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Channel: Rubén Garcia García – Sendero – PUROCUENTO
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VIENTO LUNAR DE ANA MARÍA CADAVID* MEDELLÍN COLOMBIA

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HOMBRE EN LA LUNA—Hoy, el hombre, por primera vez, pisará la Luna— dice Tatín blanqueando los ojos. Así decía el padre en mi primera comunión: “Dios vino a la tierra y se hizo hombre”.

Me siento en el suelo. La revista Life está en la mesa. Mi papá no deja que la recortemos. Se pone furioso si la rayamos. Las hojas son grandes, llenas de fotos, con mujeres muy bonitas, de pelo largo, suave, y señores peinados con gomina. Los astronautas están ahí con sus trajes espaciales. Llevan el casco en la mano y tienen los ojos azules. Yo nunca he tenido el pelo largo. Me lo cortan cada vez que me llega a los hombros porque, como dice mi mamá, con ese pelero me veo horrible. Para la primera comunión, ella me peinó con rulos y los guantes que me pusieron son de cuando ella era joven. Me quedaban grandes. Enormes. Yo estaba furiosa con ese peinado de señora, pero mi mamá estaba feliz echándome laca para que el viento no me despeinara. Y todos decían que cada vez me parecía más a ella. Cuando me miraba en el espejo me quería arrancar la cabeza. Odio ese olor a laca. ¡Gas!

—¡Cuidado se enreda en el televisor!— Tatín nos regaña… En la confesión, en el colegio, tuve que inventar muchos pecados y, de último, dije que era mentirosa… Y llegar con esa rabia al Seminario Mayor, a esa iglesia que parece una luna estrellada, como si se hubiera caído del cielo destartalándose en plena montaña, fue horrible. Mi papa me dijo que dejara la mala cara en el carro y mi mamá que no estirara trompa.

—¡Ya casi es la hora!— Tatín grita… Yo era la primera en la fila porque no tenía ocho años. Y tenía que entrar en esa luna, con esos guantes enormes, con esos zapatos de charol apretados, con ese cirio en llamas, con ese pelo enlacado. Con mi “hermoso” peinado de bomba. ¡Gas!

Tatín enciende el televisor.

—¡Sentadosss!— le silba la caja de dientes en todas las eses. Mi papá lo invitó a vivir en la casa porque se había peleado con la tía Nena, que es su verdadera casa. Y llegó el día de mi primera comunión, sin regalo. Normal. Él nunca me ha dado ningún regalo. A nadie. Y por el teléfono le dijo a la secretaria: “Desde ahora voy a vivir en el palacete de mi hija Berta”. A mi mamá le pareció la peor idea del mundo, pero él ya estaba en la casa y no tenía más remedio que aguantárselo… El cuarto del pasillo, donde él duerme, tiene las cortinas y la puerta cerradas. Es raro, siempre se encierra. Se levanta tarde, desayuna muy tarde y viene a almorzar a las cuatro cuando tomamos el algo. Por la noche no come sino que se toma un vaso grande con whisky para dormir. Nada le gusta. Cuando le pidió las llaves a mi papá, para poder llegar más tarde, él le dijo que no, que esta casa no es un hotel. Gruñe como un perro, mastica y escupe. El huevo tiene que ser, “ni muy duro ni muy blandito”. El café “con dos cucharaditas y media de azúcar”. La carne, “tres cuartos”. Y nada que sea picado porque dice; “que se lo coma el que lo masticó”. Cuando se baña se demora mucho poniéndose colonias o cosas raras y sale oliendo “como un Dandy”, eso dice mi mamá y él se va para la calle con su vestido negro, la camisa blanca, el pañuelo rojo y las gafas oscuras. Afuera lo espera Torres, el chofer. El carro es muy bonito; un Mustang plateado con las sillas rojas, muy rojas… y su chofer, claro. A mí me gustaría que me llevara a dar una vuelta o al colegio o que me hubiera llevado a mi Primera Comunión, pero nunca lleva a nadie. Mi mamá dice que se cree un Play-Boy. Hace días la cocinera le preguntó, cuando estábamos viendo a Esmeralda, que si todavía le gustaban las mujeres y él le dijo que hasta después de muerto le iban a gustar. Ella se fue corriendo, muerta de la risa, para la cocina… Y camina despacio. Un paso, respira, otro paso, descansa, respira, y así, sin mirar a nadie… bueno, a casi nadie porque el otro día mi prima, la mayor, la de las minifaldas, se lo encontró en el centro y en vez de saludarla, le silbó. “Muy perro”, dijeron las tías. “Pincher miniatura”, dijo mi mamá…

—¡Quietosss!— Yo creo que Tatín es medio vampiro porque le encanta la oscuridad. Su cuarto, el de verdad, donde Nena, la hermana de él, está forrado en madera oscura y los vidrios son de color vino tinto. No se ve la calle, ni nada. El baño es verde oscuro, muy oscuro, y la lámpara casi no alumbra. La cama es de enfermo, de hospital. Con escalerita y manivela. Como sufre de asma, se asfixia, tiene un aparato enorme, con máscara, que produce una neblina que burbujea llena de oxígeno. Se lo trajeron de Estados Unidos. También tiene un espejo de tres lunas donde se pinta el pelo con un pegote negro que se llama Kabul. Mi mamá dice que es muy vanidoso. Que se cree Onassis… Yo no sé, pero en la mesa de noche hay una jarra y un vaso de plata donde pone la caja de dientes a flotar… ¡Gas!

—¡Ya empezó! ¡Ya empezó!

Todos miramos la pantalla del televisor… hablan y hablan y no pasa nada. Polvo gris… y gris…  y gris… y nosotros callados, aguantando la respiración, esperando a que un astronauta salga, haga algo, pero está como bobo y en la televisión dicen que es un momento muy importante, que el planeta está en vilo. Muestran a los de Estados Unidos que también están mirando la televisión de ellos y nosotros estatuas, esperando, porque parece que un astronauta se va a mover… Todo pasa tan ultrarecontrarequetedespacio que mi hermano no se aguanta y empieza a miquear. Tatín le grita ¡Mocoso! Entonces, en la televisión, hablan con la nariz tapada, diciendo cosas en inglés, y mi hermano se tapa la nariz y los remeda y da saltos y Tatín se levanta y lo agarra del pelo y mi mamá le dice que lo suelte, que esta casa no es su casa y mi papá le sube el volumen al televisor y mi hermana se va para el cuarto y avienta la puerta y Tatín le dice a mi mamá que lo respete y ella le dice que en su casa habla como le da la gana y él le grita que así no se le habla a un padre, y ella le grita que él solo ha sido un padre biológico y se callan y yo me levanto y lo piso y le pego una patada en la espinilla y le digo que como no me dio ningún regalo de Primera Comunión se va a ir para el infierno.

En la televisión dicen: “Este ha sido un pequeño paso para un hombre, pero es un salto gigante para la humanidad” …y a mi abuelo biológico le ruedan gotas de Kabul por las patillas.

*Ana María Cadavid Moreno (Medellín 1961) Estudió arquitectura y solo ha hecho nueve casas, entre ellas la suya, donde vive con su familia (un esposo y dos hijos). En 1999 decidió que lo suyo eran los cuentos porque en ese entonces sus hijos eran chicos y ella se maravillaba con los libros de cuentos, más que ellos. Esa vocación la llevó a un taller literario. Poco a poco las letras fueron copando su vida hasta que fueron indispensables. Ganó un concurso “Las 700 del ego” de la revista El malpensante. Tiene dos libros de cuentos; “Bitacora de luna” y “Arma de casa”. También le han publicado diversos cuentos en antologías y revistas.



SECUESTRO EXPRESS POR STELLA URUGUAY

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gallo -STELLALa calle de adoquines, las casas chatas, simples, casi todas de una planta,  muchas iguales. Un barrio como hay muchos. Nadie era rico. Nadie era pobre, o si lo era lo disimulaba. Un barrio de medianía ,  quieto,  tranquilo, que se despertaba brevemente con el ladrido de algún perro.  Mucho para ser feliz.  Barrio de vecinas, que cuentan historias ajenas como propias , de teleteatro, de mate a la tarde, de tortas fritas el día de lluvia, de ñoquis los veintinueve, de crochet, de almacén, de feria semanal. Barrio de quiniela. Lindo barrio para ser niño, y jugar en la calle casi sin autos, o para ser viejo porque aquí no había apuro, todo era lento, somnoliento.

Amalia tenía una casa blanca bastante cuidada. Demasiada casa, y hasta un lujo para una sola persona.  En el barrio la conocían porque su dueña siempre estaba sentada detrás de la ventana. El muchachito de la provisión le traía el pedido, y lo atendía por el balcón. Una vez por mes salía de la casa y todos suponían que iba a cobrar alguna pensión. Alguna vez, paraba un auto y bajaban dos mujeres tan añosas  como Amalia. Todos suponían que eran familiares. Todos imaginaban . Nadie sabía nada , porque dentro del barrio, pasó de ser vecina, a ser un ornamento un  dintel de  la ventana y de la puerta siempre cerrada. Vida oscura, para una casa blanca.

Enrique compró un terreno, en la zona y construyó un galpón . Ahí instaló un  garage y taller de autos. Estaba muy cerca de la casa de Amalia, a una cuadra. Pero como todos, la vió y supo de ella a través de la ventana.

A Enrique le iba bastante bien. Cumplidor era, pero se tomaba su tiempo.  Gran conversador, animador de asados, espléndido imitador. Se fué haciendo de un pequeño capital, y logró tener tres ayudantes. Bueno, de tres digamos que se hacía uno y medio. Eran botijas, que estaban más para el candombe, que para las tuercas. Pero los fué llevando.

Era un jueves de llovizna finita, cuando se hacen charquitos, entre los adoquines, y los chiquilines juegan a ensuciarse. En el taller tenían un auto para arreglar. Más que un arreglo era un exámen. Un auto viejo, que estaba más para chatarra, que para salir andando. Enrique dejaba vivir,  los chiquilines,  se reían desarmando y él se fué hasta el portón a tomar mate.

Cuando la vió venir, le costó reconocerla. Un saco grande la cubría y era tan bajita, apoyada en un bastón, un poco más pequeño que ella, y un paragua inmenso. Se parecía a un hongo.
Era la vieja Amalia, y venía hacia  él, casi tira el termo.!

Con un saludo de buenas tardes, la vieja se fué derechito al grano.
– Mire tengo dos gallinas y un gallo, y como no puedo más con ellos, se los doy. Eso sí , usted las retira ahora, y son suyos.
Enrique se la quedó mirando con lástima. Pensó en una abuela que no tenía, en la suegra, aunque nunca se había casado, en la prima Eulalia, la que hacía como veinte años que no veía, y en última instancia, en un puchero con fariña.
– Tiene que ser hoy, ahora, porque está lloviznando ?.
– Ahora.  No ve que no hay nadie en la calle? Agregando son dos preciosas gallinas y un gallo de riña.
– Espere voy a buscar algo donde ponerlos. No terminó de decir ésto cuando la vieja empezó a caminar. Enrique tomó una bolsa, bastante manchada con grasa, y agarró una vara cortita de hierro para empujar, y medio apurado alcanzó a Amalia.

Cuando entró, se sentía casi Solís en el  Río de la Plata . Sacó sus ideas de la cabeza, porque a Solís lo mataron en cuanto llegó a la orilla. La casa era tan blanca como por fuera, casi sin muebles, y mucha luz que venía de la claraboya.  Linda casa pensó y se lo dijo a la dueña.
– Era de mis padres, ellos la construyeron. Lo dijo con dejo irónico, frunciendo la boca,  agregando  cuando la zona era respetable.
Siguieron atravesando un corredor a donde daban puertas cerradas, y llegaron a una amplia cocina comedor. Ahí por una puerta de hierro, bajando dos escalones se llegaba al jardín. Un camino de baldosas, lo dividía, y ahí vió Enrique, que a la izquierda, tenía plantadas  semillas, en envases de plástico, y cubiertas para su protección con una pequeña enramada, y del lado derecho tenía una pequeñísima huerta compuesta  de acelgas, lechugas, perejil, algún morrón, y una o dos tomateras.
Con asombro Enrique le preguntó cuando trabajaba la tierra y la mujer le contestó.
– De mañana tempranito, cuando los demás duermen.  Le decía haragán sin decírcelo, mirandole la abultada barriga.

Llegaron a la jaula entre hierros palos e hiedra, situada bien al fondo, y entraron.
Ahí estaban dos gallinas, si a eso se le puede llamar gallinas.  Flacas, peladas con el cogote sangrante, mientras un gallo agresivo, con muchos colores, y más nervios que pinta , daba vueltas, y agredía a la gallinas a picotazo limpio.
– Las gallinas están heridas, le faltan plumas, y el gallo me parece medio loco. Instintivamente su mano se fué para el varal.
– Lo que pasa dijo con toda tranquilidad doña Amalia, es que las gallinas tienen piojillos, y el gallo las ayuda a sacárselos.
– Vaya ayuda, dijo Enrique.  Parece violencia doméstica.
– Bueno dele, ahora que dejó de chispear. Abra la bolsa y yo lo ayudo.
Enrique no podía creer lo que estaba pasando, pero se encontraba ahí, para poner dos gallinas apestadas, dentro de una bolsa, ayudado por una vieja desconocida, en el medio de un barro de novela, que se le pegaba a los championes  y estando el podrido gallinero  bastante resbaladizo.

La vieja  le hizo el verso, le hizo creer que se le acababa la  batería.!

Las gallinas entraron rapidamente, y se le puso un pedazo de ladrillo a la boca de la bolsa para que no escaparan.  Pero para el gallo no había modo, hasta que Amalia trajo una caja de cartón, y entre picotazos, entró el desgraciado. Parecía o sentía Enrique que aquello era similar  a El Padrino,  el gallo para él pertenecía a la mafia siciliana.
Así salió Enrique de la Casa Blanca, cuya puerta se cerró al instante,  con una bolsa manchada de grasa que se movía convulsivamante, una vara de hierro que no servía ni para bastón, y con una caja de cartón atada con una piola, por la que de unos de sus extremos, salía un pico curvo.
Empezó a lloviznar nuevamente, pasó rapidamente su portón, no fuera que lo vieran los vecinos o los muchachos, y al otro día los tenía bailando con el plumero, con el que hacían que limpiaban los autos.

 

Se acordó del tango ” Pucherito de gallina con viejo vino Carlón “  Solamente que él  no sabía cantar como  Edmundo Rivero.  A él le cantaron el ” 5  de Oro ” o la aproximación.
Quería y no sabía donde tirar la carga.  Fué cuando pensó, en la Asociación   de Floristas.  Ahí todos los jueves, había remate. Venta y compra de flores.
Empezó a sentir una picazón, que le iba desde los dedos de las manos y le subía hasta el cuello. Se acordó de la vieja Amalia, en inglés y en francés, lo bueno era que no sabía esos idiomas. Lo que no podía hacer era algo sencillo como rascarse.

Entró a lo zorro.  Estaban todos lejos, entretenidos, escuchando el remate. Menos mal !  En uno de sus costados contra la pared de ladrillos, entre piletones, y canillas goteando,  se amontonaban pedazos de hojas, tallos, flores marchitas, varios papeles, cajas de cartón y plásticos.

Todo descartable.
Enrique se sintió, héroe, liberador de los oprimidos, un secuestrador redimido.

Salieron dando tumbos las famélicas gallinas, mojadas, enceradas, parecían más pequeñas, diría juguetitos de baquelita y las pobres, sin cacareo alguno, creyeron estar en el paraíso, y se pusieron a  cenar  con lo que encontraron.
Con el gallo, la cosa fué diferente.

El hilo, se trancó en la moña, es que la vieja lo había atadado como para regalo.  De verdad, para sacar un ojo, seguro que lo hacía gratis. Así que pensó,…- abro la caja, y si se pone fiero, ” le doy con el fierro “
Se liberaron las tapas y vió , un gallo mareado,  con media cola,  caminando como sobre adoquines, hasta zambo  era el ladino,!! … y se fue…  bailando un Pericón con relaciones.
Se colocó debajo del brazo la bolsa aceitada como, prueba del delito, y dejó a los secuestrados, entre flores,  con alimento, y sin pedir auxilio.

Como broma ya que los plumíferos  no lo hacían empezó a imitar el cacareo , y a rascarse de lo lindo..

Apurado quiso  abrir la puerta  chica, y se dió cuenta que estaba trancada.

Sintió un ruidito que lo hizo mirar para arriba, ahí estaba una cámara controlando la Asociación,  y debajo un cartel que decía ” Para salir llame ” y pegado en la  chapa verde  del portón un anuncio grande que decía ” Sonría lo estamos grabando “


DOS CUENTOS POR ALAN PAUL MALLARD

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http://www.letraslibres.com/revista/convivio/el-rescate-y-parpadeo-cuentos

ALFANJEEl rescate

 El cuchillo rebana de un tajo la granada y el cautivo despierta enfebrecido a la salobre oscuridad de su mazmorra. De los signos profusos de sus sueños deduce su inminente ejecución. Amanece. Un resplandor recorta rombos de luz en el hierro de la alta, desdeñosa ventana.

Caviloso, el prisionero llama a sus alguaciles. Se finge agente de ricos mercaderes y ofrece comprar su libertad.

Le permiten lavarse el rostro y antes del mediodía dos enhiestos custodios lo presentan ante el sultán.

El soberano, hombre cruel y justo, le concede el más arduo privilegio: estimar el precio de su vida.

Sin regateos, el prisionero compromete su honra.

Fijado el monto, el sultán –un rictus de sorna en el semblante– libera a su cautivo, quien parte rumbo a su remoto país a recaudar la suma de su propio rescate.

Largo es el viaje de retorno; poblado está de incertidumbres.

Marismas, juncales donde acechan las fieras, al fin la meseta pedregosa en que los suyos se empecinan en sembrar mijo. Apenas unas peñas en dónde reposar la vista. A cada paso agradece el cautivo a sus confusas deidades la inusitada clemencia del sultán.

Su modesta patria, desaliñado entreverase de cercas y casuchas, lo acoge con azorado regocijo: dábalo por muerto. Llegado a casa, la visión de unas avecillas negras que alborotan desde sus balcones de lodo le conmueve más que los mimos de los suyos.

Terminados los festejos, reúne su hacienda.

Pero tan pobre es su tierra como elevada la deuda, y los dioses mayores, tras un cerco de nubes siempre en el horizonte, escatiman las lluvias.

Entabla empréstitos, suplica limosnas. Espera a la próxima cosecha. Un ensordecedor enjambre entenebrece el cielo y el mijo se malogra. Ante el escuálido rebaño de cabras le pesa haber tasado con holgura su vida.

Rumia, insomne, su valía. Contempla una luna menguante y se resuelve. Nadie –lo sabe– comprenderá su decisión.

Toma al fin la ruta que apunta a las lindes del desierto. Ardua es la travesía. Peñascos. La tentación de flaquear lo aguijonea. Juncales y marismas. Las fortificaciones de la ciudad vibran en la distancia. Hasta que una vez ya no se esfuman.

El prisionero se apersona ante el sultán.

El sátrapa desgrana distraído un lustroso fruto en dientes color rubí. Tarda en reconocer al atezado forastero que, inmensa humildad o inmenso orgullo, se deja caer de rodillas. Los brazos tendidos hacia el frente, el infiel solicita el grillete: no ha logrado reunir la suma estipulada.

Conmovido e incrédulo, le ordena levantarse y comparte con él los agridulces granos carmesíes.

Lo acoge como su huésped. Lo alaba, lo agasaja. En desafío a escandalizados consejeros, le brinda su nombre y le desposa con la más dulce y florida de sus hijas.

Al concluir los fastos de las bodas resplandece un alfanje.

Un jaspeado mausoleo ampara en su frescura el cuerpo del yerno real. En acato al edicto, la plebe llora la dolida muerte, y los poetas riman la edificante historia.

Envuelta en una atorrante nube de zumbidos, la abyecta cabeza del infiel, en lo alto de una pica, marca con su sombra terrible el moroso trayecto del sol.

El viento se entretiene con unas golondrinas. ~


Parpadeo

Pendiente durante lustros de la evolución de los ejércitos, el Dios de la guerra solía inclinar alternativamente la balanza. Barriendo con la mirada desde su palco de nubes el lodazal de quejidos agónicos, estandartes rasgados, costillares equinos erizados de flechas, se decide a resolver.

En turbulento exabrupto, las aguas del Río Amarillo desbordan su cauce. Gargantas y valles más abajo, una columna de refuerzos se azolva.

Maniobra inspirada o golpe de la fortuna, el general Wou Ki consigue cercar a Ling Xu, general enemigo, su horma y medida, su perpetuo rival. Se lo apresa vivo. Con gran comedimiento, un centenar de hombres escolta al cautivo hasta el lejano cuartel de campaña.

Por vez primera, los veteranos militares se escrutan el semblante. Poco o nada transluce: la enhiesta dignidad del sometido, el regocijo soterrado del captor. Sin pestañear, Ling Xu aprende una noticia que le concierne: al despuntar el día se le habrá ejecutado. Wou Ki se ufana de su verdugo de excepción.

Afanoso por mitigar el oprobio del vencido, Wou Ki agasaja al desastrado Ling Xu. Doncellas de esbelto talle y delicada tez amenizan el banquete con sistros y campanillas. Al vehemente calor del vino de arroz, los generales repasan, minuciosos, su longeva rivalidad. Sensibles ambos a la pericia y civilidad recíprocas, desmenuzan sutilezas de estrategia militar. Habrían –intuyen sin decirlo– podido ser amigos. Las horas nocturnas fluyen líquidas y cordiales.

Wou Ki se levanta solemne y da por terminado el convivio. Un reverberar de bronce convoca al verdugo, silueta silenciosa que ensombrece a trasluz un biombo de seda bordado de salamandras. Henchido de orgullo, pródigo en halagos almibarados, Wou Ki lo hace pasar, lo presenta a su huésped.

El verdugo enmascarado insinúa ante Ling Xu una reverencia muda y se lanza en la esmerada demostración de sus habilidades. En amplios y enrevesados molinetes, dos espadas en forma de hoja de sauce cortan precisas el fresco aire del alba. La coreografía de las evoluciones –concede el cautivo Ling Xu–, admirable; el verdugo, un verdadero artista; los veloces alfanjes –consiente en el tris de un parpadeo–, dos silbantes golondrinas.

El derroche de virtuosismo se alarga, Wou Ki en vano embeleso ante el intrincado baile de músculos y aceros.

“Retarda sin motivo”, se dice Ling Xu, “mi encuentro con la muerte”, y rectifica su dictamen: su perpetuo enemigo, un hombre fatuo y presuntuoso.

–No veo necesidad de tanta demora. Lo que ha de hacerse, hágase ya –protesta, la vista en la línea de difuso fulgor tras las colinas.

Sin tornarse a mirarlo Wou Ki responde para el horizonte:

–Hace ya tiempo que el nuevo día ha comenzado.

Lúcido de pronto, Ling Xu percibe el bullicio de los ruiseñores. Asiente.

Su cabeza se desprende y rueda en tumbos sangrientos trazando un burdo arabesco por el entarimado. ~


TRES MINIFICCIONES DE PATRICIA NASELLO

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BOSQUEEl resguardo

Vos hiciste las teclas del piano con mis huesos, entonces yo —con la decisión del enfermo que traga el remedio salvador— levanté un muro. Y continúo sumando mezcla y ladrillos, cada día más alto, más ancho. También tus manos, tan elegantes para ejecutar música, continúan pesadas como troncos sobre mi fémur, mi garganta, mis costillas; sin embargo, tu canción quedó afuera, del otro lado. Sé que acerca escaleras y sube peldaños, procura franquear el muro. Escucho sus intentos invasivos con una sonrisa, como si no tuviese nada que perder, como si existiera otra opción.

Leo

De un formidable salto, abandona su sitio en la inmensidad y aterriza en la calle bordeada de durazneros donde está la niña. Camina los pocos metros que los separan tocándola con los ojos. Caricia hecha mirada, conexión que sólo el vuelo de algún pétalo interrumpe. La niña lo observa sin moverse, el andar majestuoso de ese león hecho de soles no le inspira miedo.

El bosque infinito

Preñada por el Hombre Lobo, la joven da a luz un bosque al que abandona en el centro del pueblo. Las raíces de lo árboles, desarrollándose con rapidez, desmoronan las casas, la iglesia, la única taberna. Aquel que no logra huir a tiempo, muere bajo los picos y las garras de la fauna atroz que ahora habita el lugar. Por casualidad, buscando entretenimiento, ha dado con la llave que rendirá el mundo a sus pies. Pronto aún los más ricos comprenderán que el poder ha cambiado de manos. Gracias a los favores de su flamante cómplice está otra vez encinta.

??????????????????????Patricia Nasello (Argentina) tiene publicado el libro de microcuentos “El manuscrito” edición de autor, 2001. Ha sido publicada en periódicos, revistas culturales y antologías de cuentos (soporte papel y digital). Algunas de sus ficciones fueron distinguidas con traducciones al inglés, francés y rumano. Edita las bitácora “Patricia Nasello microrrelatos”

LA FUERZA HUMANA DE RÚBEM FONSECA

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gimnasio_acuatico_2407_620x413Quería seguir de frente pero no podía. Me quedaba parado en medio de aquel montón de negros: unos balanceando el pie o la cabeza, otros moviendo los brazos; pero algunos, como yo, duros como un palo, fingiendo que no estábamos allí, fingiendo que miraban un disco en la vitrina, avergonzados. Es gracioso, que un sujeto como yo sienta vergüenza de quedarse oyendo la música en la puerta de la tienda de discos. Si suena alto es para que las personas lo escuchen; y si no les gustara que la gente se quedara allí oyendo, bastaba con desconectar y listo: todo el mundo se alejaría en seguida. Además sólo ponen música buena, de la que tienes que ponerte a oír y que hace que las mujeres buenas caminen diferente, como caballo del ejército enfrente de la banda.

El caso es que pasé por ahí todos los días. A veces estaba en la ventana de la academia de João, en el intervalo de un ejercicio, y desde ahí arriba veía a la multitud en la puerta de la tienda y no me aguantaba: me vestía corriendo, mientras João preguntaba, “¿a dónde vas, muchacho? Todavía no terminas las flexiones”, y me iba derecho para allá. João se ponía como loco con esto, pues se le había metido en la cabeza que me iba a preparar para el concurso del mejor físico del año y quería que entrenara cuatro horas diarias, y yo me detenía a la mitad y me iba a la calle a oír música. “Estás loco”, decía, “así no se puede, me estoy hartando de ti, ¿crees que soy un payaso?”

Él tenía razón, me fui pensando ese día, comparte conmigo la comida que le mandan de casa, me da vitaminas que su mujer que es enfermera consigue, aumentó mi sueldo de instructor auxiliar de alumnos sólo para que dejara de vender sangre y me pudiera dedicar a los ejercicios, ¡puta!, cuántas cosas, y yo no lo reconocía y además le mentía; podría decirle que no me diera más dinero, decirle la verdad, que Leninha me daba todo lo que yo quería, que podría hasta comer en restaurantes, si lo quisiera, bastaba con que le dijera: quiero más.

Desde lejos me di cuenta que había más gente que de costumbre en la puerta de la tienda. Personas diferentes de las que iban allí; algunas mujeres. Sonaba una samba de un balanceo infernal —tum schtictum tum: las dos bocinas grandes en la puerta a punto de estallar, llenaban la plaza de música. Entonces vi, en el asfalto, sin dar la menor importancia a los carros que pasaban cerca, a ese negro bailando. Pensé: otro loco, pues la ciudad cada vez está más llena de locos, de locos y de maricas. Pero nadie reía. El negro tenía zapatos marrón todos chuecos, un pantalón mal remendado, roto en el trasero, camisa blanca sucia de mangas largas y estaba empapado en sudor. Pero nadie reía. Él hacía piruetas, mezclaba pasos de ballet con samba gafieira, pero nadie reía. Nadie reía porque el tipo bailaba con finura y parecía que bailaba en un escenario, o en una película, un ritmo endemoniado, nunca había visto algo como aquello. Ni yo ni nadie, pues los demás también lo miraban boquiabiertos. Pensé: eso es cosa de un loco, pero un loco no baila de ese modo, para bailar de ese modo el sujeto debe tener buenas piernas y buen ritmo, pero también es necesario tener buena cabeza. Bailó tres piezas del long-play que estaban tocando, y cuando paró todos empezaron a hablar unos con otros, cosa que nunca había ocurrido a la entrada de la tienda, pues las personas se quedan ahí calladas oyendo la música. Entonces el negro tomó una jícara que estaba en el suelo cerca de un árbol y la gente fue poniendo billetes en la jícara que muy pronto se llenó. Ah, esto lo explica, pensé. Rio se estaba poniendo diferente. Antiguamente veías uno que otro ciego tocando cualquier cosa, a veces acordeón, otras violín, incluso había uno que tocaba el pandero acompañándose con un radio de pilas; pero era la primera vez que veía a un bailarín. He visto también una orquesta de tres nordestinos golpeando cocos y a un niño tocando el “Tico-tico no fubá” con botellas llenas de agua. Todo eso lo he visto. ¡Pero un bailarín! Eché doscientos pesos en la jícara. Él puso la jícara llena de dinero cerca del árbol, en el suelo, tranquilo y seguro de que nadie le metería mano, y volvió a bailar.

Era alto; en mitad del baile, sin dejar de bailar, se arremangó la camisa, un gesto hasta bonito, parecía un gesto ensayado, aunque creo que tenía calor, y aparecieron dos brazos muy musculosos que la camisa de mangas largas escondía. Este tipo es definición pura, pensé. Y no fue una corazonada, pues basta con mirar a cualquier sujeto vestido que llega a la academia por vez primera para poder decir qué tipo de pectorales tiene, o cómo es su abdomen, si su musculatura es buena para hinchar o para definir. Nunca me equivoco.

Empezó a sonar una música aburrida, de esas de cantante de voz fina y el negro dejó de bailar, volvió a la acera, sacó un pañuelo inmundo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. La multitud se dispersó, sólo se quedaron allí los que siempre están oyendo música, con o sin show. Me acerqué al negro y le dije que había bailado muy bien. Se rió. Plática va plática viene me dijo que nunca antes había hecho aquello. “Quiero decir, sólo lo había hecho una vez. Un día pasé por aquí y algo me pasó, cuando me di cuenta estaba bailando en el asfalto. Bailé sólo una melodía, pero un tipo enrolló un billete y lo arrojó a mis pies. Era un cabral. Hoy vine con la jícara. Ya sabes, estoy duro como, como…” “Poste”, dije. Me miró, de esa manera que tiene de mirar a la gente sin que se pueda saber lo que está pensando. ¿Pensaría que me estaba burlando de él? ¿Hay postes blancos también, o no?, pensé. Lo dejé pasar. Le pregunté, “¿haces gimnasia?” “¿Qué gimnasia, mi amigo?” “Tienes el físico de quien hace gimnasia.” Se rió enseñando unos dientes blanquísimos y fuertes y su cara que era hermosa se puso feroz como la de un gorila grande. Sujeto extraño. “¿Tú haces?”, preguntó. “¿Qué?” “Gimnasia”, y me miró de arriba abajo, sin decir ninguna palabra, pero tampoco estaba interesado en lo que él estuviera pensando; lo que los demás piensan de nosotros no importa, sólo interesa lo que nosotros pensamos de nosotros; por ejemplo, si pienso que soy una mierda, lo soy, pero si alguien piensa eso de mí, ¿qué importa?, no necesito de nadie, deja que el tipo lo piense, a la hora de la hora ya veremos. “Hago pesas”, dije. “¿Pesas?” “Halterofilismo.” “¡Ja, ja!”, se rió de nuevo, un gorila perfecto. Me acordé de Humberto, de quien decían que tenía la fuerza de dos gorilas y casi la misma inteligencia. ¿Cuanta fuerza tendría el negro? “¿Cómo te llamas?”, pregunté, diciendo antes mi nombre. “Vaterlu, se escribe con doble u y dos os.” “Mira, Waterloo, ¿quieres ir a la academia donde hago gimnasia?” Miró un poco el suelo, luego cogió la jícara y dijo “vamos”. No preguntó nada más, echamos a andar, mientras ponía el dinero en su bolsillo, todo enrollado, sin mirar los billetes.

Cuando llegamos a la academia, João estaba debajo de la barra con Corcundinha. “João, éste es Waterloo”, dije. João me miró de soslayo, me dijo “quiero hablar contigo”, y caminó hacia los vestidores. Fui tras él. “Así no se puede, así no se puede”, dijo João. Por su cara vi que estaba encabronado conmigo. “Parece que no entiendes”, continuó João, “todo lo que estoy haciendo es por tu bien, si hicieras lo que te digo ganas el campeonato ese con una pierna en la espalda y listo. ¿Cómo crees que llegué hasta el sitio donde estoy? Siendo el mejor físico del año. Pero tuve que esforzarme, no fue dejando las series a la mitad, no, fue machacando de la mañana a la tarde, dándole duro; hoy tengo la academia, tengo automóvil, tengo doscientos alumnos, me he hecho un nombre, estoy comprando un departamento. Y ahora que te quiero ayudar tú no ayudas. Es para que se amargue cualquiera. ¿Qué gano yo con esto? ¿Que un alumno de mi academia gane el campeonato? Tengo a Humberto, ¿o no?, a Gomalina, ¿o no? A Fausto, a Donzela… pero te escojo a ti entre todos ellos y ésta es la manera como me pagas.” “Tienes razón”, dije mientras me quitaba la ropa y me colocaba la malla. Continuó: “¡Si tuvieras la fuerza de voluntad de Corcundinha! ¡Cincuenta y tres años de edad! Cuando llegó aquí, hace seis meses, tú lo sabes, tenía una dolencia horrible que le comía los músculos de la espalda y le dejaba la espina sin apoyo, el cuerpo se caía cada vez más a los lados, llegaba a dar miedo. Me dijo que cada vez se estaba encogiendo más y estaba quedando más torcido, que los médicos no sabían ni un carajo, ni inyecciones ni masajes tenían resultado en él; hubo quien se quedó con la boca abierta mirando su pecho puntiagudo como sombrero de almirante, la joroba saliente, todo torcido hacia enfrente, hacia el costado, haciendo muecas, hasta daban ganas de vomitar sólo de estar viéndolo. Dije a Corcundinha, te voy a aliviar, pero tienes que hacer todo lo que te mande, todo, todo, no voy a hacer de ti un Steve Reeves, pero dentro de seis meses serás otro hombre. Míralo ahora. ¿Hice un milagro? Él hizo el milagro, castigándose, sufriendo, penando, sudando: ¡no hay límites para la fuerza humana!”. Dejé que João me gritara toda la historia para ver si su enojo conmigo pasaba. Dije, para ponerlo de buen humor, “Tu pectoral está bárbaro.” João abrió los brazos e hizo que los pectorales saltaran, dos masas enormes, cada pecho debía pesar diez kilos; pero ya no era el mismo de las fotografías esparcidas por la pared. Aún con los brazos abiertos, João caminó hacia el espejo grande de la pared y se quedó mirando lateralmente su cuerpo. “Éste es el supino que quiero que hagas; en tres fases: sentado, acostado con la cabeza hacia abajo en la plancha y acostado en el banco; en el banco lo hago de tres maneras, ven a ver.” Se acostó en el banco con la cara bajo la pesa apoyada en el caballete. “Así, cerrado, las manos casi juntas; después, una abertura media; y, por último, las manos bien abiertas en los extremos de la barra. ¿Viste cómo? Ya está puesto en tu ficha nueva. Ya verás tu pectoral dentro de un mes”, y diciendo esto me dio un golpe fuerte en el pecho.

“¿Quién es ese negro?”, preguntó João mirando a Waterloo, quien sentado en un banco tarareaba con calma. “Es Waterloo”, respondí, “lo traje para que hiciera unos ejercicios, pero no puede pagar.” “¿Y crees que daré clases gratis a cualquier vagabundo que se aparezca por aquí?” “Tiene madera, João, el modelado de su cuerpo debe ser cualquier cosa.” João hizo una mueca de desprecio: “¿Qué qué?, ¡ese tipo!, ¡ay!, échalo de aquí, échalo de aquí, estás loco.” “Pero todavía no lo has visto, João, su ropa no le ayuda.” “¿Ya lo viste?” “Sí”, mentí, “voy a conseguirle una malla.”

Le di la malla al negro, le dije: “Ponte esto ahí dentro.”

Aún no había visto al negro sin ropa, pero tenía fe: su aceptación sólo sería posible con una musculatura firme. Empecé a preocuparme; ¿y si fuera puro esqueleto? El esqueleto es importante, es la base de todo, pero empezar de un esqueleto es duro como el demonio, exige tiempo, comida, proteínas y João no iba a querer trabajar sobre unos huesos.

Waterloo salió del vestidor con la malla. Vino caminando normalmente; aún no conocía los trucos de los veteranos, no sabía que incluso en una posición de aparente reposo es posible tensar todos los músculos, pero eso es algo difícil de hacer, como por ejemplo definir el omóplato y los tríceps al mismo tiempo y además simultáneamente los sartorios y los recto-abdominales, y los bíceps y el trapecio, y todo armoniosamente, sin que parezca que el tipo está sufriendo un ataque epiléptico. Él no sabía hacer eso, ni podía, es cosa de maestros, sin embargo, tengo que decirlo, aquel negro tenía el desarrollo muscular natural más perfecto que había visto en mi vida. Hasta Corcundinha detuvo su ejercicio y vino a verlo. Bajo la piel fina de un negro profundo y brillante, diferente del negro opaco de ciertos negros, sus músculos se distribuían y se ligaban, de los pies a la cabeza, en un bordado perfecto.

“Cuélgate de la barra”, dijo João. “¿Aquí?”, preguntó Waterloo, ya bajo la barra. “Sí. Cuando tu cabeza llegue a la altura de la barra te detienes.” Waterloo empezó a suspender su cuerpo, pero a medio camino rió y cayó al suelo. “No quiero payasadas aquí, esto es cosa seria”, dijo João, “vamos nuevamente.” Waterloo subió y se detuvo como João le había mandado. João se quedó mirándolo. “Ahora, lentamente, pasa la barba por encima de la barra. Lentamente. Ahora baja, lentamente. Ahora vuelve a la posición inicial y detente.” João examinó el cuerpo de Waterloo. “Ahora, sin mover el tronco, levanta las dos piernas, rectas y juntas.” El negro empezó a levantar las piernas, despacio, y con facilidad, y la musculatura de su cuerpo parecía una orquesta afinada, los músculos funcionando en conjunto, una cosa bella y poderosa. João debía estar impresionado, pues empezó también a contraer los propios músculos y entonces noté que yo y Corcundinha hacíamos lo mismo, como si cantáramos a coro una música irresistible; y João dijo, con una voz amiga que no usaba para ningún alumno, “puedes bajar”, y el negro bajó y João continuó. “¿Ya has hecho gimnasia?”, y Waterloo respondió negativamente y João concluyó “claro que no has hecho, yo sé que no has hecho; miren, voy a contarles, esto ocurre una vez en cien millones; qué cien millones, ¡en un billón! ¿Qué edad tienes?” “Veinte años”, dijo Waterloo. “Puedo hacerte famoso, ¿quieres hacerte famoso?”, preguntó João. “¿Para qué?”, preguntó Waterloo, realmente interesado en saber para qué. “¿Para qué? ¿Para qué? Qué gracioso, qué pregunta más idiota”, dijo João. Para qué, me quedé pensando, es cierto, ¿para qué? ¿Para que los otros nos vean en la calle y digan ahí va el fulano famoso? “¿Para qué, João?”, pregunté. João me miró como si me hubiera cogido a su madre. “Tú también. ¡Qué cosa! ¿Qué tienen ustedes en la cabeza, eh?” João de vez en cuando perdía la paciencia. Creo que tenía unas ganas locas de ver a un alumno ganar el campeonato. “No me explicó usted para qué”, dijo Waterloo con respeto. “Entonces te lo explico. En primer lugar, para no andar andrajoso como un mendigo, y poder bañarte cuando quieras, y comer… pavo, fresas, ¿ya has comido fresas?…, y tener un lugar confortable para vivir, y tener mujer, no una negra apestosa, una rubia, muchas mujeres tras de ti, peleándose por ti, ¿entiendes? Ustedes ni siquiera saben lo que es eso, son ustedes unos culo-sucio.” Waterloo miró a João, más sorprendido que cualquier otra cosa, pero a mí me dio rabia; me dieron ganas de ponerle la mano encima allí mismo, no por causa de lo que había dicho de mí, por mí que se joda, sino porque se estaba burlando del negro; hasta llegué a imaginar cómo sería el pleito: él es más fuerte, pero yo soy más ágil, tendría que pelear de pie, a base de cuchilladas.

Miré su pescuezo grueso: tenía que ser allí en el gañote, un palo seguro en el gañote, pero para darle un garrotazo bien dado por dentro tendría que colocarme medio de lado y mi base no quedaría tan firme si él respondiera con una zancadilla; y por dentro el bloqueo sería fácil, João tenía reflejos, me acordé de él entrenando al Mauro para aquella lucha libre con Juárez en la que el Mauro fue destrozado; reflejos tenía, estaba gordo pero era un tigre; golpear a los lados no servía de nada, allí tenía dos planchas de acero; podría tirarme al suelo para intentar un final limpio, una llave con el brazo: dudoso. “Vamos a quitarnos la ropa, vámonos de aquí”, dije a Waterloo. “¿Por qué?”, preguntó João aprensivo, “¿estás enojado conmigo?” Bufé y dije: “Sí, estoy hasta los cojones de todo esto, estuve a punto de saltarte encima ahora mismo, es bueno que lo sepas.” João se puso tan nervioso que casi perdió la pose, su barriga se arrugó como si fuera una funda de almohada, pero no era miedo de la pelea, no, de eso no tenía miedo, lo que tenía era miedo de perder el campeonato. “¿Ibas a hacer eso conmigo?”, cantó, “eres como un hermano para mí, ¿ibas a pelear conmigo?” Entonces fingió una mueca muy compungida, el actor, y se sentó abatido en un banco con el aire miserable de quien acaba de recibir la noticia de que la mujer le anda poniendo los cuernos. “Acaba con eso, João, no sirve de nada. Si fueras hombre, pedías una disculpa.” Tragó en seco y dijo “está bien, discúlpame, ¡carajo!, discúlpame también tú (al negro), discúlpame; ¿está bien así?”. Había dado lo máximo, si lo provocaba explotaría, olvidaría el campeonato, apelaría a la ignorancia, pero yo no haría eso, no sólo porque mi rabia ya había pasado después de que peleé con él en el pensamiento, sino también porque João se había disculpado y cuando un hombre pide disculpas lo disculpamos. Apreté su mano, solemnemente; él apretó la mano de Waterloo. También yo apreté la mano del negro. Permanecimos serios, como tres doctores.

“Voy a hacer una serie para ti, ¿está bien?”, dijo João, y Waterloo respondió “sí señor.” Yo tomé mi ficha y dije a João: “Voy a hacer la rosca derecha con sesenta kilos y la inversa con cuarenta, ¿te parece bien?.” João sonrió satisfecho, “óptimo, óptimo.”

Terminé mi serie y me quedé viendo a João que enseñaba a Waterloo. Al principio aquello era muy aburrido, pero el negro hacía los movimientos con placer, y eso es raro: normalmente la gente tarda en encontrarle gusto al ejercicio. No había misterio para Waterloo, hacía todo exactamente como João quería. No sabía respirar bien, es verdad, la médula de la caja aún tenía que abrírsele, pero carajo, ¡estaba empezando!

Mientras Waterloo se daba un baño, João me dijo: “Tengo ganas de prepararlo también a él para el campeonato, ¿qué te parece?.” Le dije que me parecía una buena idea. João continuó: “Con ustedes dos en forma, es difícil que la academia no gane. El negro sólo necesita hinchar un poco, definición ya tiene.” Dije: “No creo que vaya a ser así de fácil, João; Waterloo es bueno, pero va a necesitar machacar mucho, sólo debe tener unos cuarenta de brazo.” “Tiene cuarenta y dos o cuarenta y tres”, dijo João. “No sé, será mejor medir.” João dijo que mediría el brazo, el antebrazo, el pecho, el muslo, la pantorrilla, el pescuezo. “¿Y tú cuánto tienes de brazo”, me preguntó con astucia; lo sabía, pero le dije, “cuarenta y seis.” “Hum… es poco, ¿verdad?, para el campeonato es poco… faltan seis meses… y tú, y tú…” “¿Qué es lo que temes?” “Estás aflojando…” La plática estaba atorada y decidí prometerle, para terminar con aquello: “Descuida, João, ya verás, en estos meses me voy para arriba.” João me dio un abrazo, “eres un tipo inteligente… ¡Puta!, ¡con la pinta que tienes, y siendo campeón! ¿te imaginas? Fotos en el periódico… Vas a acabar en el cine, en Norteamérica, en Italia, haciendo películas en color, ¿te imaginas?.” João colocó varias anillas de diez kilos en el pulley. “¿De cuánto es tu pulley?”, preguntó. “Ochenta.” “Y la muchacha que tienes, ¿qué va a pasar con ella?” Hablé seco: “¿Cómo que qué va a pasar con ella?”. Él: “Soy tu amigo, acuérdate de eso”. Yo: “Está bien, eres mi amigo, ¿y?” “Soy como un hermano para ti.” “Eres como un hermano para mí, ¿y?” João agarró la barra del pulley, se arrodilló y alzó la barra hasta el pecho mientras los ochenta kilos de anillas subían lentamente, ocho veces. Después: “¿Cuánto pesas?”, “Noventa.” “Entonces haz el pulley con noventa. Pero mira, volviendo al asunto, sé que las pesas despiertan unas ganas grandes, ganas, hambre, sueño… pero eso no quiere decir que tengamos que hacer todo esto sin medida; a veces quedamos en la punta de los cascos, pero hay que controlarse, se necesita disciplina; mira a Nelson, la comida acabó con él, hacía una serie de caballo para compensar, creó masa, eso creó, pero comía como un puerco y terminó con un cuerpo de puerco… miserable…” João hizo una cara de pena. No me gusta comer, y João lo sabe. Noté que el Corcundinha, acostado de espaldas, haciendo un crucifijo quebrado, prestaba atención a nuestra plática. “Creo que estás jodiendo demasiado”, dijo João, “no es bueno. Llegas aquí todas las mañanas marcado con chupetones, arañado en el pescuezo, en el pecho, en las espaldas, en las piernas. No se ve bien, tenemos un montón de muchachos en la academia, es un mal ejemplo. Por eso es que te voy a dar un consejo —y João me miró con cara de la amistad y los negocios por separado, con cara de contar dinero; ¿se estaba apoyando ya en el negro?—, esa muchacha no sirve, consigue una que quiera sólo una vez a la semana, o dos, y aun así moderándote.” En ese instante Waterloo salió del vestidor y João le dijo, “Vamos a salir, te voy a comprar ropa; pero es un préstamo, trabajarás en la academia y después me pagas.” A mí: “Necesitas un ayudante. Pon las manos ahí, que ya vuelvo.”

Me senté, pensando. Dentro de poco empiezan a llegar los alumnos. Leninha, Leninha. Antes de que tuviera una luz, el Corcundinha habló: “¿Quieres ver si estoy jalando bien en la barra?” Fui a ver. No me gusta mirar al Corcundinha. Tiene más de seis tics diferentes. “Estás mejorando de los tics”, dije; pero qué cretino, no mejoraba, ¿por qué dije aquello? “Sí, ¿verdad?”, dijo satisfecho, guiñando varias veces con increíble rapidez el ojo izquierdo. “¿Qué ejercicio estás haciendo?” “Por detrás y por delante, y con las manos juntas en la punta de la barra. Tres series para cada ejercicio, con diez repeticiones. Noventa movimientos en total, y no siento nada.” “Sin prisa y siempre”, le dije. “Oí tu plática, con João”, dijo el Corcundinha. Moví la cabeza. “Los negocios con la mujer son fuego”, continuó, “me peleé con Elza.” Rayos, ¿quién era Elza? Por si las dudas dije “¿sí?” Corcundinha: “No era mujer para mí. Pero sucede que ahora estoy con otra chica y la Elza se la pasa llamando a casa diciéndole insultos, haciendo escándalos. El otro día a la salida del cine fue para morirse. Eso me perjudica, soy un hombre responsable.” Corcundinha con un salto ágil agarró la barra con las dos manos y balanceó el cuerpo para enfrente y atrás, sonriendo y diciendo: “Esta muchacha que tengo ahora es un tesoro, jovencita, treinta años más nueva que yo, treinta años, pero yo aún estoy en forma, ella no necesita de otro hombre.” Con jalones rápidos Corcundinha izó el cuerpo varias veces por atrás, por enfrente, rápidamente: una danza; horrible; pero no aparté el ojo. “¿Treinta años más nueva?”, dije maravillado. Corcundinha gritó desde lo alto de la barra: “¡Treinta años! ¡Treinta años!.” Y diciendo esto, Corcundinha dio una octava en la barra, una subida de cintura y luego de balancearse como péndulo intentó girar como si fuera una hélice, su cuerpo completamente rojo del esfuerzo, con excepción de la cabeza que se puso más blanca. Agarré sus piernas; cayó pesadamente, de pie, en el piso. “Estoy en forma”, jadeó. Le dije: “Corcundinha, necesitas tener cuidado, no eres… no eres un niño.” Él: “Yo me cuido, me cuido, no me cambio por ningún muchacho, estoy mejor que cuando tenía veinte años y bastaba que una mujer me rozara para que me pusiera loco; ¡toda la noche, amiguito, toda la noche!.” Los músculos de su rostro, párpado, nariz, labio, frente empezaron a contraerse, latir, estremecerse, convulsionarse; sus tics al mismo tiempo. “¿De vez en cuando vuelven los tics?”, pregunté. Corcundinha respondió: “Sólo cuando me distraigo.” Fui hasta la ventana pensando que la gente vive distraída. Abajo, en la calle, estaba el montón de gente frente a la tienda y me dieron ganas de correr hacia allá, pero no podía dejar la academia sola.

Después llegaron los alumnos. Primero llegó uno que quería ponerse fuerte porque tenía espinillas en la cara y la voz delgada, después llegó otro que quería ponerse fuerte para golpear a los demás, pero ése no le pegaría a nadie, pues un día lo llamaron para una pelea y tuvo miedo; y llegaron los que gustan de mirarse en el espejo todo el tiempo y usan camisa de manga corta apretada en el brazo para parecer más fuertes; y llegaron los muchachos de pantalones Lee, cuyo objetivo es desfilar en la playa; y llegaron los que sólo vienen en verano, cerca del carnaval, y hacen una serie violenta para hinchar rápido y vestir sus disfraces de griego o cualquier otro que sirva para mostrar la musculatura; y llegaron los viejos cuyo objetivo es quemar la grasa de la barriga, lo que es muy difícil y, después de algún tiempo, imposible; y llegaron los luchadores profesionales: Príncipe Valiente, con su barba, Cabeza de Hierro, Capitán Estrella, y la banda de lucha libre: Mauro, Orando, Samuel; éstos no son buenos para el modelado, sólo quieren fuerza para ganarse mejor la vida en el ring: no se aglomeran enfrente de los espejos, no molestan pidiendo instrucciones; me gustan, me gusta entrenar con ellos en la víspera de una lucha, cuando la academia está vacía; y verlos salir de una montada, escapar de un arm-lock o bien golpear cuando consiguen un estrangulamiento perfecto; o bien conversar con ellos sobre las luchas que ganaron o perdieron.

João volvió, y con él Waterloo con ropa nueva. João encargó al negro que arreglara las anillas, colocara las barras y pesas en los lugares correctos, “antes necesitas aprender para enseñar.”

Ya era de noche cuando Leninha me telefoneó, preguntando a qué horas iría a casa, a su casa, y le dije que no podría ir pues iría a mi casa. Al oír esto Leninha se quedó callada: en los últimos treinta o cuarenta días yo iba todas las noches a su casa, donde ya tenía pantuflas, cepillo de dientes, pijama y una porción de ropas; me preguntó si estaba enfermo y le dije que no; y otra vez se quedó callada, y yo también, hasta parecía que queríamos ver quien caía primero; fue ella: “¿Entonces no me quieres ver hoy?.” “No es nada de eso”, dije, “hasta mañana, me llamas por teléfono, ¿está bien?”

Fui a mi cuarto, el cuarto que alquilaba a doña María, la vieja portuguesa que tenía cataratas en el ojo y quería tratarme como si fuera su hijo. Subí las escaleras en la punta de los pies, agarrado al pasamanos con suavidad y abrí la puerta sin hacer ruido. Me acosté de inmediato en la cama, luego de quitarme los zapatos. En su cuarto la vieja oía novelas: “¡No, no, Rodolfo, te lo imploro!”, oí desde mi cuarto, “¿Jura que me perdonas? ¿Perdonarte?, cómo, si te amo más que a mí mismo… ¿En qué piensas? ¡Oh!, no me preguntes… Anda, respóndeme… a veces no sé si eres mujer o esfinge….” Desperté con los golpes en la puerta de doña María que decía “Ya le dije que no está”, y Leninha: “Usted me disculpa, pero me dijo que venía a su casa y tengo que arreglar un asunto urgente.” Me quedé quieto: no quería ver a nadie… nunca más. Nunca más. “Pero él no está.” Silencio. Debían estar frente a frente. Doña María intentando ver a Leninha en la débil luz amarilla de la sala y la catarata confundiéndola, y Leninha… (es bueno quedarse dentro del cuarto todo oscuro), “…sar más tarde?” “No ha venido, hace más de un mes que no duerme en casa, aunque paga religiosamente, es un buen muchacho.”

Leninha se fue y la vieja estaba de nuevo en el cuarto: “Permíteme contradecirte, perdona mi osadía… pero hay un amor que una vez herido sólo encontrará sosiego en el olvido de la muerte… ¡Ana Lúcia! Sí, sí, un amor irreductible que se sostiene mucho más allá de todo y de cualquier sentimiento, un amor que para sí resume la delicia del cielo dentro del corazón…” Vieja miserable que vibraba con aquellas estupideces. ¿Miserable? Mi cabeza pesaba en la almohada, una piedra encima de mi pecho… ¿un niño? ¿Como era ser niño? Ni eso sé, sólo me acuerdo que orinaba con fuerza, hacia arriba: alto. Y también me acuerdo de las primeras películas que vi, de Carolina, pero entonces ya era grande, ¿doce?, ¿trece?, ya era hombre. Un hombre. Hombre…

Por la mañana cuando iba al baño doña María me vio. “¿Dormiste aquí?”, me preguntó. “Sí.” “Vino a buscarte una chica, estaba muy inquieta, dijo que era urgente.” “Sé quién es, hoy hablaré con ella”, y entré al baño. Cuando salí, doña María me preguntó, “¿No vas a afeitarte?.” Volví y me afeité. “Ahora sí, tienes cara de limpieza”, dijo doña María, que no se separaba de mí. Tomé café, huevo tibio, pan con mantequilla, plátano. Doña María cuidaba de mí. Después fui a la academia.

Cuando llegué ya estaba ahí Waterloo. “¿Cómo estás? ¿Está gustándote?”, pregunté. “Por lo pronto está bien.” “¿Dormiste aquí?” “Sí. Don João me dijo que durmiera aquí.” Y no dijimos nada más, hasta que llegó João.

João empezó por darle instrucciones a Waterloo: “Por la mañana, brazos y piernas; en la tarde, pecho, espaldas y abdomen”; y se puso a vigilar el ejercicio del negro. A mí no me hizo caso. Me quedé mirando. “De vez en cuando bebe jugo de frutas”, decía João, tomando un vaso, “así”, João se llenó la boca de líquido, hizo un buche y tragó despacio, “¿viste cómo?”, y le dio el vaso a Waterloo, quien repitió lo que él había hecho.

Toda la mañana João la pasó mimando al negro. Me quedé dirigiendo a los alumnos que llegaban. Acomodé las pesas que regaban por la sala. Waterloo sólo hizo su serie. Cuando llegó el almuerzo —seis marmitas—João me dijo: “Mira, no lo tomes a mal, voy a compartir la comida con Waterloo, él la necesita más que tú, no tiene dónde almorzar, está flaco y la comida sólo alcanza para dos.” En seguida se sentaron colocando las marmitas sobre la mesa de los masajes cubierta con periódicos y empezaron a comer. Con las marmitas venían siempre dos platos y cubiertos.

Me vestí y salí a comer, pero no tenía hambre y me comí dos pasteles en un café. Cuando volví, João y Waterloo estaban estirados en las sillas de lona. João contaba la historia de lo duro que le había dado para ser campeón.

Un alumno me preguntó cómo hacía el pulóver recto y fui a enseñarle, otro se quedó hablando conmigo del juego del Vasco y el tiempo fue pasando y llegó la hora de la serie de la tarde —cuatro horas— y Waterloo se paró cerca del leg-press y preguntó cómo funcionaba y João se acostó y le enseñó diciendo que el negro haría flexiones, que era mejor. “Pero ahora vamos al supino”, dijo, “en la tarde, pecho, espalda y abdomen, no lo olvides.”

A las seis más o menos el negro acabó su serie. Yo no había hecho nada. Hasta aquella hora João no había hablado conmigo. Entonces me dijo: “Voy a preparar a Waterloo, nunca vi un alumno igual, es el mejor que he tenido”, y me miró, rápido y disimuladamente; no quise saber a dónde quería llegar; saber, lo sabía, me sé sus trucos, pero no mostré interés. João continuó: “¿Has visto algo igual? ¿No crees que él puede ser el campeón?” Dije: “Quizá; lo tiene casi todo, sólo le falta un poco de fuerza en la masa.” El negro, que nos oía, preguntó: “¿Masa?” Dije: “Aumentar un poco el brazo, la pierna, el hombro, el pecho… lo demás está”, iba a decir óptimo pero dije, “bien”. El negro: “¿Y fuerza?” Yo: “Fuerza es fuerza, un negocio que ya está dentro de uno.” Él: “¿Cómo sabes que no tengo?” Iba a decir que era una corazonada, y corazonada es corazonada, pero me miraba de una manera que no me gustó y por eso: “Tú no tienes.” “Creo que sí tiene”, dijo João, dentro de su esquema. “Pero el muchacho no cree en mí”, dijo el negro.

¿Para qué llevar las cosas más allá?, pensé. Pero João preguntó: “¿Tiene más o menos la misma fuerza que tú?”

“Menos”, dije. “Eso está por verse”, dijo el negro. João era don João, yo era el muchachote: el negro tenía que estar de mi parte, pero no estaba. Así es la vida. “¿Cómo quieres probarlo?”, pregunté irritado. “Tengo una propuesta”, dijo João, “¿qué tal unas vencidas?” “Lo que sea”, dije. “Lo que sea”, repitió el negro.

João trazó una línea horizontal en la mesa. Colocamos los antebrazos encima de la línea de modo que mi dedo medio extendido tocara el codo de Waterloo, pues mi brazo era más corto. João dijo: “Yo y el Gomalina seremos los jueces; la mano que no es la del empuje puede quedar con la palma sobre la mesa o agarrada a ella; las muñecas no podrán curvarse en forma de gancho antes de iniciada la competencia.” Ajustamos los codos. Al centro de la mesa nuestras manos se agarraron, los dedos cubriendo solamente las falanges de los pulgares del adversario, y envolviendo el dorso de las manos, Waterloo iba más lejos pues sus dedos eran más largos y tocaban la orilla de mi mano. João examinó la posición de nuestros brazos. “Cuando diga ya, pueden empezar.” Gomalina se arrodilló a un lado de la mesa, João al otro. “Ya”, dijo João.

Se puede empezar unas vencidas de dos maneras: atacando, arremetiendo enseguida, echando toda la fuerza al brazo inmediatamente, o bien resistiendo, aguantando la embestida del otro y esperando el momento oportuno para virar. Escogí la segunda. Waterloo dio un arranque tan fuerte que casi me liquidó; ¡puta mierda!, no me esperaba aquello; mi brazo cedió hasta la mitad del camino, qué estupidez la mía, ahora quien tenía que hacer fuerza, gastarse, era yo. Empujé desde el fondo, lo máximo que me era posible sin hacer muecas, sin apretar los dientes, sin mostrar que lo estaba dando todo, sin crear moral en el adversario. Fui empujando, empujando, mirando el rostro de Waterloo. Él fue cediendo, cediendo, hasta qué volvimos al punto de partida, y nuestros brazos se inmovilizaron. Nuestras respiraciones eran profundas, sentía el viento que salía de mi nariz pegar en mi brazo. No puedo olvidar la respiración, pensé, esta jugada será ganada por el que respire mejor. Nuestros brazos no se movían un milímetro. Me acordé de una película que vi, en la que dos camaradas, dos campeones, se quedan un largo tiempo sin tomar ventaja uno del otro, y mientras tanto uno de ellos, el que iba a ganar, el jovencito, tomaba whisky y chupaba su puro. Pero allí no era el cine, no; era una lucha a muerte, vi que mi brazo y mi hombro empezaban a ponerse rojos; un sudor fino hacía que el tórax de Waterloo brillara; su cara empezó a torcerse y sentí que venía con todo y mi brazo cedió un poco, más, ¡rayos!, más aún, y al ver que podía perder me entró desesperación, ¡rabia! ¡Apreté los dientes! El negro respiraba por la boca, sin ritmo, pero llevándome, y entonces cometió el gran error, su cara de gorila se abrió en una sonrisa y peor aun, con la provocación graznó una carcajada ronca de ganador, echó fuera aquella pizca de fuerza que faltaba para ganarme. Un relámpago cruzó por mi cabeza diciendo: ¡ahora!, y el tirón que di nadie lo aguantaría, él lo intentó, pero la potencia era mucha; su rostro se puso gris, el corazón se le salía por la lengua, su brazo se ablandó, su voluntad se acabó —y de maldad, al ver que entregaba el juego, pegué con su puño en la mesa dos veces. Se quedó agarrado a mi mano, como en una larga despedida sin palabras, su brazo vencido sin fuerzas, abandonado, caído como un perro muerto en la carretera.

Liberé mi mano. João, Gomalina querían discutir lo que había ocurrido pero yo no los oía —aquello estaba terminado. João intentó mostrar su esquema, me llamó a un rincón. No fui. Ahora Leninha. Me vestí sin bañarme, me fui sin decir palabra, siguiendo lo que mi cuerpo mandaba, sin adiós: nadie me necesitaba, yo no necesitaba de nadie. Eso es, eso es.

Tenía la llave del departamento de Leninha. Me acosté en el sofá de la sala, no quise quedarme en el cuarto, la colcha rosa, los espejos, el tocador, el peinador lleno de frasquitos, la muñeca sobre la cama estaban haciéndome mal. La muñeca sobre la cama: Leninha la peinaba todos los días, le cambiaba ropa —calzoncito, enagua, sostén— y hablaba con ella, “mi hijita linda, extrañaste a tu mamita?.” Me dormí en el sofá.

Leninha me despertó con un beso en la cara. “Llegaste temprano, ¿no fuiste hoy a la academia?” “Sí”, dije sin abrir los ojos. “¿Y ayer? Te fuiste temprano a tu casa?” “Sí”, ahora con los ojos abiertos: Leninha se mordía los labios. “No juegues conmigo, querido, por favor…” “Fui, no estoy jugando.” Ella suspiraba. “Sé que fuiste a mi casa. No sé a qué hora; oí que hablabas con doña María, ella no sabía que estaba en el cuarto.” “¡Hacerme una porquería de ésas a mí!”, dijo Leninha, aliviada. “No fue ninguna porquería”, dije. “No se le hace una cosa así a… a los amigos,” “No tengo amigos, podría tener, hasta el príncipe, si quisiera.” “¿Quién?”, dijo ella dando una carcajada, sorprendida. “No soy ningún vagabundo, conozco al príncipe, al conde, para que lo sepas.” Ella rió: “¡¿Príncipe?!, ¡príncipe!, en Brasil no hay príncipe, sólo hay príncipe en Inglaterra, ¿crees que soy tonta?”, Dije: “Eres una burra, ignorante; ¿no hay príncipe en Italia? Este príncipe es italiano.” “¿Y tú ya fuiste a Italia?” Debía haberle dicho que ya había jodido con una condesa que había andado con un príncipe italiano y, carajo, cuando andas con una dama con quien anduvo también otro tipo, ¿no es una forma de conocerlo? Pero Leninha tampoco creía en la historia de la condesa, que acabó con un final triste como todas las historias verdaderas: pero eso no se lo cuento a nadie. Me quedé callado de repente y sintiendo esa cosa que me da de vez en cuando, en esas ocasiones en que los días se hacen largos, lo que empieza en la mañana cuando me despierto sintiendo una aflicción enorme y pienso que después de bañarme pasará, después de tomar el café pasará, después de hacer gimnasia pasará, después de que pase el día pasará, pero no pasa y llega la noche y estoy en las mismas, sin querer mujer o cine, y al día siguiente tampoco acaba. Ya he pasado una semana así, me dejé crecer la barba y miraba a las personas, no como se mira un automóvil, sino preguntándome, ¿quién es?, ¿quién es?, ¿quién-es-más-allá-del-nombre?, y las personas pasando frente a mí, gente como moscas en el mundo, ¿quién es?

Leninha, al verme así, apagado como si fuera una fotografía vieja, sacudió un paño delante de mí diciendo, “mira la camisa fina que te compré; póntela, póntela para verte.” Me puse la camisa y ella dijo: “Estás hermoso, ¿vamos a bailar?” “Quiero divertirme, mi bien, trabajé demasiado todo el día.” Ella trabaja de día, sólo anda con hombres casados y la mayoría de los hombres casados sólo hacen eso de día. Llega temprano a la casa de doña Cristina y a las nueve de la mañana ya tiene clientes telefoneándole. El mayor movimiento es a la hora del almuerzo y al final de la tarde; Leninha no almuerza nunca, no tiene tiempo.

Entonces fuimos a bailar. Creo que a ella le gusta mostrarme, pues insistió en que llevara la camisa nueva, escogió el pantalón, los zapatos y hasta quiso peinarme, pero eso era demasiado y no la dejé. Es simpática, no le molesta que las demás mujeres me vean. Pero sólo eso. Si alguna mujer viene a hablar conmigo se pone hecha una fiera.

El lugar era oscuro, lleno de infelices. Apenas habíamos acabado de sentarnos un sujeto pasó cerca de nuestra mesa y dijo: “¿Cómo te va, Tania?.” Leninha respondió: “Bien, gracias, ¿cómo está usted?.” Él también estaba bien gracias. Me miró, hizo un movimiento con la cabeza como si estuviera saludándome y se fue a su mesa. “¿Tania?”, pregunté. “Mi nombre de batalla”, respondió Leninha. “¿Pero tu nombre de batalla no es Betty?”, pregunté. “Sí, pero él me conoció en la casa de doña Viviane, y allá mi nombre de batalla es Tania.”

En ese momento el tipo volvió. Un viejo, medio calvo, bien vestido, enjuto para su edad. Sacó a Leninha a bailar. Le dije: “Ella no va a bailar, amigo.” Él quizá se ruborizó, en la oscuridad, dijo: “Yo pensé….” Ya no pelé al idiota, estaba ahí, de pie, pero no existía. Dije a Leninha: “Estos tipos se la viven pensando, el mundo está lleno de pensadores.” El sujeto desapareció.

“Qué cosa tan horrible hiciste”, dijo Leninha, “él es un cliente antiguo, abogado, un hombre distinguido, y tú le haces eso. Fuiste muy grosero.” “Grosero fue él, ¿no vio que estabas acompañada, por un amigo, cliente, enamorado, hermano, quien fuera? Debí haberle dado una patada en el culo. ¿Y qué historia es ésa de Tania, doña Viviane?” “Es una casa antigua que frecuenté.” “¿Casa antigua? ¿Qué casa antigua?” “Fue poco después de que me perdí, mi bien… al principio…”

Es para amargarse.

“Vámonos”, dije. “¿Ahora?” “Ahora.”:

Leninha salió molesta, pero sin valor para mostrarlo. “Vamos a tomar un taxi”, dijo. “¿Por qué?”, pregunté, “no soy rico para andar en taxi.” Esperé a que dijera “el dinero es mío”, pero no lo dijo; insistí: “Estás muy buena para andar en ómnibus, ¿verdad?”; ella siguió callada; no desistí: “Eres una mujer fina”; —”con clase”—; “de categoría”, Entonces habló, calmada, la voz clara, como si nada ocurriera: “Vámonos en ómnibus.”

Nos fuimos en ómnibus a su casa.

“¿Qué quieres oír?”, preguntó Leninha. “Nada”, respondí. Me desnudé, mientras Leninha iba al baño. Con los pies en el borde de la cama y las manos en el piso hice cincuenta lagartijas. Leninha volvió desnuda del baño. Quedamos los dos desnudos, parados dentro del cuarto, como si fuéramos estatuas.

Como principio, ese principio estaba bien: quedamos desnudos y fingíamos, sabiendo que fingíamos, que teníamos ganas. Ella hacía cosas sencillas, arreglaba la cama, se sujetaba los cabellos mostrando en todos sus ángulos el cuerpo firme y saludable —los pies y los senos, el trasero y las rodillas, el vientre y el cuello. Yo hacía unas flexiones, después un poco de tensión de Charles Atlas, como quien no quiere la cosa, pero mostrando el animal perfecto que yo también era, y sintiendo, como debía sentirlo ella, un placer enorme al saber que estaba siendo observado con deseo, hasta que ella miraba abiertamente hacia el lugar preciso y decía con una voz honda y crispada, como si estuviera sintiendo el miedo de quien va a tirarse al abismo, “mi bien”, y entonces la representación terminaba y nos íbamos uno hacia el otro como dos niños que aprenden a andar, y nos fundíamos y hacíamos locuras, y no sabíamos de qué garganta salían los gritos, e implorábamos uno al otro que se detuviera, pero no nos deteníamos, y redoblábamos nuestra furia, como si quisiéramos morir en aquel momento de fuerza, y subíamos y explotábamos, girando como ruedas rojas y amarillas de fuego que salían de nuestros ojos y de nuestros vientres y de nuestros músculos y de nuestros líquidos y de nuestros espíritus y de nuestro dolor pulverizado. Después la paz: oíamos alternativamente el latido fuerte de nuestros corazones sin sobresalto; yo apoyaba mi oreja en su seno y enseguida ella, entre los labios exhaustos, soplaba suavemente en mi pecho, aplacándolo; y sobre nosotros descendía un vacío que era como si hubiéramos perdido la memoria.

Pero aquel día nos quedamos parados como si fuéramos dos estatuas. Entonces me envolví en el primer paño que encontré, ella hizo lo mismo y se sentó en la cama y dijo “sabía que iba a ocurrir”, y fue eso, y por lo tanto ella, a quien yo consideraba una idiota, quien me hizo entender lo que había ocurrido. Vi entonces que las mujeres tienen dentro de sí algo que les permite entender lo que no se ha dicho. “Mi bien, ¿qué fue lo que hice?”, preguntó, y me entró una pena loca por ella; tanta pena que me eché a su lado, le arranqué la ropa que la envolvía, besé sus senos, me excité pensando en el pasado, y empecé a amarla, como un obrero hace su trabajo, inventé gemidos, la apreté con fuerza calculada. Su rostro empezó a quedar húmedo, primero en torno a sus ojos, luego toda la cara. Dijo: “¿Qué va a ser de mí sin ti?”, y con la voz salían también sollozos.

Agarré mi ropa, mientras ella permanecía en la cama, con un brazo sobre los ojos. “¿Qué horas son?”, preguntó. Dije: “Tres y quince.” “Tres y quince… quiero grabarme la última vez que te estoy viendo…”, dijo Leninha. De nada servía que dijera algo y por eso salí, cerrando la puerta de la calle con cuidado.

Estuve caminando por las calles vacías y cuando el día rayó estaba en la puerta de la tienda de discos loco porque abrieran. Primero llegó un sujeto que abrió la puerta de acero, luego otro que lavó la acera y otros, que arreglaron la tienda, pusieron afuera las bocinas, hasta que finalmente pusieron el primer disco y con la música ellos empezaron a salir de sus cuevas, y se apostaron allí conmigo, más quietos que en una iglesia. Exacto: como en una iglesia, y me dieron ganas de rezar, y de tener amigos, un padre vivo, y un automóvil. Y recé por dentro, imaginando cosas, si tuviera padre lo besaría en el rostro, y en la mano, tomando su bendición, y sería su amigo y ambos seríamos personas diferentes.

http://estoespurocuento.wordpress.com/2013/09/07/rubem-fonseca-la-fuerza-humana-cuento/


EL HOMBRE BICENTENARIO DE ISAAC ASIMOV

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ROBOTLas Tres Leyes de la robótica:

1.— Un robot no debe causar daño a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra ningún daño.

2.— Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.

3.— Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.

* * * * *

—Gracias —dijo Andrew Martin, aceptando el asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba a una persona acorralada, pero eso era.

En realidad su semblante no delataba nada, pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de los ojos. Tenía el cabello lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién afeitado. Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.

Al otro lado del escritorio estaba el cirujano, y la placa del escrito incluía una serie indentificatoria de letras y números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle “doctor”.

—¿Cuándo se puede realizar la operación doctor? —preguntó.

El cirujano murmuró, con esa inalienable nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser humano:

—No estoy seguro de entender cómo o en quién debe realizarse esa operación, señor.

El rostro del cirujano habría revelado cierta respetuosa intransigencia si tal expresión —o cualquier otra— hubiera sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.

Andrew Martin estudió la mano derecha del robot, la mano quirúrgica, que descansaba en el escritorio. Los largos dedos estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y apropiadas que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se transformaría en parte de los propios dedos.

En su trabajo no habría vacilaciones, tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la especialización tan deseada por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente. Claro que un cirujano necesita cerebro, pero éste estaba tan limitado en su capacidad que no reconocía a Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.

—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser un hombre? —le preguntó Andrew.

El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.

—Pero yo soy un robot, señor.

—¿No sería preferible ser un hombre?

—Sería preferible ser mejor cirujano. No podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más avanzado. Me gustaría ser un robot más avanzado.

—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes, que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse, moverse a derecha e izquierda, con sólo decirlo?

—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o de cualquier otro ser humano, no le obedecería. La primera Ley, concerniente a mi deber para con la seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la obediencia. De no ser así, la obediencia es un placer para mí… Pero ¿a quién debo operar?

—A mí.

—Imposible. Es una operación evidentemente dañina.

—Eso no importa —dijo Andrew con calma.

—No debo infligir daño —objetó el cirujano.

—A un ser humano no, pero yo también soy un robot.

 

2

Andrew tenía mucha más experiencia de robot cuando acabaron de manufacturarlo. Era como cualquier otro robot, con diseño elegante y funcional.

Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron, en aquellos días en que los robots eran una rareza en las casas y en el planeta.

Había cuatro personas en la casa: el “señor”, la “señora”, la “señorita” y la “niña”. Conocía los nombres, pero nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.

Su número de serie era NDR… No se acordaba de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero si hubiera querido recordarlas habría podido hacerlo. Sólo que no quería.

La Niña fue la primera en llamarlo Andrew, porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos hicieron lo mismo que ella.

La Niña… Llegó a vivir noventa años y había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.

Andrew estaba destinado a realizar tareas de ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran días experimentales para él y para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.

Los Martin le tenían afecto y muchas veces le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la Niña preferían jugar con él.

Fue la Señorita la primera en darse cuenta de cómo se podía solucionar aquello.

—Te ordenamos a que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes —le dijo.

—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—, pero una orden previa del Señor sin duda tiene prioridad.

—Papá sólo dijo que esperaba que tú te encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es una orden. Yo sí te lo ordeno.

Al Señor no le importaba. El Señor sentía un gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso más que la Señora, y Andrew también les tenía cariño. Al menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos del cariño. Andrew lo consideraba cariño, pues no conocía otra palabra designarlo.

Talló para la Niña un pendiente de madera. Ella se lo había ordenado. Al parecer, a la Señorita le habían regalado por su cumpleaños un pendiente de marfilina con volutas, y la Niña sentía celos. Sólo tenía un trozo de madera y se lo dio a Andrew con un cuchillo de cocina.

Andrew lo talló rápidamente.

—Qué bonito, Andrew —dijo la niña—. Se lo enseñaré a papá.

El Señor no podía creerlo.

—¿Dónde conseguiste esto Mandy? —Así llamaba el Señor a la Niña. Cuando la Niña le aseguró que decía la verdad, el Señor se volvió hacia Andrew—. ¿Lo has hecho tú, Andrew?

—Sí Señor.

—¿De dónde copiaste el diseño?

—Es una representación geométrica, Señor, que armoniza con la fibra de la madera.

Al día siguiente, el Señor le llevó otro trozo de una madera y un vibrocuchillo eléctrico.

—Talla algo con esto, Andrew. Lo que quieras.

Andrew obedeció y el Señor le observó; luego, examinó el producto durante un largo rato. Después de eso, Andrew dejó de servir la mesa. Le ordenaron que leyera libros sobre diseño de muebles, y aprendió a fabricar gabinetes y escritorios.

El Señor le dijo:

—Son productos asombrosos, Andrew.

—Me complace hacerlos, Señor.

—¿Cómo que te complace?

—Los circuitos de mi cerebro funcionan con mayor fluidez. He oído usar el término “complacer” y el modo en que usted lo usa concuerda con mi modo de sentir. Me complace hacerlos, Señor.

 

3

Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos. Como miembro de la Legislatura Regional, no tuvo problemas para conseguir una entrevista con el jefe de robopsicología. Más aún, sólo estaba calificado para poseer un robot por ser miembro de la Legislatura. Los robots no eran algo habitual en aquellos días.

Andrew no comprendió nada al principio, pero en años posteriores, ya con mayores conocimientos, evocaría esa escena y lo comprendería.

El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con el ceño cada vez más fruncido y realizó un esfuerzo para no tamborilear en la mesa con los dedos. Tenía tensos los rasgos y la frente arrugada y daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba.

—La robótica no es un arte exacto, señor Martin —dijo—. No puedo explicárselo detalladamente, pero la matemática que rige la configuración de las sendas positrónicas es tan compleja que sólo permite soluciones aproximadas. Naturalmente, como construimos todo en torno de las Tres Leyes, éstas son incontrovertibles. Desde luego, reemplazaremos ese robot…

—En absoluto —protestó el Señor—. No se trata de un fallo. Él cumple perfectamente con sus deberes. El punto es que también realiza exquisitas tallas en madera y nunca repite los diseños. Produce obras de arte.

Mansky parecía confundido.

—Es extraño. Claro que actualmente estamos probando con sendas generalizadas… ¿Cree usted que es realmente creativo?

—Véalo usted mismo.

Le entregó una pequeña esfera de madera, en la que había una escena con niños tan pequeños que apenas se veían; pero las proporciones eran perfectas y armonizaban de un modo natural con la fibra, como si también ésta estuviera tallada.

—¿Él hizo esto? —exclamó Mansky. Se lo devolvió, sacudiendo la cabeza—. Puramente fortuito. Algo que hay en sus sendas.

—¿Pueden repetirlo?

—Probablemente no. Nunca nos han informado de nada semejante.

—¡Bien! No me molesta en absoluto que Andrew sea el único.

—Me temo que la empresa querrá recuperar ese robot para estudiarlo.

—Olvídelo —replicó el Señor. Se volvió hacia Andrew—: Vámonos a casa.

—Como usted desee, Señor —dijo Andrew.

 

4

La Señorita salía con jovencitos y no estaba mucho en casa. Ahora era la Niña, que ya no era tan niña, quien llenaba el horizonte de Andrew. Nunca olvidaba que la primera talla en madera de Andrew había sido para ella. La llevaba en una cadena de plata que le pendía del cuello.

Fue ella la primera que se opuso a la costumbre del Señor a regalar los productos.

—Vamos, papá. Si alguien los quiere, que pague por ellos. Valen la pena.

—Tu no eres codiciosa, Mandy.

—No es por nosotros, papá. Es por el artista.

Andrew jamás había oído esa palabra y en cuanto tuvo un momento a solas la buscó en el diccionario.

Poco después realizaron otro viaje; en esa ocasión para visitar al abogado del Señor.

—¿Qué piensas de esto John? —le preguntó el Señor.

El abogado se llamaba John Feingold. Era canoso y barrigón, y los bordes de sus lentes de contacto estaban teñidos de verde brillante. Miró la pequeña placa que el Señor le había entregado.

—Es bella… Pero estoy al tanto. Es una talla de un robot, ese que has traído contigo.

—Sí, es obra de Andrew. ¿Verdad, Andrew?

—Sí, Señor.

—¿Cuánto pagarías por esto John? —preguntó el Señor.

—No sé. No colecciono esos objetos.

—¿Creerías que me han ofrecido doscientos cincuenta dólares por esta cosita? Andrew ha fabricado también sillas que he vendido por quinientos dólares. Los productos de Andrew nos han permitido depositar doscientos mil dólares en el banco.

—¡Cielos, te está haciendo rico, Gerald!

—Sólo a medias. La mitad está en una cuenta a nombre de Andrew Martin.

—¿Del robot?

—Exacto, y quiero saber si es legal.

—¿Legal? —Feingold se reclinó en la silla, haciéndola crujir—. No hay precedentes, Gerald. ¿Cómo firmó tu robot los papeles necesarios?

—Sabe hacer la firma de su nombre y yo la llevé. No lo llevé a él al banco en persona. ¿Es preciso hacer algo más?

—Mmm… —Feingold entrecerró los ojos durante unos segundos—. Bueno, podemos crear un fondo fiduciario que maneje las finanzas en su nombre, lo cual hará de capa aislante entre él y el mundo hostil. Aparte de eso, mi consejo es que no hagas nada más. Hasta ahora nadie te ha detenido. Si alguien se opone, déjale que se querelle.

—¿Y te harás cargo del caso si hay alguna querella?

—Por un anticipo, claro que sí.

—¿De cuánto?

Feingold señaló la placa de madera.

—Algo como esto.

—Me parece justo —dijo el Señor.

Feingold se rió entre dientes mientras se volvía hacia el robot.

—¿Andrew, te gusta tener dinero?

—Sí, señor.

—¿Qué piensas hacer con él?

—Pagar cosas que de lo contrario tendría que pagar el Señor. Esto le ahorrará gastos al Señor.

 

5

Hubo ocasiones para ello. Las reparaciones eran costosas y las revisiones aún más. Con los años se produjeron nuevos modelos de robot, y el Señor se preocupó de que Andrew contara con cada nuevo dispositivo, hasta que fue un dechado de excelencia metálica. El propio robot se encargaba de los gastos. Andrew insistía en ello.

Sólo sus sendas positrónicas permanecieron intactas. El Señor insistía en ello.

—Los nuevos no son tan buenos como tú, Andrew. Los nuevos robots no sirven. La empresa ha aprendido a hacer sendas más precisas, más específicas, más particulares. Los nuevos robots no son versátiles. Hacen aquello para lo cual están diseñados y jamás desvían. Te prefiero a ti.

—Gracias, Señor,

—Y es obra tuya, Andrew, no lo olvides. Estoy seguro de que Mansky puso fin a las sendas generalizadas en cuanto te echó un buen vistazo. No le gustó que fueras tan imprevisible… ¿Sabes cuántas veces pidió que te llevaríamos para estudiarte? ¡Nueve veces! Pero nunca se lo permití, y ahora que se ha retirado quizá nos dejen en paz.

El cabello del Señor disminuyó y encaneció, y el rostro se le puso fofo, pero Andrew tenía mejor aspecto que cuando entró a formar parte de la familia. La Señora se había unido a una colonia artística de Europa y la Señorita era poeta en Nueva York. A veces escribían, pero no con frecuencia. La Niña estaba casada y vivía a poca distancia. Decía que no quería abandonar a Andrew y cuando nació su hijo, el Señorito, dejó que el robot cogiera el biberón para alimentarlo.

Andrew comprendió que el Señor, con el nacimiento de ese nieto, tenía ya alguien que reemplazara a quienes se habían ido. No sería tan injusto presentarle su solicitud.

—Señor —le dijo—, ha sido usted muy amable al permitir que yo gastara mi dinero según mis deseos.

—Era tu dinero, Andrew.

—Sólo por voluntad de usted, Señor. No creo que la ley le hubiera impedido conservarlo.

—La ley no me va a persuadir de que me porte mal, Andrew.

—A pesar de todos los gastos y a pesar de los impuestos, Señor, tengo casi seiscientos mil dólares.

—Lo sé, Andrew.

—Quiero dárselos, Señor.

—No los aceptaré, Andrew.

—A cambio de algo que usted puede darme, Señor.

—Ah, ¿Qué es eso, Andrew?

—Mi libertad, Señor.

—Tu…

—Quiero comprar mi libertad, Señor.

 

6

No fue tan fácil. El Señor se sonrojó, soltó un “¡Por amor de Dios!”, dio media vuelta y se alejó.

Fue la Niña quien logró convencerlo, en un tono duro y desafiante, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había dudado en hablar en su presencia, tratárase de él o no. Era sólo un robot.

—Papá, ¿porqué te lo tomas como una afrenta personal? Él seguirá aquí. Continuará siéndote leal. No puede evitarlo. Lo tiene incorporado. Lo único que quiere es formalismo verbal. Quiere que lo llamen libre. ¿Es tan terrible? ¿No se lo ha ganado? ¡Cielos! él y yo hemos hablado de esto durante años.

—¿Conque durante años?

—Si, una y otra vez lo ha ido postergando por temor a lastimarte. Yo le dije que te lo pidiera.

—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot.

—Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes tú. Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras, ¿qué más se puede pedir?

—La ley no adoptará esa actitud —se obstinó el Señor, exasperado. Se volvió hacia Andrew y le dijo con voz ronca—: ¡Mira, oye! No puedo liberarte a no ser de una forma legal, y si esto llega a los tribunales no sólo no obtendrás la libertad, sino que la ley se enterará oficialmente de tu fortuna. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar dinero. ¿Vale la pena que pierdas tu dinero por esta farsa?

—La libertad no tiene precio, Señor —replicó Andrew—. Sólo la posibilidad de obtenerla ya vale ese dinero.

 

7

El tribunal también podía pensar que la libertad no tenía precio y decidir que un robot no podía comprarla por mucho que pagase, por alto que fuese el precio.

La declaración del abogado regional, que representaba a quienes habían entablado un pleito conjunto para oponerse a la libertad de Andrew, fue ésta: La palabra “libertad” no significaba nada cuando se aplicaba a un robot, pues sólo un ser humano podía ser libre.

Lo repitió varias veces, siempre que le parecía apropiado; lentamente, moviendo las manos al son de las palabras.

La Niña pidió permiso para hablar en nombre de Andrew.

La llamaron por su nombre completo, el cual Andrew nunca había oído antes:

—Amanda Laura Martin Charney puede acercarse al estrado.

—Gracias, señoría. No soy abogada y no sé hablar con propiedad, pero espero que todos presten atención al significado e ignoren las palabras. Comprendamos qué significa ser libre en el caso de Andrew. En algunos sentidos, ya lo es. Lleva por lo menos veinte años sin que un miembro de la familia Martin le ordene hacer algo que él no hubiera hecho por propia voluntad. Pero si lo deseamos, podemos ordenarle cualquier cosa y expresarlo con la mayor rudeza posible, porque es una máquina y nos pertenece. ¿Porqué ha de seguir en esa situación, cuando nos ha servido durante tanto tiempo y tan lealmente y ha ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada más; los deudores somos nosotros. Aunque se nos prohibiera legalmente someter a Andrew a una cervidumbre involuntaria, él nos serviría voluntariamente. Concederle la libertad será sólo una triquiñuela verbal, pero significaría muchísimo para él. Le daría todo y no nos costaría nada.

Por un momento pareció que el juez contenía una sonrisa.

—Entiendo su argumentación, señora Charney. Lo cierto es que a este respecto no existe una ley obligatoria ni un precedente. Sin embargo, existe el supuesto tácito de que sólo el ser humano puede gozar de libertad. Puedo establecer una nueva ley, o someterme a la decisión de un tribunal superior; pero no puedo fallar en contra de ese supuesto. Permítame interpelar al robot. ¡Andrew!

—Sí, señoría.

Era la primera vez que Andrew hablaba ante el tribunal y el juez se asombró de la modulación humana de aquella voz.

—¿Porqué quieres ser libre, Andrew? ¿En qué sentido es importante para ti?

—¿Desearía usted ser esclavo, señoría?

—Pero no eres esclavo. Eres un buen robot, un robot genial, por lo que me han dicho, capaz de expresiones artísticas sin parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueras libre?

—Quizá no pudiera hacer más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor alegría. Creo que sólo alguien que desea la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.

Y eso le proporcionó al juez un fundamento. El argumento central de su sentencia fue: “No hay derecho a negar la libertad a ningún objeto que posea una mente tan avanzada como para entender y desear ese estado.”

Más adelante, el Tribunal Mundial ratificó la sentencia.

 

8

El Señor seguía disgustado y su áspero tono de voz hacía que Andrew se sintiera como si tuviese un cortocircuito.

—No quiero tu maldito dinero, Andrew. Lo tomaré sólo porque de lo contrario no te sentirás libre. A partir de ahora, puedes elegir tus tareas y hacerlas como te plazca. No te daré órdenes, excepto ésta: que hagas lo que se te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti. Esa forma parte de la sentencia del juez. Espero que lo entiendas.

—No seas irascible, papá —interrumpió la Niña—. La responsabilidad no es una gran carga. Sabes que no tendrás que hacer nada. Las Tres Leyes siguieron vigentes.

—Entonces, ¿en qué sentido es libre?

—¿Acaso los seres humanos no están obligados por sus leyes, Señor?

—No voy a discutir —dijo el Señor.

Se marchó, y a partir de entonces Andrew lo vio con poca frecuencia.

La Niña iba a verlo a menudo a la casita que le habían construido y entregado. No disponía de cocina ni cuarto de baño. Sólo tenía dos habitaciones. Una era una biblioteca y la otra servía de depósito y taller. Andrew aceptó muchos encargos y como robot libre trabajó más que antes, hasta que pagó el costo de la casa y el edificio se transfirió legalmente.

Un día, fue a verlo el Señorito…, no, ¡George! El Señorito había insistido en eso después de la sentencia del juez.

—Un robot libre no llama Señorito a nadie —le había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú debes llamarme George.

El día en que George fue a verlo a solas le informó de que el Señor estaba agonizando. La Niña se encontraba junto al lecho, pero el Señor también quería estuviese Andrew.

El Señor habló con voz potente, aunque parecía incapaz de moverse. Se esforzó en levantar la mano.

—Andrew —dijo—, Andrew… No me ayudes, George. Me estoy muriendo, eso es todo, no estoy impedido… Andrew, me alegra que seas libre. Sólo quería decirte eso.

Andrew no supo qué decir. Nunca había estado frente a un moribundo, pero sabía que era el modo humano de dejar de funcionar. Era como ser desmontado de una manera involuntaria e irreversible, y Andrew no sabía qué era lo apropiado decir en ese momento. Sólo pudo quedarse en pie, callado e inmóvil.

Cuando todo terminó, la Niña le dijo:

—Tal vez te haya parecido huraño hacia el final, Andrew, pero estaba viejo y le dolió que quisieras ser libre.

Y entonces Andrew halló las palabras adecuadas:

—Nunca habría sido libre sin él, Niña.

 

9

Andrew comenzó a usar ropa después de la muerte del Señor. Empezó por ponerse unos pantalones viejos, unos que le había dado George.

George ya estaba casado y era abogado. Se incorporó a la firma de Feingold. El viejo Feingold había muerto tiempo atrás, pero su hija continuó con el bufete, que con el tiempo pasó a llamarse Feingold y Martin. Conservó ese nombre incluso cuando la hija se retiró y ningún Feingold la sucedió. En la época en que Andrew se puso ropa por primera vez, el apellido Martin acababa de añadirse a la firma.

George se esforzó en no sonreír al verle ponerse los pantalones por primera vez, pero Andrew le notó la sonrisa en los ojos.

George le enseñó a cómo manipular la carga de estática para permitir que los pantalones se abrieran, le cubrieran la parte inferior del cuerpo y se cerraran. George le hizo una demostración con sus propios pantalones, pero Andrew comprendió que él tardaría en imitar la soltura de ese movimiento.

—¿Y para qué quieres llevar pantalones, Andrew? —dijo George—. Tu cuerpo resulta tan bellamente funcional que es una pena cubrirlo; especialmente, cuando no tienes que preocuparte por la temperatura ni por el pudor. Y además no se ciñen bien sobre el metal.

—¿Acaso los cuerpos humanos no resultan bellamente funcionales, George? Sin embargo, os cubrís.

—Para abrigarnos, por limpieza, como protección, como adorno. Nada de eso aplica en tu caso.

—Me siento desnudo sin ropa. Me siento diferente, George.

—¡Diferente! Andrew, hay millones de robots en la Tierra. En esta región, según el último censo, hay casi tantos robots como hombres.

—Lo sé, George. Hay robots que realizan cualquier tipo de tarea concebible.

—Y ninguno de ello usa ropa.

—Pero ninguno de ellos es libre, George.

Poco a poco, Andrew mejoró su guardaropa. Lo inhibían la sonrisa de George y la mirada de las personas que le encargaban trabajos.

Aunque fuera libre, el detallado programa con que había sido construido le imponía un determinado comportamiento con la gente, y sólo se animaba a avanzar poco a poco. La desaprobación directa lo contrariaba durante meses.

No todos aceptaban la libertad de Andrew. Él era incapaz de guardarles rencor, pero sus procesos mentales se encontraban con dificultades al pensar en ello.

Sobre todo, evitaba ponerse ropa cuando creía que la Niña iba a verlo. Era ya una anciana que a menudo vivía lejos, en un clima más templado, pero en cuanto regresaba iba a visitarlo.

En uno de esos regresos, George le comentó:

—Ella me ha convencido Andrew. Me presentaré como candidato a la Legislatura el año próximo. De tal abuelo, tal nieto, dice ella.

—De tal abuelo… —Andrew se interrumpió, desconcertado.

—Quiero decir que yo, el nieto, seré como el Señor, el abuelo, que estuvo un tiempo en la Legislatura.

—Eso sería agradable, George. Si el Señor aún estuviera…

Se interrumpió de nuevo, pues no quería decir “en funcionamiento”. No parecía adecuado.

—Vivo— Lo ayudó George—. Sí, pienso en el viejo monstruo de cuando en cuando.

Andrew reflexionó sobre esa conversación. Se daba cuenta de sus limitaciones de lenguaje al hablar con George. El idioma había cambiado un poco desde que Andrew se había convertido en un ser con vocabulario innato. Además, George practicaba una lengua coloquial que el Señor y la Niña no utilizaban. ¿Porqué llamaba monstruo al Señor, cuando esa palabra no parecía la apropiada?

Los libros no lo ayudaban. Eran antiguos y la mayoría trataban de tallas en madera, de arte o de diseño de muebles. No había ninguno sobre el idioma ni sobre las costumbres de los seres humanos.

Pensó que debía buscar los libros indicados y, como robot libre, supuso que sería mejor no preguntarle a George. Iría a la ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió que su electropotencial se elevaba tanto que tuvo que activar una bobina de impedancia.

Se puso un atuendo completo, incluida una cadena de madera en el hombro. Hubiera preferido plástico brillante, pero George le había dicho que la madera resultaba más elegante y que el cedro bruñido era mucho más valioso.

Llevaba recorridos treinta metros cuando una creciente resistencia le hizo detenerse. Desactivó la bobina de impedancia, pero no fue suficiente. Entonces, regresó a la casa y anotó cuidadosamente en un papel. “Estoy en la biblioteca” Lo dejó a la vista, sobre la mesa.

 

10

No llegó a la biblioteca. Había estudiado el plano. Conocía el itinerario, pero no su apariencia. Los monumentos al natural no se asemejaban a los símbolos del plano y eso le hacía dudar. Finalmente pensó que debía de haberse equivocado, pues todo parecía extraño.

Se cruzó con algún que otro robot campesino, pero cuando se decidió a preguntar no había nadie a la vista. Pasó un vehículo y no se detuvo. Andrew se quedó de pié, indeciso, y entonces vio venir dos seres humanos por el campo.

Se volvió hacia ellos, y ellos cambiaron de rumbo para salirse al encuentro. Un instante antes iban hablando en voz alta, pero se habían callado. Tenían una expresión que Andrew asociaba con la incertidumbre de los humanos y eran jóvenes, aunque no mucho. ¿Veinte años? Andrew nunca sabía determinar la edad de los humanos.

—Señores, ¿podrían indicarme el camino hacia la biblioteca de la ciudad?

Uno de ellos, el más alto de los dos, que llevaba un enorme sombrero, le dijo al otro:

—Es un robot.

El otro tenía nariz prominente y párpados gruesos.

—Va vestido— comentó.

El alto cascó los dedos.

—Es el robot libre. En casa de los Martin tienen un robot libre que no pertenece a nadie. ¿Porqué otra razón iba a usar ropa?

—Pregúntaselo.

—¿Eres el robot de los Martin?

—Soy Andrew Martin, señor.

—Bien, pues quítate esa ropa. Los robots no usan ropa. —Y le dijo al otro—: Es repugnante. Míralo.

Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no oía una orden en ese tono de voz que los circuitos de la Segunda Ley se atascaron un instante.

—Quítate la ropa —repitió el alto—. Te lo ordeno.

Andrew empezó a desvestirse.

—Tíralas allí —le ordenó el alto.

—Si no pertenece a nadie —sugirió el de nariz prominente—, podría ser nuestro.

—De cualquier modo —dijo el alto— ¿quién va a poner objeciones a lo que hagamos? No estamos dañando ninguna propiedad… —Y le indicó a Andrew—: Apóyate sobre la cabeza.

—La cabeza no es para… —balbuceó él.

—Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo, inténtalo.

Andrew volvió a dudar y luego apoyó la cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y cayó pesadamente.

—Quédate quieto —le ordenó el alto, y le dijo al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?

—¿Nos dejará hacerlo?

—¿Cómo podría impedirlo?

Andrew no tenía modo de impedirlo si le ordenaban no resistirse. La Segunda Ley, la de obediencia, tenía prioridad sobre la Tercera ley, la de supervivencia. En cualquier caso, no podía defenderse sin hacerles daño, y eso significaría violar la Primera Ley. Ante ese pensamiento, sus unidades motrices se contrajeron ligeramente y Andrew se quedó allí tiritando.

El alto lo empujó con el pie.

—Es pesado. Creo que vamos a necesitar herramientas para este trabajo.

—Podríamos ordenarle que se desmonte el mismo. Sería divertido verle intentarlo.

—Sí — asintió el alto, pensativamente—, pero apartémoslo del camino. Si viene alguien…

Era demasiado tarde. Alguien venía, y era George. Andrew le vio cruzar una loma a lo lejos. Le hubiera gustado hacerle señas, pero la última orden había sido que se quedara quieto. George echó a correr y llegó con el aliento entrecortado. Los dos jóvenes retrocedieron unos pasos.

—Andrew ¿ha pasado algo?

—Estoy bien George.

—Entonces ponte de pie… ¿Qué pasa con tu ropa?

—¿Es tu robot amigo? —preguntó el alto.

—No es el robot de nadie. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—Le pedimos cortésmente que se quitara la ropa. ¿Porqué te molesta, si no es tuyo?

—¿Qué hacían Andrew?

—Tenían la intención de desmebrarme. Estaban a punto de trasladarme a un lugar tranquilo para ordenarme que me desmontara yo mismo.

George se volvió hacia ellos. Le temblaba la barbilla. Los dos jóvenes no retrocedieron más. Sonreían.

—¿Qué piensas hacer gordinflón? —dijo el alto, con tono burlón— ¿Atacarnos?

—No. No es necesario. Este robot ha vivido con mi familia durante más de setenta años. Nos conoce y nos estima más que a nadie. Le diré que vosotros dos me estáis atacando amenazando y queréis matarme. Le pediré que me defienda. Entre vosotros y yo, optará por mí. ¿Sabéis qué os ocurrirá cuando os ataque? —Los dos jóvenes recularon atemorizados—. Andrew, corro peligro porque estos dos quieren hacerme daño. ¡Vé hacia ellos!

Andrew obedeció, y los dos jóvenes no esperaron. Pusieron los pies en polvorosa.

—De acuerdo, Andrew, cálmate —dijo George, un poco demudado, pues ya no estaba en edad para enzarzarse con un joven y menos con dos.

—No podría haberlos lastimado, George. Vi que no te estaban atacando.

—No te ordené que los atacaras, sólo que fueras hacia ellos. Su miedo hizo lo demás.

—¿Cómo pueden temer a los robots?

—Es una enfermedad humana, de la que aún no nos hemos curado. Pero eso no importa. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba a punto de regresar y contratar un helicóptero cuando te encontré. ¿Cómo se te ocurrió ir a la biblioteca? Yo te hubiera traído los libros que necesitaras.

—Soy un…

—Robot libre. Si, vale. ¿Qué querías de la biblioteca?

—Quiero saber más acerca de los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.

—Bien, vayamos a casa… Y recoge tus ropas, Andrew. Hay un millón de libros sobre robótica y todos ellos incluyen historias de la ciencia. El mundo no sólo se está saturando de robots, sino de información sobre ellos.

Andrew meneó la cabeza; con un gesto humano que había adquirido recientemente.

—No me refiero a una historia de la robótica, George, sino a una historia de los robots, escrita por un robot. Quiero explicar lo que sienten los robots acerca de lo que ha ocurrido desde que se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.

George enarcó las cejas, pero no dijo nada.

 

11

La Niña ya tenía más de ochenta y tres años, pero no había perdido energía ni determinación. Usaba el bastón más para gesticular que para apoyarse.

Escuchó la historia hecha una furia.

—Es espantoso, George ¿Quiénes eran esos rufianes?

—No lo sé. ¿Qué importa? Al final no causaron daño.

—Pero pudieron causarlo. Tú eres abogado, George, y si disfrutas de una buena posición se debe al talento de Andrew. El dinero que él ganó es el cimiento de todo lo que tenemos aquí. Él da continuidad a esta familia y no permitiré que lo traten como a un juguete de cuerda.

—¿Qué quieres que haga, madre?

—He dicho que eres abogado, ¿es que no me escuchas? Prepara una acción constitutiva, obliga a los tribunales regionales a declarar los derechos de los robots, logra que la Legislatura apruebe leyes necesarias y lleva el asunto al Tribunal Mundial si es preciso. Estaré vigilando, George, y no toleraré vacilaciones.

Hablaba en serio, y lo que comenzó como un modo de aplacar a esa formidable anciana se transformó en un asunto complejo, tan enmarañado que resultaba interesante. Como socio más antiguo de Feingold y Martin, George planeó la estrategia, pero dejó el trabajo a sus colegas más jóvenes, entre ellos a su hijo Paul, que también trabajaba en la firma y casi todos los días le presentaba un informe a la abuela. Ella, a su vez, deliberaba todos los días con Andrew.

Andrew estaba profundamente involucrado. Postergó nuevamente su trabajo en el libro sobre los robots mientras cavilaba sobre las argumentaciones judiciales, y en ocasiones hacía útiles sugerencias.

—George me dijo que los seres humanos siempre han temido a los robots —dijo una vez—. Mientras sea así, los tribunales y las legislaturas no trabajarán a favor de ellos. ¿No tendría que hacerse algo con la opinión pública?

Así que, mientras Paul permanecía con el juzgado, George optó por la tribuna pública. Eso le permitía ser informal y llegaba al extremo de usar esa ropa nueva y floja que llamaban “harapos”.

—Pero no te la pises en el estrado, papá —le advirtió Paul.

Interpeló a la convención anual de holonoticias en una ocasión, diciendo:

—Si en virtud de la Segunda Ley podemos exigir a cualquier robot obediencia ilimitada en todos los aspectos que entrañan daño para un ser humano, entonces cualquier ser humano tiene un temible poder sobre cualquier robot. Como la Segunda Ley tiene prioridad sobre la Tercera, cualquier ser humano puede hacer uso de la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se haga daño a sí mismo o que se autodestruya, sólo por capricho.

“¿Es eso justo? ¿Trataríamos así a un animal? Hasta un objeto inanimado que nos ha prestado un buen servicio se gana nuestra consideración. Y un robot no es insensible. No es un animal. Puede pensar, hablar, razonar, bromear. ¿Podemos tratarlos como amigos, podemos trabajar con ellos y no brindarles el fruto de esa amistad, el beneficio de la colaboración mutua?

“Si un ser humano tiene el derecho de darle a un robot cualquier orden que no suponga daño para un ser humano, debería tener la decencia de no darle a un robot ninguna orden que suponga daño para un robot, a menos que lo requiera la seguridad humana. Un gran poder supone una gran responsabilidad, y si los robots tienen tres leyes para proteger a los hombres ¿es mucho pedir que los hombres tengan un par de leyes para proteger a los robots?

Andrew tenía razón. La batalla por ganarse la opinión pública fue la clave en los tribunales y en la Legislatura, y al final se aprobó una ley que imponía unas condiciones, según las cuales se prohibían las órdenes lesivas para los robots. Tenía muchos vericuetos y los castigos por violar la ley eran insuficientes, pero el principio quedó establecido. La Legislatura Mundial la aprobó el día de la muerte de la Niña.

No fue coincidencia que la Niña se aferrara a la vida tan desesperadamente durante el último debate y sólo cejara cuando le comunicaron la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas palabras fueron:

—Fuiste bueno con nosotros, Andrew.

Murió cogiéndole la mano, mientras George, con su esposa y sus hijos, permanecía a respetuosa distancia de ambos.

 

12

Andrew aguardó pacientemente mientras el recepcionista entraba al despacho. El robot podría haber usado el interfono holográfico, pero sin duda era presa de cierto nerviosismo por tener que tratar con otro robot y no con un ser humano.

Andrew se detuvo cavilando sobre esa cuestión. ¿”Nerviosismo” era la palabra adecuada para una criatura que en vez de nervios tenía sendas positrónicas? ¿Podía usarse como un término analógico?

Esos problemas seguían con frecuencia mientras trabajaba en su libro sobre los robots. El esfuerzo de pensar frases para expresar todas las complejidades le había mejorado el vocabulario.

Algunas personas lo miraban al pasar, y él no eludía sus miradas. Las afrontaba con calma y la gente se alejaba.

Salió Paul Martin. Parecía sorprendido, aunque Andrew tuvo dificultades para verle la expresión, pues Paul usaba ese grueso maquillaje que la moda imponía para ambos sexos y, aunque le confería más vigor a su blando rostro, Andrew lo desaprobaba. Había notado que desaprobar a los seres humanos no le inquietaba demasiado mientras no lo manifestara verbalmente. Incluso podía expresarlo por escrito. Estaba seguro de que no siempre había sido así.

—Entra, Andrew. Lamento haberte hecho esperar, pero tenía que concluir una tarea. Entra. Me dijiste que querías hablar conmigo, pero no sabía que querías hablarme aquí.

—Si estás ocupado, Paul, estoy dispuesto a esperar. Paul miró el juego de sombras cambiantes en el cuadrante de la pared que servía como reloj.

—Dispongo de un rato. ¿Has venido solo?

—Alquilé un automóvil.

—¿Algún problema? —preguntó Paul, con cierta ansiedad.

—No esperaba ninguno. Mis derechos están protegidos.

La ansiedad de Paul se agudizó.

—Andrew, te he explicado que la ley no es de ejecución obligatoria salvo en situaciones excepcionales… Y si insistes en usar ropa acabarás teniendo problemas, como aquella primera vez.

—La única. Paul. Lamento que estés disgustado.

—Bien, míralo de este modo: eres prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso para arrogarte el derecho de ponerte en peligro… ¿Cómo anda el libro?

—Me estoy acercando al final, Paul. El editor está muy contento.

—¡Bien!

—No sé si se encuentra contento exactamente con el libro en cuanto tal. Creo que piensa vender muchos ejemplares porque está escrito por un robot, y eso le hace estar contento.

—Me temo que es muy humano.

—No estoy disgustado. Que se venda, sea cual sea la razón, porque eso significará dinero y me vendrá bien.

—La abuela te dejó…

—La Niña era generosa y sé que puedo contar con la ayuda de la familia. Pero espero que los derechos del libro me ayuden en el próximo paso.

—¿De qué hablas?

—Quiero ver al presidente de Robots y Hombres Mecánicos S.A. He intentado concentrar una cita, pero hasta ahora no pude dar con él. La empresa no colaboró conmigo en la preparación del libro, así que no me sorprende.

Paul estaba divirtiéndose.

—Colaboración es lo último que puedes esperar. La empresa no colaboró con nosotros en nuestra gran lucha por los derechos de los robots. Todo lo contrario, ya entiendes por qué: si les otorgas derechos a los robots, quizá la gente no quiera comprarlos.

—Pero si llamas tú, podrás conseguirme una entrevista.

—Me tienen poca simpatía como a ti, Andrew.

—Quizá puedas insinuar que la firma Feingold y Martin está dispuesta a iniciar una campaña para reforzar aún más los derechos de los robots.

—¿No sería una mentira, Andrew?

—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso debes llamar tú.

—Ah, no puedes mentir, pero puedes instigarme a mentir, ¿verdad? Eres cada vez más humano Andrew.

 

13

No fue fácil, a pesar del renombre de Paul.

Pero al fin se logró. Harley Smythe-Robertson, que descendía del fundador de la empresa por línea materna y había adoptado ese guión en el apellido para indicarlo, parecía disgustado. Se aproximaba a la edad de jubilarse, y el tema de los derechos de los robots había acaparado su gestión como presidente. Llevaba el cabello gris aplastado y el rostro sin maquillaje. Miraba a Andrew con hostilidad.

—Hace un siglo —dijo Andrew—, un tal Merton Mansky, de esta empresa, me dijo que la matemática que rige la trama de las sendas positrónicas era tan compleja que sólo permitía soluciones complejas y, por lo tanto, mis aptitudes no eran del todo previsibles.

—Eso fue hace casi un siglo. —Smythe-Robertson dudó un momento, luego añadió en tono frío—: Ya no es así. Nuestros robots están construidos y adiestrados con precisión para realizar sus tareas.

—Sí —dijo Paul, que estaba allí para cerciorarse de que la empresa actuara limpiamente—, con el resultado de que mi recepcionista necesita asesoramiento cada vez que se aparta de una tarea convencional.

—Más se disgustaría usted si se pusiera a improvisar —replicó Smythe-Robertson.

—Entonces, ¿ustedes ya no manufacturan robots como yo, flexibles y adaptables? —preguntó Andrew.

—No.

—La investigación que he realizado para preparar mi libro —prosiguió Andrew— indica que soy el robot más antiguo en activo.

—El más antiguo ahora y el más antiguo siempre. El más antiguo que habrá nunca. Ningún robot es útil después de veinticinco años. Los recuperaremos para reemplazarlos por modelos más nuevos.

—Ningún robots es útil después de veinticinco años tal como se los fabrica ahora —señaló Paul—. Andrew es muy especial en ese sentido.

Andrew, ateniéndose al rumbo que se había trazado, dijo:

—Por ser el robot más antiguo y flexible del mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial de la empresa?

—En absoluto —respondió Smythe-Robertson—. Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.

—Pero de eso de trata— se animó Andrew—. Soy un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por lo tanto, acudo a usted a pedirle que me reemplace. Usted no puede hacerlo sin el consentimiento del dueño. En la actualidad, ese consentimiento se incluye obligatoriamente como condición para el alquiler, pero en mi época no era así.

Smythe-Robertson estaba estupefacto y desconcertado, y guardó silencio. Andrew observó el holograma de la pared. Era una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de la robótica. Había muerto dos siglos atrás, pero después de escribir el libro Andrew le conocía tan bien que tenía la sensación de haberla tratado personalmente.

—¿Cómo puedo reemplazarte? —replicó Smythe-Robertson—. Si le reemplazo como robot, ¿cómo puedo darle el nuevo robot a usted, el propietario, si en el momento del reemplazo usted deja de existir?

Sonrió de un modo siniestro.

—No es difícil —terció Paul—. La personalidad de Andrew está asentada en su cerebro positrónico, y esa parte no se puede reemplazar sin crear un nuevo robot. Por consiguiente, el cerebro positrónico es Andrew el propietario. Todas las demás piezas del cuerpo del robot se pueden reemplazar sin alterar la personalidad del robot, y esas piezas pertenecen al cerebro. Yo diría que Andrew desea proporcionarle a su cerebro un nuevo cuerpo robótico.

—En efecto —asintió Andrew. Se volvió hacia Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad?, robots que tienen apariencia humana, incluida la textura de la piel.

—Sí, lo hemos hecho. Funcionaban perfectamente con su cutis y sus tendones fibrosintéticos. Prácticamente no había nada de metal, salvo en el cerebro, pero eran tan resistentes como los robots de metal. Más resistentes, en realidad.

Paul se interesó:

—No lo sabía. ¿Cuántos hay en el mercado?

—Ninguno — contestó Smythe-Robertson—. Eran mucho más caros que los modelos de metal, y un estudio del mercado reveló que no serían aceptados. Parecían demasiado humanos.

—Pero la empresa conserva toda su destreza —afirmó Andrew—. Deseo, pues, ser reemplazado por un robot orgánico, por un androide.

—¡Santo cielo! — exclamó Paul.

Smythe-Robertson se puso rígido.

—¡Eso es imposible!

—¿Por qué imposible? —preguntó Andrew—. Pagaré lo que sea, dentro de lo razonable, por supuesto.

—No fabricamos androides.

—No quieren fabricar androides —dijo Paul—. Eso no es lo mismo que no poseer la capacidad para fabricarlos.

—De todos modos, fabricar androides va contra nuestra política pública.

—No hay ley que lo prohiba —señaló Paul.

—Aun así, no los fabricamos ni pensamos hacerlo.

Paul se aclaró la garganta.

—Señor Smythe-Robertson, Andrew es un robot libre y está amparado por la ley que garantiza los derechos de los robots. Entiendo que usted está al corriente de ello.

—Ya lo creo.

—Este robot, como robot, libre, opta por usar vestimenta. Por esta razón, a menudo es humillado por seres humanos desconsiderados, a pesar de la ley que prohibe humillar a los robots. Es difícil tomar medidas contra infracciones vagas que no cuentan con la reprobación general de quienes deben decidir sobre la culpa y la inocencia.

—Nuestra empresa lo comprendió desde el principio. Lamentablemente, la firma de su padre no.

—Mi padre ha muerto, pero en este asunto veo una clara infracción, con una parte perjudicada.

—¿De qué habla? —gruñó Smythe-Robertson.

—Andrew Martin, que acaba de convertirse en mi cliente, es un robot libre capacitado para solicitar a Robot y Hombres Mecánicos el derecho de reemplazo, el cual la empresa otorga a quien posee un robot durante más de veinticinco años. Más aún, la empresa insiste en que haya reemplazos. —Paul sonrió con desenfado—. El cerebro positrónico de mi cliente es propietario del cuerpo de mi cliente, que, desde luego, tiene más de veinticinco años. El cerebro positrónico exige reemplazo del cuerpo y ofrece pagar un precio razonable por un cuerpo de androide, en calidad de dicho reemplazo. Si usted rechaza el requerimiento, mi cliente sufrirá una humillación y presentaremos una querella. Además, aunque la opinión pública no respaldara la reclamación de un robot en este caso, le recuerdo que su empresa no goza de popularidad. Hasta quienes más utilizan los robots y se aprovechan de ellos recelan la empresa. Esto puede ser un vestigio de tiempos en que los robots eran muy temidos. Puede ser resentimiento contra el poderío y la riqueza de Robots y Hombres Mecánicos, que ostenta el monopolio mundial. Sea cual fuera la causa, el resentimiento existe y creo que usted preferirá no ir a juicio, teniendo en cuenta que mi cliente es rico y que vivirá muchos siglos, lo cual le permitirá prolongar la batalla eternamente.

Smythe-Robertson se había ruborizado.

—Usted intenta a obligarme a …

—No le obligo a nada. Si desea rechazar la razonable solicitud de mi cliente, puede hacerlo y nos marcharemos sin decir más… Pero entablaremos un pleito, como es nuestro derecho, y a la larga usted perderá.

—Bien… —empezó Smythe-Robertson, y se calló.

—Veo que va usted a aceptar. Puede que tenga dudas, pero al fin aceptará. Le haré otra aclaración. Si, al transferir el cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a un cuerpo orgánico se produce alguna lesión, por leve que sea, no descansaré hasta haber arruinado a su empresa. De ser necesario, haré todo lo posible para movilizar a la opinión pública contra ustedes si una senda del cerebro de platino-iridio de mi cliente sufre algún daño. ¿Estás de acuerdo, Andrew?

Andrew titubeó. Era como aprobar la mentira, el chantaje, el maltrato y la humillación de un ser humano, pero no hay daño físico, se dijo, no hay daño físico.

Finalmente logró pronunciar un tímido sí.

 

14

Era como estar reconstruido. Durante días, semanas y meses Andrew se sintió como otra persona, y los actos más sencillos lo hacían vacilar.

Paul estaba frenético.

—Te han dañado, Andrew. Tendremos que entablar un pleito.

—No lo hagas — dijo Andrew muy despacio—. Nunca podrás probar pr…

—¿Premeditación?

—Premeditación. Además, ya me encuentro más fuerte, mejor. es el t…

—¿Temblor?

—Trauma. A fin de cuentas, nunca antes se practicó semejante oper… oper…

Andrew sentía el cerebro desde dentro, algo que nadie más podía hacer. Sabía que se encontraba bien y, durante los meses que le llevó aprender la plena coordinación y el pleno interjuego positrónico, se pasó horas ante el espejo.

¡No parecía humano! El rostro era rígido y los movimientos, demasiado deliberados. Carecía de la soltura del ser humano, pero quizá pudiera lograrlo con el tiempo. Al menos, podía ponerse ropa sin la ridícula anomalía de tener un rostro de metal.

—Volveré al trabajo.

Paul sonrió.

—Eso significa que ya estás bien. ¿Qué piensas hacer? ¿Escribirás otro libro?

—No —respondió muy serio—. Vivo demasiado tiempo como para dejarme seducir por una sola carrera. Hubo un tiempo en que era artista y aún puedo volver a esa ocupación. Y hubo un tiempo en que fui historiador y aún puedo volver a eso. Pero ahora deseo ser robobiólogo.

—Robopsicólogo, querrás decir.

—No. Eso implicaría el estudio de cerebros positrónicos, y en este momento no deseo hacerlo. Un robobiólogo sería alguien que estudia el funcionamiento del cuerpo que va con ese cerebro.

—Eso no se llamaría un robotista?

—Un robotista trabaja con un cuerpo de metal. Yo estudiaré un cuerpo humanoide orgánico, y el único espécimen que existe es el mío.

—Un campo muy limitado— observó Paul—. Como artista, toda la inspiración te pertenecía; como historiador, estudiabas principalmente los robots; como robobiólogo, sólo te estudiarás a ti mismo.

Andrew asintió con la cabeza.

—Eso parece.

Andrew tuvo que comenzar desde el principio, pues no sabía nada de biología y casi nada de ciencias. Empezó a frecuentar bibliotecas, donde consultaba índices electrónicos durante horas, con su apariencia totalmente normal debido a la ropa. Los pocos que sabían que era un robot no se entrometían.

Construyó un laboratorio en una sala que añadió a su casa, y también se hizo una biblioteca.

Transcurrieron años. Un día, Paul fue a verlo.

—Es una lástima que ya no trabajes en la historia de los robots. Tengo entendido que Robots y Hombres Mecánicos está adoptando una política radicalmente nueva.

Paul había envejecido, y unas células fotoópticas habían reemplazado sus deteriorados ojos. En ese aspecto estaba más cerca de Andrew.

—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.

—Están fabricando ordenadores centrales, cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco cerebro, y los dos están separados físicamente.

—¿Es más eficiente?

—La empresa afirma que sí. Smythe-Robertson marcó el nuevo rumbos antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo. El cerebro no deseará cambiar de cuerpo y el cuerpo no tendrá un cerebro que desee nada. Es asombrosa la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la empresa separase el cerebro del cuerpo.

—Supongo que al final la empresa fabricará un enorme cerebro que controlará miles de millones de cuerpos robóticos. Todos los huevos en un cesto. Peligroso. Muy desatinado.

—Me parece que tienes razón. Pero no creo que ocurra hasta dentro de un siglo y no viviré para verlo. Quizá ni siquiera viva para ver el año próximo.

—¡Paul! —exclamó Andrew preocupado.

Paul se encogió de hombros.

—No somos como tú. No importa demasiado, pero si es importante aclararte algo. Soy el último humano de los Martin. Hay descendientes de mi tía abuela, pero ellos no cuentan. El dinero que controlo personalmente quedará en tu fondo a tu nombre y, en la medida en que uno puede prever el futuro, estarás económicamente a salvo.

—Eso es innecesario — rechazó Andrew con dificultad, pues a pesar de todo ese tiempo no lograba habituarse a la muerte de los Martin.

—No discutamos. Así serán las cosas. ¿En qué estás trabajando?

—Diseño un sistema que permita que los androides, yo mismo, obtengan energía de la combustión de hidrocarburos, y no de las células atómicas.

Paul enarcó las cejas.

—¿De modo que puedan respirar y comer?

—Sí.

—¿Cuánto hace que investigas ese problema?

—Mucho tiempo, pero creo que he diseñado una cámara de combustión adecuada para una descomposición catalizada controlada.

—Pero ¿por qué, Andrew? La célula atómica es infinitamente mejor.

—En ciertos sentidos, quizá; pero la célula atómica es inhumana.

 

15

Le llevó tiempo, pero Andrew tenía tiempo de sobra. Ante todo, no quiso hacer nada hasta que Paul muriese en paz.

Con la muerte del bisnieto del Señor, Andrew se sintió más expuesto a un mundo hostil, de modo que estaba aún más resuelto a seguir el rumbo que había escogido tiempo atrás.

Pero no estaba solo. Aunque un hombre había muerto, la firma Feingold y Martin seguía viva, pues una empresa no muere, así como no muere un robot. La firma tenía sus instrucciones y las cumplió al pie de la letra. A través del fondo fiduciario y la firma legal, Andrew conservó su fortuna y, a cambio de una suculenta comisión anual, Feingold y Martin se involucró en los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.

Cuando llegó el momento de visitar Robots y Hombres Mecánicos S.A., lo hizo a solas. En una ocasión había ido con el Señor y en otra con Paul; esta vez era la tercera, estaba solo y parecía un hombre.

La empresa había cambiado. La planta de producción se había desplazado a una gran estación espacial, como ocurría con muchas industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra parecía cada vez más un parque, con una población similar a robots, de los cuales un treinta por cierto estaban dotados de un cerebro autónomo.

El director de investigaciones era Alvin Magdescu, de tez y cabellos oscuros y barba puntiaguda. Sobre la cintura sólo usaba la faja pectoral impuesta por la moda. Andrew vestía según la anticuada moda de varias décadas.

—Te conozco, desde luego —dijo Magdescu—, y me agrada verte. Eres uno de nuestros productos más notables y es una lástima que el viejo Smythe-Robertson te tuviera inquina. Podríamos haber un gran trato contigo.

—Aun pueden.

—No, no creo. Ha pasado el momento. Hace más de un siglo que tenemos robots en la Tierra, pero eso está cambiando. Se irán al espacio y los que permanezcan aquí no tendrán cerebro.

—Pero quedo yo, y me quedo en la Tierra.

—Sí, pero tú no pareces robot. ¿Qué nueva solicitud traes?

—Quiero ser menos robot. Como soy tan orgánico, deseo una fuente orgánica de energía. Aquí tengo los planos…

Magdescu los miró sin prisa. Los observaba con creciente interés.

—Es notablemente ingenioso. ¿A quién se le ha ocurrido todo esto?

—A mí.

Magdescu lo miró fijamente.

—Supondría una reestructuración total del cuerpo y sería experimental, pues nunca se ha intentado. Te aconsejo que no lo hagas, que te quedes como estás.

El rostro de Andrew tenía una capacidad expresiva limitada, pero no ocultó su impaciencia.

—Profesor Magdescu, no lo entiende. Usted no tiene más opción que acceder a mi requerimiento. Si se pueden incorporar estos dispositivos a mi cuerpo, también se pueden incorporar a cuerpos humanos. La tendencia a prolongar la vida humana mediante prótesis se está afianzando. No hay dispositivos mejores que los que yo he diseñado. Controlo las patentes a través de Feingold y Martin. Somos capaces de montar una empresa para desarrollar prótesis que quizá terminen generando seres humanos con muchas de las propiedades de los robots. Su empresa se verá afectada. En cambio, si me opera ahora y accede a hacerlo en circunstancias similares en el futuro, percibirá una comisión por utilizar las patentes y controlar la tecnología robótica y protésica para seres humanos. El alquiler inicial se otorgará sólo cuando se haya realizado la primera operación, y cuando haya pasado tiempo suficiente para demostrar que tuvo éxito.

La Primera Ley no le creó ninguna inhibición ante las severas condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Había aprendido que lo que parecía crueldad podía resultar bondad a la larga.

Magdescu estaba estupefacto.

—No soy yo quien debe decidir en semejante asunto. Es una decisión de empresa y llevará tiempo.

—Puedo esperar un tiempo razonable —dijo Andrew—, pero sólo un tiempo razonable.

Y pensó con satisfacción que Paul mismo no lo habría hecho mejor.

 

16

Fue sólo un tiempo razonable, y la operación resultó todo un éxito.

—Yo me oponía a esta operación, Andrew —le dijo Magdescu—, pero no por lo que tú piensas. No estaba en contra del experimento, de haberse tratado de otro. Detestaba poner en peligro tu cerebro positrónico. Ahora que tienes sendas positrónicas que actúan recíprocamente con sendas nerviosas simuladas, podría resultar difícil rescatar el cerebro intacto si el cuerpo se deteriorase.

—Yo tenía confianza en la capacidad personal de la empresa. Y ahora puedo comer.

—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Eso significa que habrá que hacer de vez en cuando limpieza de la cámara de combustión, como ya te hemos explicado. Es un factor incómodo, diría yo.

—Quizá, si yo no pensara seguir adelante. La auto limpieza no es imposible. Estoy trabajando en un dispositivo que se encargará de los alimentos sólidos que incluyan parte no combustible; la materia indigerible, por así decirlo, que habrá que desechar.

—Entonces, necesitarás un ano.

—Su equivalente.

—¿Qué más, Andrew?

—Todo lo demás.

—¿También genitales?

—En la medida en que concuerden con mis planes. Mi cuerpo es un lienzo donde pienso dibujar…

Magdescu aguardó a que concluyera la frase, pero como la pausa se prolongaba decidió redondearla él mismo:

—¿Un hombre?

—Ya veremos —se limitó a decir Andrew.

—Es una ambición contradictoria, Andrew. Tú eres mucho mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde que optaste por ser orgánico.

—Mi cerebro no se ha dañado.

—No, claro que no. Pero, Andrew, los nuevos hallazgos protésicos que han posibilitado tus patentes se comercializan bajo tu nombre. Eres reconocido como el gran inventor y se te honra por ello… tal como eres. ¿Por qué quieres arriesgar más tu cuerpo?

Andrew no respondió.

Los honores llegaron. Aceptó el nombramiento en varias instituciones culturales, entre ellas una consagrada a la nueva ciencia que él había creado; la que él llamó robobiología, pero que se denominaba protetología.

En el ciento cincuenta aniversario de su fabricación, se celebró una cena de homenaje en Robots y Hombres Mecánicos. Si Andrew vio en ello alguna ironía, no lo mencionó.

Alvin Magdescu, ya jubilado, presidió la cena. Tenía noventa y cuatro años y aún vivía porque tenía prótesis que, entre otras cosas, cumplían las funciones del hígado y de los riñones. La cena alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, al cabo de un discurso breve y emotivo, alzó la copa para brindar por “el robot sesquicentenario”.

Andrew se había hecho remodelar los tendones del rostro hasta el punto de que podía expresar una gama de emociones, pero se comportó de un modo pasivo durante toda la ceremonia. No le agradaba ser un robot sesquicentenario.

 

17

La protetología le permitió a Andrew abandonar la Tierra. En las décadas que siguieron a la celebración del sesquicentenario, la Luna se convirtió en un mundo más terrícola que la Tierra en todos los aspectos menos en el de la gravedad, un mundo que albergaba una densa población en sus ciudades subterráneas.

Allí, las prótesis debían tener en cuenta la menor gravedad, y Andrew pasó cinco años en la Luna trabajando con especialistas locales para introducir las necesarias adaptaciones. Cuando no se encontraba trabajando, deambulaba entre los robots, que lo trataban con cortesía robótica debida a un hombre.

Regresó a la Tierra, que era monótona y apacible en comparación, y fue a las oficinas de Feingold y Martin para anunciar su vuelta.

El entonces director de la firma, Simon DeLong, se quedó sorprendido.

—Nos habían anunciado que regresabas, Andrew —dijo, aunque estuvo a punto de llamarlo “señor Martin”—, pero no te esperábamos hasta la semana entrante.

—Me impacienté —contestó bruscamente Andrew, que ansiaba ir al grano—. En la Luna, Simon, estuve al mando de un equipo de investigación de veinte científicos humanos. Les daba órdenes que nadie cuestionaba. Los robots lunares me trataban como a un ser humano. ¿Entonces por qué no soy un ser humano?

DeLong adoptó una expresión cautelosa.

—Querido Andrew, como acabas de explicar, tanto los robots como los humanos te tratan como si fueras un ser humano. Por consiguiente, eres un ser humano de facto.

 

—No me basta con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten como tal, sino que me identifiquen legalmente como tal. Quiero ser un ser humano de jure.

—Eso es distinto. Ahí tropezaríamos con los prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, por mucho que parezcas un ser humano, no lo eres.

—¿En qué sentido? Tengo la forma de un ser humano y órganos equivalentes a los de los humanos. Mis órganos son idénticos a los que tiene un ser humano con prótesis. He realizado aportaciones artísticas, literarias y científicas a la cultura humana, tanto como cualquier ser humano vivo. ¿Qué más se puede pedir?

—Yo no pediría nada. El problema es que se necesitaría una Ley de la Legislatura Mundial para definirte como ser humano. Francamente, no creo que sea posible.

—¿Con quién debo hablar en la Legislatura?

—Con la presidencia de la Comisión para la Ciencia y la Tecnología, tal vez.

—¿Puedes pedir una reunión?

—Pero no necesitas un intermediario. Con tu prestigio…

—No. Encárgate tú. —Andrew ni siquiera pensó que estaba dándole una orden a un ser humano. En la Luna se habían acostumbrado a ello—. Quiero que sepan que Feingold y Martin me apoya plenamente en esto.

—Pues bien…

—Plenamente, Simon. En ciento setenta y tres años he aportado muchísimo a esta firma. En el pasado estuve obligado para con otros miembros de esta firma. Ahora no.

Es a la inversa, y estoy reclamando mi deuda.

—Veré qué puedo hacer —dijo DeLong.

 

18

La presidencia de la Comisión para Ciencia y la Tecnología era una asiática llamada Chee Li-Hsing. Con sus prendas transparentes (que ocultaban lo que ella quería ocultar mediante un resplandor), parecía envuelta en plástico.

—Simpatizo con su afán de obtener derechos humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de la población humana que lucharon por obtener derechos plenos. Pero ¿qué derechos puede desear que ya no tenga?

—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.

—Y un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.

—La ejecución sólo puede realizarse dentro del marco de la Ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi vida. Además…, además… —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo siento es que deseo ser hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.

Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.

—La Legislatura puede aprobar una ley declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría tan poco como para el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la población, y siempre existe un recelo contra los robots.

—¿Incluso actualmente?

—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor de sentar un precedente indeseable.

—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y Hombres Mecánicos.

—”Nunca” es mucho tiempo, Andrew, o, si lo prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo que abrigue esperanzas. En realidad…

—Se reclinó en el asiento y arrugó la frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura, que antes mencionó usted, la que quieran desmontarle. Librarse de usted podría ser el modo más fácil de resolver el dilema. Píenselo antes de insistir.

—¿Nadie recordará la técnica de la protetología, algo que me pertenece casi por completo?

—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O, en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humano o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo creeríamos, pero sí habría gente que las creería. Señor Martin, viva su vida en paz.

Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba sentado, parecía menuda, casi una niña.

—Si decido luchar por mi humanidad —dijo Andrew—, ¿usted estará de mi lado?

Ella reflexionó y contestó:

—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.

—Gracias. No le pediré otra cosa. Me propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda mientras usted pueda brindármela.

 

19

No fue una lucha directa. Feingold y Martin aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita. Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.

Entabló un pleito en el que se rechazaba la obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus derechos constitucionales.

Lucharon con destreza y tenacidad; perdían en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante el Tribunal Mundial.

Llevó años y millones de dólares.

Cuando se dictó la última sentencia, DeLong festejó la derrota como si fuera un portante triunfo. Andrew estaba presente en las oficinas de la firma, por supuesto.

—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos le quita la humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee una prótesis si eso puede mantenerlo con vida.

—Y crees que la Legislatura me concederá el derecho a la humanidad?

DeLong parecía un poco incómodo.

—En cuanto a eso, no puedo ser optimista. Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio… No Andrew, no pongas esa cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro celular en estructuras artificiales parecidas al cerebro orgánico, así que no se puede incluir en la sentencia, ni siquiera tú podrías lograrlo.

—¿Qué haremos entonces?

—Intentarlo, por supuesto. La diputada Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados. El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en este asunto.

—¿Contamos con una mayoría?

—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no deseas abandonar debemos arriesgarnos.

 

20

La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.

—Hemos llegado tan lejos como podíamos, Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.

—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?

—Porqué cambié de opinión. Abandonarte se convirtió en un precio mucho más alto del que estaba dispuesta a pagar por una nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es suficiente.

—¿No hay modo de hacerles cambiar de parecer, Chee?

—He convencido a toda la gente razonable. El resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.

—La aversión emocional no es una razón válida para votar a favor o en contra.

—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no es la aversión emocional.

—Todo se reduce al tema del cerebro, pues. Pero ¿es que todo ha de limitarse a una posición entre células y positrones? ¿No hay modo de imponer una definición funcional? Debemos decir que un cerebro está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de alcanzar cierto nivel de pensamiento?

—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.

—Si pudiéramos llegar a la raíz de su antipatía…, a la auténtica raíz de…

—Al cabo de tantos años —comentó tristemente Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.

—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera someterme…

Si pudiera someterse…

Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.

El cirujano no podría haber realizado la operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior, dejó de lado la Primera Ley diciendo:

—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a seres humanos—: Le ordenó que realice esta operación.

En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la Segunda Ley, imponiendo la obediencia.

 

21

Andrew estaba seguro de que el malestar que sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.

—La votación definitiva se hará esta semana, Andrew —dijo Li-Hsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos… Ahí terminará todo, Andrew.

—Te agradezco tu habilidad para la demora. Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía correr.

—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing, con manifiesta preocupación.

—No podía contártelo a ti ni a la gente de Feingold y Martin, pues sabía que me detendrías. Mira, si el problema es el cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no resiste en la inmortalidad? ¿A quién le importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el tiempo. Mis sendas positrónicas, han durado casi dos siglos sin cambios y pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren considerarme humano.

—¿A dónde quieres llegar, Andrew?

—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora una última operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas pierdan potencial.

La azorada Li-Hsing calló un instante. Luego, apretó los labios.

—¿Quieres decir que has planeado morirte, Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.

—No. He escogido entre la muerte de mi cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley si hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.

—Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a sacudirle. Se contuvo.

—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu estado anterior.

—Imposible. Se han causado muchos daños. Me queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me permití esa debilidad.

—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.

—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.

Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a llorar en silencio.

 

22

Fue extraño el modo en que ese último acto capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.

La ceremonia final se programó deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia marciana. Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran esfuerzo.

Ante los ojos de la humanidad, el presidente mundial dijo:

—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado el robot sesquicentenario. —hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el Señor Martin es declarado el hombre bicentenario.

Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para estrechar la del presidente.

 

23

Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos se disipaban. Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir siendo hombre.

Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing que aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras irreconocibles. Unicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.

Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus últimos pensamientos se disipaban.

Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un instante fugaz.

—Niña — susurró, en voz tan queda que nadie le oyó.

 

 


LA MANO ONETI

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dermatfig7A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio: – La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile. No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.

Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. “Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico”.
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.

Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando


LA GRAN RUEDA DE AGOTA KRISTOF

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MUJR EN CALLEJONHay alguien a quién todavía no he tenido nunca ganas de matar.
Eres tú.
Puedes caminar por las calles, puedes beber y caminar por las calles, no te mataré.
No tengas miedo. La ciudad no tiene peligro. El único peligro de la ciudad soy yo.
Camino, camino por las calles y mato.
Pero no tienes nada que temer.
Te sigo porque me gusta el ritmo de tus pasos. Te tambaleas. Es hermoso. Se podría decir que cojeas. Y que estás jorobado. Pero en realidad no lo estás. De vez en cuando te enderezas y caminas recto.
Pero a mí me gustas en las horas avanzadas de la noche, cuando estás débil, cuando tropiezas, cuando te encorvas.
Te sigo, tiemblas. De frío o de miedo. Sin embargo hace calor.
Nunca, casi nunca, quizá nunca haya hecho tanto calor en nuestra ciudad.
¿De qué podrías tener miedo?
¿De mí?
No soy tu enemigo. Te quiero.
Y nadie más podría hacerte daño.
No tengas miedo. Estoy aquí. Te protejo.
Pero aún así también sufro.
Las lágrimas –grandes gotas de lluvia- me resbalan por la cara. La noche me oculta. La luna me ilumina. Las nubes me esconden. El viento me desgarra. Siento una especie de ternura por ti. Eso sólo me sucede a veces. Muy raramente.
¿Por qué tú? No lo sé.
Quiero seguirte hasta muy lejos, por todas partes, durante mucho tiempo.
Quiero verte sufrir aún más.
Quiero que estés harto de todo lo demás.
Quiero que vengas a suplicarme que te coja.
Quiere que me desees, que tengas ganas de mí, que me ames, que me llames.
Entonces te cogeré entre mis brazos, te estrecharé contra mi corazón, serás mi niño, mi amante, mi amor.
Te llevaré.
Tenías miedo de nacer y ahora tienes miedo de morir.
Tienes miedo de todo.
No hay que tener miedo.
Es sólo que hay una gran rueda que gira. Se llama Eternidad.
Yo hago girar la gran rueda.
No debes tener miedo de mí.
Ni de la gran rueda.
Lo único que puede dar miedo, que puede hacer daño, es la vida y tú ya la conoces.



EL CAÑAS DE OSCAR MARTÍNEZ MOLINA

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Para mi padre, Antonio Martínez Gutiérrez y su gusto por el box.

NOCAUTYo Estaba atento al desarrollo de la pelea. El Cañas. “cañitas”, como le decíamos los de su esquina, dominaba ampliamente con su fina técnica de defensa y ataque. Un brillo extraño en mis ojos. Mis pensamientos volaban ya a lugares distantes y exóticos.
El cañas caminando hacia delante. La pierna de atrás bien apoyada al piso. La guardia ahora de izquierda, ligeramente descuidada. Ansiaba concluir aquello con un sólo golpe. Corría el minuto dos del round doce, el último por el campeonato mundial de peso gallo. El escenario pletórico, el Caesar Palace. La gran oportunidad de su vida, de nuestra vida. Entonces quien sabe de dónde, Wilson, -Darrel Wilson-, sacó un volado de derecha que como relámpago, se estrelló en la mandíbula del cañas.
En cuanto vi la sequedad del golpe, -la cabeza del cañas impactada hacia atrás, y las gotas de sudor volando desde su ralo cabello-, salté desde la esquina. La mirada del cañas perdida entre los reflectores. Sosteniendo su cuello extraigo de su mandíbula tetanizada el protector bucal, después, con mi dedo saco su lengua que, flácida ha caído hacia atrás obstaculizando la ventilación. Me asomo después a su mirada, las pupilas inmensamente dilatadas…

Lo conocí en el deportivo Nader, el mismo que está en la calle de Regina, en el corazón de la ciudad de México. Yo acudía diariamente después de mis consultas en el Hospital de Jesús, a escasas cuadras de allí. Mi rutina era la misma. Veinte minutos de bicicleta, veinte de caminadora, después a jalar un poco con las pesas. La mesa de rodillos, los vibradores para los pies, los treinta minutos de vapor alternando por cada diez, un chapuzón de agua helada. El masaje con el turco. El reposo en los camerinos que allí te rentan. El güisqui como a eso de las ocho de la noche, acompañado desde luego, de alguna damita que a escondidas te hacia llegar el camarero. Siempre distinta por aquello de que en la variedad está el gusto. A la salida pasaba por el gimnasio de boxeo, me asomaba de vez en cuando al escuchar los gritos acalorados de managers y seconds.

-jab, jab, jab, izquierda, izquierda.
-agáchate, mantén la guardia arriba, más arriba, más arriba.
-si será pendejo, a este luego, luego se lo chingan.

Aquella noche los gritos se oían distintos

-El rolling cañitas, muy bien con ese rolling
-camina hacia delante, baja un poco tu guardia,

-¡el jab con la derecha!, el jab cañas, repite el jab con la derecha y prepara el gancho al hígado.
-sal de su distancia, utiliza las piernas, muévete de costado, que no te alcance
–el bending cañas, la cintura con el bending

Y allí estaba el Cañas, espigado y flaco, las piernas y los brazos largos, el apodo ni mandado hacer. El rostro cubierto por la careta. La boca con el posicionador bucal ligeramente salido, abultando sus labios. El calzoncillo azul y los guantes rojos. La respiración fatigosa y el sudor a mares por su cara y por el dorso. A partir de aquella noche mi rutina incluía también las sesiones de entrenamiento del Cañas, extendiéndose hasta las diez y media, u once de la noche. Entre round y round, los güisquitos para mí, y las cervezas para los seconds.
En aquellos tiempos llevaba ya algunas peleas de relleno. Diez o doce, –no recuerdo–. Todas ganadas por decisión. A mí me conocían por el Doc. Y desde luego, poco a poco me hicieron participar de aquellos encuentros. Colocaba el vendaje. Revisaba las cejas, sobre todo los rosetones que aparecían en los parpados y en los pómulos. Hasta que un día me llegó la invitación. Fue por la pelea veinte o veinticinco. Ya más en serio. Iba en preestelar a ocho asaltos. Yo mismo cooperé con unos pesos, para poder hacernos de una bata de satín púrpura con cinturón, y para las zapatillas que después de la pelea tuvimos que vender por las ampollas que le hicieron al cañas, de lo chicas que le quedaron y que por pura pena no nos dijo nada. Aquella mi primera intervención formal fue una delicia verlo. Espigado, caminando con elegancia sobre el ring. Soltando jab tras jab, campaneando la cabeza del adversario, y rematando con el upperkot de derecha si estaba de zurdo, o con el gancho al hígado si se cambiaba a la diestra. Su ambición de siempre, terminarlo con un sólo golpe. En ese afán, en ocasiones descuidaba la guardia con tal de lanzar el volado que diera en el mentón del contrincante. Y la recomendación del manager.

-lo tuyo es la técnica cañitas, olvídate del punch, y del knockout. Le decía el profesor Hernández, al que muy pocos se atrevían a decirle “cuyo”

-eso déjaselo al lacandón Anaya, o al pipino Cuevas, que no tienen más recurso que la pegada. Agregaba el profesor, animándolo.
Y entonces, el Cañas recapacitaba y volvía de nuevo con la fineza de su boxeo a esperar poco a poco cada tres minutos del round hasta que llegara la última campanada, y brincar feliz cuando el veredicto le favorecía.
Doc, —me confesó un día. -Por más que me empeño el punch no llega. Sólo se llena mi mente cuando veo los moretones en los pómulos, o cuando logro ver una ceja partida o un parpado que poco a poco se va cerrando, o cuando se encorvan una y otra vez con mi gancho al hígado.

Aquella era la frustración del Cañitas, no poder concluir una pelea con un sólo madrazo.
Al terminar la pelea nos encerrábamos en la “ciudad de los espejos”, la cantina a escasas cuadras del gimnasio, y dábamos rienda suelta a todas las limitaciones que el cañas se imponía las últimas semanas de su preparación. Brindábamos una y otra vez por la buena pelea del cañas.

-Al campeonato nacional, y luego al mundial mi cañitas, y levantaba mi vaso de güisqui. Siempre un “chivas” con dos hielos y agua sin gas, como debe ser. Las putitas que en confianza iban y venían de uno a otro lado, enseñando más que el chamorro, mucho más.
Por aquella época se apareció por allí la “Esmeralda”, chula como ella sola. Jovencita tal vez de escasos diecinueve. Cuerpazo, pero sobre todo la cara, guapa como ella sola, oriunda de Veracruz, del puerto. En cuanto la vi pensé sólo en una cosa. Pero de tonta ni un pelo, se agarró luego al Cañas, y no se le despegó ni tantito así. Buenas peleas y buena plata, los arrumacos día y noche, allí mismo en el gimnasio después de cada asalto con el cañas empapado de sudor, Esmeralda subía al cuadrilátero untándose y dándose a desear.
Para la pelea por el campeonato nacional la consigna fue tajante, nada de desmadres ni desfiguros. Nada de arrumacos. Concentración total, y sin decir ni agua va, todos en bola nos largamos a Toluca. Altura es lo que necesita el Cañas, altura y sobre todo menos desmadre. Seis semanas de rutinas. Trote por la mañana, diez o quince kilómetros. Sombras. Pera. Cuerda, mucha cuerda y cero nalgas. La ansiedad se le notaba en la cara, y aguantó estoicamente. Madera de campeón, toda la que quieran. A las dos semanas me asomé yo solo por el Nader, apenas llegar y me aborda Esmeralda, el interrogatorio casual primero, tenaz después, yo ni una palabra.
Dígame Doc, ¿dónde entrena? y prometo portarme bien, y no decir nada.
Y yo como una tumba
-Dígame Doc, y prometo recompensarlo como usted quiera.
No le dije ni una sola palabra, terco ella y más terco yo.
Mientras ella se vestía, un remordimiento y un temor iban invadiendo mi conciencia. ¡Vaya hembra!
Cuando volví al campamento lo primero en preguntarme el Cañas,
-¿no vio a la Esmeralda Doc?
Y Yo, les repito, como una tumba, no le dije ni una sola palabra

…sostengo su cabeza entre mis manos. Han retirado ya, la luz intensa que cegaba mis ojos. El cuyo se aferra a mi brazo. El como yo no puede creerlo. Así es de cabrona la vida, o tan mierda como sólo ella puede serlo.
Se nos fue el cañitas, y con él las ilusiones de toda una vida. Pego mi oído sobre su pecho, el corazón lentamente se apaga, le susurro entonces al oído.
-Cañitas, Cañitas, abre los ojos que la Esmeralda te mira.


DOS CUENTOS DE ANA CLAVEL

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La Espalda

 ana-clavel-n22Arco iris trasmontanos

 A este hombre le gustan las nubes límpidas y los cielos azules. Corre en las mañanas en el parque que está a espaldas de su casa; no fuma, se duerme temprano. Es un hombre saludable.

Llega a mi casa montado en una sonrisa. Se preocupa por mis días y mis noches -si avanzo en mi trabajo, si duermo bien a pesar de la luna llena-. Es un hombre atento.

En sus labios radiofónicos, toda mujer es por principio de cuentas “una dama”. No me pregunta “¿quieres algo?” sino que opta por un refinado “¿gustas esto otro?”. Le agrada sentirse un hombre educado.

Adora los buenos modales, las actitudes positivas, la música clásica más melodiosa, las mujeres que saben servir una mesa -como soy maleducada, neurótica, prefiero a Bowie y P.J. Harvey y puedo ser la menos bendita entre todas las mujeres, supongo que también ha desarrollado un gusto por las excepciones-. Eso sí, ama a ultranza y a trasmano y transmontadamente los arco iris -a pesar de que el día que nos conocimos, yo le advirtiese: “Ningún arco iris es del todo inocente. Míralos ahora haciéndole guiños a la diversidad gay…Aunque, claro,reconocí, todos lo somos un poco”-. Es un hombre tolerante.

Bastan una cuantas cosas para hacerlo feliz. Ya lo dije: nubes límpidas, cielos azules -aunque en esta ciudad sean escasos-, noches estrelladas, un poco de lluvia fresca, la sonrisa casi imposible de una vendedora de boletos del metro. Es un hombre bienintencionado.

Casi siempre que camina a mi lado no le cuesta mayor esfuerzo adaptarse a mi ritmo: lo mismo si me agito entre centellas hormonales que si me acuno con el viento. Puede conversar con mi madre y terminar dándole la razón sin hacerme sentir traicionada. Es un hombre razonable.

Por supuesto, sabe que me gusta un poco de violencia cuando hacemos el amor y me fuerza sólo hasta el límite de hacerme creer lo que yo quiera. Para qué negarlo, sin aspavientos, es un buen amante. Tiene un cuerpo delgado pero vigoroso. Si lo contemplo desnudo por atrás, sentado en el borde de mi cama, la doble luna de sus nalgas llenísimas de donde emerge, descomunal, la envergadura de su espalda, me provoca fantasías sin aliento. Entonces estiro los brazos con la fascinación de poseer por fin todo lo que me hace falta. En ese sentido, pero también en otros, es de pies a cabeza un hombre fálico. Su tuviera que mandarlo hacer a la medida,sería exactamente así: siempre desnudo y visto de espaldas: enhiesto depositario de mi deseo.

También es cierto que casi bostezo cuando enhebro nuestros días de nubes sosegadas y cielos aborregados, cuando la melancolía lo invade y su mirada aúlla verdes prados más allá de la montaña mágica. Su tristeza suele ser en esos momentos rumorosa. Sentados en la terraza a la que da su estudio, con un té de menta entre las manos, nos miramos resignados, sabiendo que cada uno ha sobrevivido al otro, sin invasiones ni tormentas excesivas.

Entonces, de súbito, un par de palomas se posan juntas en la reja que nos separa en la calle. Él las observa sin pestañear. En sus labios aflora, encarnada, violeta, subida de tono, una obscenidad sobre la amatoria anal de las aves. Una pareja de novios se detiene al otro lado de la reja y entonces surge, cantarina, otra vulgaridad. No se ha movido ni un milímetro: ahí están su sonrisa educada, su tono radiofónico, su aire comprensivo. De todos modos sigue siendo un hombre sutil.

Me agrada la familiaridad, la manera en que me confía esos pensamientos sucios y me hace cómplice. Ajá. Pero una vez que el asunto empieza, el mundo y su gente, los animales y las flores, los artefactos y las cosas, el universo entero se convierte en ensamblaje de un gran orgasmo estelar. Todo entra y sale, aceitoso, en una mecánica febril. Y él consigna los apareamientos, el acoplarse y embonar de cuerpos y objetos de un modo tan suave, tan entusiasta, tan educadamente. No puedo evitar un cierto grado de consternación y sonrojarme. Entonces me confía: entre sus amigos -cuando se sienten solos y sin riesgo-, después de contarse mil y un ciento de procacidades y chistes de cantina como los que sólo se atreven a decir los hombres entre ellos, mi hombre de cielos límpidos se lleva el reconocimiento mayor. Con admiración, le dicen ellos: “Tú sí que estás enfermo…” Y me cuenta todo esto con una sonrisa de arco iris, de esas en que se montan los hombres gay y los que no lo son tanto, cuando se sienten plenos.

Es un hombre contento. No puedo ver su sonrisa porque justo ahora acaba de sentarse en el borde de mi cama. Un rayo de luz se cuela por las cortinas e incide como una flecha lúbrica en su espalda. Cualquiera diría que ha descubierto mi facinación por esa parte de su anatomía y que le gusta que lo admire así: erecto, carnoso,vertebral. Yo acaricio ahora la hondonada de su nuca, deslizo la boca por la cadena montañosa que articula el ancho vigor de su espalda y que culmina en el dual de su trasero. Entre mis labios palpita gloriosa su alegría cuando lo escucho suplicar con fervor, dulce, reverencialmente: “No te detengas, paloma emputecida”.

http://buscandomicorazon.blogspot.mx/2009/03/ana-clavel.html

Un deseo realizado

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/6509/pdfs/65clavel.pdf


DE NOCHE SOY TU CABALLO DE LUISA VALENZUELA

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Chica_RecostadaSonaron tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me levanté con disgusto y con un poco de miedo; podían ser ellos o no ser, podría tratarse de una trampa, a estas malditas horas de la noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos encontrarme cara a cara nada menos que con él, finalmente.
Entró bien rápido y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una actitud muy de él, él el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia -la nuestra-. Después me tomó en sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera apretarme demasiado pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le desbordara, diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada entre sus brazos y de irme besando lentamente. Creo que nunca les había tenido demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan silencioso como siempre, transmitiéndome cosas en formas de caricias.
Y por fin un respiro, un apartarnos algo para mirarnos de cuerpo entero y no ojo contra ojo, desdoblados. Y pude decirle Hola casi sin sorpresa a pesar de todos esos meses sin saber nada de él, y pude decirle
te hacía peleando en el norte
te hacía preso
te hacía en la clandestinidad
te hacía torturado y muerto
te hacía teorizando revolución en otro país.
Una forma como cualquiera de decirle que lo hacía, que no había dejado de pensar en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan endemoniadamente precavido siempre, tan señor de sus actos:
-Callate, chiquita ¿de qué sirve saber en qué anduve? Ni siquiera te conviene.
Sacó entonces a relucir sus tesoros, unos quizás indicios que yo no supe interpretar en ese momento. A saber, una botella de cachaça y un disco de Gal Costa. ¿Qué habría estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían los próximos proyectos? ¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo que lo estaban buscando? Después dejé de interrogarme (callate, chiquita, me diría él). Vení, chiquita, me estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir en la felicidad de haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería de nosotros mañana, en los días siguientes?
La cachaça es un buen trago, baja y sube y recorre los caminos que debe recorrer y se aloja para dar calor donde más se la espera. Gal Costa canta cálido, con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y un poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos mirando muy adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan pronto a abandonarnos a la pura sensación. Seguimos reconociéndonos, reencontrándonos.
Beto, lo miro y le digo y sé que ése no es su verdadero nombre pero es el único que le puedo pronunciar en voz alta. El contesta:
-Un día lo lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.
Mejor. Que no se ponga él a hablar de lo que algún día lograremos y rompa la maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora, nosotros dos, solitos.
“A noite eu so teu cavallo” canta de golpe Gal Costa desde el tocadiscos.
-De noche soy tu caballo -traduzco despacito. Y como para envolverlo en magias y no dejarlo pensar en lo otro:
-Es un canto de santo, como en la macumba. Una persona en trance dice que es el caballo del espíritu que la posee, es su montura.
-Chiquita, vos siempre metiéndote en esoterismos y brujerías. Sabés muy bien que no se trata de espíritus, que si de noche sos mi caballo es porque yo te monto, así, así, y sólo de eso se trata.
Fue tan lento, profundo, reiterado, tan cargado de afecto que acabamos agotados. Me dormí teniéndolo a él todavía encima.
De noche soy tu caballo…

… campanilla de mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo muy denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que podría ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro, siguiendo su inveterada costumbre de escaparse mientras duermo y sin dar su paradero. Para protegerme, dice.
Desde la otra punta del hilo una voz que pensé podría ser la de Andrés -del que llamamos Andrés- empezó a decirme:
-Lo encontraron a Beto, muerto. Flotando en el río cerca de la otra orilla. Parece que lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy hinchado y descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es él.
-¡No, no puede ser Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe esa voz como de Andrés se me hizo tan impersonal, ajena:
-¿Te parece?
-¿Quién habla? -se me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero en ese momento colgaron.
¿Diez, quince minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado mirando el teléfono como estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba pero claro, sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos toqueteándome, sus voces insultándome, amenazándome, la casa registrada, dada vuelta. Pero yo ya sabía ¿qué me importaba entonces que se pusieran a romper lo rompible y a desmantelar placares?
No encontrarían nada. Mi única, verdadera posesión era un sueño y a uno no se lo despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche anterior en el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado, soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con lujo de detalles y hasta en colores. Y los sueños no conciernen a la cana.
Ellos quieren realidades, quieren hechos fehacientes de esos que yo no tengo ni para empezar a darles.
Dónde está, vos lo viste, estuvo acá con vos, dónde se metió. Cantá, si no te va a pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde anda, cuál es su aguantadero. Está en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá, sabemos que vino a buscarte.
Hace meses que no sé nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé nada de él desde hace meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se fue con otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé nada. (Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que quieran, y amenacen, nomás, y métanme un ratón para que me coma por dentro, y arránquenme las uñas y hagan lo que quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá cuando hace mil años que se me fue para siempre?).
No voy a andar contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al llamado Beto hace más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció, el hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños que suelen transformarse en pesadillas.

Beto, ya lo sabés, Beto, si es cierto que te han matado o donde andes, de noche soy tu caballo y podés venir a visitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella noche, sólo fue un sueño. Y si ustedes encuentran en mi casa un disco de Gal Costa y una botella de cachaça casi vacía, por favor no se preocupen: decreté que no existen.

http://tierradegenistas.blog.com.es/2009/10/11/de-noche-soy-tu-caballo-7148361/


LA TIA CARLOTA DE GUADALUPE DUEÑAS

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cristo-de-la-luzSiempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana.

Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible.

No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero.

Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala.

Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí:

—…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros. A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo…

Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete.

Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande.

Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche.

Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul.

De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia.

Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre.

Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican.

Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando:

—…Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color.

Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio…

Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo.

Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas.

No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.

Mi tía vuelve y principia la tarde.

La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama.

Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo.

Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él!

Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín.  A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos.

Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres.

Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas.

Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros.

La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.

Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos.

Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México.

No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas.

Vinieron en Navidad.

Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella:

Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre.

Y su hermana repuso:

Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran.

Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera.

Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.

Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos.

¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia…

Las frases se pierden.

Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas.

En la mañana mis padres se fueron sin despedirse.Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama.

Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china.

No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito:

¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie!

El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre.

Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas.

Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla:

Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre.

Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.

 http://www.osiazul.com.mx/seccion/Duenas-index.html


LA NEUROLOGIA Y EL ALMA DE OLIVER SACKS

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NEUROLOGÍA Y EL ALMA
Oliver Sacks
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Puede parecer que siempre ha existido una división entre la ciencia y la vida, entre la aparente
pobreza de la formulación científica y la riqueza manifiesta de la experiencia de los fenómenos
naturales. Es éste el abismo al que Goethe se refiere en Fausto cuando habla de lo grisáceo de la
teoría científica, contrastada con los colores verde y dorado de la vida: Grau, teurer freund, is alle Theorie, und grün des Lebens goldner Baum.
Este abismo, muy pequeño en física, es donde nosotros tenemos las teorías fundamentales de innumerables procesos físicos que son avasalladores en el estudio de la biología; sobre todo de los procesos mentales y de la vida interior, a diferencia de la existencia física, distinguidos por una extrema complejidad, impredecible y novedosa, por principios internos de autonomía, identidad y “voluntad” (Spinoza y Leibniz hablan de esto comoconatus) y por una continua transformación de desarrollo evolutivo.
La magnitud de esta discrepancia, así como el casi irresistible deseo de vernos a nosotros mismos en la cima de la naturaleza, más allá de nuestro cuerpo, ha generado doctrinas de dualismo desde Platón hasta otras mucho más claras, quizá en Descartes, en su separaciónnde dos “esencias” (res extensa y res cogitans) y en su concepción casi mística de un punto de encuentro, un “órgano de unión” entre las dos (para él, la pineal).
Aun en el trabajo de C. S. Sherrington, el fundador de la fisiología moderna, encontramos un explicito punto de vista cartesiano: Sherri ngton veía a sus perros descerebrados como “marionetas cartesianas” privadas de mente: él sentía que la fisiología, por lo menos la clase de fisiología de los reflejos que estudiaba, necesitaba estar libre de toda “interferencia” de voluntad o mente: y se preguntaba si esto, en algún sentido, no trascendía a la fisiología, y podía no formar
un principio separado de la naturaleza humana. Teniendo en cuenta su trabajo anterior, escribió: Que nuestro yo debería consistir en dos elementos fundamentales ofrece, supongo, no mayor improbabilidad que la que debería descansar en sólo uno.

Wilder Penfield, el neurocirujano que en su juventud estudió con Sherrington, encontró el interésde su vida en la exploración de ataques experimentales; ataques durante los cuales los pacientes se encontraban convulsionados segundos o minutos, con una repetición de eventos alucinantes, escenas de sus vidas pasadas, quizá música, episodios en parte sueños, fantasmagóricos o poéticos, pero con un intenso y avasallante sentido de la realidad. (Penfield menciona gente que presenta recuerdos de “la acción de ladrones en una tira cómica”, o de ver gente “entrar a una habitación con nieve en su ropa” y de “ver descargar vagones de circo” cuando ellos eran niños).

Estas repeticiones alucinantes, que pueden ocurrir en algunos pacientes con epilepsia en el lóbulo temporal, Penfield encontró que pueden ser también provocadas por estimulación de la corteza del lóbulo temporal durante una operación. Desde el punto de vista de Penfield durante toda la vida, “la vida sensorial” en el inconsciente de un paciente, todas las sensaciones, experiencias y sentimientos que haya tenido son preservadas nítida y totalmente, y grabadas en el cerebro.
Penfield utiliza la palabra “grabar” una y otra vez, y ve a la memoria como la grabadora del cerebro, como algo semejante, a una grabadora mecánica, o a la “memoria” de una computadora.
Penfield piensa que los ataques experimentales, sirven solamente para estimular al azar un segmento de esta memoria. Este es un punto de vista pasivo (o mecánico) de la memoria y del cerebro, y estas fuerzas pasivas lo llevan a considerar el dualismo. En su último libro The Mistery of the Mind (que dedica a Sherrington), concluye que si bien la memoria y la imaginación, la sensación y la experiencia, son realmente “grabadas” en el cerebro, las facultades activas−voluntad, juicio
−no están en el cerebro, no son representadas fisiológicamente de la misma manera, sino que son funciones “trascendentes” irreductiblemente ligadas a la fisiología.
Para Penfield existe un flujo de memoria y de conciencia, “el flujo biológico”, y algo suprabiológico. “La mente (no el cerebro)”, que observa y dirije a ésta. Entonces, la idea de una frontera se desarrolla de la siguiente manera:
El paciente… programa su cerebro… La decisión viene de su mente, La acción neuronal comienza en los mecanismos más elevados del cerebro. Aquí es el encuentro de la mente y el cerebro. La frontera psicofísica está ahí. Tal frontera tiene que ser enfrentada porque Penfield ve a toda la acción del cerebro como “automática”, “acto reflejo” o “computacional”,
pero además obvia, claramente el hombre en sí mismo no es un autómata. Por lo que Penfield resume en sus observaciones:
Después de años de esforzarme por explicar las bases de la mente sólo en la acción cerebral, he llegado a la conclu
sión de que es más sencillo… si uno adopta la hipótesis de que nuestro ser consiste de dos elementos
fundamentales. La “mente” en el sentido que le da Penfield, es realmente una cosa fantasmagórica. Carece de
memoria, o de la necesidad de memoria
−”ella puede abrir los archivos (del cerebro) del recuerdo en un instante”. Ella no necesita de los aparatos, de el
predominio físico del cerebro. Pero Penfield nos dice que como inmaterial, la mente no requiere de “energía”: la energía es normalmente provista a través de su unión al cerebro viviente. Y además (aquí las especulaciones de Penfield se vuelven más fantásticas), la mente puede tener una manera de sobrevivir a la muerte corpórea.
El piensa que la mente puede lograr esto, establ eciendo una relación, un flujo de energía, con las mentes de los seres vivientes, con la mente de Dios o con alguna otra fuente de energía mental en algún lado del cosmos. “Cuando la natural
eza de la energía que activa la mente sea descubierta (como creo será).” Penfield concluye, “llegará el tiempo cuando los científicos estarán en la posibilidad de llegar a un acercamiento válido al estudio de la naturaleza del espíritu diferente de aquél del hombre”.
1
La lucha entre el pensamiento dual y las varias formas de monismo ha prevalecido desde
los tiempos de Descartes, y está lejos de ser resuelta en el momento actual. La mayoría de los
biólogos creen en la evolución (uno puede no tomar en cuenta la posterioridad trivial de los “creacionistas”, pero los neurólogos y fisiólogos son algunas veces menos racionales en su pensamiento, y pueden excluir a la mente de sus
consideraciones científicas, de otra manera mantienen y reclaman un estatus especial y privilegiado. Así Lord Adrian (quien compartió el premio Nobel de fisiología con Sherrington) escribió en 1966, “Tan pronto como nos dejemos a
nosotros mismos contemplar nuestro lugar en el panorama, puede parecer que estamos dando un paso fuera de las fronteras de la ciencia natural.” (Penfield cita este sentimiento con aprobación en el comienzo de su libro
The Mysters of the Mind, añadiendo, “Estoy de acuerdo con él.”) El gran pupilo de Sherrington, J. C. Eccles, también ganador del Premio Nobel de fisiología, ha sido un enfático dualista desde él principio de su carrera, y en verdad sostiene importantes opiniones similares a las de Descartes excepto aquella de Eccles que postula que es la sinapsis (no la
glándula pineal) la que actúa entre el cerebro y la mente.
Fue en relación a Sherrington, Adrian, Penfield y Eccles (y una lista de otros cuyos nombres no son tan conocidos) que el filósofo Carol Feldman, me preguntó una vez: “¿Por qué todos los fisiólogos se vuelven místicos?” Estoy de acuerdo en que ésta es una pregunta fascinante, pero también con que hay muchas excepciones (yo incluido). Hughlings Jackson, un
amigo y seguidor de Darwin, y muchas veces llamado el padre de la neurología, creía en ello y pasó su vida tratando de explorarlo, “la fisiología de la mente.” A pesar de las excepciones duales… seguir en…http://www.posgrado.unam.mx/publicaciones/ant_omnia/24/06.pdf


APUESTAS DE ROALD DAHL

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cruceroEn la mañana del tercer día el mar se calmó. Hasta los pasajeros más delicados —los que no habían salido desde que el barco partió—, abandonaron sus camarotes y fueron al puente, donde el camarero les dio sillas y puso en sus piernas confortables mantas. Allí se sentaron frente al pálido y tibio sol de enero.

El mar había estado bastante movido los dos primeros días y esta repentina calma y sensación de confort habían creado una agradable atmósfera en el barco. Al llegar la noche, los pasajeros, después de dos horas de calma, empezaron a sentirse comunicativos y a las

ocho de aquella noche el comedor estaba lleno de gente que comía y bebía con el aire seguro y complaciente de auténticos marineros.

Hacia la mitad de la cena los pasajeros se dieron cuenta, por un ligero balanceo de sus cuerpos y sillas, de que el barco empezaba a moverse otra vez. Al principio fue muy suave, un ligero movimiento hacia un lado, luego hacia el otro, pero fue lo suficiente para causar un sutil e inmediato cambio de humor en la estancia. Algunos pasajeros levantaron la vista de su comida, dudando, esperando, casi oyendo el movimiento siguiente, sonriendo nerviosos y con una mirada de aprensión en los ojos. Algunos parecían despreocupados, otros estaban decididamente tranquilos, e incluso hacían chistes acerca de la comida y del

tiempo, para torturar a los que estaban asustados. El movimiento del barco se hizo de repente más y más violento y cinco o seis minutos después de que el primer movimiento se hiciera patente, el barco se tambaleaba de una parte a otra y los pasajeros se agarraban a

sus sillas y a los tiradores como cuando un coche toma una curva.

Finalmente el balanceo se hizo muy fuerte y el señor William Botibol, que estaba sentado a la mesa del sobrecargo, vio su plato de rodaballo con salsa holandesa deslizarse lejos de su tenedor. Hubo un murmullo de excitación mientras todos buscaban platos y vasos. La señora Renshaw, sentada a la derecha del sobrecargo, dio un pequeño grito y se

agarró al brazo del caballero.

Va a ser una noche terrible —dijo el sobrecargo, mirando a la señora Renshaw—, me parece que nos espera una buena noche.

Hubo un matiz raro en su modo de decirlo.

Un camarero llegó corriendo y derramó agua en el mantel, entre los platos. La excitación creció. La mayoría de los pasajeros continuaron comiendo. Un pequeño número, que incluía a la señora Renshaw, se levantó y echó a andar con rapidez, dirigiéndose hacia la puerta.

Bueno —dijo el sobrecargo—, ya estamos otra vez igual.

Echó una mirada de aprobación a los restos de su rebaño, que estaban sentados, tranquilos y complacientes, reflejando en sus caras ese extraordinario orgullo que los pasajeros parecen tener, al ser reconocidos como buenos marineros.

Cuando terminó la comida y se sirvió el café, el señor Botibol, que tenía una expresión grave y pensativa desde que había empezado el movimiento del barco, se levantó y puso su taza de café en el sitio donde la señora Renshaw había estado sentada, junto al sobrecargo.

Se sentó en su silla e inmediatamente se inclinó hacia él, susurrándole al oído:

Perdón, ¿me podría decir una cosa, por favor? El sobrecargo, hombre pelirrojo,

pequeño y grueso, se inclinó para poder escucharle.

¿Qué ocurre, señor Botibol?

Lo que quiero saber es lo siguiente…

Al observarlo, el sobrecargo vio la inquietud que se reflejaba en el rostro del hombre.

¿Sabe usted si el capitán ha hecho ya la estimación del recorrido para las apuestas

del día? Quiero decir, antes de que empezara la tempestad.

El sobrecargo, que se había preparado para recibir una confidencia personal, sonrió y

se echó hacia atrás, haciendo descansar su cuerpo.

Creo que sí, bueno… sí —contestó.

No se molestó en decirlo en voz baja, aunque automáticamente bajó el tono de voz

como siempre que se responde a un susurro.

¿Cuándo cree usted que la ha hecho?

Esta tarde. El siempre hace eso por la tarde.

Pero ¿a qué hora?

¡Oh, no lo sé! A las cuatro, supongo.

Bueno, ahora dígame otra cosa. ¿Cómo decide el capitán cuál será el número? ¿Se

lo toma en serio?

El sobrecargo miró al inquieto rostro del señor Botibol y sonrió, adivinando lo que el

hombre quería averiguar.

Bueno, el capitán celebra una pequeña. conferencia con el oficial de navegación, en

la que estudian el tiempo y muchas otras cosas, y luego hacen el parte.

El señor Botibol asintió con la cabeza, ponderando esta respuesta durante algunos

momentos. Luego dijo:

¿Cree que el capitán sabía que íbamos a tener mal tiempo hoy?

No tengo ni idea —replicó el sobrecargo. Miró los pequeños ojos del hombre, que

tenían reflejos de excitación en el centro de sus pupilas.

No tengo ni idea, no se lo puedo decir porque no lo sé.

Si esto se pone peor, valdría la pena comprar algunos números bajos. ¿No cree?

El susurro fue más rápido e inquieto.

Quizá sí —dijo el sobrecargo—. Dudo que el viejo apostara por una noche

tempestuosa. Había mucha calma esta tarde, cuando ha hecho el parte.

Los otros en la mesa habían dejado de hablar y escuchaban al sobrecargo mirándolo

con esa mirada intensa y curiosa que se observa en las carreras de caballos, cuando se

trata de escuchar a un entrenador hablando de su suerte: los ojos medio cerrados, las cejas

levantadas, la cabeza hacia adelante y un poco inclinada a un lado. Esa mirada medio

hipnotizada que se da a una persona que habla de cosas que no conoce bien.

Bien, supongamos que a usted se le permitiera comprar un número. ¿Cuál

escogería hoy? —susurró el señor Botibol.

Todavía no sé cuál es la clasificación —contestó pacientemente el sobrecargo—, no

se anuncia hasta que empieza la apuesta después de la cena. De todas formas no soy un

experto, soy sólo el sobrecargo.

En este punto el señor Botibol se levantó.

Perdónenme —dijo, y se marchó abriéndose camino entre las mesas.

Varias veces tuvo que cogerse al respaldo de una silla para no caerse, a causa de uno

de los bandazos del barco.

Al puente, por favor —dijo al ascensorista.

El viento le dio en pleno rostro cuando salió al puente. Se tambaleó y se agarró a la

barandilla con ambas manos. Allí se quedó mirando al negro mar, las grandes olas que se

curvaban ante el barco, llenándolo de espuma al chocar contra él.

Hace muy mal tiempo, ¿verdad, señor? —comentó el ascensorista cuando bajaban.

El señor Botibol se estaba peinando con un pequeño peine rojo.

¿Cree que hemos disminuido la velocidad a causa del tiempo? —preguntó.

¡Oh, sí, señor! La velocidad ha disminuido considerablemente al empezar el

temporal. Se debe reducir la velocidad cuando el tiempo es tan malo, porque los pasajeros

caerían del barco.

Abajo, en el salón, la gente empezó a reunirse para la subasta. Se agruparon en

diversas mesas, los hombres un poco incómodos, enfundados en sus trajes de etiqueta,

bien afeitados y al lado de sus mujeres, cuidadosamente arregladas. El señor Botibol se

sentó a una mesa, cerca del que dirigía las apuestas. Cruzó las piernas y los brazos y se

sentó en el asiento con el aire despreocupado del hombre que ha decidido algo muy

importante y no quiere tener miedo.

La apuesta, se dijo a sí mismo, sería aproximadamente de siete mil dólares, o al

menos ésa había sido la cantidad de los dos días anteriores. Como el barco era inglés, esta

cifra sería su equivalente en libras, pero le gustaba pensar en el dinero de su propio país,

siete mil dólares era mucho dinero, mucho. Lo que haría sería cambiarlo en billetes de cien

dólares, los llevaría en el bolsillo posterior de su chaqueta; no había problema.

Inmediatamente compraría un Lincoln descapotable, lo recogería y lo llevaría a casa con la

ilusión de ver la cara de Ethel cuando saliera a la puerta y lo viera. Sería maravilloso ver la

cara que pondría cuando él saliera de un Lincoln descapotable último modelo, color verde

claro.

«¡Hola, Ethel, cariño! —diría, hablando, sin darle importancia a la cosa—, te he traído

un pequeño regalo. Lo vi en el escaparate al pasar y pensé que tú siempre deseaste uno.

¿Te gusta el color, cariño?» Luego la miraría.

El subastador estaba de pie detrás de la mesa. —¡Señoras y señores! —gritó—, el

capitán ha calculado el recorrido del día, que terminará mañana al mediodía; en total son

quinientas quince millas. Como de costumbre, tomaremos los diez números que anteceden

y siguen a esta cifra, para establecer la escala; por lo tanto serán entre quinientas cinco y

quinientas veinticinco; y naturalmente, para aquellos que piensen que el verdadero número

está más lejos, habrá un «punto bajo» y un «punto alto» que se venderán por separado.

Ahora sacaré los primeros del sombrero…, aquí están… ¿Quinientos doce?

No se oyó nada. La gente estaba sentada en sus sillas observando al subastador;

había una cierta tensión en el aire y al ir subiendo las apuestas, la tensión fue aumentando.

Esto no era un juego: la prueba estaba en las miradas que dirigía un hombre a otro cuando

éste subía la apuesta que el primero había hecho; sólo los labios sonreían, los ojos estaban

brillantes y un poco fríos.

El número quinientos doce fue comprado por ciento diez libras. Los tres o cuatro

números siguientes alcanzaron cifras aproximadamente iguales.

El barco se movía mucho y cada

vez

que daba un bandazo los paneles de madera

crujían como si fueran a partirse. Los pasajeros se cogían a los brazos de las sillas,

concentrándose al mismo tiempo en la subasta.

Punto bajo —gritó el subastador—, el próximo número es el punto más bajo.

El señor Botibol tenía todos los músculos en tensión. Esperaría, decidió, hasta que los

otros hubiesen acabado de apostar, luego se levantaría y haría la última apuesta. Se

imaginaba que tendría por lo menos quinientos dólares en su cuenta bancaria, quizá

seiscientos. Esto equivaldría a unas doscientas libras, más de doscientas. El próximo boleto

no valdría más de esa cantidad.

Como ya saben todos ustedes —estaba diciendo el subastador—, el punto bajo

incluye cualquier número por debajo de quinientos cinco. Si ustedes creen que el barco va a

hacer menos de quinientas millas en veinticuatro horas, o sea hasta mañana al mediodía,

compren este número. ¿Qué apuestan?

Se subió hasta ciento treinta libras. Además del señor Botibol, había algunos que

parecían haberse dado cuenta de que el tiempo era tormentoso. Ciento cincuenta… Ahí se

paró. El subastador levantó el martillo.

Van ciento cincuenta…

¡Sesenta! —dijo el señor Botibol. Todas las caras se volvieron para mirarle.

¡Setenta!

¡Ochenta! —gritó el señor Botibol.

¡Noventa!

¡Doscientas! —dijo el señor Botibol, que no estaba dispuesto a ceder.

Hubo una pausa.

¿Hay alguien que suba a más de doscientas libras?

«Quieto —se dijo a sí mismo—, no te muevas ni mires a nadie, eso da mala suerte.

Contén la respiración. Nadie subirá la apuesta si contienes la respiración.»

Van doscientas libras..

l subastador era calvo y las gotas de sudor le resbalaban por su desnuda cabeza.

¡Uno…!

El señor Botibol contuvo la respiración.

¡Dos…! ¡Tres!

El hombre golpeó la mesa con el martillo. El señor Botibol firmó un cheque y se lo

entregó al asistente del subastador, luego se sentó en una silla a esperar que todo

terminara. No quería irse a la cama sin saber lo que se había recaudado.

Cuando se hubo vendido el último número lo contaron todo y resultó que habían

reunido unas mil cien libras, o sea, seis mil dólares. El noventa por ciento era para el

ganador y el diez por ciento era para las instituciones de caridad de los marineros. El

noventa por ciento de seis mil eran cinco mil cuatrocientas; bien, era suficiente. Compraría el

Lincoln descapotable y aún le sobraría. Con estos gloriosos pensamientos se marchó a su

camarote feliz y contento dispuesto a dormir toda la noche.

Cuando el señor Botibol se despertó a la mañana siguiente, se quedó unos minutos

con los ojos cerrados, escuchando el sonido del temporal, esperando el movimiento del

barco. No había señal alguna de temporal y el barco no se movía lo más mínimo. Saltó de la

cama y miró por el ojo de buey. ¡Dios mío! El mar estaba como una balsa de aceite, el barco

avanzaba rápidamente, tratando de ganar el tiempo perdido durante la noche. El señor

Botibol se sentó lentamente en el borde de su litera. Un relámpago de temor empezó a

recorrerle la piel y a encogerle el estómago. Ya no había esperanza, un número alto ganaría

la apuesta. —¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué diría Ethel, por

ejemplo? Era sencillamente imposible explicarle que se había gastado la casi totalidad de lo

ahorrado durante los dos últimos años en comprar un ticket para la subasta. Decirle eso

equivalía a exigirle que no siguiera firmando cheques. ¿Y qué pasaría con los plazos del

televisor y de la

Enciclopedia Británica’?

Ya le parecía estar viendo la ira y el reproche en los

ojos de la mujer, el azul deviniendo gris y los ojos mismos achicándosele como siempre les

ocurría cuando se colmaban de ira.

¡Oh, Dios mío!,

¿qué

puedo hacer?

No cabía duda de que ya no tenía ninguna posibilidad, a menos que el maldito barco

empezase a ir marcha atrás. Tendrían que volver y marchar a toda velocidad en sentido

contrario, si no, no podía ganar. Bueno, quizá podría hablar con el capitán y ofrecerle el diez

por ciento de los beneficios, o más si él accedía.

El señor Botibol empezó a reírse, pero de repente se calló y sus ojos y su boca se

abrieron en un gesto de sorpresa porque en aquel preciso momento le había llegado la idea.

Dio un brinco de la cama, terriblemente excitado, fue hacia la ventanilla y miró hacia afuera.

Bien —pensó—. ¿Por qué no? El mar estaba en calma y no habría ningún problema

en mantenerse a flote hasta que le recogieran. Tenía la vaga sensación de que alguien ya

había hecho esto anteriormente, lo cual no impedía que lo repitiera. El barco tendría que

parar y lanzar un bote y el bote tendría que retroceder quizá media milla para alcanzarlo.

Luego tendría que volver al barco y ser izado a bordo, esto llevaría por lo menos una hora.

Una hora eran unas treinta millas y así haría disminuir la estimación del día anterior.

Entonces entrarían en el punto bajo y ganaría. Lo único importante sería que alguien le viera

caer; pero esto era fácil de arreglar. Tendría que llevar un traje ligero, algo fácil para poder

nadar. Un traje deportivo, eso es. Se vestiría como si fuera a jugar al frontón, una camisa,

unos pantalones cortos y zapatos de tenis. ¡Ah!, y dejar su reloj.

¿Qué hora era? Las nueve y quince minutos. Cuanto más pronto mejor. Hazlo ahora y

quítate ese peso de encima. Tienes que hacerlo pronto porque el tiempo límite es el

mediodía.

El señor Botibol estaba asustado y excitado cuando subió al puente vestido con su

traje deportivo. Su cuerpo pequeño se ensanchaba en las caderas y los hombros eran

extremadamente estrechos. El conjunto tenía la forma de una pera. Las piernas blancas y

delgadas, estaban cubiertas de pelos muy negros.

Salió cautelosamente al puente y miró en derredor. Sólo había una persona a la vista,

una mujer de mediana edad, un poco gruesa, que estaba apoyada en la barandilla mirando

al mar. Llevaba puesto un abrigo de cordero persa con el cuello subido de tal forma que era

imposible distinguir su cara.

La empezó a examinar concienzudamente desde le

jos. Sí, se dijo a sí mismo, ésta,

probablemente, servirá. Era casi seguro que daría la alarma en seguida. Pero espera un

momento, tómate tiempo, William Botibol. ¿Recuerdas lo que pensabas hacer hace unos

minutos en el camarote, cuando te estabas cambiando? ¿Lo recuerdas?

El pensamiento de saltar del barco al océano,

a mil millas del puerto más próximo, le

había convertido en un hombre extremadamente

cauto. No estaba en absoluto tranquilo,

aunque era seguro que la mujer daría la alarma en cuanto él saltara. En su opinión había

dos razones posibles por las cuales no lo haría. La primera: que fuese sorda o ciega. No era

probable, pero por otra parte podía ser así y ¿por qué arriesgarse? Lo sabría hablando con

ella unos instantes. Segundo, y esto demuestra lo suspicaz que puede llegar a ser un

hombre cuando se trata de su propia conservación, se le ocurrió que la mujer podía ser la

poseedora de uno de los números altos de la apuesta y por lo tanto tener una poderosa

razón financiera para no querer hacer detener el barco. El señor Botibol recordaba que

había gente que había matado a sus compañeros por mucho menos de seis dólares. Se leía

todos los días en los periódicos. ¿Por qué arriesgarse entonces? Arréglalo bien y asegura

tus actos. Averígualo con una pequeña conversación. Si además la mujer resultaba

agradable y buena, ya estaba todo arreglado y podía saltar al agua tranquilo

¿Qué hora era? Las nueve y quince minutos. Cuanto más pronto mejor. Hazlo ahora y

quítate ese peso de encima. Tienes que hacerlo pronto porque el tiempo límite es el

mediodía.

El señor Botibol estaba asustado y excitado cuando subió al puente vestido con su

traje deportivo. Su cuerpo pequeño se ensanchaba en las caderas y los hombros eran

extremadamente estrechos. El conjunto tenía la forma de una pera. Las piernas blancas y

delgadas, estaban cubiertas de pelos muy negros.

Salió cautelosamente al puente y miró en derredor. Sólo había una persona a la vista,

una mujer de mediana edad, un poco gruesa, que estaba apoyada en la barandilla mirando

al mar. Llevaba puesto un abrigo de cordero persa con el cuello subido de tal forma que era

imposible distinguir su cara.

La empezó a examinar concienzudamente desde le

jos. Sí, se dijo a sí mismo, ésta,

probablemente, servirá. Era casi seguro que daría la alarma en seguida. Pero espera un

momento, tómate tiempo, William Botibol. ¿Recuerdas lo que pensabas hacer hace unos

minutos en el camarote, cuando te estabas cambiando? ¿Lo recuerdas?

El pensamiento de saltar del barco al océano,

a mil millas del puerto más próximo, le

había convertido en un hombre extremadamente

cauto. No estaba en absoluto tranquilo,

aunque era seguro que la mujer daría la alarma en cuanto él saltara. En su opinión había

dos razones posibles por las cuales no lo haría. La primera: que fuese sorda o ciega. No era

probable, pero por otra parte podía ser así y ¿por qué arriesgarse? Lo sabría hablando con

ella unos instantes. Segundo, y esto demuestra lo suspicaz que puede llegar a ser un

hombre cuando se trata de su propia conservación, se le ocurrió que la mujer podía ser la

poseedora de uno de los números altos de la apuesta y por lo tanto tener una poderosa

razón financiera para no querer hacer detener el barco. El señor Botibol recordaba que

había gente que había matado a sus compañeros por mucho menos de seis dólares. Se leía

todos los días en los periódicos. ¿Por qué arriesgarse entonces? Arréglalo bien y asegura

tus actos. Averígualo con una pequeña conversación. Si además la mujer resultaba

agradable y buena, ya estaba todo arreglado y podía saltar al agua tranquilo.

El señor Botibol avanzó hacia la mujer y se puso a su lado, apoyándose en la

barandilla.

¡Hola! —dijo galantemente.

Ella se volvió y le correspondió con una sonrisa sorprendentemente maravillosa y

angelical, aunque su cara no tenía en realidad nada especial.

¡Hola! —le contestó.

Ya tienes la primera pregunta contestada, se dijo el señor Botibol, no es ciega ni

sorda…

Dígame —dijo, yendo directamente al grano—. ¿Qué le pareció la apuesta de

anoche?

¿Apuesta? —preguntó extrañada—. ¿Qué apuesta?

Es una tontería. Hay una reunión después de cenar en el salón y allí se hacen

apuestas sobre el recorrido del barco. Sólo quería saber lo que piensa de ello.

Ella movió negativamente la cabeza y sonrió agradablemente con una sonrisa que

tenía algo de disculpa.

Soy muy perezosa —dijo—. Siempre me voy pronto a la cama y allí ceno. Me gusta

mucho cenar en la cama.

El señor Botibol le sonrió y dio la vuelta para marcharse.

Ahora tengo que ir a hacer gimnasia, nunca perdono la gimnasia por la mañana. Ha

sido un placer conocerla, un verdadero placer…

Se retiró unos diez pasos. La mujer le dejó marchar sin mirarle.

Todo estaba en orden. El mar estaba en calma, él se había vestido ligeramente para

nadar, casi seguro que no había tiburones en esa parte del Atlántico, y también contaba con

esa buena mujer para dar la alarma. Ahora era sólo cuestión de que el barco se retrasara lo

suficiente a su favor. Era casi seguro que así ocurriría. De cualquier modo, él también

ayudaría un poco. Podía poner algunas dificultades antes de subir al salvavidas, nadar un

poco hacia atrás y alejarse subrepticiamente mientras trataban de ayudarle. Un minuto, un

segundo ganado, eran preciosos para él. Se dirigió de nuevo hacia la barandilla, pero un

nuevo temor le invadió. ¿Le atraparía la hélice? El sabía que les había ocurrido a algunas

personas al caerse de grandes barcos. Pero no iba a caer, sino a saltar y esto era diferente,

si saltaba a buena distancia, la hélice no le cogería.

El señor Botibol

avanzó

lentamente hacia la barandilla a unos veinte metros de la

mujer. Ella no le miraba en aquellos momentos. Mejor. No quería que le viera saltar. Si no lo

veía nadie, podría decir luego que había resbalado y caído por accidente. Miró hacia abajo.

Estaba bastante alto, ahora se daba cuenta de que podía herirse gravemente si no caía

bien. ¿No había habido alguien que se había abierto el estómago de ese modo? Tenía que

saltar de pie y entrar en el agua como un cuchillo. El agua parecía fría, profunda, gris. Sólo

mirarla le daba escalofríos, pero había que hacerse el ánimo, ahora o nunca.

«Sé un hombre, William Botibol, sé un hombre. Bien… ahora… vamos allá.»

Subió a la barandilla y se balanceó durante tres terribles segundos antes de saltar, al

mismo tiempo que gritaba:

¡Socorro!

¡Socorro! ¡Socorro! —siguió gritando al caer.

Luego se hundió bajo el

agua.

Al oír el primer grito de socorro la mujer que estaba apoyada en la barandilla dio un

salto de sorpresa. Miró a su alrededor y vio al hombrecillo vestido con pantalones cortos y

zapatillas de tenis, gritando al caer. Por un momento no supo qué decisión tomar: hacer

sonar la campanilla, correr a dar la voz de alarma, o simplemente gritar. Retrocedió un paso

de la barandilla y miró por el puente, quedándose unos instantes quieta, indecisa. Luego,

casi de repente, se tranquilizó y se inclinó de nuevo sobre la barandilla mirando al mar.

Pronto apareció una cabeza entre la espuma y un brazo se movió una, dos veces, mientras

una voz lejana gritaba algo difícil de entender. La mujer se quedó mirando aquel punto

negro; pero pronto, muy pronto, fue quedando tan lejos, que ya no estaba segura de que

estuviera allí.

Después de un ratito apareció otra mujer en el puente. Era muy flaca y angulosa y

llevaba gafas. Vio a la primera mujer y se dirigió a ella, atravesando el puente con ese andar

peculiar de las solteronas.

¡Ah, estás aquí!

La mujer se volvió y vio a la otra, pero no dijo nada

Te he estado buscando por todas partes —dijo la delgada.

Es extraño —dijo la primera mujer—, hace un momento un hombre ha saltado del

barco completamente vestido.

¡Tonterías!

¡Oh, sí! Ha dicho que quería hacer ejercicio y se ha sumergido sin siquiera quitarse

el traje.

Bueno, bajemos —dijo la mujer delgada. En su rostro había un gesto duro y hablaba

menos amablemente que antes.

No salgas sola al puente otra vez. Sabes muy bien que tienes que esperarme.

Sí, Maggie —dijo la mujer gruesa, y sonrió otra vez con una sonrisa dulce y tierna.

Cogió la mano de la otra y se dejó llevar por el puente.

¡Qué hombre tan amable! —dijo—. Me saludaba con la mano.


SHEREZADE DE NAGUIB MAHFUZ

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pasifae-Hola.

-¿El señor Mahmud Shukri?

-Sí, señora, ¿de parte de quién?

-Pido disculpas por molestarle sin conocerle.

-Perdone, ¿puedo saber su nombre?

-Mi nombre no importa. Soy una de las miles de mujeres que le exponen sus problemas.

-Estoy a su disposición, señorita.

-Señora, por favor.

-Estoy a su disposición, señora,

-Pero la mía es una historia larga.

-Entonces ¿no sería mejor que me escribiera?

-Pero yo no sé escribir bien.

-¿Prefiere venir a verme a la revista?

-No tengo valor para ello, al menos por ahora.

La palabra «por ahora» le llamó la atención. Sonrió, complacido por aquella dulce voz; luego preguntó:

-¿Y entonces?

-Espero que me conceda algunos minutos todos los días o cada vez que su precioso tiempo lo permita.

-Es un procedimiento original. Me recuerda al de Sherezade.

-¡Sherezade! ¡Qué nombre tan atractivo! Permítame tomarlo prestado durante algún tiempo.

Él se rió y dijo:

-He aquí a Shahriyar escuchándote.

Ella se rió también y a él le pareció que su risa era tan agradable como su voz. La mujer prosiguió:

-No crea que voy a contarle un determinado problema. Se trata, como le he dicho, de una larga y triste historia.

-Espero poder responder a su confianza.

-Y yo espero que me interrumpa si me paso del tiempo que me quiera dedicar.

-Estoy a su disposición.

-Pero hoy ya le he robado buena parte de su tiempo. Dejémoslo para mañana. Ahora, me limitaré a confesarle que son sus escritos, llenos de humanidad, los que me han atraído hacia usted.

-Gracias.

-No solo sus escritos, también su fotografía.

Él preguntó con mayor atención:

-¿Mi fotografía?

-Sí, he leído en sus grandes ojos una mirada inteligente, bondadosa, humana, capaz de consolar a los que sufren.

-Gracias de nuevo… -después, riendo-: Sus palabras son gentiles, como una poesía de amor.

-Son la expresión de una esperanza, si es que la esperanza existe todavía en el mundo.

Él colgó el teléfono, sonrió, reflexionó un momento y sonrió de nuevo.

2

-Hola.

-¡Sherezade!

-Bienvenida, te estaba esperando.

-Entraré directamente en el tema para no hacerle perder el tiempo.

-Te escucho.

-Me quedé huérfana de madre. Nuestro padre, tengo una hermana dos años menor que yo, se volvió a casar y pasamos nuestra infancia y nuestra adolescencia privados de ternura y cariño, y apenas cursamos estudios. Cuando murió nuestro padre, nos fuimos a vivir con un tío materno, beneficiándonos cada una de una pensión de unas cinco libras.

-Pero ¿no pasó eso hace mucho tiempo?

-Sí, mas es necesario que lo cuente. Nosotras no éramos felices en casa de mi tío, el cual nos consideraba una pesada carga. Nos sentíamos extrañas y sufríamos. Renunciamos a nuestra pensión en su favor y nos ocupábamos, sin protestar, de los trabajos de la casa. Tuvimos mala suerte, ni más ni menos.

-Entiendo, y lo siento.

-Luego, un oficial fue a pedir mi mano. Mi tío vendió una vieja casa que habíamos heredado de nuestro padre y la parte que me correspondía le sirvió para prepararme un ajuar aceptable. Mi marido había comprendido desde el primer momento la realidad de nuestra situación, pero no se echó atrás. Habíamos vivido una historia de amor, como se suele decir, que continuó después del matrimonio.

-Puede que haya cosas de la historia de amor que no quiera contar.

-No. La desgracia fue que mi marido era un despilfarrador. Se gastaba todo lo que tenía sin pensar en las consecuencias. Yo no sabía qué hacer para corregir su defecto, lo intenté muchas veces sin resultado.

-A propósito… quiero decir… ¿no eres responsable en parte de sus actos?

-No, créame. Yo deseaba una vida de casada normal y la preservaba con toda la fuerza de mi amor pues ya había sufrido anteriormente desgracia, humillación y desesperación.

-Es comprensible.

-Parece que usted no me cree. Recuerdo su opinión sobre la responsabilidad de la mujer en la conducta del esposo, pero ¿qué podía hacer yo? Le supliqué con dulzura, le advertí sobre las consecuencias de su comportamiento, protesté con energía e insistí en que me diera a primeros de mes la cantidad necesaria para los gastos de la casa. Pero no hizo caso: seguía llevando a casa a una panda de amigos con los que permanecía comiendo y bebiendo hasta el amanecer. Nos pasábamos la noche de banquete y amanecíamos sin un céntimo.

-¿Y qué pasó después?

-Me dijo que recurriera a mi tío, pero eso era imposible, o que le pidiera dinero prestado a mi hermana, pero eso también era imposible porque ella estaba a punto de casarse. Por otra parte, él pedía dinero prestado a su familia continuamente, y nuestra vida se transformó en una horrible pesadilla digna de lástima.

-Comprendo.

-Mi matrimonio fracasó, y terminó en divorcio. Entonces, me vi obligada a trasladarme a casa de mi hermana, pues perdí el derecho a la pensión, y tuve que soportar una vida amarga y humillante.

-Quizá ese sea el problema.

-Paciencia, todavía tengo que hablar del pasado, pero seré breve. Un año después de nuestro divorcio, mi exmarido me pidió una cita. Nos encontramos y me expresó su deseo de reanudar nuestra vida conyugal, asegurándome que la vida le había vuelto más juicioso. Me llevó a la pensión en la que vivía, en la calle Kasr Al Nil, para trazar nuestro futuro. Nada más cerrar la puerta de la habitación, me abrazó repitiendo que no había degustado el placer del amor desde nuestra separación.

-¿Y le aceptaste?

-No tenía la impresión de que estuviera tratando con un desconocido. La mayor parte del tiempo discutimos sobre las formalidades de nuestro nuevo matrimonio. Al separarnos, él me prometió que al día siguiente iría a ver a mi tío.

-Te ha cambiado la voz, ahora es más débil.

-Sí. Después me enteré de que cuando me invitó a encontrarme con él, ya había firmado el contrato de su segundo matrimonio, que se celebró una semana después de nuestro encuentro. Se trató simplemente de un juego, un capricho que se había concedido antes de iniciar su nueva vida.

-¡Qué miserable!

-Sí, pero no quiero cansarle más. Adiós.

3

-Hola.

-Soy Sherezade.

-¿Qué tal?

-¿Le molesto?

-Al contrario. Continúa, por favor.

-Me quedé con mi hermana durante un cierto periodo pero, a medida que pasaban los días, vi que mi presencia no era bien aceptada.

-¿Por qué?

-Era una sensación que se confirmó.

-Pero ¿cómo es posible, tratándose de una hermana que en el pasado había compartido contigo tantas penas?

-Pasó lo que tenía que pasar.

-¿Su marido?

-Más o menos.

-¿Estaba incómodo por tu presencia en su casa?

-Eso parece. Lo cierto es que tuve que marcharme para salvar nuestras relaciones familiares.

-Pero si no me hablas con franqueza, estás dando pie a suposiciones. ¿Tu hermana estaba celosa?

-Eran más bien celos creados por su imaginación.

-¿Y te fuiste a casa de tu tío?

-Él ya había muerto, así que alquilé un pequeño apartamento.

-¿Y cómo te las arreglabas para pagarlo?

-Vendí todo lo que pude de mi dote y empecé a buscar trabajo, cualquier trabajo. Fue una época de búsqueda estéril y de hambre. Créame, he conocido el horror del hambre. Me pasaba los días sin comer o comiendo muy poco. Una vez estuve a punto de aceptar las proposiciones que me hacían en la calle, pero lo pospuse con la esperanza de que la misericordia de Dios me rescatara antes de caer. Me asomaba a la ventana en el silencio de la noche y, mirando al cielo, imploraba para mis adentros: «Dios mío misericordioso, tengo hambre, me voy a morir de hambre.» Cuando mis fuerzas desfallecían, iba a casa de mi hermana para comer como es debido, pero nadie me preguntaba por mi situación, pues temían cargar con una responsabilidad que era mejor ignorar.

-¡Qué horror! ¡Es increíble!

-Un día, leí un anuncio en el que se solicitaba una chica para cuidar a un anciano a cambio de un sueldo, manutención, alojamiento y ropa.

-Una ayuda del cielo.

-Me dirigí allí sin dudarlo y subarrendé mi apartamento.

-Es un final feliz, especialmente si el anciano solo necesitaba asistencia.

-Se trataba de un hombre de avanzada edad, y yo le servía con dedicación completa. Era una auténtica experta en las tareas domésticas: cocinaba, limpiaba, hacía de enfermera… y hasta le leía los periódicos.

-Muy bien.

-No volví a tener hambre ni miedo, y le pedí a Dios que le concediera una larga vida.

-¿Y después?

-Un día estaba leyéndole un periódico y vi un anuncio en el que se solicitaba a una persona para cuidar de un anciano… y se daba nuestra dirección.

-¡No! -exclamó él con estupor y desaprobación.

-Sí. Me quedé atónita. Le leí el anuncio y él desvió la mirada, pero no lo negó. Le pregunté por qué quería prescindir de mis servicios y qué era lo que no le gustaba de mí, mas no respondió.

-Es algo muy extraño, pero sin duda tiene que haber un motivo.

-Por mi parte, ninguno en absoluto.

-¿No había entre ustedes más relación que la laboral?

-Más o menos.

-¿Qué quieres decir? Háblame con franqueza, por favor.

-A veces me pedía que me pusiera delante de él desnuda.

-¿Y te negabas?

-No, accedía a su deseo.

-Entonces ¿por qué buscaba a otra?

-¿Cómo lo voy a saber? Me dijo que deseaba variar. Yo le supliqué que cambiara de idea. Le dije que estaba sola, que era pobre y que no tenía en el mundo a nadie más que a él, pero persistió en su decisión y en su silencio. Entonces me pareció odioso como la muerte y no tuve más remedio que marcharme.

4

-Hola.

-Sherezade le saluda, señor.

-Bienvenida, Sherezade. No dejo de pensar en tu historia.

-Gracias, señor. Creo que el corazón no me engañó cuando me condujo hacia usted. Y ahora continuemos con nuestra historia: regresé a mi casa y le dije al inquilino, un modesto funcionario de unos cuarenta años, que necesitaba el apartamento. Él se negó a marcharse y, cuando le expuse la gravedad de mi situación, me propuso sencillamente que compartiera el apartamento con él. No dudé en aceptar porque tenía la voluntad destrozada y me daba todo igual.

-¿En qué consistía exactamente la proposición?

-Me dejaba libre una de las dos habitaciones de las que se componía el apartamento. Después, todo quedó claro.

-¿La primera vez?

-Sí. La verdad es que era un hombre gentil y cariñoso.

-¡Estupendo!

-Paciencia. Justo por esas cualidades le perdí.

-Tu historia es extraordinaria.

-Un día, me dijo: «Estamos muy unidos, pero debemos separarnos.»

-¿Separarnos?

-Sí, «separarnos». Yo esperaba que dijera «casarnos», pero él dijo «separarnos».

-¡Es increíble!

-Le pedí explicaciones y me respondió con tono cortante: «Existen impedimentos para que me case, y tenemos que separarnos.» Yo le respondí humildemente: «Yo no te pido que nos casemos, simplemente que continuemos viviendo juntos.» Él me respondió: «No, es una situación irregular, y un día te encontrarás sola, anciana, sin recursos y sin derechos. Por eso, la separación es inevitable.»

-Un hombre extraño, aparentemente bueno pero en realidad egoísta y falso.

-Lo que cuenta es que se marchó y me quedé de nuevo sola, amenazada por el hambre.

-¡Qué pena!

-Tuve amargas experiencias. Se las puede imaginar. Luego me enteré de que había una nueva ley que autorizaba a una mujer repudiada por primera vez a recuperar su pensión. Y se podía aplicar a mi caso.

-¡Alabado sea Dios!

-Sin duda, la pensión era modesta pero me acostumbré a una vida austera y aprendí corte y confección, lo cual me proporcionó otros ingresos que, unidos a la pensión, me impidieron morir de hambre o degradarme por las calles.

-¡Por fin hemos llegado al territorio de la paz!

-Gracias a Dios, pero también al verdadero problema.

-¿El verdadero problema?

-Se puede resumir en una sola palabra: soledad.

-¿Soledad?

-Sin marido, hijos, amigo ni amante. Día y noche recluida en un pequeño apartamento, privada de todo tipo de diversiones, sin poder hablar con nadie durante un mes entero. Siempre triste, nerviosa, tensa… temiendo volverme loca o intentar suicidarme…

-No, no. Has soportado con valor cosas peores y Dios te concederá algún día a un hombre bueno.

-No me hable de hombres buenos. Un viudo, padre de dos hijos, me pidió en matrimonio y yo le rechacé sin dudar porque no me fiaba de nadie, y un segundo repudio significaba perder definitivamente la pensión, mi único y verdadero capital.

-Pero un hombre, padre de dos hijos, y que necesitaba una esposa, sin duda cuidaría de ella.

-Yo detesto la idea del matrimonio porque en mi mente se asocia a la traición y al hambre.

-Reconsidéralo.

-Imposible, cualquier cosa excepto el matrimonio. No tengo valor para repetir la experiencia.

-¿Y entonces cómo te vas a librar de la soledad?

-Ese es el problema.

-Pero rechazas una solución adecuada.

-Cualquier cosa menos el matrimonio.

Tras pensarlo un poco, el hombre le preguntó:

-¿Quieres que nos veamos?

-Sería para mí un gran honor.

El hombre sonrió y dejó volar su imaginación. Ella parecía querer solo amistad y, al mismo tiempo, le aseguraba que no se quería casar. Él no era imbécil y también buscaba una nueva aventura amorosa. ¿Por qué no? Lo importante es que fuera bella, como su voz. Pero ¿era una historia auténtica? Tal vez, nada es imposible. Aunque también podía ser falsa, al menos en parte. El cine había desarrollado la fantasía de las mujeres. ¡Qué más daba! Lo importante era que fuese bella, como su voz, y él le brindaría una nueva experiencia para añadir a las anteriores que, sin carecer de dulzura, terminase en amargura, como todo lo que existe en el mundo.

El hombre sonrió, tamborileando en la mesa con los dedos.

Sherezade llegó.

El hombre la observó con una mirada penetrante al saludarla, luego la invitó a sentarse.

Era una mujer de unos treinta años, con un aspecto bastante agradable, aunque envuelta en un halo de amargura. Incluso su mirada sonriente manifestaba tristeza y desencanto, pero, en conjunto, resultaba atractiva. No era improbable que su historia fuese verdadera, quizá no mentía más que cuando expresaba su opinión negativa sobre el matrimonio. Seguro que fingía que odiaba el matrimonio para que surgiera entre ellos una amistad que deseaba vivamente.

Mas ¿qué tenía que ver él con todo eso? Ella no era la mujer que le convenía. La pobre no tenía ni idea de todas las ocasiones que se le presentaban. Debía disimular su decepción y tratarla con cortesía.

-Bienvenida. La verdad es que tu historia me ha impresionado profundamente.

-Se lo agradezco, señor.

-Sin embargo, ahora tienes que enfrentarte a la vida con tu coraje habitual.

-Pero…

Él la interrumpió, asaltado por un repentino deseo de poner fin a aquel encuentro lo antes posible:

-Escúchame. Eres una gran señora: las penas tienen el mérito, a veces, de volvernos grandes. Eres una gran señora, y lo has sido incluso en los tropezones pasajeros. Eres grande en tu soledad y manifestarás tu grandeza cuando logres superarla a fuerza de coraje. Sherezade, nuestra vida no tiene valor ni sentido. Y sería vana si no tuviéramos fe en la gente, a pesar de los golpes que recibamos, y fe en Dios, el Altísimo, alabado sea, una fe inquebrantable, cualesquiera que sean las manifestaciones de Su voluntad.

La miró a los ojos y vio en ellos una profunda desilusión. También era inteligente, incluso más de lo que había imaginado.

La mujer sonrió levemente, haciéndole sentir cierto rubor, luego susurró:

-Yo creo en Dios, señor.

Él movió la mano con fuerza y dijo:

-Todo carece de valor menos el Altísimo, alabado sea.



ROSAS ARTIFICIALES DE GABO

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CIEGAMoviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la os­curidad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a pregun­tarle por las mangas.
—Están en el baño —dijo la ciega—. Las lavé ayer tarde.
Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de ties­tos con hierbas medicinales.
—No vuelvas a coger mis cosas —dijo Mi­na—. En estos días no se puede contar con el sol.
La ciega movió el rostro hacia la voz.
—Se me había olvidado que era el primer viernes —dijo.
Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.
—Pon un papel debajo, porque esas pie­dras están sucias —dijo.
Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensucia­ría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
—Si se ensucian tú eres la responsable —dijo.
La ciega se había servido una taza de café.
—Tienes rabia —dijo, rodando un asiento hacia el corredor—. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. —Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las man­gas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros des­cubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
—Vas a llegar después del evangelio —dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
Mina pasó directamente hacia el excusado.
—No puedo ir a misa —dijo—. Las man­gas están mojadas y toda mi ropa sin plan­char. —Se sintió perseguida por una mirada clarividente.
—Primer viernes y no vas a misa —dijo la ciega.
De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
—Tú tienes la culpa —murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
—Estás llorando —exclamó la ciega.
Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
—Estás llorando.
Mina puso la taza en el suelo antes de in­corporarse.
—Lloro de rabia —dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela—: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del. pri­mer viernes.
La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se in­clinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo­:
—Dios sabe que tengo la conciencia tran­quila.
La madre de Mina salió del dormitorio.
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—Con nadie —dijo la ciega—. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
Encerrada en su cuarto, Mina se desaboto­nó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del ar­mario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de co­lor, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.
—No pudo ir —intervino la ciega—. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.
—Todavía están húmedas —murmuró Mina.
—Ha tenido que trabajar mucho en estos días —dijo la ciega.
—Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua —dijo Mina.
El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas ar­tificiales: una cesta llena de pétalos y alam­bres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.
—No tenía mangas —dijo Mina.
—Cualquiera hubiera podido prestártelas —dijo Trinidad.
Rodó una silla para sentarse junto al ca­nasto de pétalos.
—Se me hizo tarde —dijo Mina.
Terminó una rosa. Después acercó el ca­nasto para rizar pétalos con las tijeras. Tri­nidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.
Mina observó la caja.
—¿Compraste zapatos? —preguntó.
—Son ratones muertos —dijo Trinidad.
Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y foto­grafías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás e interrumpió el trabajo.
—¿Qué pasó? —dijo.
Mina se inclinó hacia ella.
—Que se fue —dijo.
Trinidad soltó las tijeras en el regazo.
—No.
—Se fue —repitió Mina.
Trinidad la miró sin parpadear. Una arru­ga vertical dividió sus cejas encontradas.
—¿Y ahora? —preguntó.
Mina respondió sin temblor en la voz.
—Ahora, nada.
Trinidad se despidió antes de las diez.
Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado. La ciega estaba po­dando el rosal.
—A que no sabes qué llevo en esta caja —le dijo Mina al pasar.
Hizo sonar los ratones.
La ciega puso atención.
—Muévela otra vez —dijo.
Mina repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.
—Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia —dijo Mina.
Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar.Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.
—Mina —dijo la ciega—. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.
Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.
—Estás nerviosa —dijo la ciega.
—Por tu culpa —dijo Mina.
—¿Por qué no fuiste a misa?
—Tú lo sabes mejor que nadie.
—Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa —dijo la ciega—. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.
Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
—Eres adivina —dijo.
—Has ido al excusado dos veces esta ma­ñana —dijo la ciega—. Nunca vas más de una vez.
Mina siguió haciendo rosas.
—¿Serías capaz de mostrarme lo que guar­das en la gaveta del armario? —preguntó la ciega.
Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.
—Anda a verlo con tus propios ojos —dijo.
La ciega examinó las llavecitas con las pun­tas de los dedos.
—Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.
Mina levantó la cabeza y entonces experi­mentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabía que la estaba mirando.
—Tírate al fondo del excusado si te inte­resan tanto mis cosas —dijo.
La ciega evadió la interrupción.
—Siempre escribes en la cama hasta la ma­drugada —dijo.
—Tú misma apagas la luz —dijo Mina.
—Y en seguida tú enciendes la linterna de mano —dijo la ciega—. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.
Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.
—Bueno —dijo sin levantar la cabeza—. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?
—Nada —respondió la ciega—. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.
Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.
—¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? —preguntó. Las dos per­manecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta—: Fui a cagar.
La abuela tiró en el canasto las tres llave­citas.
—Sería una buena excusa —murmuró, di­rigiéndose a la cocina—. Me habrías conven­cido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.
La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos es­pinosos.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Que estoy loca —dijo la ciega—. Pero por lo visto no piensan mandarme para el ma­nicomio mientras no empiece a tirar piedras.


MIRIAM DE TRUMAN CAPOTE

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MIRIAMDesde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.
La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.
Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.
Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
—Sólo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.
Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué…?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña.
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?
No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
—Es tardísimo…
Miriam la miró inexpresivamente:
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.
Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía?
Miriam frunció el entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
—Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
Mrs. Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro… Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio…? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
—Por favor, niña…, es un regalo de mi marido…
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.
Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?
Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor…, prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.
Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y deslumbrante?»
El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.
Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.
Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.
No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.
Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.
La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.
A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
—Vete —dijo Mrs. Miller.
—Dése prisa, por favor…, que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
—Sólo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
—¿… y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas…
La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero…, bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y… —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo…
La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.
Mrs. Miller negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5 A.
El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa…
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto… —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido…
Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.
En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:
—Hola —dijo Miriam.

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[Traducción de Juan Villoro]


TOKIO BLUES DE HARUKI MURAKAMI FRAGMENTO.

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En la habitación oscura, con las ventanas cerradas, Reiko y yo nos abrazamos como si fuera lo más natural del mundo y buscamos el cuerpo del otro. Le quité la camisa, los pantalones, la ropa interior.

Mujer-sen– He llevado una vida muy curiosa, pero no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que algún día un chico de veinte años me quitara las bragas.

– ¿Prefieres quitártelas tú?

– No, no. Quitámelas tú. Pero estoy arrugada como una pasa, no vayas a llevarte una desilusión.

– A mí me gustan tus arrugas.

– Voy a echarme a llorar – susurró Reiko.La besé por todo el cuerpo y recorrí con la lengua sus arrugas. Envolví con mis manos sus pechos lisos de adolescente. Mordisqueé suavemente sus pezones, puse un dedo en su vagina, cálida, húmeda, que empecé a mover despacio.

– Te equivocas, Watanabe – me dijo Reiko al oído-. Eso también es una arruga.

– ¿Nunca dejas de bromear? – le solté estupefacto.

– Perdona. Estoy asustada. ¡Hace tanto tiempo que no lo hago! Me siento como una chica de diecisiete años a la que hubieran desnudado al ir a visitar a un chico a su habitación.

– Y yo me siento como si estuviera violando a una chica de diecisiete años.

Metí el dedo dentro de aquella “arruga”, la besé desde la nuca hasta la oreja, le pellizqué los pezones. Cuando su respiración se aceleró y su garganta empezó a temblar, le separé las delgadas piernas y la penetré despacio.

– Ten cuidado de no dejarme embarazada. Me daría vergüenza, a mi edad.

– Tendré cuidado. Tranquila -dije.

Cuando la penetré hasta el fondo, ella tembló y lanzó un suspiro. Moví el pene despacio mientras acariciaba la espalda; eyaculé de forma tan violenta que no pude contenerme. Aferrado a Reiko, expulsé mi semen dentro de su calidez.

– Lo siento. No he podido aguantarme – me excusé.

– ¡No seas tonto! No hay por qué disculparse – bromeó Reiko dándome unos azotes en el trasero. Siempre que te acuestas con chicas, ¿piensas tanto?

– Sí.

– Conmigo no hace falta. Olvídalo. Eyacula tanto como quieras y cuanto te plazca. ¿Te sientes mejor?.

– Mucho mejor. Por eso no he podido aguantarme.

– No se trata de aguantarse. Está bien así. A mí también me ha gustado mucho.

– Oye, Reiko – dije.

– Dime.

– Tienes que enamorarte de alguien. Eres maravillosa, sería un desperdicio que no lo hicieras.

– Lo tendré en cuenta. ¿Crees que en Asahikawa la gente se enamora?

Al rato volví a introducir dentro de ella mi pene erecto. Debajo de mí, Reiko se retorcía de placer y contenía el aliento. Mientras la abrazaba y movía, despacio y en silencio, el pene dentro de su vagina, hablamos de muchas cosas. Era maravilloso charlar mientras hacíamos el amor. Cuando se reía de mis bromas el temblor de su risa se transmitía a mi pene. Permanecimos largo tiempo abrazados de este modo.

– Es fantástico estar así – dijo Reiko.

– Tampoco esta nada mal moverse – añadí.

– Entonces hazlo.

La alcé asiéndola por las caderas y la penetré hasta el fondo, saboreando aquella sensación hasta que eyaculé.Aquella noche lo hicimos cuatro veces…

LA VERIDICA HISTORIA DE A Q DE LU XUN

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LU-XUNBreve recuento de las victorias de A Q
No sólo son inciertos el apellido de A Q, su nombre y su lugar de origen; aún mayor es la oscuridad que reina en relación con sus antecedentes. Ello es debido a que la gente de Weichuang sólo empleaba sus servicios personales, o le tomaba como hazmerreír, sin prestar la menor atención a sus antecedentes. El propio A Q jamás dijo nada sobre el particular; sólo cuando discutía con alguien decía a veces, lanzando una mirada furiosa:
—Nuestra situación era mucho mejor que la tuya. ¿Qué te crees?
A Q no tenía familia y vivía en el Templo de los Dioses Tutelares de Weichuang. Tampoco tenía empleo fijo; hacía trabajos ocasionales para otros: si había trigo que segar, lo fiaba; si era necesario moler arroz, ahí estaba A Q para hacerlo; si se precisaba un botero, él remaba. Si el trabajo duraba un tiempo considerable, vivía encasa de su patrón, pero se marchaba en cuanto terminaba su tarea. Siempre que había algún trabajo por hacer, la gente pensaba en A Q, pero recordaba sus servicios y no sus antecedentes, y cuando el trabajo estaba terminado, hasta elpropio A Q caía en el olvido; y nada digamos de sus antecedentes.
Solamente una vez un anciano le elogió diciendo : «¡Qué buen trabajador es A Q!» En aquel momento A Q, con el torso des
nudo, indiferente y flaco, estaba de pie ante él y los demás no sabían si la observación había sido hecha en serio o como burla; pero A Q quedó transido de alegría. A Q, por su parte, tenía muy buena opinión de sí mismo; consideraba a todos los
habitantes de Weichuang inferiores a él, incluso a los dos «jóvenes letrados», a quienes estimaba indignos de una sonrisa. Los letrados jóvenes podían llegar a ser bachilleres. El señor Chao y el señor Chian eran tenidos en alta estima por los aldeanos, precisamente porque, aparte de ser ricos, eran también padres de jóvenes letrados, y tan sólo A Q no mostraba signo de especial deferencia hacia ellos, pensando para sí: «Mis hijos pueden llegar mucho más alto». Además, cuando A Q hubo ido a la ciudad unas cuantas veces, naturalmente, se volvió mucho más vanidoso y empezó a despreciar a los habitantes de la urbe. Por ejemplo, los habitantes de Weichuang llamaban «banco largo» a una tabla de tres pies por tres pulgadas, y él también la llamaba «banco largo», pero la gente de la ciudad decía «banco luengo»; él pensaba: «Están equivocados. ¡Qué ridículo!»Y como, cuando freían pescados cabezones en aceite, los aldeanos de Weichuang los condime
ntaban con pedazos de chalote de un centímetro de largo, en tanto que la gente de la ciudad ponía el chalote picado muy fino, él se decía: «También en esto se equivocan. ¡Qué ridículo» ¡Pero los aldeanos de Weichuang eran realmente unos rústicos ignorantes que jamás habían conocido el pescado frito de la ciudad!
A Q, que «había tenido mucho mejor situ ación», que era hombrede mundo y un «buen trabajador», hubiera estado al borde de ser un «hombre perfecto», de no mediar unos cuantos fallos físicos. El más molesto de todos lo constituían unas cicatrices circulares de sarna que habían aparecido en fecha indeterminada en su cuero cabelludo. Aunque estaban en su propia cabeza, A Q parecía no considerarlas del todohonorables, porque evitaba usar la palabra «sarna» u otras de pronunciación semejante, y llegó a perfeccionar este criterio, desterrando las palabras «brillo» y «luz»; y aun las palabras «lámpara» y «vela» fueron consideradas tabú por él. Cuando la prohibición no era respetada, intencionalmente
o no, A Q sufría un ataque de rabia y las cicatrices de la cabeza se le ponían rojas. Echaba una mirada al ofensor y, si éste
era corto de ingenio, empezaba a insultarlo; si era más débil que él, lo golpeaba. Y sin embargo, cosa curiosa, casi siempre era A Q quien cosechaba la peor parte en estos encuentros, hasta que se vio obligado a adoptar una nueva táctica de acuerdo con la cual se contentaba con mirar furiosamente a su rival. Pero sucedió que cuando A Q dio en emplear esta mirada furiosa, los holgazanes de Weichuang se dedicaron a hacer aún más bromasa sus expensas. Apenas le veían, fingían
sobresaltarse y decían:
—¡Bah! Hay mucha más luz.
A Q se indignaba, como era de rigor, y miraba furiosamente.
—¡Pareciera haber una lámpara de petróleo!
—continuaban, sin intimidarse en lo más
mínimo.
A Q no podía hacer nada, pero rebuscaba en su cerebro una respuesta con que vengarse:
—Ni siquiera mereces…— En ese momento, hasta las cicatrices de sarna de su cuero
cabelludo daban la impresión de ser algo noble, honorable, y no vulgares cicatrices de sarna. Sin embargo, como dijimos más arriba A Q era hombre de mundo y se daba cuenta de que había estado a punto de violarel tabú, de modo que se ab
stenía de decir nada más.
Pero los holgazanes no quedaban satisfechos y continuaban molestándole; finalmente, llegaban a golpes. Sólo cuando A Q estaba derrotado a todas luces, cuando le habían tirado de la coleta de color amarillento y le habían golpeado la cabeza contra la muralla cuatro o cinco veces, se iban los holgazanes, satisfechos de su victoria. A Q se quedaba allí un momento,
diciéndose a sí mismo: «Es como si me hubiera pegado mi propio hijo. ¡A lo que ha llegado mundo!». Después de lo cual también se iba,satisfecho de haber obtenido la victoria.

A Q solía contar a los demás todo lo que pensaba, de manera que quienes se burlaban de él conocían estas victorias psicológicas y entonces, el que le tiraba de la coletao se la retorcía, le decía:
—A Q, ésta no es la paliza de un hijo a su padre, sino la de un hombre a una bestia. Di:
¡un hombre golpea a una bestia!
Y entonces A Q, sujetándose la base de su trenza con ambas manos con la cabeza ladeada, decía:
—Pegándole a un animal… ¿Qué te parece? Yo soy un animal. ¿No me dejas aún?
No obstante ser un animal, los holgazanes no le permitían marcharse sino después de haberle golpeado la cabeza cinco o seis vecescontra cualquier cosa que hubiera a mano; después de lo cual se iban felices de haber obtenido la victoria
y confiados en que esta vez A Q estuviese liquidado. Pero a los diez segundos, también A Q se iba, satisfecho de haber
obtenido la victoria, pensando que era «el primer denigrado de sí mismo» y que después de quitar «denigrador de sí mismo», quedaba «el primero». ¿Acate el primero de los graduados en el examen imperial no era «el primero»? ¿Qué te imaginas? —decía.
Después de emplear tales astucias para quedar a la altura de sus enemigos, A Q corría feliz a la taberna a beber unos cuantos tazones de vino, a bromear con los demás otra vez, a amar broncas de nuevo, obtener la victoria nuevamente, para regresar al Templo de los Dioses Tutelares con el alma henchida de gozo y quedarse dormido apenas se acostaba.
Si tenía dinero, se iba a jugar. Un grupo de individuos se acomodaba en el suelo y A Q se
instalaba allí, con el rostro empapado ensudor, gritando más fuerte que nadie:
—¡Cuatrocientos al dragón azul!
—¡Eh, abre aquí! —decía el de la banca, también con la cara bañada en transpiración,
abriendo la caja y cantando—. Puertas Celestiales… ¡Nada para el
Cuerno…! La Popularidad y el Pasaje no se detienen en ello
s… ¡Venga el dinero de A Q!
—Cien al Pasaje… ¡Ciento cincuenta!
Al son de esta música, el dinero de A Q iba pasando a los bolsillos de los otros, cuyos rostros estaban empapados en transpiración: Finalmente, se veía obligado a salir de allí abriéndose paso a codazos y se quedaba en la ,retaguardia, mirando el juego con preocupación por la suerte ajena, hasta que terminaba; entonces regresaba de mala gana al Templo Tutelar.
Y al día siguiente iba a su trabajo con los ojos hinchados. Sin embargo, la verdad del proverbio «La desgracia puede ser una bendición disfrazada» quedó en evidencia cuando A Q tuvo la desgracia deganar una vez en el juego, para sufrir al
final una cruel derrota. Fue en la tarde del Festival de los Dioses en Weichuang. De acuerdo con la costumbre, se
representaba una obra teatral; y cerca del escenario, también de acuerdo con la costumbre,
había numerosas mesas de juego. Los tambores y batintines del teatro resonaban a tres millas del que llevaba la banca. Jugó una y otra vez con éxito: sus sapecas de cobre se transformaron en monedas de diez, sus monedas de diez en yinyuanes
, y sus yinyuanesformaron montones. En su excitación gritaba:
—¡Dos yinyuanes a las Puertas Celestiales!
Nunca supo quién había comenzado la pelea, ni por qué razón. El ruido de las maldiciones, los golpes y las pisadas se mezclaban confusamente en su cabeza y, cuando se puso de pie, las mesas de juego habían desaparecido, igual que los jugadores.

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DOS CUENTOS DE AGUSTÍN CADENA

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LA ORDEÑA

MUJER ORDEÑAMamá estaba ordeñando en el establo cuando Perico llegó del Colegio de Bachilleres. No era común verlo a esas horas, ya que salía de clases a las ocho de la noche y apenas eran las seis de la tarde. Pero mamá no le preguntó nada; si salió temprano sería porque no tuvo clases. Cuando Perico llegaba a la hora normal, la encontraba sentada en la cocina zurciendo calcetines o medias de futbol de él con un huevo de madera. El muchacho se acomodaba en una silla en el rincón más cercano al calor de la estufa.
Mamá le preguntaba por los estudios y se levantaba a servirle café, y él se ponía a hablar de sus maestros, de sus amigos ricos y de las muchachas de moda, del carro que iba a comprar ahora que fuera licenciado, de los lugares adonde la iba a llevar a pasear, de la casa que le iba a construir… Mamá lo escuchaba ávida de sus palabras, rebosante de orgullo, dando gracias a Dios que le había dado un hijo tan tesonero.

—Vas a llegar muy alto Perico —le decía.
zurciendo calcetines
Lo acompañaba a estudiar hasta tarde, cabeceando, nomás por el gusto de estar con él y para que a él no le diera sueño. Así lo había acompañado desde que murió papá. Sacaba sus cigarros Casinos y encendía uno en la flama de la estufa. —Vacía esta cubeta en el bote grande —le dijo sin mirarlo, resignada a tener que hacerlo por sí misma. A Perico no le gustaba ensuciarse en el establo ni ayudar en nada. Mamá lo dejaba flojear porque al cabo no iba a dedicarse a eso. Sin embargo esta vez Perico le dijo que sí; puso sus libros en un banquito de ordeña y recibió la cubeta llena de leche. Luego, mientras ella volvía a llenarla, quitó sus libros del banquito y se sentó en él.

—Mamá —le dijo.

Ella no le contestó, pero el muchacho se dio cuenta de que le había oído.

—Mamá, ¿no le gustaría enseñarme a ordeñar?

Ella no le contestó. Siguió haciendo su trabajo. Perico se sintió incómodo y volteó para otro lado. Pasando las bardas el monte comenzaba a ensombrecerse.
—Mamá, quiero hablar con usted en serio. ¿No le gustaría que yo le ayudara con las vacas? Es mucho trabajo pa usté sola.

Ella le pasó otra vez la cubeta llena de leche y, cuando el muchacho se la devolvió, le dijo:

—Órale pues, ayúdame. Llévate esta vaca al corral y tráeme la otra. Me la amarras aquí mismo.

Perico hubiera querido no empezar tan pronto, pero obedeció. Mamá pensó que ya era mucho comedimiento, viniendo de él.

—¿Quieres que te dé dinero?

—No, mamá, si fuera eso se lo hubiera pedido luego.

—Entonces, ¿qué mosca te picó?

—Quiero ayudarle, ma.

—Ya me ayudarás cuando termines tu carrera. Te voy a dar un cinturón que era de tu papá pa que me lo rellenes de oro.

—Uuh, ma, con una carrera no se hace uno rico.

A mamá empezó a cambiarle la cara. Perico tenía las rodillas cubiertas de moscas verdes, y los zapatos, esmeradamente boleados por la mañana, se los había ensuciado de estiércol.

—¿De veras es para usté tan importante que yo estudie?.

Perico no pudo aguantarse más las ganas de fumar y sacó un cigarro. Iba a encenderlo cuando mamá se lo botó de un manazo.

—Delante de mí no fumas.

—Mamá, ni me está haciendo caso. Le pregunté que si es tan importante para usté que yo estudie una carrera.

—Para eso trabajo como mula en lugar de que trabajes tú.

—Por eso ya le dije que le quiero ayudar.

—¿Dejando la escuela?

—Yo no he dicho que la voy a dejar.
—Ah, bueno —mamá volvió a su tarea, que había interrumpido para prestarle atención a su hijo.

—Ya vete p’allá adentro que no me dejas acabar, ándale.

—Pérese ma, yo tampoco todavía no acabo.

El sol ya casi pegaba, a lo lejos, con unos cerros sarnosos que decían en enormes letras de cal Ixmiquilpan con el PRI.

—¿A usté le cái bien Araceli?
—Es buena muchacha, nomás que no me gusta su familia: son borrachos y peleoneros todos.
—Pero ella, ¿le gusta a usté para mí?

—Pues si tú la quieres… —le dio la cubeta llena de leche— Al fin nomás es tu novia. No te has de casar con ella.

—¿Y si sí? —Perico se tapó la boca.

—Si sí, tendrás que esperarte hasta que acabes tu carrera. Antes no. Porque yo no voy a mantener a tu mujer aparte de mantenerte a ti. Aunque quisiera. No recojo el dinero con la pala.

Perico se quedó callado, sin saber cómo seguir, rascándose el mezquino que le había salido en un dedo por señalar el arcoiris.
atardecer en el rancho
—Deja de estar pensando cosas. Ora que te recibas te van a sobrar chamacas. Las mujeres nomás ven el anillo del profesionista y luego se les van los ojos.

Perico hubiera querido terminar de decirle todo, mas el tiempo no le alcanzó. Una camioneta que traía ya las luces encendidas entró al rancho y se detuvo frente a ellos. Perico tragó saliva cuando vio bajar al padre y al hermano mayor de Araceli, los dos con sombrero, con patillas y bigotes.

El padre se adelantó hacia mamá, descubriéndose, y el hermano bajó a la fuerza a Araceli.

BOLITA, POR FAVOR

Gloria era la niña gorda del barrio. Tenía 14 años y no era alta, pero pesaba más que su papá, que sí era alto. No era una gorda bonita como otras que hay por el mundo; la hacía fea el sentir que por ser gorda era fea. Y había creado un círculo vicioso porque, entre más se sentía así, menos la miraban los muchachos y entonces más se sentía así. Los niños vagos del barrio habían descubierto esto y disfrutaban mortificándola. —¡Bolita, por favor! —le gritaban cuando iba pasando.

Y las niñas bonitas la miraban de arriba abajo sintiéndose superiores, o bien le daban palmaditas compasivas en el hombro diciéndole que la belleza se lleva por dentro o cosas así de sobadas, que a Gloria no la hacían sentir mejor.
Una noche, cuando ya estaba dormida, la despertó un ruidito en su ventana. Como si alguien rasguñara. Respirando trabajosamente —su gordura le impedía respirar de otra manera— se levantó a ver. ¡Y cuál no sería su sorpresa! Del otro lado del vidrio, recargada contra los barrotes, se encontraba una rosa roja en botón, tan bella que sus pétalos parecían vivos, y en ellos brillaban gotas de humedad como diminutas estrellas. El tallo descansaba en un sobre de papel azul.

Gloria abrió la ventana y rápidamente —es decir, tan rápido como se lo permitía su gordura—, tomó la rosa y el sobre. Dentro de éste encontró una carta que decía:
fresca como una col
Todos los días te miro pasar, pero no me atrevo a hablarte. Esta rosa podrá decirte mejor que yo lo que siento por ti.

A Gloria se le fue el sueño de la emoción. En su insomnio, se revolvía en la cama —bañada en sudor como suelen estar los gordos dentro de sus pijamas— haciéndose mil fantasías sobre el autor de la carta. Porque con todo y lo bella que era la rosa, la carta le había gustado más. Se quedó dormida soñando, soñando, soñando.
A pesar de la desvelada, en la mañana despertó fresca como una col. Y durante el día aguantó las bromas de los niños y la simpatía falsa de sus amigas con la actitud del mendigo que se sabe dueño de un tesoro. Pero no quiso contarle a nadie lo que le había pasado por miedo a que todo resultara ser un sueño.
Esa noche se quedó dormida sin dificultad, roncando plácidamente como suelen roncar los gordos. Y otra vez la despertaron en la madrugada rasguñando en su ventana y otra vez encontró una rosa, aunque sin sobre. Parecía ser que el enamorado secreto ya había dicho lo que tenía que decir y, ciertamente, dejaba a las rosas la tarea de expresar sus sentimientos.

Gloria volvió a perder el sueño durante horas. Horas que se pasó contemplando las dos rosas que iluminaban la oscuridad de su habitación como dos lámparas de mágica luz.

Para la quinta noche ya estaba tan emocionada que no pudo guardarse más el secreto. Les contó a sus amigas. Ellas la escucharon pensando que se había inventado toda esa historia y sonriendo venenosamente, y cuando terminó de hablar, la más astuta le dijo:

—Yo quiero ver tus rosas. ¿Por qué no las traes a la escuela?

—¿Cómo crees? —le respondió Gloria— Se maltratarían. Además a la primera ya se le están cayendo los pétalos.

—Entonces invítame a tu casa a verlas —le respondió su amiga, que en realidad quería forzar a Gloria a reconocer que había inventado esa historia. Gloria se dio cuenta de que esa era su intención y le respondió con un tono de dignidad herida.

—Vamos hoy mismo, si quieres.

Ver las rosas no dejó satisfechas a las niñas.

—De seguro las compró ella misma —dijeron a sus espaldas, y siguieron sin creerle.
Como si el enamorado secreto supiera lo que estaba pasando, cambió de estrategia. Una noche, en lugar de una rosa, le dejó a Gloria el más bello poema de amor que se pudiera imaginar.
—Lo ha de haber copiado de algún libro —dijeron sus amigas.
Pero poco a poco fueron quedándose sin argumentos, conforme aparecían en la ventana cosas más y más valiosas: un libro muy bonito lleno de grabados, una medalla antigua, una perla, un vestido de princesa turca, una caja de maderas preciosas, una urna de alabastro… ninguna persona del barrio podría comprar esas cosas aunque tuviera el dinero. Como quiera que fuese, poco a poco el desprecio dio lugar a la envidia. ¿Cómo era posible que alguien que podía hacer esos regalos se hubiese fijado en esa gorda acomplejada? Con toda la intención de amargarle a Gloria su felicidad, esas niñas empezaron a sembrarle dudas:
—¿No se te hace raro que siga ocultándose?

—Ha de estar horrible.

—Ha de ser jorobado.

—Albino.

—Enano.

—Para mí que no es un muchacho sino un viejo cochino. Si no, ¿cómo es que tiene tanto dinero?
Gloria no podía contestar nada porque, cada vez que intentaba sorprender a su enamorado, se quedaba dormida. Así que su única reacción era ponerse a bufar como un toro bravo, con la correspondiente mirada, mientras su cara se ponía roja, roja, y el sudor hacía que sus cabellos se le pegaran a las sienes.
se le están cayendo los pétalos
El siguiente fin de semana decidió pasarse el día durmiendo para no tener sueño en la noche y, después de cenar, se tomó tres tazas de café y subió a su cuarto con una potente lámpara de pilas.

Y en efecto, no durmió. Sudando y respirando con dificultad dentro de su enorme pijama, se quedó atenta a cualquier ruido. Sus ojillos, dos redondos botones hundidos en su cara de algodón de azúcar, se mantuvieron brillando inmóviles en la oscuridad de la recámara, mientras sus manos invertebradas y húmedas se estrujaban una a la otra con los nervios de la espera.

Finalmente, después de la medianoche, la luz de la luna proyectó una sombra sobre el alféizar de la ventana. Gloria se puso de pie con una agilidad sorprendente para su peso y, antes siquiera de que el visitante pudiera depositar el regalo que llevaba, encendió la lámpara y le echó la luz a la cara. ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah! Se quedó paralizada, pasmada, anonadada y patidifusa.

En lugar del príncipe azul que esperaba, Gloria se encontró con un niño… que tenía las… sienes… escurriendo de sudor… ¡GORDO! Su indignación no tuvo límites: ¿cómo se atrevía un gordo a enamorarse de ella? Abrió la ventana y, bañándolo de insultos, le aventó todas sus rosas —ya secas— y sus estúpidos regalos.

Y al día siguiente, cuando volvió a ver a sus amigas, les dijo llorando que todo lo del enamorado secreto había sido una mentira suya, que la inventó sólo para tener algo que contar, y que los supuestos regalos los había tomado prestados de un tío suyo. Soportó con estoicismo las sonrisas de satisfacción y las palmadas compasivas, soportó que los muchachos groseros le gritaran “¡Bolita, por favor!”, pensando que cualquier cosa era menos horrible que la cruda verdad.


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