ¿no es así? – dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.
– Lo cierto es que – dijo Gabriel – yo he quedado en ir…
– ¿A dónde? – preguntó Miss Ivors.
– Bueno, ya ve usted que todos los años hago una gira ciclista con varios compañeros, así que..
– Pero ¿por dónde? – preguntó Miss Ivors.
– Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania – dijo Gabriel torpemente.
– ¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica – dijo Miss Ivors – en vez de visitar su propio país?
– Bueno – dijo Gabriel -, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en parte por dar un cambio.
– ¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? – le preguntó Miss Ivors.
– Bueno – dijo Gabriel -, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.
Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía que el rubor le invadiera la frente.
– ¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar – siguió Miss Ivors -, de la que no sabe usted nada, su propio pueblo, su patria?
– Pues, a decir verdad – replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este país, ¡harto!
– ¿Y por qué? – preguntó Miss Ivors.
Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado.
– ¿Por qué? – repitió Miss Ivors.
Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora, y, como todavía no había él respondido, Miss Ivors le dijo, muy acalorada:
– Por supuesto, no tiene nada que decir.
Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó los ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió. Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:
– ¡Pro-inglés!
Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón, donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella le daba a la lengua, Gabriel trató de desterrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro-inglés delante de la gente, ni aún en broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.
Vio a su mujer por entre las parejas que valseaban. Cuando llegó a su lado le dijo al oído:
– Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.
– Está bien – dijo Gabriel.
– Van a dar de comer rimero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para que tengamos la mesa para nosotros solos.
– ¿Bailaste? – preguntó Gabriel.
– Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por casualidad?
– Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?
– Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr. D’Arcy cante algo. Me parece que es de lo más vanidoso.
– No cambiamos palabras – dijo Gabriel, irritado -, sino que ella quería que yo fuera a Irlanda del Oeste y le dije que no.
Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico:
– ¡Oh, vamos, Gabriel! – gritó -. Me encantaría volver a Galway de nuevo.
– Ve tú si quieres – dijo Gabriel fríamente.
Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs. Malins y dijo:
– Eso es lo que se llama un hombre agradable, Mrs. Malins.
Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs. Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó para la cena.
Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al apoyo de la ventana. El salón estaba ya vacío, y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban quedamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera que cenando!
Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: “Uno siente que escucha una música acuciada por las ideas”. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había habido nunca animosidad entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le desagradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: “Damas y caballeros, la generación que ahora se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria y supereducada, que crece ahora en nuestro seno, me parece carecer”. Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?
Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr. Browne venía desde la puerta llevando galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta y la tía Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de la tía Julia, ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada, y aunque cantó muy rápido, no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó, y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible. Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre, que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabra o cuando el freno de su voz se hizo insoportable.
– Le estaba diciendo yo a mi madre – dijo – que nunca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree? Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan…, tan clara y tan fresca, ¡nunca!
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras sacaba la mano del aprieto. Mr. Browne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que estaban a su alrededor, como un animador que presenta un portento a la amable concurrencia:
– ¡ Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:
– Bueno, Browne, si hablas en serio podría haber hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.
– Ni yo tampoco – dijo Mr. Browne -. Creo que de voz ha mejorado mucho.
Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:
– Hace treinta años mi voz, como tal, no era nada mala.
– Le he dicho a Julia muchas veces – dijo tía Kate enfática – que está malgastando su talento con ese coro. Pero nunca me quiere oír.
Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios, miraba alelada al frente.
– Pero no – siguió tía Kate -, no deja que nadie la convenza ni la dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?
– Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? – preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, sonriendo.
La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:
– ¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Supongo que el Papa lo hará por la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.
Se había fermentado apasionadamente y hubiera continuado defendiendo a su hermana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al salón, intervino apaciguante:
– Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mr. Browne, que tiene otras creencias.
Tía Kate se volvió a Mr. Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo apresurada:
– Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón. No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healy en su misma cara…
– Y, además, tía Kate –dijo Mary Jane -, que estamos todos con mucha hambre, y cuando tenemos hambre somos todos muy belicosos.
– Y cuando estamos sedientos también somos belicosos – añadió Mr. Browne.
– Así que más vale que vayamos a cenar –dijo Mary Jane– y dejemos la discusión para más tarde.
En el rellano de la salida de la sala, Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No se sentía lo más mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo que debía.
– Pero si no son más que diez minutos, Molly – dijo Mrs. Conroy -. No es tanta la demora.
– Para que comas un bocado – dijo Mary Jane – después de tanto bailoteo.
– No puedo, de veras – dijo Miss Ivors -, pero ahora deben dejarme ir corriendo.
– Pero ¿cómo vas a llegar? – preguntó Mrs. Conroy.
– Oh, no son más que unos pasos malecón arriba.
Gabriel dudó por un momento y dijo:
– Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de veras tiene que marcharse usted.
Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.
– De ninguna manera – exclamó -. Por el amor de Dios, vayan a cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidarme muy bien.
– Mira, Molly, que tú eres rara – dijo Mrs. Conroy con franqueza.
– Beannacht libh – gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.
Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs. Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se preguntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras distraído.
En ese momento la tía Kate salió del comedor dando tumbos, casi exprimiéndose las manos de desespero.
-¿Dónde está Gabriel? – gritó -. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!
– ¡ Aquí estoy yo, tía Kate! – exclamó Gabriel con súbita animación -. Listo para trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.
Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa, y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre esos extremos rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero, que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo, y detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón; el tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.
Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que era un trinchador experto, y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.
– Miss Furlong, ¿qué le doy? – preguntó -. ¿Un ala o una lasca de pechuga?
– Una lasquita de pechuga.
– ¿Y para usted, Miss Higgins?
– Oh, lo que usted quiera, Mr. Conroy.
Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas boronosas envueltas en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane, y ella sugirió también salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado simple, sin nada de salsa de manzana, y que esperaba no tener que comer nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía Katey tía Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peticiones y contrapeticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel empezó a trinchar porciones extras tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout, ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr.Browne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en medio del regocijo general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido, dijo Gabriel, sonriendo:
– Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella.
Un coro de voces lo conminó a empezar su cena, Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.
– Muy bien – dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar -, hagan el favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.
Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr. Bartell D’Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando principal en la segunda tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído.
– ¿Lo ha oído usted? – le preguntó a Mr. Bartell D’Arcy.
– No – dijo Mr. Bartell D’Arcy sin darle importancia.
– Porque – explicó Freddy Malins – tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene una gran voz.
– Y Teddy sabe lo que es bueno – dijo Mr. Browne, confianzudo, a la concurrencia.
– ¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? – preguntó Freddy Malins en tono brusco -. ¿Por qué no es más que un negro?
Nadie respondió a su pregunta, y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro que era muy buena, dijo, perole recordaba a la pobre Georgina Burns. Mr. Browne se fue aún más lejos, a las viejas compañías italianas que solían visitar Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba siempre de bote en bote, noche tras noche; cómo una noche un tenor italiano había dado cinco bises de Déjame caer como cae un soldado, dando el do de pecho en cada ocasión, y cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar los caballos del carruaje de una gran prima donna para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya o cantaban las grandes óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para cantarlas, por eso.
– Ah, pero –dijo Mr. Bartell D’Arcy- a mi entender, hay tan buenos cantantes hoy como entonces.
– ¿ Dónde están? – preguntó Mr. Browne, desafiante.
– En Londres, París, Milán – dijo mr. Bartell D’Arcy, acalorado -. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bueno si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha mencionado.
– Tal vez sea así – dijo Mr. Browne -. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.
– Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso – dijo Mary Jane.
– Para mí – dijo tía Kate, que estaba limpiando un hueso – no ha habido más que un tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar de él.
– ¿Quién es él, Miss Morkan? – preguntó Mr. Bartell D’Arcy, cortésmente.
– Su nombre – dijo tía Kate – era Parkinson. Lo oí cantar cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.
– Qué raro – dijo Mr. Bartell D’Arcy -. Nunca oí hablar de él.
– Sí, sí, tiene razón Miss Morkan – dijo Mr. Browne -. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.
– Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés – dijo la tía Kate entusiasmada.
Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pudín a la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba los platillos mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había sido hecho por tía Julia y ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante “bruno”.
– Bueno, confío, Miss Morkan – dijo Mr. Browne -, en que yo sea lo bastante “bruno” para su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo browno.
Los hombres, con la excepción de Gabrie,l le hicieron el honor al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía postre, le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había para la sangre, y como estaba bajo tratamiento médico… Mrs. Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Monte Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobraban ni un penique a sus huéspedes.
– ¿Y me quiere usted decir – preguntó Mr. Browne, incrédulo -, que uno va allá, y se hospeda como en un hotel, y vive de lo mejor, y se va sin pagar un penique?
– Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse – dijo Mary Jane.
– Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia– dijo Mr. Browne con franqueza.
Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.
– Son preceptos de la orden – dijo tía Kate con firmeza.
– Sí, pero ¿por qué? – preguntó Mr. Browne.
La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pesar de todo, Mr. Browne parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación no quedó muy clara para Mr. Browne, quien, sonriendo, dijo:
– Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un ataúd?
– El ataúd – dijo Mary Jane – es para que no olviden su último destino.
Como la conversación se hizo fúnebre, se la enterró en el silencio, en medio del cual se pudo oír a Mrs. Malins decir a su vecina en un secreto a voces:
– Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.
Las pasas, y las almendras, y los higos, y las manzanas y las naranjas, y los chocolates, y los caramelos, pasaron de mano en mano, y tía Julia invitó a los huéspedes a beber oporto o jerez. Al principio, Mr. Bartell D’Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación se detuvo. Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkan, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tomaron el la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.
El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando a las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría un brillante gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blancos campos de Quince Acres.
Comenzó:
– Damas y caballeros: Hame tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una tarea muy grata, para la cual me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo bastante adecuada.
– ¡De ninguna manera! – dijo Mr. Browne.
– Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.
– Damas y caballeros: No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido recipendarios – o quizá sea mejor decir “víctimas” – de la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.
Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rió o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió con más audacia:
– Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tradición única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones modernas. Algunos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanagloriarse. Pero, aún si concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que confío que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas antes – y deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por muchos años y muchos años por transcurrir – la tradición de genuina, cálidamente entrañable y cortés hospitalidad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y que a su vez debemos legar a nuestros descendientes, palpita todavía entre nosotros.
Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía, y dijo con confianza en sí mismo:
– Damas y caballeros: Una nueva generación crece en nuestro seno, una generación motivada por ideales nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su entusiasmo, aún si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos en tiempos escépticos y, sise me permite la frase, en una era acuciada por las ideas, y a veces que temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos en época menos espaciosa. Aquéllos se pueden llamar, sin exageración, días espaciosos; y si desaparecieron sin ser recordados, esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros corazones la memoria de los grandes, muertos y desaparecidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer nunca de motu propio.
– ¡Así se habla! – dijo Mr. Browne bien alto.
– Pero como todo – continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave-, siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias dolorosas, y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes. Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo más constante y tenaz.
– Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión moralizante se entrometa entre nosotros esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como colegas y hasta cierto punto en verdadero espíritu de “camaradería”, y como invitados de -¿cómo podría llamarlas?– las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.
La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal salida. Tía Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas, por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.
– Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia – dijo Mary Jane.
La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en la misma vena:
– Damas y caballeros: No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No intentaré siguiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfitriona mayor, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de todos aquellos que la conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna juventud y cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una revelación para nosotros esta noche, o, last but not least, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sabría a quién conceder el premio.
Gabriel echó una ojeada a sus tías, y viendo la enorme sonrisa en la cara de la tía Julia y las lágrimas que brotaron a los ojos de la tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los concursantes palpaban sus respectivas copas expectantes, y dicho en alta voz:
– Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y bien ganada que tienen en nuestra profesión, y la honra y el afecto que se han ganado en nuestros corazones.
Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con Mr. Browne como guía:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
¡Nadie lo puede negar!
La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo, y hasta tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre, y los cantantes se miraron cara a cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:
A menos que diga mentira,
A menos que diga mentira…
Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
¡Nadie lo puede negar!
La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por muchos otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor, tenedor en ristre.
El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:
– Que alguien cierre esa puerta. Mrs. Malins se va a morir de frío.
– Browne está fuera, tía Kate – dijo Mary Jane.
– Browne está en todas partes – dijo tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rió de su tono de voz.
– ¡Vaya – dijo socarrona – si es atento!
– Se nos ha expandido como el gas – dijo la tía Kate en el mismo tono – por todas las Navidades.
Se rió de buena gana esta vez y añadió enseguida:
– Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.
En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr. Browne, desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación de astrakán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón nevado, de donde venía un sonido penetrante de silbidos.
– Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín – dijo.
Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor, dijo:
– ¿No bajó ya Gretta?
– Está recogiendo sus cosas, Gabriel – dijo tía Kate.
– ¿ Quién toca arriba? –preguntó Gabriel.
– Nadie. Todos se han ido ya.
– Oh, no, tía Kate – dijo Mary Jane -. Bartell D’Arcy y Miss O’Callaghan no se han ido todavía.
– En todo caso, alguien teclea al piano – dijo Gabriel.
Mary Jane miró a Gabriel y a Mr. Browne y dijo, tiritando:
– Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No me gustaría nada tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a esta hora.
– Nada me gustaría más en este momento – dijo Mr. Browne, atlético – que una crujiente caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.
– Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa – dijo tía Julia con tristeza.
– El Nunca Olvidado Johnny – dijo Mary Jane, riendo.
La tía Kate y Gabriel rieron también.
– Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? – preguntó Mr. Browne.
– El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo – explicó Gabriel -, comúnmente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.
– Ah, vamos, Gabriel – dijo tía Kate, riendo -, tenía una fábrica del almidón.
– Bien, almidón o cola – dijo Gabriel -, el caballero viejo tenía un caballo que respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo en coche con la gente de postín a ver una parada en el bosque.
– El Señor tenga piedad de su alma – dijo tía Kate, compasiva.
– Amén – dijo Gabriel -. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de la mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.
Todos rieron, hasta Mrs. Malins, de la manera en que Gabriel lo dijo, y tía Kate dijo:
– Oh, vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.
– De la casa de sus antepasados – continuó Gabriel – salió, pues, el coche tirado por Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea porque se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creyera que estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la estatua.
Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.
– Vueltas y vueltas le daba – dijo Gabiel -, hasta que el caballero viejo, que era un viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente: “¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso de señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!”.
Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de semejante esfuerzo.
– No conseguí más que un coche – dijo.
– Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón – dijo Gabriel.
– Sí – dijo tía Kate -. Lo mejor es evitar que Mrs. Malins se quede ahí parada en la corriente.
Su hijo y Mr. Browne ayudaron a Mrs. Malins a bajar el quicio de la puerta y, después de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr. Browne. Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr. Browne a subir al coche. Se oyó una conversación confusa, y después Mr. Browne entró al coche. El cochero se arregló la manta sobre el regazo y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo mayor, y Freddy Malins y Mr. Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla, dirigieron al cochero en direcciones distintas. El problema era saber dónde en el camino había que dejar a Mr. Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y contradicciones y carcajadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr. Browne le dio un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.
– ¿Sabe usted dónde queda Trinity College?
– Sí, señor – dijo el cochero.
– Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la portada de Trinity College – dijo Mr. Browne -, y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?
– Sí, señor – dijo el cochero.
– Volando hasta Trinity College.
– Entendido, señor – gritó el cochero.
Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro de risas y de adioses.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parado en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír el también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en la escalera oyendo una melodía lejana. SI fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra, y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana melodía llamaría él al cuadro si fuera pintor.
Cerraron la puerta del frente, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán riendo todavía.
– ¡Vaya con ese Freddy, es terrible! – dijo Mary Jane -. ¡Terrible!
Gabriel no dijo nada, sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano. Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba débilmente las cadencias de aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor:
Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y el rocío moja la piel de mi cara,
Mi hijo yace aterido de frío…
– Ay – exclamó Mary Jane -. Es Bartell D’Arcy cantando y no quiso cantar en toda la noche. Ah, voy a hacerle que cante una canción antes de irse.
– Oh, sí, Mary Jane – dijo tía Kate.
Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar allá la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de golpe.
– ¡Ay, qué pena! – se lamentó -. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás venían Bartell D’Arcy y Miss O’Callaghan.
– ¡ Oh, Mr D’Arcy – exclamó Mary Jane -, muy egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos le oíamos arrobados!
– He estado detrás de él toda la nocha – dijo Miss O’Callaghan -, también Mrs. Conroy, y nos decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.
– Ah, Mr. D’Arcy – dijo la tía Kate -, mire que decir tal embuste.
– ¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? – dijo Mr. D’Arcy, grosero.
Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante su ruda respuesta, no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas a todos de que olvidaran el asunto. Mr. D’Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con cuidado.
– Es el tiempo – dijo tía Julia, lueog de una pausa.
– Sí, todo el mundo tiene catarro – dijo tía Kate enseguida -, todo el mundo.
– Dicen – dijo Mary Jane – que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; leí esta mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.
– A mí me gusta ver la nieve – dijo tía Julia con tristeza.
– Y a mí – dijo Miss O’Callaghan -. Yo creo que las Navidades no son nunca verdaderas Navidades si el suelo no está nevado.
– Pero al pobre de Mr. D’Arcy no le gusta la nieve – dijo tía Kate sonriente.
Mr. D’Arcy salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado, y en son de arrepentimiento les hizo la historia del catarro. Cada uno le dio un consejo diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y lo urgieron a que se cuidara mucho la garganta del sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo del reverbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca de alegría inundó su corazón.
– Mr. D’Arcy – dijo ella -, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
– Se llama La joven de Aughrim – repitió ella -. No podía recordar el nombre.
– Linda melodía – dijo Mary Jane -. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.
– Vamos, Mary Jane – dijo tía Kate -. No importunes a Mr. D’Arcy. No quiero que se vaya a poner bravo.
Viendo que estaban todos listos para irse, comenzó a pastorearlos hacia la puerta, donde se despidieron:
– Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.
– Buenas noches, Gabriel. ¡ Buenas noches, Gretta!
– Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.
– Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.
– Buenas noches, Mr. D’Arcy. Buenas noches, Miss O’Callaghan.
– Buenas noches, Miss Morkan.
– Buenas noches de nuevo.
– Buenas noches a todos. Vayan con Dios.
– Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban retazos de nieve sobre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de los alrededores. Las lámparas ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr. Bartell D’Arcy, sus zapatos en un cartucho bajo el brazo, sus manos levantando la falda del fango. No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en sus venas y los pensamientos se amotinaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los pájaros piaban en la enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje cabrilleaba sobre el piso; era tan feliz que no podía probar bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él deslizaba un billete en la cálida palma recóndita de su mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intemperie, mirando por entre los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas ante un horno rugiente. Hacía mucho frío. Su cara, reluciente por el viento helado, estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la atención al hombre del horno:
– Señor, ¿ese fuego está caliente?
Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con toda seguridad le habría respondido groseramente.
Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido torrente por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos para hacerle olvidar su aburrida existencia juntos y que rememorara solamente los momentos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos, sus escritos, su labor de ama de casa, no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carga que le escribió por aquel tiempo, él le decía: “¿Por qué palabras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?”
Como una melodía lejana, estas palabras que había escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas. La llamaría quedamente:
-¡Gretta!
Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego algo en su voz llamaría su atención. Se volvería ella a mirarlo…
En la esquina de Winetavern Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conversación. Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban apenas, señalando a un edificio o a una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando a alcanzar el barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el coche atravesaba el puente O’Conell , Miss Callaghan dijo:
– Dicen que nadie cruza el puente O’Donnell sin ver un caballo blanco.
– Yo veo un hombre blanco esta vez – dijo Gabriel.
– ¿Dónde? – preguntó Mr. Bartell D’Arcy.
Gabriel señaló la estatua, en la que había parches de nieve. Luego la saludó familiarmente y levantó la mano.
– Buenas noches, Daniel – dijo alegre.
Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas de Mr. Bartell D’Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El hombre lo saludó y dijo:
– Próspero Año Nuevo, señor.
– Igualmente – dijo Gabriel, cordial.
Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera, dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar con ella, orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado, produjo en él un agudo latido de lujuria. Aprovechándose del silencio, le apretó el brazo a su costado; y al detenerse a la puerta del hotel sintió que se habían escapado a sus vidas y a sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y salvajes, en busca de una aventura nueva.
Un viejo dormitaba en uno de los grandes sillones de orejas en el vestíbulo. Encendió él una vela en la oficina y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, sus pies pisando sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del portero, su cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como por una pesada carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de sus caderas para obligarla a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla, y solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía bajo control el impulso de su cuerpo. El portero se paró en las escaleras a enderezar la vela que chorreaba. Se detuvieron detrás de él. En el silencio, Gabriel podía oír la esperma derretida caer goteando en la palmatoria, tanto como el latido del corazón golpeando sus costillas.
El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Lugo puso su inestable vela en una mesita de noche y preguntó que a qué hora querían los señores despertarse.
– A las ocho – dijo Gabriel.
El portero señaló para el botón de la luz y empezó a murmurar una disculpa, pero Gabriel lo detuvo.
– No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría – dijo, señalando la vela – que puede usted, amigo mío, librarnos de tan orondo instrumento.
El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, ya que se había sorprendido de idea tan novedosa. Luego murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el pestillo.
La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba el tramo de la ventana a la puerta. Gabriel arrojó abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la ventana. Miró hacia abajo hacia la calle para clamar su emoción un tanto. Luego se volvió a apoyarse en un armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se paró delante de un gran espejo movible a zafarse el vestido. Gabriel se detuvo a mirarla un momento y después dijo:
– ¡Gretta!
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el cuadro de luz para acercarse. Su cara lucía tan seria y fatigada que las palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel. No, no era el momento todavía.
– Se te ve cansada – dijo él.
– Lo estoy un poco – respondió ella.
– ¿No te sientes enferma ni débil?
– No, cansada; eso es todo.
Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para afuera. Gabriel esperó de nuevo y luego, temiendo que lo ganara la indecisión, dijo, abrupto:
– ¡Por cierto, Gretta!
– ¿Qué es?
– ¿Tú conoces a ese pobre tipo de Malins? – dijo rápido.
– Sí, ¿Qué le pasa?
– Nada, que el pobre e de lo más decente, después de todo – siguió Gabriel con voz falsa -. Me devolvió el soberano que le presté, y no me lo esperaba en absoluto. Es una pena que no se aleje de ese tipo Browne, pues no es mala persona.
Temblaba, molesto ¿Por qué parecía ella tan distraída? No sabía por dónde empezar. ¿Estaría molesta ella también por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él por sí misma! Tomarla así como estaba sería bestial. No, tenía que notar un poco de pasión en sus ojos. Deseaba dominar se extraño estado de ánimo.
– ¿Cuándo le prestaste la libra? – preguntó ella después de una pausa.
Gabriel luchó por contenerse y no arrancar a maldecir brutalmente al estúpido de Malins y su libra. Anhelaba gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo contra el suyo, dominarla. Pero dijo:
– Oh, por Navidad, cuando abrió su tiendecita de tarjetas de felicitaciones en Henry Street.
Sufría tal fiebre de rabia y de deseo que no la oyó acercarse desde la ventana. Ella se detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndose de pronto en puntillas y posando sus manos, leve, en sus hombros, lo besó.
– Eres tan generoso, Gabriel – dijo.
Gabriel, temblando de deleite ante su beso súbito y la rareza de su frase, le puso una mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los dedos. El lavado se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos corrían acordes con los suyos. Quizá ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba dentro y su estado de ánimo imperioso la había subyugado. Ahora que ella se le había entregado tan fácilmente, se preguntó él por qué había sido tan pusilánime.
Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Luego, deslizando un brazo rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
– Gretta, querida, ¿en qué piensas?
No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De nuevo habló él, quedo:
– Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé?
No respondió ella enseguida. Luego dijo en un ataque de llanto:
– Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim .
Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama, tirando los brazos por sobre la baranda, escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa, relleno; la cara, cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un espejo, y sus relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de ella y le dijo:
– ¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz.
– ¿Por qué, Gretta? – preguntó.
– Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
– ¿ Y quién es esa persona? – preguntó Gabriel, sonriendo.
– Una persona que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela – dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.
– ¿Alguien de quien estuviste enamorada? – preguntó irónicamente.
– Un muchacho que yo conocí – respondió ella – que se llamaba Michael Furey. Cantaba esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su muchacho delicado.
– Tal como si lo estuviera viendo – dijo un momento después -. ¡Qué ojos tenía: grandes, negros! ¡Y qué expresión en ellos…, qué expresión!
– Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? – dijo Gabriel.
– Salía con él a pasear – dijo ella – cuando vivía en Galway.
Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
– ¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? – dijo fríamente.
Ella le meró y le preguntó, sorprendida:
– ¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera deazón. Encogiendo los hombros, dijo:
-¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.
– El está muerto – dijo ella al rato -. Murió cuando apenas tenía diecisiete años. ¿No es terrible morir así tan joven?
– ¿Qué era él? – preguntó Gabriel, irónico todavía.
– Trabajaba en el gas – dijo ella.
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y ante la evocación de esta figura de entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él había estado lleno de recursos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo comparaba mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes, idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentáneamente en el espejo. Instintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver la vergüenza que le quemaba el rostro.
Trató de mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era indiferente y humilde.
– Supongo que estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta – dijo.
Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de llevarla más lejos de lo que se propuso, acaricio una de sus manos y dijo, él también triste:
– ¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
– Creo que murió por mí – respondió ella.
Un terror vago se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en que confiaba triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él, reuniendo las fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sacudió libre con un esfuerzo de su raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano. No la interrogó más porque sentía que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba húmeda y cálida, no respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola tal como había acariciado su primera carta aquella mañana de primavera.
– Era en invierno – dijo ella -, como al comienzo del invierno, en que yo iba a dejar a mi abuela para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje de Galway y no lo dejaban salir, y ya le habían escrito a su gente en Oughterard. Estaba decaído, decían, o cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una mueca para suspirar.
– El pobre – dijo -. Me tenía mucho cariño y era tan gentil. Salíamos a caminar, tú sabes, Gabriel, como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por su salud. Tenía muy buena voz el pobre Michael Furey.
– Bien, ¿y entonces? – preguntó Gabriel.
– Y entonces, cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento, él estaba mucho peor y no me dejaban ni ir a verlo; por lo que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el verano y que esperaba que estuviera mejor para entonces.
Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió:
– Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio, y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
– ¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? – preguntó Gabriel.
– Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, “ahí mismo”! Estaba parado al final del jardín, donde había un árbol.
– ¿Y se fue? – preguntó Gabriel.
– Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió, y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que se había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emoción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato sin saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
Quizá ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón de corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabe algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Penso cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquellos por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al Poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. “Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga…”
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.